Capítulo XVIII. Economía y sociedad

La propiedad de la tierra

En una sociedad donde la práctica totalidad de la producción procedía de la actividad agrícola y ganadera o de los servicios elementales para la misma era lógico que la propiedad o el dominio de la tierra condicionase todas las relaciones de las personas, y que en gran parte la situación jurídica de las mismas personas derivase de su relación con la tierra.

Las relaciones de los hombres con la tierra en el reino de Alfonso VI eran muy distintas en las regiones donde la vida y las instituciones siguieron su evolución normal sin sufrir la brusca interrupción de la invasión islámica, como es el caso de toda la cornisa cantábrica y norte de Galicia, de aquellas otras tierras que sumergidas inicialmente por la marea musulmana fueron luego desoladas y desertizadas y tuvieron que ser repobladas, colonizadas y devueltas a la vida desde la nada.

En las más viejas tierras del reino de Asturias es donde encontramos inicialmente a los grandes possessores o propietarios de muchas villas dispersas en varias comarcas y dueños de numerosas familias de siervos. La casi totalidad de las familias que nos son conocidas se hallaban enclavadas en la zona galaico-portuguesa. Además, estos possessores solían coincidir en las mismas personas que ostentaban la autoridad pública investidas con la dignidad condal o relacionadas con ellas.

Esta simultaneidad de la propiedad y de la autoridad en las mismas manos permitió a estos possessores mantener, rehacer si habían sufrido menoscabo por la división de la herencia entre los hijos, y aun aumentar esas extensas propiedades que venían cultivando desde tiempos inmemoriales con sus siervos, libertos y campesinos libres, pero dependientes económicamente, en las mismas familias durante muchas generaciones. Dada la orografía montañosa de esas tierras con valles y lugares semiaislados o con difíciles comunicaciones, la gran propiedad no ocupó nunca la totalidad del territorio. Tampoco faltaron pequeños propietarios, pero aun estos vivían en alguna manera subordinados de hecho al poder y a la autoridad de esas grandes familias.

La generosidad de los monarcas y de esas grandes familias hacia las iglesias y monasterios hizo que en torno de algunos de estos últimos y de las sedes episcopales se constituyeran también muy importantes y extensos patrimonios que todavía redujeron más el número de esos propietarios independientes. Prototipo de esos grandes señores eclesiásticos en los años de Alfonso VI sería la sede compostelana y sus obispos, entre las iglesias diocesanas, y el monasterio de Celanova, entre los monasterios que habían adoptado la regía benedictina.

En contraste con las viejas tierras, en las nuevas comarcas ganadas al desierto y a la despoblación, donde por aplicación del derecho romano que atribuía todas las cosas abandonadas al fisco o al rey, toda la tierra quedó a disposición del monarca sin que arraigaran esos grandes possessores. Había que atraer pobladores y por eso el rey mediante repartos oficiales asentaba a los recién llegados en diversas villas o aldeas o permitía y aun alentaba la presura o apropiación de la tierra inculta mediante la roturación y puesta en cultivo de la misma, según los elementos de que cada cual disponía para poder labrar la tierra. La presura era luego ratificada por los reyes expresa o tácitamente.

De este modo la propiedad se repartió entre los muchos que acudían a las llamadas repobladoras, buscando una mejora de su situación. Entre los recién llegados, fueran cristianos de las montañas del norte o mozárabes, no había hondas diferencias económicas o quedaron reducidas a proporciones muy limitadas; entre los habitantes o vecinos de una aldea o una villa la situación económica de todos era muy parecida.

Las familias condales, que dirigieron bajo la autoridad de los reyes los avances repobladores, no disponían de las masas de siervos o dependientes para poder apropiarse de grandes extensiones, significativas en el conjunto de la repoblación, de modo que el conjunto de la población entre la cordillera cantábrica y el río Duero estaba representada ante todo por las masas de campesinos libres, propietarios de las heredades que cultivaban, que únicamente dependían por razón de la tierra del rey, que en el proceso de poblamiento y presura se había reservado para sí casi siempre la propiedad eminente de la tierra, permitiendo al repoblador libre la presura de la propiedad útil o inferior.

Una buena parte del patrimonio que acumularon las familias condales en esta parte de la cuenca del Duero en ningún caso provenía de iniciales presuras o de donaciones regias, sino más bien del ejercicio del poder público o jurisdicción tanto civil o criminal, cuando por su iudicato o función de jueces tenían derecho a percibir un tanto por ciento de la suma en litigio en los pleitos civiles o las multas y penas pecuniarias o caloñas impuestas en los delitos que juzgaban.

Las multas o penas pecuniarias eran las que enriquecieron y contribuyeron sobre todo a la formación de las fortunas territoriales de los condes, imperantes y potestates o gobernadores de las mandationes o distritos, ya que dada su elevada cuantía y la escasez de numerario eran satisfechas la mayor parte de las veces mediante la cesión de una o varias heredades y aun de la totalidad de los bienes del condenado como culpable.

También aquí en la cuenca del Duero iglesias y monasterios pudieron labrarse respetables patrimonios, siempre muy dispersos, fruto de la generosidad y de la piedad de los reyes, de los magnates y también de los campesinos libres que gozaban de la plena disposición de sus heredades. Entre estos monasterios que ya en los años de Alfonso VI habían reunido un importante patrimonio merece citarse a San Pedro de Cardeña, a San Pedro de Arlanza y a San Salvador de Oña en Castilla, los tres elegidos por los condes castellanos como panteones para sus restos mortales, y el cenobio de Sahagún en León, que será también el escogido por Alfonso VI para dar sepultura en su iglesia a sus diversas esposas y a sí mismo.

Todavía en el reinado de Alfonso no se puede afirmar que en las merindades de Castilla o de León la gran propiedad de la tierra fuera la predominante. Al contrario, el proceso de concentración de la tierra ya iniciado no había logrado cambiar el panorama de una población de campesinos libres asentada en pequeñas aldeas viviendo en tierras realengas, que eran al mismo tiempo suyas, por cuanto a cambio de un insignificante censo o martiniega podían disponer libremente de ellas permutándolas, vendiéndolas, dejándolas en herencia o donándolas en vida.

Todavía eran mayores los aires de libertad que se respiraban en la Extremadura, tanto castellana como leonesa, y en el reino de Toledo, donde la ausencia de las grandes propiedades era casi total, ya que todo el término de los concejos extremaduranos y toledanos había sido cedido a estos y los criterios de poblamiento se habían esforzado por atraer habitantes a través de la asignación de lotes de tierra en propiedad que hicieran arraigar a los recién llegados.

Los mecanismos a través de los cuales se habían acumulado las distintas posesiones bajo el dominio de un señor eran la causa por la que rara vez estos dominios llegaron a constituir grandes cotos redondos, unidades geográficas cerradas. Las grandes propiedades se hallaban integradas por tierras dispersas en comarcas o mandationes diferentes, y a veces lejanas, aunque resulta lógico que a través de compras o permutas, tanto los propietarios laicos en torno a su residencia como los abades alrededor de sus monasterios tratasen de concentrar una buena parte de sus heredades.

Esta dispersión de las propiedades, generalizada en la monarquía leonesa, llevará a una forma de explotación de los grandes dominios muy distinta a la usual en el resto de Europa, especialmente en las Galias, donde los grandes dominios estaban constituidos por extensas fincas o latifundios en medio de los cuales residía el señor, que procedía a la explotación directa de su fundo con sus siervos o esclavos de la gleba.

En el caso de la propiedad dispersa resultaba imposible a sus dueños la explotación directa mediante sus siervos, y sólo utilizaban este sistema en una mínima parte de su patrimonio. En la zona galaico-portuguesa, donde radicaban las mayores propiedades, parte de las tierras estaba cedida a siervos adscriptos a la tierra y a colonos, que recibían el nombre de tributarios o iuniores de capite. Otra parte era explotada por homines de mandationis o iuniores de hereditate, que eran los descendientes de los antiguos privati de la época visigoda. Finalmente, otra parte era entregada a hombres libres mediante diversos contratos de explotación o arrendamiento.

En la meseta, donde los siervos apenas existían, la explotación de la tierra se realizaba mediante contratos de diversa naturaleza, desde el puro arrendamiento a la cesión de la tierra en contratos de aparcería, generalmente de larga duración y aun perpetuos, que podían transmitirse a través de generaciones a cambio de algunas prestaciones o sernas o de parte de la cosecha o de una combinación de ambas.

A mediados del siglo XI aparecen en las tierras de la meseta norte del Duero las primeras concesiones de tierras en prestimonio otorgadas por el rey en el realengo o por los magnates en sus propiedades. Los campesinos libres que recibían unas heredades en concepto de prestimonio conservaban su plena cualidad de hombres libres e ingenuos y también la libertad de movimiento, aunque esta dentro de ciertos límites, que si eran transgredidos se penaban con la pérdida del fundo cultivado y el abono de una indemnización al abandonarlo. Tampoco les podía ser arrebatado el fundo recibido en prestimonio mientras cumpliesen su obligación de pagar el censo establecido y no enajenasen el prestimonio fuera de los límites y condiciones bien determinados. El sistema de prestimoniarios campesinos, cuya existencia es atestiguada por primera vez en el reinado de Fernando I, arraigará en los tiempos de Alfonso VI para generalizarse en los reinados posteriores.

Situación jurídica de las personas

En la segunda mitad del siglo XI los antiguos siervos, que con tanta frecuencia encontrábamos en las posesiones de los magnates del primer milenio, han desaparecido casi totalmente como resultado de las cartas de emancipación o ingenuidad otorgadas por sus dueños y dueñas en los últimos siglos en cualquiera de las dos fórmulas más usuales, per cartam en vida o per testamentum a la hora de la muerte. Durante el reinado de Alfonso VI ya no se registra la existencia de los siervos o mancipia de los siglos VIII al X.

Sí que existe todavía una servidumbre residual, que durará toda la Edad Media, producto de la guerra, donde el siervo o esclavo se identifica con el maurus o maura, enemigo cautivado en las expediciones militares. Esta situación de servidumbre o cautividad no tendía a perpetuarse a través de generaciones, pues bien la conversión a la fe cristiana podía ir acompañada de la manumisión, o podían ser redimidos por sus hermanos en la fe islámica o intercambiados por otros cautivos cristianos en poder musulmán.

La mayor parte de las manumisiones que se otorgaban graciosamente a los siervos, aunque les convertían en personas libres, no lo hacían sin imponerles alguna obligación económica ni sin limitar en alguna manera sus derechos civiles, bien fuera temporalmente mientras viviere el manumisor u otra tercera persona, bien perpetuamente. El lazo que unía al liberto con su señor era calificado de patrocinio por la parte del señor y de obsequio por parte del siervo. Este vínculo imponía al liberto ciertos deberes de obediencia a su patrono y también muchas veces la prestación de ciertas oblaciones al que había sido su señor, a sus descendientes o a cierta iglesia bajo cuyo patrocinio habían sido colocados al ser manumitidos.

Aunque la práctica totalidad de la población en el reino leonés había alcanzado la categoría de hombres libres, sin siervos ni mancipia, seguían existiendo diversos lazos de dependencia heredados de situaciones anteriores, que hacían que no todos los hombres libres lo fueran en el mismo grado, lo que nos permite hablar de hombres libres dependientes.

No es fácil el análisis de estos lazos de dependencia que limitaban la libertad de estos hombres libres por tratarse de lazos heredados, que los documentos dan por supuestos o conocidos y que no se detienen a describir, y porque dado el carácter tradicional de esos vínculos podían variar de una zona a otra.

Encontramos en primer lugar los antiguamente llamados tributarii, en el siglo XI más bien iuniores a capite, descendientes de los antiguos colonos romanos, que no se hallaban adscritos a una heredad determinada. El señor podía establecerlos en un territorio, en una heredad concreta o trasladarlos a otro lugar para el cultivo de otras tierras, aunque estuvieran un tanto distantes. También era facultad del señor o casi dueño el encomendarles otra clase de trabajos y aun el enajenarlos a otro señor, del mismo modo que podía romper esos lazos que los unían a él y declararlos totalmente libres o ingenuos. Los iuniores de capite no eran siervos, pero su situación de dependencia personal era muy onerosa y próxima a la servidumbre.

Hombres libres dependientes eran también los llamados homines mandationis o también iuniores de hereditate, muy presentes en el fuero de León del año 1017. Según el profesor Sánchez-Albornoz, que ha estudiado especialmente este tema, los iuniores de hereditate eran descendientes de los antiguos privati o possessores romanos que en un proceso gradual de pérdida de su libertad de movimientos habían quedado ligados o adscritos a un distrito o circunscripción administrativa llamada en el reino astur-leonés mandatio.

Algunas de estas mandationes habían sido cedidas con carácter hereditario por los reyes a alguna institución eclesiástica, iglesia o monasterio, por lo que su primera vinculación con el distrito administrativo había sido sustituida por un lazo de dependencia con la institución titular de la respectiva mandatio.

Los hombres sujetos a esta clase de dependencia debían entregar mientras residieran en la mandatio o en el señorío eclesiástico al que se había cedido la mandatio una cantidad fija cada año, no variable en relación con la cosecha, de grano, vino o ganado menor o aves de corral.

Como un resto o recuerdo de su primera ingenuidad, los homines mandationis o iuniores de hereditate habían conservado su libertad de movimiento. Podían abandonar las heredades que cultivaban sin poder ser reclamados ni por los oficiales reales ni tampoco por sus señores. Cierto que esta libertad de movimiento sufría algunas limitaciones en lo que se refería a los lugares donde iban a establecerse, y que además al marchar debían entregar al oficial regio de la mandatio o al señor la mitad de todos sus bienes.

Los homines mandationis de las tierras galaico-portuguesas serían normalmente sucedidos en sus tierras por el hijo mayor, mientras los más jóvenes o iuniores de los hermanos emigraban hacia las nuevas tierras que se estaban poblando en los llanos leoneses, donde los presores de primera hora, que se habían apoderado de tierra abundante, y las instituciones eclesiásticas les ofrecían la ocasión de asentarse en las mismas condiciones en que se hallaban sus padres y hermanos en los lugares de su procedencia, por lo que en tierras leonesas pasaron a designarse como iuniores de hereditate.

Además de las dos categorías anteriores de hombres libres dependientes, iuniores de capite y iuniores de hereditate, había otra de hombres que se habían ligado a un señor o propietario más importante con un vínculo de dependencia libremente adquirido o pactado. Entre estos hombres que habían escogido la dependencia, buscando en ella una seguridad o una defensa, se encontraban en primer término los llamados commendati o encomendados, gentes sin recursos suficientes, que entraban voluntariamente en la órbita de un poderoso encargándose del cultivo de una heredad, aceptando a cambio el compromiso de no abandonar las tierras del señor sin la previa autorización de este. Su situación jurídica y las prestaciones con que debían acudir a su señor tenderían a asimilarse con las de los iuniores de capite.

Otro grupo de estos hombres que habían buscado la dependencia y protección de un poderoso eran los llamados incommuniati, que por medio de un pacto llamado incommuniatio habían cedido la mitad o todas sus heredades a ese poderoso, cuya protección buscaban, pero que seguían cultivando como antes la totalidad de sus bienes, entregando al señor que habían elegido la parte de la renta debida por las tierras que le habían entregado.

Finalmente, durante este reinado encontramos ya los llamados pactos de benefactoría, por los que se buscaba igualmente la protección de un poderoso, no entregándole todas o parte de las heredades, sino conservando la propiedad en toda integridad, pero comprometiéndose a abonar al señor elegido un canon o censo en especie, en dinero o en prestación personal.

Sin embargo, el gran desarrollo de las benefactorías o behetrías corresponderá a una época posterior, a los siglos XII y XIII, cuando una gran parte de las aldeas y villas de las merindades de León y mucho más de Castilla entren colectivamente en este modo de dependencia, formando diversas clases de behetrías que se extenderán desde el mar Cantábrico hasta el río Duero.

Además de todas estas clases de hombres que vivían en alguna de estas variadas situaciones de dependencia, bien fueren heredadas o voluntariamente adquiridas, existían los pequeños propietarios independientes en todo el reino, pero más abundantes en las tierras de repoblación al norte del Duero. A ellos se sumarán muy pronto los hombres no menos libres o francos, como se designará a los que vendrán a habitar en las villas creadas todo a lo largo del Camino de Santiago. Su libertad era distinta de la de los campesinos libres propietarios de tierra, pues estaba garantizada por los fueros llamados de francos, el primero de todos, en el reino de Alfonso VI, fue el otorgado a Logroño por este monarca el año 1093.

También eran tierra de libertad todos los concejos de la Extremadura, tanto castellana como leonesa. Sus habitantes, asentados en las tierras realengas que el monarca había asignado a cada uno de esos concejos en concepto de término, no conocían ningún otro lazo de dependencia que no fuera con el rey como único señor. De esta misma libertad e independencia gozaron igualmente los hombres del recién incorporado reino de Toledo en los años del reinado de Alfonso VI, vivieran en la ciudad del Tajo o en los diversos concejos que en esas tierras fueron organizándose.

Infanzonía y tributación

Además de los magnates o nobles de primera clase, grandes propietarios, a los que el monarca solía confiar todos los puestos de gobierno y responsabilidad, tanto en la corte o palacio del rey como en la administración territorial, en la documentación de la época aparecen otra clase de hombres libres distinguidos, que son los infanzones.

Sobre su origen se han escrito muchas páginas no siempre con acierto, y todavía es un tema abierto en el que es mucho más lo que ignoramos que lo que sabemos. Contamos desde la voluntariosa teoría de Américo Castro que hacía derivar a los hidalgos, sucesores de los infanzones, abundantes precisamente en las tierras del norte de España, de los ibn-al-jums o cultivadores del quinto reservado al califa como botín de guerra, hasta las páginas de Sánchez-Albornoz que vinculaban a los infanzones de los reinos cristianos del norte con los filii primatum de las postreras décadas visigodas. No obstante, como hemos dicho, todavía persisten excesivas oscuridades y dudas.

Un documento del año 1093 nos define claramente a los infanzones como «caballeros, nobles tanto por su origen como por su poder, nacidos de padres de no baja alcurnia», lo que viene claramente a colocar a los infanzones entre los miembros de la nobleza heredada por la sangre y prestigiados por su poder. En síntesis se trata de nobles, aunque de un rango inferior al de los magnates o alta nobleza.

El patrimonio de los infanzones podía ser mayor o menor, podía aumentar o disminuir según los avatares de los tiempos, pero había una doble cualidad jurídica que los distinguía del resto de los demás hombres independientes, que era el no pagar tributos o censos y el gozar de una mayor protección penal. Los delitos cometidos contra ellos estaban penados con la caloña o pena pecuniaria de 500 sueldos, mientras para el resto de los hombres libres por los mismos motivos la caloña era tan sólo de 300 sueldos.

En el fuero de Castrojeriz es en el que mejor encontramos delineado el estatuto jurídico privilegiado del infanzón. Además de los dos privilegios ya citados, los más notables de todos gozaban de ciertos favores en el orden judicial, como el hecho de que no podían testificar contra ellos los villanos y el poder defenderse judicialmente mediante el juramento expurgatorio. En el orden del servicio militar se supone que lo prestaban como jinetes o caballeros en función del prestimonio o conjunto de tierras y otros bienes que recibían de los condes por ese servicio.

Esta nota distintiva de la infanzonía nos lleva a plantearnos el problema de los ingresos, censos o rentas con las que se alimentaba el fisco regio. También en este campo fiscal durante el reinado de Alfonso VI se van a introducir algunas importantes novedades.

La invasión de la España musulmana por los almorávides cerró un periodo de la historia fiscal del reino de León y Castilla: se acabaron las parias musulmanas con las que Fernando I y Alfonso VI habían vivido hasta ese momento y obligaron a este a buscar nuevas fuentes de financiación para hacer frente a la amenaza africana que presionaba en la línea del Tajo.

Un tributo de carácter territorial de origen romano, la capitatio-iugatio, logrará sobrevivir incluso a través de los siglos de dominación visigoda y continuar vigente durante los tres primeros siglos de la monarquía astur-leonesa. Se trata del llamado tributum quadragesimale, porque solía ser pagado a principios del mes de marzo, coincidiendo con la cuaresma.

El tributum quadragesimale era el censo que abonaban al fisco regio los hombres libres que vivían en el noroeste de España, limitado a las mandationes de Galicia y Portugal. La mayor parte de esas rentas fueron privatizadas, esto es, cedidas por los reyes en el transcurso de esos tres siglos a las sedes episcopales o a otras instituciones eclesiásticas y también a determinados magnates e imperantes, que gobernaban esas mandationes, por lo que al comenzar el reinado de Alfonso VI el importe del tal tributum quadragesimale había perdido toda relevancia económica, cualquiera que esta hubiera sido en los reinados anteriores.

Los principales ingresos de los reyes hasta Fernando I provenían de las rentas del patrimonio familiar de los monarcas y de las heredades del realengo, que podían considerarse bienes de la Corona, aunque durante toda la Edad Media no se distinguía entre ambas clases de bienes. En estos bienes el rey ejercía los mismos poderes y cobraba las mismas rentas que un señor en su señorío. Esta clase de rentas nunca llegó a revestir una especial importancia económica, pues en diversos condados y mandationes los bienes del realengo quedaban a disposición de los titulares de esos gobiernos como medio de retribución por el oficio que desempeñaban.

Fuera del tributum quadragesimale, el único ingreso del que tenemos constancia que fuera percibido por el rey como titular del supremo poder en el reino era el procedente del ejercicio de la jurisdicción penal, esto es, el producto de confiscaciones por delitos de alta traición, y las caloñas o penas pecuniarias, a veces muy importantes, que acarreaban la mayor parte de las infracciones penales y que eran atribuidas al juez que había dictado la sentencia, el iudicatum o tanto por ciento que correspondía al juez en los pleitos civiles. Aunque es verdad que eran los oficiales del rey los que juzgaban la mayor parte de los pleitos y litigios de toda clase, también es igualmente cierto que los conflictos más importantes en los que intervenían obispos o magnates solían reservarse al tribunal del rey.

En tierras llanas leonesas y castellanas, donde predominaba el realengo, parece que se había impuesto el pago de un pequeño censo a los muchos propietarios libres que disfrutaban de la propiedad útil, pero en las que el rey por formar parte del realengo se había reservado la propiedad eminente. Esta propiedad eminente será más adelante el fundamento de la infurción o censo, que los propietarios de unas tierras presentaban al titular de la propiedad eminente en señal de reconocimiento de su superior derecho.

El nacimiento, extensión y desarrollo de este impuesto conocido con el nombre de infurción no ha sido estudiado todavía en profundidad. La documentación de la época no nos permite afirmar la práctica de la infurción en el reino de Alfonso VI, y mucho menos que en esa época constituyera un ingreso relevante del fisco regio.

Durante su reinado, Fernando I encontró para sus mermadas arcas un ingreso extraordinario, las parias o paga con que los reyes de taifas musulmanes compraban la seguridad de no ser atacados por las fuerzas leonesas o castellanas y también su protección o auxilio en caso de ser atacados por otros musulmanes e incluso por otros cristianos. Parias abonaron con mayor o menor regularidad los reyes taifas de Zaragoza, Toledo, Sevilla, Granada y Badajoz al rey Fernando I. El oro de las parias se convirtió en el ingreso más saneado de este monarca.

Alfonso VI, primero como rey de León, heredó el derecho de cobrar las parias del reino de Toledo. Más tarde, ya como rey único de León, Castilla y Galicia, el ámbito geográfico donde cobraba estos suculentos ingresos fue el mismo que el de su padre. Quizás la impresión que parece deducirse de las crónicas árabes es que la presión de Alfonso se hizo más agobiante que en tiempos de Fernando I.

Precisamente este agobio o presión asfixiante que los reyes taifas sentían al tener que abonar cada año las parias convenidas, con el consiguiente disgusto de sus pueblos, fue lo que provocó la llamada o petición de socorro de los príncipes musulmanes hispanos a los almorávides africanos.

El desastre de Zalaca no puso punto final a la percepción de las parias; todavía después de 1086 sabemos que Alfonso VI siguió cobrando del rey de Granada las mismas parias, y es muy probable que las percibiera también del rey de Sevilla. Sin embargo, después del año 1090, cuando se produce la tercera venida del emir Yusuf ibn Texufin a España y la invasión almorávide con ánimo de permanencia, el sistema de parias se derrumba completamente y Alfonso VI se verá totalmente privado de estos ingresos. Únicamente el Cid en Levante logra continuar con el sistema en beneficio propio, cobrando de ocho príncipes o señores musulmanes un importe de 104.000 mizcales o monedas de oro.

Privado del principal de sus ingresos, y teniendo que hacer frente a los ejércitos almorávides que iban a presionar sobre las fronteras del reino de Toledo a partir de ese momento, Alfonso VI tenía que discurrir nuevos métodos que le procurasen los recursos necesarios.

El primero fue la acuñación de moneda. Hoy la mayoría de los investigadores atribuyen a Alfonso VI las primeras producciones monetarias en el reino de León, tras casi cuatro siglos sin que ninguno de los monarcas astures ni leoneses, desde comienzos del siglo VIII hasta casi finales del XI, labrase ninguna clase de moneda, viviendo de los restos de las viejas monedas visigodas o de acuñaciones extrañas llegadas del mundo carolingio y más abundantemente del emirato, del califato o de los reinos de taifas de al-Ándalus.

La conquista de Toledo puso en manos de Alfonso VI una ceca en pleno funcionamiento que tras la entrada de los cristianos continuó produciendo numerario, al menos de vellón, con caracteres y leyendas arábigas y con indicación del año de su acuñación, años 478 y 479 de la Hégira. Sin embargo, a partir de 1087 cesan las acuñaciones de tipo arábigo y se inaugura un nuevo sistema monetario con tipos ya enteramente cristianos. En este aspecto de la vida económica, como en otros, Alfonso VI será un rey totalmente innovador que abrirá nuevos horizontes al futuro de su reino.

No obstante, las ganancias producidas por la acuñación de numerario no eran suficientes para atender los extraordinarios gastos militares provocados por las reiteradas invasiones almorávides, y así el 31 de marzo de 1091 puso en marcha una nueva fuente para obtener recursos. En una curia extraordinaria convino con sus súbditos de tierras de León que a cambio de un nuevo fuero relativo a los juicios con los judíos le abonarían por una sola vez el año corriente un tributo extraordinario de dos sueldos por cada hogar, tanto de nobles como de villanos.

Con este primer petitum o pedido inauguraba Alfonso VI un nuevo sistema de obtener dinero para hacer frente a los gastos bélicos: solicitarlo a todo el reino o a parte de él y obtener su consentimiento para poder cobrar una suma fija en un plazo determinado de cada uno de los hogares. Las modalidades del petitum podrán variar en el futuro, pero la nueva tributación se había puesto en marcha.

En este primer petitum también los infanzones fueron incluidos entre los contribuyentes, pero muy pronto alcanzaron de los reyes posteriores el ser excluidos de los petitum, que vinieron a recaer sobre los villanos o no nobles exclusivamente.