Gregorio VII inaugura casi su pontificado, a los ocho días de su elección como sucesor del apóstol Pedro, dirigiendo una carta o epístola a sus dos legados pontificios en Francia: Giraldo, obispo de Ostia, y Rainbaldo. En ella les anuncia su propósito de poner en marcha una cruzada contra los musulmanes de España dirigida por el conde francés Ébulo de Roucy, hermano de la reina Felicia de Aragón, segunda esposa de Sancho Ramírez.
Este proyecto de cruzada de Gregorio VII estaba íntimamente ligado a los pretendidos derechos de soberanía sobre las tierras de España que este papa atribuía a la Santa Sede. Con tal cruzada el papa, además de los fines religiosos, aspiraba a vindicar los derechos patrimoniales que, según él mismo indica, pertenecían a la sede romana, ya que el reino de España había pertenecido antiguamente de derecho a san Pedro, y en esos momentos, todavía, aunque estuviese ocupado por paganos, tal derecho seguía siendo imprescriptible.
Es evidente que Gregorio VII fundaba su derecho en una falsa constitución del emperador Constantino, recogida en una colección de decretales que los hombres del siglo XI tenían por auténtica. Por estos papeles este emperador romano de principios del siglo IV donaba al papa Silvestre la ciudad de Roma y todas las provincias, lugares y villas de Italia, así como todas las regiones de Occidente, expresión esta última con la que se designaba, entre otros lugares, a España entera.
Fundado en esta donación, de cuya falsedad no era consciente Gregorio VII, no dudó en exigir sus derechos soberanos sobre España, no porque pensara en ejercer el gobierno directo de ningún territorio, sino para hacer que los reyes y príncipes de estas tierras se sometieran como vasallos a la Santa Sede. Según estos principios concederá a Ebulo de Roucy el señorío en propiedad de todas las tierras que él en persona o por medio de sus aliados arrebatase a los musulmanes de España, siempre que prestase vasallaje por ellas al papa. Esta misma concesión se extendía a otros señores franceses que con sus mesnadas acudiesen a esta cruzada: por las tierras que conquistasen debían prestar vasallaje a la Santa Sede.
Ya el año 1068 el rey de Aragón, Sancho Ramírez, había aceptado esta situación de vasallaje respecto al papa. Ese año había peregrinado a Roma para allí encomendarse, prestar homenaje de fidelidad y someter su persona y su reino al vasallaje de san Pedro. Esta era la situación jurídica que Gregorio VII equivocadamente pretendía extender al resto de las tierras de España.
La pretendida cruzada de 1073 constituyó un sonado fracaso porque no llegó ni tan siquiera a ponerse en marcha, y así los derechos alegados por el papa carecieron de toda aplicación. Sin embargo, el 28 de junio de 1077 volverá Gregorio VII a invocar esos derechos al recordar el papa a los reyes y príncipes de España, a todos sin excepción, que todo el reino de España era desde la antigüedad propiedad de san Pedro, y que a pesar de la invasión musulmana este derecho del apóstol no podía prescribir, y que sólo a él le pertenecía toda España.
Esta era la firme creencia de Gregorio VII y para convertirla en realidad envía a España como legados suyos a Amado de Olerón y Frotardo Saint-Pons de Thomiéres, a los que advierte que sólo las desgracias de las épocas pasadas, la negligencia de los papas y, sobre todo, la invasión musulmana, habían interrumpido la percepción del censo debido por ese dominio de la Santa Sede y hasta casi borrado su memoria. Hoy, cuando se había arrebatado a los infieles grandes porciones del territorio español, había llegado ya la hora para el papa, so pena de incurrir en negligencia culpable, de recordar a los reyes cristianos de España sus obligaciones con respecto de la Santa Sede. Y dirigiéndose a los reyes de España les dice directamente: «Qué es lo que os corresponde a vosotros hacer, decididlo vosotros, atendiendo a vuestra fe y devoción cristiana».
Es de suponer la sorpresa que causarían en Alfonso VI estas exigencias del papa Gregorio VII. Sin duda que le resultarían menos gratas que todas las peticiones de cambio de rito. Parece que el rey leonés, además de hacer oídos sordos a las pretensiones pontificias, comenzó o intensificó el uso protocolario del título de «emperador», como afirmación de su independencia y soberanía. Desde luego lo que no hizo, como sí habían hecho antes el rey de Aragón y en diciembre de 1077 el conde de Besalú, fue reconocerse vasallo de la Santa Sede y obligarse a pagar por sí y por sus sucesores un censo anual en señal de ese vasallaje.
Es muy probable que las vacilaciones de Alfonso VI respecto de la aceptación del rito romano e incluso su cambio de posición favorable a esta recepción por la contraria de rechazo fueran debidas a estas exigencias pontificias, con el fin de robustecer sus posiciones en cualquier futura negociación con el papado.
Lo cierto es que los dos legados enviados por el papa con esas pretensiones no llegaron a entrar en el reino de Alfonso VI, y un año después, el 7 de mayo de 1078, Gregorio VII se mostrará dispuesto a enviar un nuevo legado en la persona de Ricardo de San Víctor de Marsella, según lo había solicitado Alfonso VI por consejo del abad de Cluny.
El nuevo legado fue bien acogido por Alfonso VI sin que se volviera a hablar ya en adelante de esos pretendidos derechos de soberanía sobre los reinos de España por parte de Gregorio VII, que parece haber renunciado definitivamente a cualquier derecho temporal en el reino de Alfonso VI.
La invasión musulmana, que duraba ya más de trescientos cincuenta años, había provocado la desaparición de muchas sedes episcopales y el nacimiento de otras en los reinos cristianos del norte, allí donde nunca había habido obispos. Ahora los extensos avances territoriales de Alfonso VI y la intervención pontificia y de sus legados en los asuntos eclesiásticos van a dar ocasión a una reestructuración del mapa diocesano del occidente y centro de España, que perdurará a través de los siglos.
En Galicia, donde ni la invasión musulmana fue más allá de algún escaso decenio, ni se produjo ninguna intensa despoblación, todas las sedes se vieron afectadas por el derrumbamiento del reino visigodo: Orense y Tuy quedarían sin obispo durante algún tiempo. La primera, restaurada por Alfonso III hacia el año 877, volvería a quedar sin prelado e incorporada a Lugo tras su destrucción por los normandos y por Almanzor. Sólo en los años del rey García (1065-1072) se reinstalaría en Orense definitivamente un obispo. La diócesis de Tuy sufriría una suerte parecida: restaurada por Alfonso III después del año 881, conocería nueva vacación episcopal en el siglo XI, siendo regida desde Iria, hasta su restauración igualmente definitiva en 1072.
Por otra parte el descubrimiento de la tumba del apóstol a principios del siglo IX en Compostela y la importancia religiosa que muy pronto alcanzará el sepulcro como lugar venerado y meta de peregrinaciones conducirán a que el siguiente obispo de Iria Flavia trasladase su sede y se asentase en Compostela junto a la venerada tumba. A su vez, avanzado ya el siglo XI, se restaurará la sede metropolitana de Braga y se segregará de Lugo.
De este modo las cinco sedes visigodas, Lugo, Orense, Tuy, Iria y Bretoña, se convertirán en los años de Alfonso VI en las cinco sedes de Lugo, Orense, Tuy, Santiago y Mondoñedo, que han llegado hasta nuestros días.
En el norte de Portugal la invasión musulmana y la parcial despoblación harán que queden desiertas algún tiempo las sedes de Braga, Dumio, Oporto, Lamego, Viseo y Coímbra, que, salvo Dumio, serán restauradas de nuevo. Aquí también sigue vigente casi el mismo mapa episcopal de la época visigoda.
En el resto del reino de Alfonso VI, al norte del río Duero, la geografía diocesana con que se encuentra este monarca ha roto con el mundo visigodo: en las dos ciudades regias, Oviedo y León, se han erigido dos obispados carentes de antecedentes históricos, y se ha restaurado Astorga. En Palencia, Sancho el Mayor restaurará el obispado existente en época visigoda.
En las tierras condales de Castilla la dispersión episcopal es todavía mayor, pues han nacido en ella tres obispados: uno que se asienta sucesivamente en Amaya, Sasamón y Muñó, otro segundo en Oca y un tercero en Valpuesta. A estos tres obispos todavía se añadirá otro sin tradición visigoda en Álava. Todos estos obispados desde Oviedo a Álava responden a las nuevas situaciones políticas.
Con la conquista de Toledo y la designación de don Bernardo, monje de Cluny, como arzobispo de la antigua civitas regia visigoda, se tratará de ajustar en la medida de lo posible el mapa diocesano a las antiguas tradiciones. En el área galaico-portuguesa el nuevo mapa diocesano casi coincide con el de la época premusulmana. Se respetarán, porque existen grandes vacíos territoriales, las diócesis de Oviedo y León, pero las tres diócesis castellanas se reducirán a una sola, la de Oca, que será trasladada a Burgos, y que perdurará como única diócesis de la Castilla condal. La diócesis de Álava se fusionará con Nájera primero y luego con Calahorra, para quedar esta como única sede episcopal de La Rioja y de gran parte del País Vasco.
El nuevo arzobispo de Toledo, don Bernardo, no sólo recibirá la administración de la sede toledana, sino también la de todas las sedes de su arzobispado que han sido liberadas de dominio musulmán en espera de su restauración. Este es el caso de Osma, Sigüenza y Segovia, que sólo conocerán sus primeros obispos tras su restauración en 1101, 1121 y 1123 respectivamente.
Al regresar Alfonso VI de su expedición a Valencia en 1102, acompañado de doña Jimena, la esposa del Cid Campeador, y de don Jerónimo, el obispo cidiano de Valencia, Alfonso VI encomendará a este don Jerónimo la restauración de la diócesis de Salamanca, y también de las de Ávila y Zamora, diócesis esta última erigida durante la repoblación del Duero, y que había quedado de nuevo sin pastor tras los ataques de Almanzor. Mientras viva don Jerónimo regirá desde Salamanca los tres territorios que, a su muerte en 1120, se convertirán en tres diócesis independientes.
Podemos afirmar que durante el reinado de Alfonso VI en el territorio por él regido se configura el mapa diocesano que va a llegar hasta casi nuestros días, en el que ya frente al criterio de adaptación a las circunstancias políticas predominará el de restauración historicista, el de la vuelta a la distribución de los obispados en las mismas sedes que ya habían ocupado en la época del reino godo de Toledo.
Ya en el diploma de dotación de la catedral de Toledo, expedido el 18 de diciembre de 1086, al año siguiente de la conquista de la ciudad, el rey Alfonso VI declara su propósito de colocar al arzobispo de esta sede por encima de todos los obispos, abades y clérigos de su reino, de tal manera que sea el juez de todos ellos, primacía y rango que el metropolitano toledano ya había ostentado en el reino visigodo.
Sin embargo, había que obtener la oportuna disposición pontificia que restaurase en la persona de don Bernardo de Toledo la dignidad primacial. La petición de Alfonso VI y la recomendación del gran abad Hugo de Cluny alcanzaron para Toledo la gracia solicitada. Por la solemne bula Cunctis sanctorum, expedida en Anagni el 15 de octubre de 1088, el papa Urbano VI instituía al arzobispo de Toledo, precisamente por ser metropolitano de dicha diócesis, como primado de todos los obispos de España.
En la misma fecha el papa expedía otras tres cartas pontificias comunicando la dignidad y los poderes otorgados a la sede toledana: la primera de ellas dirigida al rey Alfonso VI, que había solicitado la gracia; la segunda al abad de Cluny, que la había recomendado; y la tercera al arzobispo de Tarragona y a los demás arzobispos de España, que a partir de ese momento quedaban sometidos a la jurisdicción primacial de Toledo.
Al arzobispo de Tarragona, cuya sede se estaba restaurando por esos días, le decía el papa:
«Hemos dispuesto que el arzobispo de Toledo sea el primado en todos los reinos de España, y que en consecuencia cualquier asunto grave que surja entre vosotros lo sometáis a él como a primado de todos vosotros y con su sentencia judicial pondréis término a vuestros litigios».
Desde el punto de vista geográfico, la autoridad del arzobispo de Toledo no se limita al reino de León y Castilla, sino que se extiende por igual a todos los reinos de España, incluyendo lo mismo Cataluña que Portugal. En cuanto al contenido de las facultades que se otorgan al primado, estas se limitan al orden judicial, esto es, a la resolución de los litigios que pudieran surgir entre los obispos.
El primado que el papa ha otorgado a la sede toledana era mucho más que un simple primado honorífico; estaba dotado de unos poderes jurisdiccionales tan importantes que un investigador del papado no dudará en calificar esta dignidad conseguida por Alfonso VI para el arzobispo de Toledo como el mayor y más decisivo acontecimiento de la historia eclesiástica peninsular del siglo XI.
La institución primacial otorgada por Urbano II a Toledo no era la primera concedida por un pontífice; ya Gregorio VII en 1079 había designado en las Galias como primado de las provincias eclesiásticas de Lyon, Rouen, Tours y Sens al arzobispo de Lyon, imponiendo a los otros tres arzobispos y a los obispos de esas provincias el deber de obediencia a su primado, del mismo modo que años después lo ordenará a todos los obispos de España respecto del arzobispo de Toledo.
Durante todo el reinado de Alfonso VI, e incluso hasta el año 1143, ningún arzobispo u obispo discutirá la autoridad del primado; sus decisiones y sentencias serán acatadas y obedecidas sin resistencia. Será después de la fecha indicada cuando surjan los primeros brotes de insumisión e insubordinación por parte de los arzobispos de Tarragona, Braga y Compostela.
Todavía una bula del mismo Urbano II datada el 25 de abril de 1093 venía a reforzar y aumentar aún más la autoridad del arzobispo don Bernardo. Por esa bula anuncia el papa a todos los obispos de España y de la provincia eclesiástica de Narbona que, no pudiendo visitarlos personalmente ni enviar como legado a ninguno de los que se encuentran a su lado, «hemos delegado nuestra autoridad en el carísimo hermano de Toledo, Bernardo, asociándole a nuestra preocupación».
La autoridad de don Bernardo, primado por razón de la sede, y legado pontificio permanente a título personal por nombramiento de Urbano II, será ahora doble como primado y como legado pontificio, y como tal legado rebasaba las fronteras de la Península para incluir también los ocho obispados de la provincia narbonense en las Galias. Además, como legado pontificio tampoco se limitaba a la resolución de los negocios litigiosos entre los obispos, sino que sus poderes delegados por la autoridad apostólica le facultaban para convocar concilios y ordenar todo lo referente a la disciplina canónica, quedando siempre a salvo los derechos superiores de la Iglesia Romana.
Desde la segunda mitad de 1095 hasta el verano de 1096, don Bernardo empleó ese año largo en una visita al papa Urbano II y a sus tierras francesas de origen, de donde regresó con una pléyade de clérigos, unos ya formados y otros jóvenes, muchos de los cuales se integraron en el cabildo de la Iglesia toledana.
Entre ese grupo de clérigos que acompañaron a don Bernardo en su regreso a Toledo, don Rodrigo Jiménez de Rada enumera a los que alcanzaron la dignidad episcopal: san Giraldo, originario de Moissac (Tarn-et-Garonne), al que primero nombró chantre (cantor) de la Iglesia toledana y luego arzobispo de Braga; san Pedro, natural de Bourges, arcediano de Toledo primeramente y luego obispo de Osma; don Bernardo, originario de Agen (Lot-et-Garonne), que de chantre en Toledo pasó a obispo de Sigüenza y más tarde a arzobispo de Santiago de Compostela; don Pedro, natural de Agen como el anterior, educado en la Iglesia de Toledo, luego chantre en la misma, y finalmente obispo de Palencia; don Raimundo, natural de La Sauvetat de Blancafort (Lot-et-Garonne), cerca de Agen, como el arzobispo don Bernardo, que sucedió a don Pedro como obispo de Osma y a don Bernardo como arzobispo de Toledo; don Jerónimo de Perigord (Dordogne), obispo de Valencia con el Cid Campeador y a partir de 1102 obispo de Salamanca rigiendo también Zamora y Ávila; don Bernardo, también llegado con el arzobispo de Toledo, al que este puso al frente de la Iglesia de Zamora al morir don Jerónimo. También trajo de las Galias don Bernardo a Mauricio Burdino, originario de Limoges (Haute-Vienne), al que primero puso al frente del obispado de Coímbra y luego del arzobispado de Braga.
Este impresionante elenco nos muestra hasta qué punto muchas de las sedes leonesas, castellanas y portuguesas fueron ocupadas por hechuras del arzobispo de Toledo don Bernardo. En cambio no encontramos a ningún discípulo de don Bernardo en las sedes gallegas, ni en Astorga, muy relacionada con ellas, ni en las diócesis exentas de Oviedo, León y Burgos.
Más allá de esta noticia de Jiménez de Rada sabemos que ya antes de este viaje de don Bernardo a Francia, en los años 1095 y 1096, había comenzado la llegada de clérigos franceses a Toledo, que luego eran designados obispos de las diócesis que iban quedando vacantes. Así, san Giraldo era ya arzobispo de Braga antes de abril de 1096, después de haber pasado algún tiempo como chantre de la Iglesia de Toledo.
En Santiago de Compostela, el año 1100 ocupará la sede episcopal la extraordinaria personalidad de Diego Gelmírez, el mismo año que el cardenal Ricardo, legado pontificio, en el concilio de Palencia restauraba a Braga en su calidad de sede metropolitana. Pronto pretendió Gelmírez el traslado de esa dignidad metropolitana desde Braga a Santiago de Compostela, pero ante la resistencia de los papas, que no accedían a despojar a Braga de su antiquísimo rango arzobispal, a partir de 1112 las aspiraciones de Diego Gelmírez se orientaron a que Compostela sustituyera a Mérida, todavía en manos del Islam, en su dignidad arzobispal. Sus deseos se verían por fin cumplidos el año 1120.
La colonización francesa de muchas sedes del reino de Alfonso VI fue uno de los instrumentos que más contribuyó a la asimilación de la Iglesia castellano-leonesa con la cristiandad europea. Esta asimilación facilitó la difusión más rápida de la reforma gregoriana, de la liturgia romana, de la disciplina canónica, de la escritura carolina, en una palabra, de todos los elementos de la cultura y de la vida eclesiástica del norte de los Pirineos.
Entre estos elementos también tuvo gran importancia la recepción por la Iglesia hispana de la nueva legislación canónica que estaba produciendo la reforma gregoriana, que vino a sustituir en la Iglesia del reino de Alfonso VI a las viejas colecciones canónicas. El reino absoluto de la disciplina eclesiástica basada en las tradiciones y usos de la Iglesia visigoda y de su Colección canónica hispana comienza a ser compartido con las colecciones de origen gregoriano compuestas en Italia y Francia. Un nuevo derecho canónico comienza a abrirse paso en España en los años de Alfonso VI.
Entre las novedades canónicas que comienzan a implantarse en estos decenios está la obligatoriedad del diezmo eclesiástico, de tradición veterotestamentaria como práctica piadosa. La entrega voluntaria del diezmo de los frutos para el sostenimiento del clero y de la Iglesia aparece ya recomendada desde la época visigoda, pero no hay ninguna noticia de que fuera considerada obligatoria ni por la legislación canónica ni mucho menos por la civil.
Será Carlomagno, el año 778, el que decrete la obligatoriedad para todos sus súbditos cristianos de contribuir con el diezmo de sus productos al sostenimiento de la Iglesia, encomendando la administración del mismo a los obispos diocesanos. Desde el mundo carolingio, junto con la reforma gregoriana, la obligatoriedad del diezmo se extenderá al resto de la cristiandad occidental, penetrando también en el reino leonés durante el reinado de Alfonso VI y convirtiéndose esta aportación económica en el principal ingreso de las diócesis y parroquias.
Aunque la peregrinación constituya fundamentalmente un acto de piedad religiosa orientado a venerar las reliquias o la memoria de un apóstol o de un santo y a solicitar su favor e intercesión ante la Divinidad, cuando se convierte en un movimiento de masas esa misma peregrinación se transforma también en un fenómeno social, económico y cultural de máxima importancia. Esto es lo que ocurrió con la peregrinación a Compostela durante el reinado de Alfonso VI.
Descubierta la tumba del apóstol a principios del siglo IX, los primeros testimonios históricos de peregrinos norpirenaicos a Compostela datan de mediados del siglo X, pero como movimiento de masas sólo son datables, una vez que el peligro musulmán se alejara de la cuenca del Duero con la desaparición del califato, en los primeros decenios del siglo XI.
Sancho el Mayor de Navarra (muerto en 1035), abuelo de Alfonso VI, consciente de la importancia de la peregrinación y del alejamiento de la amenaza islámica, es el que modificará el trayecto del Camino de Santiago, desviándolo de Álava y haciéndolo discurrir por Estella, Logroño, Nájera y Villafranca-Montes de Oca. Con ello tratará de facilitar la llegada de los peregrinos europeos. Sin embargo, todavía en los años de este monarca (1005-1035) no se puede hablar de grandes masas de peregrinos, aunque ya se registren entre los romeros nombres tan notables como el de Guillermo V, duque de Aquitania y conde de Poitou.
Será con su hijo Fernando I (1038-1065) y sobre todo con su nieto Alfonso VI (1065-1109) cuando la peregrinación a Santiago adquiera un volumen cuantitativamente importante y comiencen a instalarse todo a lo largo del camino los «francos», esto es, hombres llegados del otro lado de los Pirineos que tratarán de responder a las necesidades de los peregrinos ofreciéndoles los productos de sus actividades artesanales, el cambio necesario de monedas y también el hospedaje a los más pudientes.
Concentrados estos francos en algunos puntos del camino, como Villafranca-Montes de Oca, Burgos, Castrojeriz, Carrión, Sahagún, León, Astorga, Villafranca del Bierzo, Arzúa y en el mismo Santiago, darán lugar al nacimiento de burgos o barrios francos, dotados de un nuevo derecho y de nuevos fueros orientados a fomentar y proteger las actividades económicas que los caracterizaban y que rebasaban la orientación agropecuaria del resto de la población que les rodeaba. Típica villa de francos es Sahagún, el lugar favorito de Alfonso VI, donde residía largas temporadas. Fue el lugar por él elegido para que reposaran sus restos mortales y el de las cuatro esposas que le precedieron en el tránsito final.
La Primera crónica anónima de Sahagún, escrita hacia el año 1120, nos describe así el poblamiento franco de la villa por orden de Alfonso VI:
«Pues agora como el sobredicho rei ordenase e estableciese que aí se finiese villa, ayuntáronse de todas partes del uniberso burgueses de muchos e diversos oficios. Conbiene a saber: herreros, carpinteros, xastres, pelliteros, zapateros, escutarios e omes enseñados en muchas e dibersas artes e oficios. E otrosí personas de diversas e estrañas provincias e reinos, conbiene a saber: gascones, bretones, alemanes, yngleses, borgoñones, normandos, tolosanos, provinciales, lombardos, e muchos otros negociadores de diversas naciones e estrannas lenguas. E así pobló e figo la villa non pequenna».
La ruta de la peregrinación quedará convertida a partir del reinado de Alfonso VI en la gran vía comercial del norte de España con el resto de Europa, pero también penetrarán por ella en Castilla, León y Galicia nuevas devociones, fiestas religiosas y advocaciones de santos. Del mismo modo por el Camino de Santiago llegarán al reino de Alfonso VI las corrientes literarias, tanto épicas como líricas, imperantes en Europa, así como numerosas canciones de peregrinos.
La arquitectura y la escultura románicas entrarán también en el reino de León, desde Nájera a Santiago, por la vía de los peregrinos. Con las nuevas formas artísticas se une también la Iglesia castellano-leonesa con la europea, rompiendo gradualmente con el arte mozárabe y con las demás manifestaciones de la cultura musulmana, de las que en gran parte había sido hasta entonces deudora.
Podemos afirmar que el Camino de Santiago se convirtió en el reinado de Alfonso en la gran vía abierta a la europeización de España y en elemento esencial de nuestra vinculación y unión con el resto de la cristiandad.