La conquista de Toledo por Alfonso causó auténtico pánico entre el resto de los reyes de taifas de al-Ándalus, que temieron que aquello fuera sólo el comienzo del fin, y que muy pronto sus reinos siguieran el mismo camino que la ciudad del Tajo. Hasta el momento, mal que bien, habían consentido en pagar parias al rey cristiano, pero ahora la conquista de la antigua capital visigoda dejaba bien patente que por mucho que Alfonso VI les tranquilizase, declarándose satisfecho con cobrar las parias y afirmando que no aspiraba a nuevas anexiones territoriales, no podían confiar en estas promesas.
Este sentimiento de angustia ante la amenaza que se cernía sobre la totalidad de al-Ándalus lo expresaba poéticamente el alfaquí toledano Ibn al-Gassal:
«Aparejad vuestros caballos, oh, gentes de al-Ándalus, pues quedarse aquí es una locura. La ropa suele comenzar a deshilacharse por los bordes, pero el vestido de nuestra Península se ha desgajado por el medio. Nosotros estamos entre un enemigo que no se nos aparta; ¿cómo vivir con la serpiente en el cesto?».
En los meses siguientes a la conquista de Toledo, la amenaza de Alfonso VI se dejaba sentir sobre todos los reyes de taifa. Al-Mutamid de Sevilla temía la inmediata recuperación por Alfonso de la parte del reino toledano de la que se había apoderado, a saber, las comarcas de Almodóvar del Campo y de Calatrava sobre el Guadiana; Abd Allah de Granada relata cómo una fuerza cristiana llegó hasta Nívar, a nueve kilómetros de Granada, donde tuvo que enfrentarse con ella.
Otras fuerzas de Alfonso VI se establecían el año 1086 en Aledo, entre Murcia y Lorca, y desde allí en sus algaras llegaban a la vista de Almería. El rey taifa de Badajoz sentía ahora sus fronteras amenazadas desde Talavera, Albalate y Coria. Incluso al-Mustain de Zaragoza tuvo que sufrir una expedición militar de Alfonso VI en la primavera-verano de 1086, que llegó a sentar sus reales junto al Ebro para iniciar un asedio de la misma ciudad de Zaragoza.
No es imaginable que el rey leonés aspirara en esa ocasión a conquistar la ciudad del Ebro, dadas las insuficiencias demográficas de su reino, que apenas podía hacer frente a la necesidad de asegurar con población cristiana las nuevas tierras toledanas y las casi desérticas comarcas entre el Duero y la Cordillera Central. El objetivo de la expedición contra Zaragoza sería más bien asegurar el pago de las parias por parte del nuevo rey al-Mustain y apartar a este de cualquier intento de anexionarse Valencia, donde había sido entronizado al-Qadir, el rey musulmán cliente de Alfonso.
Debatiéndose en medio de estos agobiantes temores y tristes presagios, que la caída de Toledo había suscitado en todo el Islam hispánico, los reyes de taifas de al-Ándalus volvieron sus ojos hacia el Magreb y buscaron la solución de su angustioso problema en la posible ayuda de sus hermanos en la fe, los almorávides, que acababan de imponerse sobre todo el Magreb tras alcanzar Ceuta un par de años antes.
El movimiento almorávide había dado comienzo hacia el año 1039, cuando el alfaquí magrebí Abd Allah ibn Yasin iniciaba su predicación del Corán entre las tribus nómadas del Sáhara. Sus primeros devotos o morabitos se llamaron así, al-morabetin, en romance «almorávides», derivando su nombre del voto que hacían de servir durante algún tiempo en la guerra santa desde una rábita o rábida, designación que recibían los monasterios-castillos fronterizos musulmanes.
El año 1042 Abd Allah y sus discípulos dan comienzo a la guerra santa contra todos aquellos que no aceptaban su predicación. El fundador y jefe religioso de la comunidad almorávide muere en combate en el verano de 1059. A su muerte el mando militar del ya importante ejército de seguidores del desaparecido Abd Allah ibn Yasin recae sobre un miembro de la cabila de los Lamtuna, la gran tribu bereber de los Sanhaya, de nombre Abu Bakr ibn Umar, que toma el título de emir y en poco tiempo logra dominar el Sáhara y buena parte del Sudán.
Movidos por su celo y rigorismo religioso, los almorávides habían iniciado ya hacia 1055, bajo la dirección de Abu Bakr, la conquista de las ciudades del Magreb, imponiendo en ellas el cumplimiento más exacto de las normas religiosas. Hacia 1061 el primer emir se retiró al Sáhara, nombrando como gobernador de los nuevos territorios a Yusuf ibn Texufin, que prosiguió su avance por el Magreb, fundando la ciudad de Marrakech y conquistando Fez.
Como segundo emir de los almorávides, Yusuf fue conquistando, una tras otra, todas las ciudades del Magreb: Tánger cayó el 1077; luego se expandirán por todo el Rif hasta Melilla; Orán y Túnez sucumbieron entre 1081 y 1082; finalmente Ceuta caía en su poder en agosto de 1084, dando así ya vista a al-Ándalus.
Cuando al año siguiente Alfonso VI conquistaba Toledo, reforzaba su presión sobre todos los reyes de taifas y no quedaba ya ninguna tierra en todo al-Ándalus donde no alcanzase la longa manus del rey leonés. Es lógico que los ojos de los reyes taifas se volvieran en busca de socorro hacia el nuevo poder emergente que acababa de asomarse al estrecho de Gibraltar.
El primer contacto de un príncipe taifa con el emir almorávide tuvo lugar el año 1082, cuando el bereber que gobernaba Málaga, hermano de Ibn Buluggin de Granada, solicitaba la ayuda del emir africano contra su hermano el emir de Granada. Yusuf no prestó en ese momento la menor atención a la petición del malagueño. Le siguió ese mismo año al-Mutamid de Sevilla que, temiendo lo peor por su ruptura con Alfonso VI, solicitaba también la intervención del emir Yusuf ibn Texufin, pero ahora contra los cristianos.
Obtenida la promesa de conducir a sus almorávides a la guerra santa en al-Ándalus después que hubiera ganado Ceuta, al-Mutamid envió su escuadra a colaborar con las tropas almorávides, que a las órdenes de al-Muizz, hijo de Yusuf, habían puesto sitio a la plaza africana. Ceuta fue tomada al asalto un día, que no podemos precisar, entre el 18 de agosto y el 15 de septiembre de 1084. Ya toda la orilla sur del Estrecho era almorávide.
La conquista de Toledo va a acelerar el paso de los almorávides a al-Ándalus, que ya venía fraguándose desde hacía algún tiempo. El emir de Sevilla logra que los emires de Badajoz y Granada, venciendo todos los temores que el celo y la intolerancia de los almorávides les inspiraban, se unan a él y envíen una embajada conjunta al emir Yusuf, planteándole la imperiosa necesidad que tenían de su ayuda para frenar a Alfonso e impedir que todas las tierras de al-Ándalus cayesen en poder de los cristianos.
La embajada enviada a Marrakech era una misión del más alto nivel, pues estaba integrada nada menos que por los cadíes o jueces principales de las ciudades de Córdoba, Badajoz y Granada y presidida por el visir de al-Mutamid. Gozaba además de los más amplios poderes para concertar los acuerdos necesarios. El éxito de la embajada fue total y se firmó el convenio oportuno.
Yusuf se comprometía a pasar a España para llevar la guerra santa contra los cristianos; a él se unirían los ejércitos de los tres reyes taifas que aportarían todos los medios necesarios para combatir al enemigo. También se obligaba Yusuf a respetar la soberanía de los reyes de taifas y a no inmiscuirse en los asuntos internos de su gobierno y a no dar oídos a los descontentos que trataran de crear problemas.
Al-Mutamid, por su parte, ratificaba su decisión de ceder la plaza de Algeciras a Yusuf, para que así tuviera como propia la base de desembarco y concentración de sus fuerzas. La plaza le sería entregada desocupada de su población y en óptimas condiciones de habitabilidad. Además los tres reyes taifas, pero sobre todo al-Mutamid, se obligaron a avituallar a las tropas almorávides en la Península.
Yusuf, que no desconocía la capacidad de doble juego de al-Mutamid, temiendo que utilizara la amenaza de invasión para entenderse con Alfonso en las mejores condiciones, sin esperar que se cumpliera el plazo acordado para la entrega de Algeciras, hizo pasar una noche un destacamento escogido de quinientos hombres que por sorpresa ocuparon el arsenal de la ciudad. Al amanecer del día siguiente desembarcaban nuevos contingentes que tomaban completa posesión de Algeciras y sus contornos.
Con este hecho, que sucedía el 30 de junio de 1086, mostraba el emir almorávide su firme decisión de llevar adelante los planes convenidos e incluso su implicación personal, ya que cuatro días después, el 3 de julio, se presentaba él mismo en Algeciras para una rápida visita de inspección. Regresó a Ceuta a los pocos días para impulsar el embarque del gran ejército que pensaba comprometer en la ofensiva militar.
El ejército africano fue acogido por la población de al-Ándalus con gran entusiasmo, pues veían en él a los hermanos que llegaban para salvarlos de la amenaza cristiana. Esperaban que volvieran a reverdecer los tiempos gloriosos del califato, cuando era el Islam el que hacía temblar a los reyes cristianos. Las cautelas, los resabios o los temores anidarían en los emires, que sólo habían llamado a los africanos como mal menor para impedir otro mayor y que no ignoraban cómo habían sido depuestos y acabado en el norte de África todos los poderes locales. Pero por el momento ocultaron todos sus temores y colmaron a porfía de valiosos obsequios al emir almorávide y a sus cadíes.
Completado el desembarco, organizadas las unidades militares, después de haberse procurado los víveres y armas precisos y almacenadas las reservas en la plaza de Algeciras, ordenó Yusuf reforzar las fortificaciones de la ciudad y dejando una escogida guarnición en septiembre se puso ya en camino hacia Sevilla, donde desfilaron ante la admiración de la población, que nunca había contemplado el paso por sus calles de los jinetes velados.
A primeros de octubre Yusuf, con sus almorávides, se puso en marcha hacia Badajoz acompañado del ejército sevillano. En Jerez de los Caballeros se unieron las fuerzas de Ibn Buluggin de Granada y también se incorporaron las de Málaga, con su príncipe Tamim. El emir de Almería se excusó por la grave amenaza que sobre él se cernía por parte de los cristianos fortificados en Aledo. El emir de Badajoz salió al encuentro de Yusuf, y todos los ejércitos aliados se dieron un pequeño descanso de varios días en los alrededores de la ciudad.
La noticia del desembarco de los almorávides en Algeciras le llegó a Alfonso cuando se encontraba hostigando o asediando a la ciudad de Zaragoza.
Abu Bakr, el emir de Valencia, fallecía en junio de 1085. Inmediatamente los valencianos reconocieron a Utmán, hijo del difunto, como su soberano. Pronto, desde su refugio de Cuenca, presentaba al-Qadir sus aspiraciones a ocupar el emirato de Valencia. En la ciudad y en el reino se formaron dos partidos opuestos: uno lo formaban los partidarios de aceptar a al-Qadir, lo que significaba la paz con Alfonso VI; el otro, reconociendo la gran debilidad de Utmán, incapaz de resistir a las presumibles presiones cristianas, se inclinaron por acogerse bajo la autoridad de al-Mustain, emir de la importante taifa de Zaragoza, para evitar así que el trono pasara al anterior emir toledano.
Ante esta situación valenciana Alfonso ordenó a Alvar Fáñez que con las fuerzas precisas acompañase a al-Qadir hasta colocarlo en el trono. Bastó la sola comparecencia de al-Qadir y de las fuerzas de Alvar Fáñez ante las murallas de Valencia para que la ciudad les abriera las puertas y se pusiera en sus manos. Esto sucedería a principios de marzo de 1086. Fuera de la ciudad el gobernador de Játiva se negó a reconocer la autoridad de al-Qadir. Este sólo reinaba en Valencia por el temor que inspiraban las cuatrocientas lanzas del destacamento de Alvar Fáñez.
El rey al-Mustain no sólo se había enfrentado con los planes políticos del rey cristiano, sino que incluso se negó a pagar las parias correspondientes al año 1085. Era preciso responder a este desafío, y Alfonso, al comenzar el verano del año 1086, se presentó ante las murallas de la ciudad del Ebro con el fin de doblegar la resistencia de su emir y forzarlo a cambiar de posición. El 6 de julio visitaba al rey leonés en su campamento el rey de Aragón, Sancho Ramírez.
En ese campamento frente a Zaragoza le llegaría al rey Alfonso la noticia del desembarco de los almorávides. Sin perder tiempo se dispuso a preparar las fuerzas de su reino para hacer frente a la amenaza africana. Además reforzó su ejército con las fuerzas que le envió el soberano de Aragón, dirigidas por el infante heredero, el futuro rey Pedro I, y con la mesnada desplazada a Valencia a las órdenes de Alvar Fáñez.
En cambio no hay ninguna constancia de que Alfonso VI llamara al Campeador y a su bien entrenada hueste. Quizás no valoró en toda su importancia la capacidad combativa de los almorávides, acostumbrado como estaba a que los musulmanes españoles fueran incapaces de oponerle la menor resistencia, aunque sus fuerzas fueran varias veces superiores en número, y creyó que los almorávides no serían mejores combatientes.
Lo más probable es que la concentración de las fuerzas cristianas se hiciera en la ciudad de Toledo, desde donde podrían hacer frente a un ejército que viniera de Sevilla, por Córdoba, Despeñaperros y Calatrava la Vieja o, como fue el caso, que eligiera la vía de Mérida o Badajoz.
Cuando Alfonso estuvo cierto por los informadores o espías, que no faltan en ningún conflicto bélico, de que el camino elegido por Yusuf había sido el de Mérida-Badajoz, no se limitó el leonés a esperar a su adversario parapetado en Talavera, en Canturías, en Coria o en otras fortalezas, sino que sin dudar un instante se internó en el país musulmán en busca del enemigo, que seguía acampado, sin cruzar el Guadiana, en las afueras de Badajoz, al amparo de la poderosa alcazaba de esta ciudad.
A la vista de Badajoz, a unos diez kilómetros al norte de la ciudad, en la ribera derecha del río Guadiana, plantó sus tiendas el ejército cristiano en el llano que los musulmanes conocían con el nombre de al-Zallaka, y que más tarde los cristianos designarían como Sagrajas[5].
Como es lógico, Alfonso VI evitó aproximarse al ejército islámico, dejando a sus espaldas el foso del Guadiana, por lo que fueron los almorávides los que tuvieron que mover el campamento y trasladarse al llano de Zalaca.
El martes, 20 de octubre, por la noche, los exploradores musulmanes alertaron a su ejército con la noticia de que a la mañana siguiente atacarían los cristianos. Al amanecer del miércoles los musulmanes formaron para el combate, pero las tropas de Alfonso VI no se movieron. Tampoco el jueves ninguno de los dos ejércitos pasó al ataque. Sólo el viernes, 23 de octubre, las fuerzas cristianas avanzaron decididas hacia las posiciones de las tropas de Yusuf, que se hallaban alerta y dispuestas al gran combate, a pesar de que era el día de descanso semanal de su religión.
Todas las versiones de la batalla se muestran acordes tanto en que la iniciativa partió de las filas cristianas como en el resultado de la batalla, pero al tratar de las incidencias del mismo combate los diversos relatos no coinciden, adornados muchos de ellos por episodios legendarios.
El emir de Granada, Abd Allah ibn Buluggin, que tomó parte activa en la batalla, atribuye la derrota de los cristianos a que estos, mal informados del número de sus enemigos, cruzaron a la carrera y pesadamente armados las tres millas que los separaban de los musulmanes y, al atacar fatigados, fueron rechazados y vencidos, viéndose obligados a retirarse en desorden abandonando a sus muertos en el campo.
Ibn Bassam, coetáneo de los hechos, nos dice que al-Mutamid sufrió una ligera herida en la mano y que su ejército y los demás reyes de taifas fueron puestos en fuga, mientras el emir sevillano resistía valientemente. Aunque no lo diga expresamente, hay que deducir que fueron los soldados africanos los que finalmente derrotaron a los cristianos, cambiando el signo del combate.
Entre las fuentes cristianas la única narración del combate es la que aparece en el llamado Cronicón lusitano. Según esta fuente, el rey Alfonso fue herido de lanza, y como tuviese gran sed por la hemorragia de la herida, le dieron a beber vino porque carecían de agua, y tras sufrir un desmayo volvió con los suyos a Coria. Fuentes musulmanas también se hacen eco de esta herida de Alfonso: según el Hulal almawsiyya el rey fue herido por un puñal curvo; para el Kitab al-Rawd al-Mitar el rey fue herido, alcanzado por una lanza en la rodilla, lo que le forzó a huir; finalmente Ibn Jallikan en su obra Wafayat al-Ayan puntualiza que el que hirió a Alfonso fue un soldado de la guardia negra de Yusuf, que habiendo agotado sus jabalinas, cuando el rey intentó herirlo con su espada, se pegó a él, le cogió las riendas del caballo, desenvainó un puñal que llevaba al cinto y se lo clavó en el muslo, rompiéndole los anillos de la loriga y cosiéndole el muslo a la silla. Nada hay de inverosímil en esta narración, pero el hecho indubitable es que el rey leonés recibió una seria herida en la pierna.
Como resumen de las varias versiones que nos han llegado de la batalla creemos, con Huici Miranda, que se puede reconstruir así el desarrollo de la misma:
«Las tropas de Alfonso, acostumbradas a atacar y a romper en un empuje decidido toda resistencia de los débiles y acobardados reyes de taifas, recorrieron pesadamente armadas las tres millas que las separaban del enemigo y parece que tuvieron un éxito inicial al caer sobre los contingentes andaluces, que no debían estar mezclados con los magrebíes; pero su empuje quedó luego frenado, no sólo por el cansancio de la carrera y el peso de las armas, sino también por las defensas del campamento musulmán, la combatividad de los almorávides y el número de los enemigos. La línea de defensa almorávide debió de mantenerse firme luchando en filas: la primera con lanzas y la segunda con venablos.
»Como Yusuf disponía de muchas más fuerzas que los cristianos, una vez parado el primer golpe y mientras se seguía luchando ante sus líneas, ejecutó el clásico movimiento envolvente y asaltó el campamento de Alfonso. Esta maniobra fue decisiva: cedieron los soldados cristianos, que luchaban con gran valor, y Alfonso fue herido en el fragor de la batalla o al abrirse paso para la retirada».
La batalla de Zalaca tuvo una importancia decisiva en el reinado de Alfonso VI, no por lo que fue en sí misma, sin resultados decisivos, sino porque marcó un antes y un después. En Zalaca, para su gran sorpresa, Alfonso VI se había encontrado con unas tropas que no retrocedían ni se desbandaban fácilmente. Se acabaron para el resto de su vida las fáciles victorias y los paseos por las tierras del Islam sin que nadie se atreviese a hacerle frente. No fue el resonar de los tambores, como sin fundamento se ha dicho, el que dio el triunfo a los almorávides, sino la superioridad numérica y la combatividad de los africanos, algo con lo que no había contado el rey cristiano.
La batalla de Zalaca divide en dos partes el largo reinado de Alfonso VI: hasta esa fecha Alfonso VI había podido pasear su superioridad por toda España, ampliando sin cesar las fronteras de su reino; a partir de Zalaca, el resto de su reinado será un duelo titánico entre el imperio almorávide y el reino leonés, sin ninguna ganancia territorial, y sufriendo numerosas y sangrientas derrotas, pero manteniendo incólume la línea defensiva del río Tajo.