Capítulo XVII. Organización territorial del reino

La nobleza condal

Hemos visto cómo algunos miembros de la familia regia participaban no sólo en las tareas del gobierno central de la monarquía integrados en la Curia Regia, sino también en el gobierno y administración de algunos territorios en particular. Es el caso de los dos condes, yernos del rey, a los que este encomendó el gobierno de toda Galicia y las tenencias de Zamora, Coria y Grajal a don Raimundo de Borgoña, y el de los territorios de Portugal y de Coímbra a don Enrique.

Los poderes de ambos yernos eran superiores a los de cualquier conde del reino, y el área donde ejercieron su gobierno rebasaba con mucho a la extensión de cualquier distrito condal. Más que condes, título con el que de ordinario aparecen en los documentos, eran auténticos delegados regios con poderes especiales, algo que podríamos designar como virreyes.

Este carácter casi virreinal de los yernos borgoñones en sus gobiernos de Galicia y Portugal queda bien de manifiesto en la corte que rodea a don Raimundo de Borgoña, en la que figuraba nada menos que un conde, Froila Díaz, como «conde y mayordomo de dicho conde». Otro conde, Sancho Pérez, formará en la comitiva palatina del yerno del rey, y otro tercer conde, Fernando Raimúndez, ostentará al lado de don Raimundo el oficio de portaestandarte del conde, el equivalente al alférez del rey.

En algunas ocasiones estas delegaciones o poderes especiales en los dos primos borgoñones hacen que aparezcan designados como «cónsules», título que anteriormente había servido para caracterizar al mozárabe Sisnando Davídiz, nombrado por Fernando en 1063 como cónsul de Coímbra y su territorio, recuperados de los musulmanes.

También a los demás magnates distinguidos con la dignidad condal, además de su participación mayor o menor en las tareas de la Curia Regia, les estaba encomendada alguna ciudad, alguna villa con su alfoz, algún territorio para que lo gobernaran en concepto de tenencia en nombre del rey, en algunos casos con carácter muy prolongado o casi permanente, en otros de manera más o menos temporal.

La mayor parte de las veces estas tenencias o gobiernos encomendados a los magnates con dignidad condal eran distintas de las tierras o comarcas donde estos tenían sus bienes patrimoniales, siguiendo en esto Alfonso VI una política muy consciente de disociar el dominio o posesión de la tierra del ejercicio de la jurisdicción. Se trataba de un modo indirecto de ir debilitando poco a poco el poder de las grandes familias magnaticias.

Todos los personajes del reino, que fueron portadores de la dignidad condal, aparecen, al menos en alguna ocasión, como confirmantes o como testigos en los diplomas expedidos por Alfonso VI, con la excepción de algún magnate condal de Galicia o Portugal que se mantiene alejado de la corte. Esta lejanía de algún sector aristocrático galaico-portugués respecto de la Curia Regia sería la razón que movió a Alfonso VI a designar a sus dos yernos borgoñones como una especie de virreyes suyos con los más amplios poderes en esas regiones.

En la primera fase del reinado de Alfonso VI como monarca del reducido reino de León, desde la muerte de su padre en 1065 hasta su destronamiento por su hermano Sancho, son tres los condes que figuran al lado de Alfonso, pertenecientes a dos grandes familias magnaticias de Tierra de Campos: los Ansúrez y los Alfonso. A la primera pertenecen los hermanos Pedro y Diego Ansúrez, asentados desde las montañas palentinas, pasando por Saldaña y Carrión, hasta Valladolid y Cuéllar; la segunda es la familia de los Alfonso, representada por Martín Alfonso, que se titula primeramente conde en Cea y Grajal y más tarde en Simancas.

Tras el destronamiento del rey García de Galicia en 1071, tres son los condes de esta tierra que se suman a la corte de Alfonso VI. Dos de ellos, de nombre Rodrigo y Vela, pertenecen a la familia de los Ovéquiz, con grandes posesiones en tierras lucenses; el tercer conde gallego que confirma diplomas del rey es Rodrigo Muñoz, también lucense, que será a veces designado como conde en Galicia. Es evidente que Alfonso VI encuentra en Galicia, entre los magnates lucenses, sus más próximos colaboradores.

En tierras asturianas la figura condal, que destaca al lado de Alfonso VI entre los años 1061 y 1094, interviniendo especialmente en asuntos judiciales, es la de Pedro Peláez. Sus confirmaciones en los diplomas regios son esporádicas, lo que parece indicar su frecuente ausencia de la corte, alejado de ella y morando en sus tierras asturianas.

Restaurado en el trono leonés en 1072 y reconocido Alfonso VI también como rey en Galicia y Castilla, encontrará así mismo en este último reino valiosos colaboradores a los que distinguirá con la dignidad condal. Son cuatro los condes que destacan en el área castellana. El primero de ellos Gonzalo Salvadórez, especialmente relacionado con La Bureba y Ubierna, y cuyo hijo, el conde Gómez González, designado como comes castellanorum o como comes in Castella Vetula, morirá el año 1111 en Candespina defendiendo la causa de la reina Urraca. Estos condes serán el tronco de donde procederá la casa de Manzanedo.

El conde Munio González, con sus raíces en las Asturias de Santillana, será designado en varios diplomas como comes Asturie o comes asturiensis. El tercer gran conde de esta área será Lope Iñiguez, que gobierna en nombre de Alfonso VI Vizcaya, Álava y Guipúzcoa. De él procederán los señores de Vizcaya. El cuarto de estos condes será hechura del propio Alfonso VI. Se trata de García Ordóñez, a quien en 1076 el monarca encomienda como comes in Nazara el gobierno de La Rioja y casa con Urraca, hermana del rey navarro asesinado en Peñalén.

Esta breve y condensada panorámica condal de los primeros quinquenios del reinado de Alfonso VI nos permite contemplar la existencia de una red de familias magnaticias que cubrían la totalidad del territorio del reino y que, ya en la corte, ya desde las tierras donde estaban patrimonialmente arraigados, colaboraban con el rey en el gobierno de la monarquía.

En el largo reinado de Alfonso VI se producirá, como es lógico, un relevo generacional en estas familias condales. En Asturias esta dignidad les fue otorgada a los dos hermanos Fernando y Rodrigo Díaz, cuya hermana, de nombre Jimena, será la esposa del Cid Campeador; en tierra de Astorga, desde 1084 hasta el final del reinado, sobresale la figura del conde Froila Díaz, que nada tiene que ver con los anteriores y en la misma ciudad regia y su territorio la familia condal establecida era la de los Laínez, representada en los años de Alfonso VI por el conde Martín Laínez, hijo del igualmente conde Laín Fernández, que se había rebelado contra Fernando I.

Todavía cabría citar una quincena más de personajes pertenecientes a las familias magnaticias y a los que el rey otorgó el título personal de conde, que por vivir lejos de la corte o por otras razones aparecen menos en los diplomas regios. Entre estos cabría destacar a don Pedro Fróilaz, conde en Traba, que sería el ayo o nutritius de Alfonso Raimúndez, el hijo de la reina Urraca y de don Raimundo de Borgoña, y futuro Alfonso VII.

Además de estos magnates condales, que en el largo reinado de Alfonso VI apenas superarían en número la treintena, otros nobles distinguidos colaboraban con el rey tanto en tareas de la Curia Regia, como podían ser las de mayordomo y armiger u otras de alcance administrativo o judicial, como en oficios de gobierno de carácter no general, circunscritos a un territorio determinado.

Los oficiales territoriales: imperantes, tenentes y merinos

El reinado de Alfonso VI, en lo que atañe a la administración territorial, representará una época de transición, transición ya iniciada por su padre Fernando I, cuando de conde de Castilla se convierta en rey de León el año 1038. Esa transición consistirá en la paulatina sustitución de las familias condales ligadas al gobierno de un determinado territorio de un modo que parecía hereditario, por oficiales del rey de menor rango personal nombrados para regir en nombre del monarca distritos de menor extensión.

El régimen de las grandes familias condales, con extensos patrimonios, aunque dispersos, en determinadas comarcas donde el título de conde en la práctica pasaba de padres a hijos junto al gobierno, había puesto en peligro en algunos momentos la misma unidad del reino y aun llegado a condicionar la misma autoridad del rey. Este había sido el caso de los descendientes de Fernán González en Álava y Castilla, de la familia Ansúrez en tierras de Monzón, Peñafiel y Valladolid, de los Beni Gómez en la montaña palentina, Saldaña y Carrión, de los descendientes de Fernando Núñez en tierras del Cea, de los Laínez en tierras leonesas, y de los grandes condes gallegos y portugueses en el oeste del reino.

Esto lo sabía mejor que nadie el propio Fernando, hijo de Sancho el Mayor de Navarra, que antes de alcanzar el trono leonés el año 1038 había ostentado durante nueve años, a partir de 1029, el título de conde de Castilla. Desde el año 931 en que Fernán González uniría a la dignidad condal el gobierno de Álava y de toda Castilla desde el mar Cantábrico al Duero, al frente de los condados unidos se sucedieron su hijo García Fernández (970-995), su nieto Sancho Garcés (995-1017) y su biznieto García Sánchez (1017-1029), los cuales, aunque nunca se declararon independientes, funcionaron de hecho como un poder autónomo, desconociendo en muchas ocasiones a sus reyes de León. Algo parecido había ocurrido en el otro extremo del reino con los condes gallegos de la familia de Gonzalo Menéndez, nunca independientes de iure, pero funcionando de hecho como poderes autónomos capaces de pactar con los musulmanes.

Estas son las situaciones que trataría de evitar en un futuro Fernando I. Para ello una vez coronado rey de León nadie le sucederá al frente del condado castellano; tampoco otorgará el título de conde a ningún noble radicado en ese mismo territorio, ni encomendará a una sola persona el gobierno de las antiguas tierras del condado que él había regido. Por el contrario, dividirá el condado en varios distritos, colocando al frente del gobierno de cada uno de ellos a un infanzón o noble de rango inferior con el título de «merino».

La política de Fernando I en esto como en otros muchos aspectos será continuada por Alfonso VI. Durante el reinado de este, entre los confirmantes de los diplomas aumentará la presencia de los maiorini regis, funcionarios de ámbito territorial que, procedentes de la intendencia regia, habían adquirido a lo largo del siglo X y primeros decenios del XI competencias ejecutivas y judiciales en las tierras realengas. Los merinos, con Alfonso VI, adquirirán un relieve extraordinario en la nueva planta del gobierno territorial, que comienza a dibujarse en este reinado y llegará a su madurez en el siglo XIII.

El nombre de merino deriva del vocablo, exclusivo del latín medieval hispano, maiorinus, un peculiar diminutivo de maior, nombre con el que se designaba al jefe de una administración, bien de una casa, bien de una finca, bien de un señor. El maior de la casa de los reyes merovingios, llamado maior domus en el latín bajo medieval, dio lugar en castellano a nuestro mayordomo. Otro término que algunas veces sustituye al de merino y que es empleado con absoluta equivalencia es el de «vicarius», que venía a resaltar el carácter vicario o delegado de los poderes del merino. Todavía del término ya plenamente romanceado de merino se derivará en la Baja Edad Media la palabra «merindad», con la que a partir del siglo XIII se designará el territorio gobernado por un merino.

Solamente en tres regiones periféricas de la monarquía, País Vasco, La Rioja y Asturias, las dos primeras recientemente incorporadas al reino de Alfonso VI, en 1076, aparece su gobierno encomendado a otros tantos condes. Al frente de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa fue designado el conde Lope Iñiguez, sin que se constate la presencia de ningún merino del rey; el gobierno de La Rioja fue encomendado a García Ordóñez, promocionado a la dignidad condal y políticamente potenciado por su matrimonio con la infanta Urraca, hermana del soberano navarro, que había gobernado esa tierra hasta el año 1076, aunque a veces encontramos también un merino de Nájera, Logroño y Calahorra, sin duda subordinado al conde García Ordóñez.

El gobierno de Asturias parece que desde 1081 hasta fecha muy cercana a la muerte del rey estuvo confiado a dos condes hermanos; primero al conde Rodrigo Díaz, que el año 1081 subscribía como «Ouetensis comes», esto es, conde en Oviedo, que consideramos equivalente a conde en Asturias; luego, a partir de 1085, encontramos al conde Fernando Díaz, que como «comes in Asturiis» subscribe varios documentos. Antes, en 1079, habíamos encontrado en Asturias a un personaje, Juan Ordóñez, que se titula «maiorinum et uigarium regis» y también «potestate in Asturias», lo que prueba que el sistema de merinos también se había implantado en Asturias, al menos temporalmente.

Otros condes desempeñaron también gobiernos o tenencias en comarcas más reducidas del reino. Así, el conde Pedro Ansúrez figurará al frente de Carrión y también de Saldaña; el conde Munio González ostenta las tenencias de Poza de la Sal y de Pancorbo; el conde Gómez González, el hijo de Gonzalo Salvadórez, gobernará las tierras de Castilla la Vieja, que se identifica con las merindades del norte de Burgos, y también La Bureba burgalesa. Otro conde, Rodrigo Ovéquiz, confirmará un diploma el año 1081 como «comes Gallezie», que creemos sea una mera referencia geográfica, ya que no encontramos confirmado ese gobierno en ninguna otra fuente.

En el reinado de Alfonso VI, junto a merinos de ámbito local que sólo ejercían sus poderes en territorios muy restringidos, aparecen otros que ejercían sus facultades en grandes demarcaciones. Entre estos van a destacar dos merinos, los llamados «merino de Castilla» y «merino de León». El merino de Castilla se designará a veces como «maiorinus in Burgis», indicando su origen o el lugar de su residencia, «maiorinus de tota Castella» o «maiorinus in Burgos et in Cerezo», señalando la amplitud de su jurisdicción. El merino de León es designado como «maiorinus Legionensis ciuitatis» o «maiorinus urbis Legionis», con referencia a sus orígenes, y también como «maiorinus in térra Legione» o «maiordomno in Legione et in Campos», consignando así la ampliación del territorio adonde se extendía su autoridad.

Al lado de estos dos grandes merinos principales de Castilla y de León aparecen también bajo Alfonso VI otros tres merinos territoriales, aunque no del mismo rango que los dos anteriores. Son los llamados merinos de Astorga, los merinos de Campo de Toro y los merinos de Carrión y Monzón de Campos. Eran merinos de carácter territorial, no meramente locales, pero que no alcanzaban el rango de los dos anteriores.

De estos cinco merinos, los dos más importantes, el de Castilla y el de León, y los otros tres, el de Carrión y Monzón, el de Campo de Toro y el de Astorga, ejercen ahora su jurisdicción sobre territorios que antes estaban sujetos al gobierno y administración de las familias condales. Este es el gran cambio administrativo que ha introducido en el reino Alfonso VI.

Además de estos merinos territoriales la documentación nos señala la existencia de otros muchos merinos de carácter más local, pero sin formar una red administrativa homogénea y racional como la de los Estados modernos, sino respondiendo más bien a situaciones coyunturales, muchas de las cuales no estamos en condiciones de penetrar.

El gobierno de la Extremadura castellana y leonesa

Esta organización territorial dirigida por merinos sólo fue implantada en las tierras sitas al norte del río Duero, que eran también aquellas mismas en que las grandes familias condales se habían labrado sus importantes patrimonios territoriales. Sin embargo, al sur del Duero era otra muy distinta la organización territorial que había surgido por iniciativa de Fernando I y, sobre todo, por obra de Alfonso VI. En estas tierras se había evitado cuidadosamente la implantación de la aristocracia condal, y en cambio se había dado lugar al nacimiento de los concejos ciudadanos de villa y tierra con un novedoso régimen jurídico, del que el concejo de Sepúlveda sería pionero y arquetipo.

La conquista de Toledo en 1085, y sobre todo la amenaza almorávide bien visible en Zalaca al año siguiente, vino a acelerar y a extender rápidamente el poblamiento y la estructuración de todo el territorio comprendido entre el Duero y la Cordillera Central conforme al nuevo modelo territorial que se había ya implantado en Sepúlveda. Tres grandes concejos, a saber, Segovia, Ávila y Salamanca, vendrán a llenar el vacío organizativo entre los pequeños y medianos concejos próximos al Duero y la mencionada Cordillera Central.

Así surge y se afirma la personalidad jurídica de la llamada Extremadura, castellana en las tierras de Soria, Segovia y Ávila, leonesa en las comarcas salmantinas. Se ha afirmado incesantemente y aún en nuestros días se viene repitiendo reiteradamente que el vocablo «Extremadura» deriva de «Extrema Dorii», esto es, «los Extremos del Duero». Nada hay que reprochar a que los no especialistas en lingüística histórica hayan seguido esta interpretación que, por otra parte, había sido ya popularizada en el siglo XIII por don Rodrigo Jiménez de Rada, al hablar de los Extrema Dorii no menos de diez veces.

Sin embargo, nada más lejos de la verdad. La palabra Extremadura surge en el siglo IX para referirse a tierras del río Ebro como Pancorbo; sigue en el siglo X designando a lugares del Arlanza o del Esgueva, todavía sin inmediata referencia al río Duero ni a sus proximidades, pero con un significado evidente de comarcas sitas en la frontera de Castilla, en la tierra que en cada momento constituía el «extremo» de Castilla.

Más evidente es todavía este significado de Extremadura como tierra última de los extremos o de la frontera cuando en el año 1068 es utilizado el término por el rey de Aragón, Sancho, el de Peñalén, y el rey taifa de Zaragoza, al-Muqtadir, para referirse ambos a sus fronteras respectivas, o a las tierras del Alto Aragón donde ambos monarcas entraban en contacto. Antes un documento navarro del siglo XI había designado como «Extremadura navarra» a las tierras últimas del reino, a la comarca de Valdonsella, en la frontera más alejada de Pamplona.

Con estos datos resulta evidente que el nombre Extremadura hasta el siglo XII era utilizado para designar la tierra del extremo o de los extremos. Su significado sería equivalente al de extremitas. Con este significado se podrá hablar y se hablará de una Extremadura castellana, de otra leonesa, de otra tercera portuguesa en torno a Estremoz y finalmente otra en Aragón representada por la tierra turolense.

En la Extremadura castellana iniciará su andadura histórica una nueva ordenación territorial que se asienta en la autoridad de los concejos. El concejo lo formaba el conjunto de todos los vecinos de una villa, y esta era un centro de población de cierta entidad, que superaba o aspiraba a superar a las pequeñas aldeas que constituían la mayor parte del poblamiento al norte del Duero. Para adquirir ese carácter de villa era preciso que construyese una cerca o una muralla en todo su contorno. Los concejos de la Extremadura siempre se asentaban en una villa murada.

En el concejo o conjunto de los vecinos de la villa depositaba el rey, que era el único señor propietario y jurisdiccional del territorio desertizado recuperado para la cristiandad e incorporado al reino, la delegación de su autoridad al mismo tiempo que le otorgaba la propiedad de toda la tierra de una extensa comarca en torno de la villa, que iba desde algunos centenares de kilómetros cuadrados hasta los varios millares que comprendían los concejos más importantes como Sepúlveda, Segovia, Ávila, Plasencia, Béjar, Salamanca o Ciudad Rodrigo.

Dentro de estos términos el concejo, siempre por delegación del rey, era el titular de poderes dominicales y jurisdiccionales, pero como el colectivo de los vecinos, aunque fuera el titular, no era apto para la actuación cotidiana de esos poderes, era preciso que eligiese en su seno las autoridades o personas concretas a través de las cuales debía ejercer sus poderes sobre la villa y el término.

Estas autoridades elegidas por todo el concejo abierto lo eran por un plazo generalmente anual y solían ser el iudex, que era la primera autoridad y presidía al alcalde o alcaldes, que eran las autoridades judiciales encargadas de juzgar los pleitos civiles y criminales, y el sayón, que era agente ejecutivo del iudex y de los alcaldes. Todas estas autoridades no sólo eran anuales, sino que en algunas villas la elección debía recaer cada año en un vecino de una determinada colación, siguiendo un turno. Su jurisdicción se ejercía tanto en la villa y todos sus vecinos como en el término y sus habitantes.

El ámbito de la autonomía de que gozaban estos concejos de la Extremadura era muy amplio y cubría tanto el campo económico de la villa y de su término como el campo gubernativo y el judicial. También se extendía a las cuestiones militares, pues los hombres del concejo acudían a la guerra a llamamiento del rey, pero bajo la enseña del concejo y a las órdenes inmediatas de un adalid, que era el jefe de la milicia concejil.

Prácticamente el rey había delegado en cada concejo de la Extremadura una amplísima autonomía y autoridad, que venía a sustituir con creces a la que los condes o los merinos ejercían en las diversas circunscripciones territoriales del norte del Duero.

El rey, aparte de su autoridad superior, capaz de enviar al concejo sus mandatos y sus decisiones en paz y en guerra, al principio designaba en cada villa un representante suyo, que en los fueros es conocido como «dominus villae», con poderes limitados casi únicamente a lo económico, esto es, a recaudar las contribuciones y los derechos que en la villa correspondían al monarca, pero aun este representante o delegado desapareció muy pronto de la mayor parte de las villas de la Extremadura. Excepcionalmente en algunas villas en vez del dominus el rey designó un tenente, cuyas funciones se limitaban casi únicamente a la tenencia del castillo y a los aspectos militares y que derivará, andando el tiempo, en el oficio de alcaide que apreciamos en algunas de ellas.

Esta es la organización territorial, tan distinta de la vigente al norte del Duero, con la que Alfonso VI organizará las tierras ubicadas entre el Duero y la Cordillera Central, y que, como un área diferenciada de la más vieja Castilla, será designada con el nombre de Extremadura. En la Extremadura castellana se organizarán más de cuarenta concejos de villa y tierra, y en la Extremadura leonesa y su Trasierra otros quince concejos más.

Estructuración territorial del reino de Toledo

En 1085 Alfonso VI conseguía no sólo la rendición de la ciudad de Toledo, sino también la entrega del territorio gobernado desde esta ciudad, con la única excepción de las tierras patrimoniales conquenses de al-Qadir, que habían quedado reservadas para este último monarca de la taifa toledana. No resulta fácil delimitar el territorio de la taifa que en un primer momento siguió a la capital en su sumisión al rey cristiano, pero tras la intervención almorávide del año 1086 ese territorio no rebasaba en modo alguno los montes de Toledo por el sur, apenas alcanzaba a Talavera por el oeste y no mucho más allá de Guadalajara por el este. Si en un principio algunas tierras más amplias habían seguido la suerte de la capital, la permanencia de la población musulmana y la incapacidad de ocuparlas con pobladores cristianos habían provocado la continuidad o la vuelta del poder islámico.

Porque la anexión de Toledo introdujo una novedad que nunca hasta entonces habían tenido los avances de los reinos cristianos, como fue la incorporación de una ciudad y de unos pueblos y aldeas habitados por población musulmana que en virtud de las capitulaciones podía permanecer libremente en sus casas y haciendas. Ciertamente los que lo deseaban podrían marcharse vendiendo sus bienes y heredades o llevándose consigo todos los bienes muebles que pudiesen transportar.

Los territorios en los que consolidó la presencia cristiana, tal como cabe deducir de las crónicas y de la documentación, fueron, además de la propia ciudad de Toledo, los de Talavera, Santa Olalla, Maqueda, Montalbán, Alamín, Olmos, Canales, Madrid, Talamanca, Buitrago, Uceda, Atienza, Cogolludo, Guadalajara, Hita, Alcalá, Riba de Santiuste, Consuegra y Mora, con sus respectivos términos y jurisdicciones. Aunque los sucesivos ataques almorávides a partir de 1086 crearán graves dificultades e infligirán incluso duras derrotas a Alfonso VI, como Zalaca o Uclés, la verdad es que este ámbito territorial incorporado con la ciudad de Toledo se mantuvo constantemente en manos cristianas, salvo la pasajera ocupación de Alcalá por las fuerzas musulmanas en 1109.

La presencia inicial de población musulmana, la escasez de pobladores cristianos y el carácter de marca fronteriza condicionaron la organización territorial de las nuevas tierras incorporadas, que en su conjunto recibieron el nombre de reino de Toledo. En primer lugar el régimen jurídico del nuevo reino tenía que reflejar una diversidad de población; aunque tras la entrada de los cristianos la mayor parte de los habitantes de religión musulmana prefirieron abandonar la ciudad de Toledo y el resto del territorio ocupado por estos, todavía quedaba la población mozárabe, esto es, los cristianos que habían vivido trescientos setenta y cuatro años bajo la dominación islámica.

A los mozárabes se unieron los pobladores cristianos llegados de las tierras del norte del Duero y que en Toledo recibieron el nombre genérico de «castellanos», aunque no faltaran tampoco algunos leoneses. A los castellanos se añadían los francos, que eran en general los llegados del otro lado de los Pirineos y formaban una comunidad diferenciada en la ciudad.

Desde luego, Alfonso VI excluirá la instalación en el reino de Toledo de las familias condales, del mismo modo que había evitado su arraigo en la Extremadura. Sólo recibirán donaciones reducidas consistentes en alguna finca rústica o urbana, que en ningún caso constituían un patrimonio relevante. Tampoco tendrá que crear aquí una red de villas de nueva planta como había hecho en las zonas desérticas de la Extremadura; aquí le bastará utilizar las viejas ciudades o villas importantes recibidas de la época musulmana para crear en torno de ellas unos concejos, no muy distintos en su organización interna de los concejos de villa y tierra de la Extremadura.

Una diferencia apreciable será que algunos de estos concejos toledanos, no todos, poseerán un término de una extensión bastante menor a la media usual en la Extremadura, con lo que naturalmente su importancia y su relieve político serán bastante inferiores a los de los concejos extremaduranos. Otra nota distintiva la encontramos en su mayor orientación artesanal y urbana, quizás transmitida por la población mozárabe, menos orientada hacia al campo, la ganadería y la guerra que sus hermanos del norte. Consecuentemente, su repoblación no se hará con un derecho de frontera como el de Sepúlveda, sino que en el fuero y derecho de Toledo se recogerá la regulación de esas ocupaciones e inclinaciones de la población.

Durante más de cien años el reino de Toledo constituirá la marca fronteriza del reino de León y de Castilla frente al Islam, que primero con los almorávides y luego con los almohades no dejó de sufrir una amenaza casi constante, tanto contra las tierras del reino como contra la misma ciudad de Toledo. La defensa exigía la presencia en el reino y más concretamente en su capital de un jefe, de una autoridad militar capaz de coordinar todos los esfuerzos defensivos y que supliera las ausencias de un rey muchas veces lejano en León o en Burgos. Ese oficio, que nunca existió en la Extremadura, de un jefe militar por encima de todos los concejos, lo desempeñó por delegación del rey, Alvar Fáñez, el sobrino del Cid, hasta su muerte en 1114.

Otros dos poderes destacarán en el reino de Toledo, los dos asentados en la ciudad: el primero el del concejo de Toledo, que por la extensión de su término, por su milicia y por sus medios económicos sobresaldrá por encima de todo el resto de los concejos del reino; el segundo, los arzobispos de Toledo, administradores de las grandes propiedades de su Iglesia, extendidas por todo el arzobispado, y señores de algunas villas importantes como Alcalá de Henares o Brihuega y sus respectivos términos.

Más adelante, cuando el reino de Toledo amplíe sus fronteras hasta Sierra Morena, la mayor parte de las tierras entre esta cordillera y los Montes de Toledo serán entregadas a tres órdenes militares como señorío propio. Las órdenes las repoblarán y pondrán en explotación y en ellas organizarán los llamados Campo de San Juan, Campo de Santiago y Campo de Calatrava.

El reino de Toledo, del mismo modo que la Extremadura, y al contrario que los reinos de León y de Castilla, nunca se organizó en forma de merindades con un merino mayor a su frente.

Privilegios de inmunidad y señoríos jurisdiccionales

Las estructuras de gobierno territorial que hemos descrito tanto en Galicia, León o Castilla como en Extremadura o en el reino de Toledo se referían a las tierras realengas, esto es, a aquellas en las que el rey ejercía la jurisdicción bien directamente bien por medio de sus oficiales o delegados o a través de los concejos. Además de los territorios donde los oficiales del rey ejercían el poder jurisdiccional, tanto gubernativo como judicial, había otros cotos o espacios en los que ese poder jurisdiccional había sido cedido al propietario o dueño del lugar, que podía ser una institución religiosa o un noble secular, en ambos casos con carácter hereditario. En el caso de la institución: monasterio o iglesia, porque la institución nunca muere; en el caso de un noble, porque se transmitía sobre todo por herencia de padres a hijos, pero también a extraños, por donación o venta.

En las propiedades su dueño ejercía todos los derechos derivados del dominio. En el caso de los señoríos a estos derechos dominicales se añadía o superponía la jurisdicción pública. Esta residía en el monarca como cabeza de la comunidad política, que de ordinario ejercía mediante sus oficiales y agentes territoriales. Pues bien, en los señoríos el rey delegaba esas funciones gubernativas o judiciales en el que ya era propietario o dueño del lugar o de las heredades. Así, en una misma persona se acumulaban las cualidades de señor dominical y de señor jurisdiccional, y el propietario pasaba a convertirse también en el delegado u oficial del rey en esas propiedades con carácter perpetuo.

Estas concesiones o privilegios, por las que el rey cedía la jurisdicción en favor de una institución eclesiástica o de un noble, solían otorgarse mediante cartas o diplomas llamados de inmunidad. Ya en las primeras de estas cartas que han llegado hasta nosotros, datadas a principios del siglo X, aparece un doble elemento: uno positivo, que era un nombramiento ad imperandum sobre una villa, unas propiedades, unas heredades, con parecida fórmula con la que se designaban a los imperantes o mandantes cuando se les nombraba para gobernar una mandatio o condado:

«Os nombramos a vosotros para mandar sobre todos los hombres que habitan en tal lugar y sobre cualquier otros que allí vinieren a habitar, de tal modo que todos obedezcan vuestras órdenes y cumplan cualquier cosa que entendieren que vosotros les habéis ordenado, todo sin excusas lo cumplan y lo ejecuten».

Esta era la parte positiva de los nombramientos ad imperandum expedidos a favor de un conde, de un oficial del rey o de una institución religiosa; el mismo tenor se utilizaba en las concesiones del poder jurisdiccional a algún propietario sobre algunas de sus propiedades. Sin embargo, en estas segundas concesiones solía acompañar un elemento negativo, que era la prohibición dirigida al conde, merino o imperante del lugar y al sayón de que entrara o se entrometiera en los asuntos de aquel territorio, que de este modo era declarado exento:

«Pero tú N. N. no tengas la osadía de entrar o intervenir bajo ningún pretexto y por ninguna causa».

El señorío era en primer lugar una concesión o delegación de la jurisdicción por parte del rey a favor de un noble o de una institución, y en segundo término una declaración de exención de las autoridades ordinarias, que eran sustituidas a todos los efectos por el titular, que ya venía ostentando la propiedad.

En los privilegios de inmunidad posteriores esta prohibición de entrada del sayón se desglosará y se especificará. Una fórmula bastante habitual en los privilegios de inmunidad de Alfonso VI será:

«Y que no entre en ese lugar susodicho el sayón ni por causa de homicidio, ni de rapto, ni para cobrar fonsadera, anubda, mañería o luctuosa ni por cualquier otro supuesto».

Hemos descrito el nacimiento de los primeros señoríos, que fundían en la misma persona los derechos privados dominicales y las facultades públicas de la jurisdicción. Las primeras concesiones que conocemos apenas iban más allá de una villa, de un coto redondo o de unas determinadas heredades, pero es evidente que ante la debilidad de los reyes y los problemas que tuvo que atravesar la monarquía en el siglo X y primeros decenios del XI, muchos magnates condales y no condales y también monasterios y otras instituciones eclesiásticas comenzaron a ejercer las facultades jurisdiccionales o de gobierno sobre todas las villas de su propiedad y sobre todos los hombres que vivían en sus dominios; de este modo pudo llegar incluso a producirse cierta contusión entre la propiedad y la jurisdicción.

El resultado de todo este proceso fue la implantación gradual y arraigo de esta situación, conocida con el nombre de señorío, sobre buena parte de las tierras sitas al norte del río Duero. Cierto que no existían grandes señoríos compactos, esto es, formando una amplia extensión territorial continuada, pero sí existían importantes señoríos formados por propiedades dispersas, en manos bien de laicos poderosos, bien de instituciones eclesiásticas. El primero será designado como señorío a secas o «señorío laical», mientras el segundo era más conocido comúnmente como «abadengo».

Con el reforzamiento del poder monárquico con Fernando I y más con Alfonso VI se frenaron las usurpaciones del poder jurisdiccional, pero ya la mayor parte de los magnates y monasterios habían asumido, o si se quiere usurpado, el ejercicio del poder jurisdiccional sobre todas o sobre buena parte de sus propiedades.

También conocemos concesiones generales de inmunidad a favor de todas las heredades de instituciones eclesiásticas, como la otorgada por Alfonso VI el 5 de diciembre de 1084 a la iglesia Astorga, por la que

«en todas las villas, monasterios o heredades de la iglesia de Astorga, las que ahora tiene y las que en el futuro pudiere ganar, no ose entrar ningún sayón a imponer ninguna pena ni por ningún delito perpetuamente… y permanezcan los monasterios y heredades de Santa María [de Astorga] ingenuas de cualquier mancha de servidumbre, a saber, de las penas por homicidio y rapto, del pago de fonsadera y de cualquier otra pena».

Una ingenuidad o exención tan amplia que se extendía a todas las propiedades presentes y futuras de la diócesis.

Más conciso, pero con el mismo contenido de total inmunidad y cesión de la jurisdicción, ahora a favor de un monasterio, es otro diploma del 19 de mayo de 1097, por el que Alfonso VI declara a la abadía de Silos y a todas sus heredades y dependencias, presentes y futuras, exentas de la jurisdicción de los sayones del rey y del pago de tributos y penas pecuniarias por los delitos:

«Retiro mi sayón de todo el monasterio, de todas sus heredades y de todas sus dependencias, las que ahora posee y las que poseerá en el futuro, de modo que no entre en ellas para imponer o cobrar ninguna pena regia».

Hemos de suponer en buena lógica que exención o inmunidad como esta gozarían, antes o después de Astorga, las posesiones de todas las iglesias episcopales, esto es, de obispos y cabildos del reino, y que el monasterio de Silos no sería ninguna excepción y que de parecida situación jurídica disfrutarían otros muchos, como San Pedro de Arlanza, San Pedro de Cardeña o San Salvador de Oña, de mucha mayor raigambre e importancia en Castilla que Santo Domingo de Silos.

Estos dos ejemplos nos pueden dar una idea muy aproximada de la extensión del privilegio de inmunidad o exención, base del señorío jurisdiccional, entre las propiedades eclesiásticas. En cambio, en el ámbito de las propiedades de los magnates laicos carecemos hoy de diplomas semejantes a los otorgados a la iglesia de Astorga y al monasterio de Silos por Alfonso VI, no porque no hayan existido, sino por la mala conservación, o mejor dicho, la práctica total destrucción de los archivos nobiliarios de la Alta Edad Media. A juzgar por los resultados y por la extensión posterior del señorío en las tierras del norte del Duero no erraríamos al suponer que algunos o varios magnates, condales y no condales, obtuvieron parecidos privilegios de exención o inmunidad para sus tierras.