9

—¿Hablaremos de ello hoy?

Me volví para mirar a Chloe desde donde estaba, en la escalerilla. Mi amiga sostenía un pincel junto a la cadera y me miraba a los ojos.

—¿De qué?

Entrecerró los párpados.

—Sobre la ruptura. Sobre tu súbito traslado. Sobre Andy y el hombre misterioso al que te tiras ahora, y sobre lo mucho que ha cambiado tu vida con respecto a hace un par de meses.

Esbocé una sonrisa.

—Ah, de eso. ¿Qué quieres que te diga?

Se echó a reír, pero luego se pasó una de sus delicadas muñecas por la frente y se dejó un leve rastro de pintura. Bennett estaba fuera de la ciudad por asuntos de trabajo y Chloe estaba decidida a terminar de pintar su gigantesco apartamento ahora que él no podía administrar la operación. Parecía exhausta.

—¿Por qué no contratas a alguien para que haga todo esto? —pregunté mientras miraba a mi alrededor—. Dios sabe que puedes permitírtelo.

—Porque soy una maniática del control —respondió—. Y deja de intentar cambiar de tema. Mira, sé que esa relación te hundió poco a poco, pero me parece raro no saber más sobre cómo era él de verdad. Bennett se encontraba con Andy en algunas fiestas de la ciudad, pero yo nunca lo conocí tan bien y…

—Porque —dije, interrumpiéndola—, lo habrías calado a la primera. Como hizo Bennett. —Sentí un aguijonazo familiar en el estómago al pensar en Andy.

Chloe empezó a decir algo, pero levanté la mano para impedírselo.

—Vamos. Sé que a Bennett no le gustó Andy desde el primer día, aunque considerara que no tenía derecho a interferir. Y creo que para cuando te conoció, ya sospechaba que Andy me engañaba. No quise que se acercara a ti porque sabía que serías capaz de ver lo que yo me había empeñado en pasar por alto.

Clavó la vista en el rincón, y supe lo que iba a decir antes incluso de que abriera la boca.

—Cielo, no me hacía falta conocerlo personalmente para saber que era un cabrón promiscuo. A nadie le hacía falta. Lo único que le hacía parecer decente eras tú.

Tragué saliva unas cuantas veces para contener las lágrimas.

—¿Crees que eso dice algo de mí? ¿Que soy una estúpida o que estaba ciega por pasar tantos años con él?

Pensé en la cena de nuestro primer aniversario en Everest, y recordé que había llegado media hora tarde y con un fuerte olor a perfume. Menudo cliché. Cuando le pregunté si había estado con alguien, me dijo: «Nena, siempre estoy con alguien cuando no estoy contigo. Así es mi vida. Pero ahora estoy aquí».

Supuse que quería decir que siempre estaba trabajando cuando no estaba conmigo, pero en realidad lo más probable es que fuera la única vez que había sido sincero conmigo respecto a otras mujeres.

—No —dijo Chloe, que negó con la cabeza—. Eras joven. Debió de parecerte un tío de ensueño cuando lo conociste. Tiene muchísimo encanto, Sara, de eso no cabe duda. Pero no es sano cambiarlo todo tan rápido sin hablar del tema. ¿De verdad estás bien?

Asentí.

—De verdad.

—¿Andy te llama?

Miré el pincel que tenía en la mano y volví a dejarlo en el bote de pintura.

—No.

—¿Y eso te molesta?

—Quizá un poco. Me gustaría que al marcharme se hubiera dado cuenta de lo mucho que la había cagado. Sería agradable ver cómo se arrastra. Pero lo cierto es que seguramente no respondiera a sus llamadas. Jamás volveré con él.

—¿Qué hizo cuando le dijiste que te ibas?

—Gritó. Me amenazó.

Miré por la ventana y recordé la cara de Andy deformada por la furia. Por alguna razón, su furia hacía que yo me calmara, pero esa última vez activó algo dentro de mí.

—Tiró mi ropa a la calle. Me echó a empujones.

Para mi sorpresa, Chloe arrojó el pincel sobre la cubierta de plástico sin mirar dónde caía. Se acercó y me abrazó.

—Podrías acabar con su carrera.

—Sospecho que al final conseguirá eso por sí solo. Yo solo quería que acabara. —Sonreí contra su hombro—. Además, hice que el abogado de la familia lo pusiera de patitas en la calle. Creo que a los periódicos les encantó eso. Era mi puñetera casa, ¿lo recuerdas?

Había sido un alivio soltarlo todo. Chloe sabía lo que era que te rompieran el corazón y mientras hablábamos sobre Andy recordé que algo menos de un año atrás, cuando se marchó de repente de Ryan Media, se había enclaustrado en su apartamento y se había aislado durante una semana. Cuando por fin me llamó, me contó todo lo que había ocurrido entre Bennett y ella, cómo habían comenzado su aventura secreta y por qué había decidido que necesitaba dejarlo.

Había sido un momento de revelación para mí, pero en el mal sentido. Su decisión de abandonar el trabajo y sacrificar su relación solo fortaleció mi decisión de conseguir que las cosas funcionaran con Andy. Deseé esforzarme lo bastante por los dos. Sin embargo, Bennett era el hombre apropiado para Chloe y debían intentar arreglarlo. Andy jamás había sido el hombre adecuado para mí.

Pensar en mi ex siempre me dejaba resaca, pero hablar de él me formó un nudo en el estómago que no desapareció a pesar de todas las habitaciones que pinté con Chloe ni después de los muchos kilómetros que corrí junto al río ese mismo día.

Durante un breve instante pensé en llamar a Max, pero la solución al problema con un hombre nunca era crear otro. Era cierto que había querido salir a cenar conmigo la otra noche, pero no porque deseara algo más serio. Él tampoco iba a ser el hombre adecuado para mí.

El lunes y el martes pasaron volando. El miércoles tuve una reunión tras otra con nuevos clientes, y sentí que cada minuto duraba un año. El jueves fue peor, pero en otro sentido: Chloe y Bennett se marcharon para disfrutar del largo puente del 4 de julio, y George regresó a casa, a Chicago. Las oficinas se quedaron en silencio, y aunque teníamos un negocio floreciente, todo mi equipo había sido, por extraño que pareciera, demasiado eficiente. No tenía nada que hacer, y el eco resonaba en los pasillos que me rodeaban.

Le envié un mensaje de texto a Chloe. «¿Por qué estoy aquí?», preguntaba, aunque no esperaba respuesta.

Te pregunté lo mismo antes de marcharme ayer.

Mis pasos resonaron en el pasillo cuando fui a por un café. He tomado café suficiente para permanecer despierta un mes.

Pues envíale un mensaje a tu desconocido encantador. Echa un polvo. Utiliza esa energía en algo útil.

Las cosas no funcionan así.

Mi teléfono vibró al instante.

¿Qué significa eso? ¿Cómo funcionan?

Volví a guardar el teléfono en el bolso y suspiré mientras miraba por la ventana. No le había contado nada a Chloe sobre el acuerdo con mi desconocido encantador, pero notaba que se le agotaba la paciencia. Por suerte, no estaba en la ciudad; podía dejar el teléfono y guardar mi secreto, al menos durante unos días más.

En junio, el clima en la ciudad de Nueva York era muy agradable, pero en julio se volvió insoportable. Empecé a sentir que nunca me alejaba de los laberintos de asfalto y rascacielos y que me estaba cociendo en un horno de ladrillos. Por primera vez desde que me trasladé, eché de menos mi hogar. Echaba de menos el viento del lago, las ráfagas de aire tan fuertes que te empujaban hacia atrás al caminar. Añoraba el cielo verde de las tormentas veraniegas y pasar dichas tormentas en casa de mis padres, refugiada en el sótano durante horas jugando al pinball con mi padre.

Lo mejor de estar en Manhattan, sin embargo, era que podía caminar sin rumbo durante un rato y encontrarme con algo interesante. Había de todo en la ciudad: restaurantes que te llevaban el yakisoba a casa a las tres de la madrugada, hombres que encontraban almacenes llenos de espejos para escapadas sexuales y una máquina de pinball en un bar cercano a mi edificio de oficinas. Me quedé pasmada al ver las lucecitas de la máquina a través de la ventana y tuve la sensación de que la ciudad me había dado justo lo que necesitaba.

Quizá en más ocasiones de las que reconocía.

Entré en el oscuro local y percibí el conocido aroma de las palomitas de maíz y la cerveza rancia. Era una tarde de martes con un sol de justicia, pero el bar estaba tan oscuro como si fuera medianoche, como si todo el mundo estuviera durmiendo en su casa o allí, bebiendo y jugando al billar. La máquina que había visto desde fuera era de las nuevas, con palancas brillantes y música emo-punk que no me interesaba. Sin embargo, en el rincón de atrás había un modelo antiguo en el que aparecía KISS en toda su gloria de caras pintadas, y Gene Simmons con la boca abierta y sacando la lengua.

Cambié varios dólares en la barra, pedí una cerveza y me abrí camino entre la pequeña multitud de clientes hacia la parte de atrás.

Mi padre siempre había coleccionado cosas. Cuando tenía cinco años y quería un cachorrito, me regaló un dálmata, y luego otro, y al final, quién sabe cómo, acabamos con una casa enorme llena de perros sordos que se ladraban unos a otros.

Luego llegaron los Corvairs clásicos, la mayoría con la carrocería abollada. Papá alquiló un garaje para guardarlos.

Después vinieron las viejas trompetas. Obras de un escultor local. Y, por fin, las máquinas de pinball.

Mi padre tenía unas setenta maquinitas en un almacén, y otras siete u ocho en la sala de juegos de casa. De hecho, fue durante una visita a la sala de juegos cuando mi padre y Andy entablaron amistad. Aunque mi padre no tenía forma de saber que él no había jugado al pinball en su vida, Andy se comportó como si la colección fuera lo más alucinante que había visto en su vida y consiguió dar a entender que jugaba desde que pudo llegar a los mandos. Mi padre quedó encantado y yo, muy emocionada. Tenía solo veintiún años y no sabía muy bien qué pensarían mis padres de un novio que era casi diez años mayor que yo. Sin embargo, mi padre hizo todo lo que pudo, tanto en tiempo como en dinero, para fomentar nuestra relación y las ambiciones de Andy. Siempre había sido un hombre fácil de ganar, y una vez conseguido su cariño, resultaba casi imposible perderlo.

A menos, por supuesto, que te encontrara celebrando una cena romántica con alguien que no era su hija. A pesar de que mi padre me lo contó y me pidió que viera a Andy tal y como era, que no me tragara la imagen pública que se esforzaba por mantener, decidí creer la versión de Andy de la historia: que se trataba de una empleada de la plantilla deprimida por una ruptura, y que necesitaba a alguien que la escuchara, eso era todo.

Qué jefe más comprensivo.

Dos meses después, la prensa local lo pilló engañándome con otra.

Metí una moneda de veinticinco centavos en la máquina y observé cómo las brillantes bolas plateadas se colocaban en su lugar. Era probable que hubiesen desconectado la música, los pitidos y los timbres, porque el juego guardó un lúgubre silencio cuando disparé la bola, apreté los mandos, agité las palancas y le di un golpe a la máquina con la cadera. Mi práctica estaba oxidada y jugué fatal, pero me dio igual.

En las últimas semanas había tenido unos cuantos de esos silenciosos momentos esclarecedores. Momentos en los que me había dado cuenta de lo mucho que había madurado y, al mismo tiempo, de lo poco que sabía sobre la vida y las relaciones. Algunos de esos momentos habían tenido lugar al ver juntos a Bennett y a Chloe, con sus discusiones suaves y su adoración mutua. Otro de los momentos había sido allí, jugando una partida a solas, mucho más satisfecha de lo que lo había estado en mucho tiempo.

Un par de hombres se acercaron a hablar conmigo; estaba acostumbrada a la incapacidad de los tíos para resistirse a una mujer jugando al pinball sola. Sin embargo, después de cuatro partidas, noté que alguien me observaba.

Fue como si notara el aliento de alguien en la nuca. Apuré la cerveza, me di la vuelta y vi a Max al otro lado del local.

Estaba con otro tío, alguien a quien yo no conocía, pero que también iba vestido de traje y que destacaba tanto en el bar como yo con mi vestido gris y mis zapatos de tacón rojos. Max me miró por encima de su cerveza y, cuando le devolví la mirada, sonrió y levantó el vaso en un silencioso brindis.

Alrededor de veinte minutos más tarde, terminé la partida y me acerqué al lugar donde se encontraban intentando no sonreír como una idiota. Me alegraba mucho de verlo y ni siquiera me había dado cuenta.

—Hola —dije con una diminuta sonrisa.

—Hola.

Miré al amigo que estaba a su lado, un hombre mayor que él, con un rostro alargado y ojos castaños de expresión amable.

—Sara Dillon, este es James Marshall, un colega y buen amigo mío.

Estiré el brazo para estrecharle la mano.

—Es un placer conocerte, James.

—Lo mismo digo.

Max dio un sorbo a la cerveza y luego me señaló con el vaso.

—Sara es la nueva directora financiera de RMG.

James abrió más los ojos y asintió con la cabeza, impresionado.

—Ah, entiendo.

—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté mientras miraba a mi alrededor—. No parece un lugar para hacer negocios en pleno día.

—Mandé a tomar por culo el trabajo bastante temprano, como el resto de esta ciudad. ¿Y qué hay de ti, señorita? ¿Intentas esconderte? —preguntó Max con un brillo perverso en los ojos.

—No —respondí, y mi sonrisa se hizo más amplia—. Nunca.

Abrió los ojos, sorprendido, y luego miró hacia la barra y señaló al camarero con un gesto de la cabeza.

—Vengo aquí porque está sucio y generalmente vacío, y porque tienen caña de Guinness.

—Y yo vengo aquí porque tienen billar y me gusta fingir que puedo darle una paliza a Max —dijo James antes de terminarse la cerveza con un último y larguísimo trago—. Así que vamos a jugar.

Lo tomé como una indirecta y me colgué el bolso del hombro antes de mirar a Max con una sonrisilla.

—Pásalo bien. Ya nos veremos.

—Deja que te acompañe hasta la puerta —dijo, y luego se volvió hacia James—. Pídeme otra pinta y me reuniré contigo en la mesa de atrás.

Con la mano de Max en la parte baja de la espalda, caminé hacia la salida y hacia el sol cegador del mediodía.

—Puf, joder —gruñó al sentir el calor. Se cubrió los ojos con la mano—. Se está mejor dentro. Vuelve y juega con nosotros.

Negué con la cabeza.

—Creo que me voy a casa a hacer la colada.

—Me siento halagado.

Me eché a reír, pero luego miré a nuestro alrededor con nerviosismo, cuando él levantó una mano para acariciarme la cara. Volvió a bajarla de inmediato.

—Está bien, está bien —murmuró.

—¿James sabe algo sobre mí? —pregunté en voz baja.

Me miró con expresión herida.

—No. Mis amigos saben que hay alguien, pero no quién.

Una sensación de incomodidad flotó entre nosotros durante un instante, pero no sabía cuál era el protocolo a seguir en esas situaciones. Esa era justo la razón por la que el arreglo de los viernes era tan bueno: no requería pensar, ni negociaciones con los amigos, los sentimientos o los vínculos.

—¿Alguna vez has pensado en lo extraño que es que nos crucemos tantas veces? —preguntó con una expresión indescifrable.

—No —admití—. ¿No es así como funciona el mundo? En una ciudad con millones de habitantes siempre verás a la misma persona.

—Pero ¿cuántas veces esa persona es a la que más deseas ver?

Aparté la mirada y sentí que una mezcla de intranquilidad y emoción ascendía por mi vientre.

Max hizo caso omiso de mi incómodo silencio y presionó más.

—Nuestra cita de mañana sigue en pie, ¿no?

—¿Por qué no iba a seguir en pie?

Se echó a reír y bajó la mirada hasta mis labios.

—Porque es fiesta, Pétalo. No estaba seguro de si mis privilegios se mantenían en vacaciones.

—Para ti no es un día de fiesta.

—Claro que sí —dijo—. Es el día en que los ingleses nos libramos de vosotros, los lloricas americanos.

—Ja, ja.

—Es una suerte para mí que no haya ningún otro viernes de fiesta este año; de lo contrario, habría tenido que preocuparme por la posibilidad de perderme mi día favorito de la semana.

—¿Has revisado ya el calendario? —Noté que me acercaba un poco más a Max, lo suficiente para sentir la calidez de su cuerpo a pesar de los más de treinta grados de temperatura que había en la calle.

—No, es que soy muy sabio.

—¿Un sabio idiota?

Soltó una carcajada y chasqueó la lengua con guasa.

—Algo parecido.

—Bueno, ¿dónde nos reuniremos mañana?

Volvió a levantar la mano y deslizó el dedo índice por mi labio inferior.

—Te escribiré un mensaje.

Y lo hizo. Tan pronto como doblé la esquina y llegué al metro, mi teléfono vibró en el bolsillo y el mensaje decía: «Cruce de la avda. 11 con la calle 24. El edificio alto al otro lado del parque. 19.00».

Sin indicaciones de qué piso, qué planta o qué debía llevar puesto.

Cuando llegué allí, me quedó muy claro a qué edificio se refería. Era un bloque moderno de piedra y cristal con vistas al parque fluvial Chealsea. También tenía una ridícula vista del Hudson. En el vestíbulo no había nadie más que el guarda de seguridad que se encontraba tras el mostrador, y después de aguardar alrededor de un minuto, me preguntó si era la amiga del señor Stella.

Guardé silencio un instante, recelosa.

—Sí.

—Ah, estupendo. ¡Debería habérselo preguntado antes! —Se puso en pie, casi tan alto como ancho, y me hizo un gesto para que lo siguiera hasta los ascensores—. Se supone que debo enviarla arriba.

Lo miré fijamente un momento antes de ponerme en marcha y entrar en el ascensor con él. El guarda metió una llave en la ranura y luego pulsó un botón en el que había una «A».

Azotea.

¿Íbamos a la azotea?

El hombre salió tras hacer un agradable gesto con la mano.

—Que pase un bonito 4 de julio —dijo justo antes de que las puertas se cerraran.

El edificio tenía veintisiete plantas, pero resultaba evidente que el ascensor era nuevo, y muy rápido, porque apenas me había dado tiempo a pensar en lo que me esperaba arriba cuando sonó el timbre y las puertas se abrieron.

Me encontraba en un pequeño pasillo, frente a un corto tramo de escalera que conducía a una puerta en la que se leía «Acceso a la azotea. Prohibido el paso».

No tuve más remedio que pensar que, aquel día, esa prohibición no me afectaba. Después de todo, había quedado con Max. Tenía la sensación de que él respetaba las reglas solo el tiempo suficiente para saber cómo podía romperlas de la manera adecuada.

La puerta se abrió con un chirrido metálico y se cerró con fuerza detrás de mí. Me volví e intenté abrirla de nuevo, pero fue imposible. Hacía calor, mucho viento, y estaba atrapada en la azotea de un edificio.

«Hay que joderse. Será mejor que Max esté aquí, porque si no voy a cabrearme mucho».

—¡Por aquí! —gritó Max desde algún lugar a mi derecha.

Solté un suspiro de alivio y rodeé una enorme caja de distribución eléctrica. Max estaba de pie, a solas, con una manta, cojines y un enorme despliegue de alimentos. Tenía una cerveza junto a los pies.

—Feliz día de la Independencia, Pétalo. ¿Preparada para follar al aire libre?

Estaba increíble vestido con unos vaqueros y una camiseta azul, con sus brazos musculosos y bronceados, y su metro noventa y cinco de estatura. Su presencia física, bajo la luz del sol y con el viento pegándole la camiseta al pecho… Madre de Dios. Digamos solo que me provocó ciertas cosas.

—Te he preguntado si estabas preparada para follar al aire libre —dijo en voz baja mientras se inclinaba para besarme. Sabía a cerveza, a manzanas y a algo inherente a él. A calidez, a sexo, a comodidad… Él era mi comida de consuelo, esa que solo te permites de vez en cuando sin sentirte culpable, porque sabes que te sienta bien, aunque lo más probable es que no sea del todo buena para tu salud.

—Sí —le dije—. ¿No te preocupan los helicópteros o las cámaras o… —eché un vistazo a su espalda y señalé a la gente que se veía a lo lejos, en otras azoteas— todas las personas que están por allí con prismáticos?

—No.

Entrecerré los ojos y deslicé las manos por su pecho hasta el cuello.

—¿Por qué nunca te preocupa que te vean?

—Porque preocuparme por eso me cambiaría. Me encerraría, o me volvería paranoico, o me impediría follarte en la azotea. Piensa en lo horrible que sería eso.

—Horrible, sin duda.

Me pareció que le daba igual que lo vieran o no. No lo buscaba, pero tampoco lo evitaba. Se limitaba a vivir el momento. Era una forma tan diferente de lidiar con la prensa y el público que me desconcertó un poco. Parecía muy sencilla.

Max sonrió y me dio un beso en la punta de la nariz.

—Vamos a comer.

Había llevado baguettes, queso, salchichas y fruta. Galletitas con huellas de mermelada y macarrones, diminutos y perfectos. En una pequeña bandeja había cuencos con aceitunas, pepinillos y almendras, y varias botellas de cerveza negra en un cubo de metal.

—Menudo banquete —dije.

Se echó a reír.

—Ya te digo. —Deslizó la mano por mi costado y por mi abdomen antes de llegar al pecho—. Pienso comer hasta hartarme.

Me invitó a sentarme en la manta, abrió una cerveza y la sirvió en dos vasos.

—¿Vives en este edificio? —pregunté antes de darle un mordisquito a una manzana. La idea de estar cerca de su apartamento me incomodaba un poco.

—Vivo en el edificio en el que me dejaste el otro día, después del trabajo manual en el taxi. Soy dueño de un apartamento aquí, pero es mi madre quien vive en él. —Levantó la mano cuando abrí la boca para protestar—. Estará en Leeds un par de semanas; ha ido a visitar a mi hermana. No va a aparecer en la azotea.

—¿Y si aparece otra persona?

Se encogió de hombros y se metió una aceituna en la boca.

—No creo. Aunque no es seguro. —Me miró un momento mientras masticaba con ojos sonrientes—. ¿Qué te hace sentir eso?

La aprensión me calentó el vientre y volví la vista hacia la puerta cerrada, preguntándome cómo sería estar tumbada en la manta debajo de Max, sentirlo hundiéndose dentro de mí, y oír de repente el ruido de la puerta al abrirse.

—Vale —dije, sonriente.

—Es el mejor lugar para ver los fuegos artificiales —explicó—. Habrá cuatro espectáculos simultáneos sobre el río. Supuse que te gustaría verlos.

Tiré de él para acercarlo y le besé la mandíbula.

—Si te digo la verdad, me excita más la idea de verte completamente desnudo.

Con un pequeño gruñido, Max apartó algunos cojines y me tendió sobre la manta. Sonrió, cerró los ojos y me besó.

Mierda. ¿Por qué tenía que ser tan agradable? Habría sido más fácil mantener la relación en un nivel casual (aunque sin duda mucho menos satisfactorio) si Max fuera un amante mediocre o me tratara como si solo quisiera asegurarse un buen polvo todas las semanas. Sin embargo, era tierno, atento y tan seguro de sí mismo a ese respecto que apenas debía esforzarse para tenerme bajo su cuerpo, suplicante y muerta de deseo.

Le encantaban las súplicas. Me provocaba para conseguirlas. Y yo le suplicaba para que me provocara más.

En momentos como aquel, mientras me besaba, deslizaba las manos por mi piel y pellizcaba lugares sensibles y hambrientos, yo me esforzaba por no comparar a ese amante con el único que había tenido antes. Andy era rápido y rudo. Después de más o menos un año de sexo divertido, dejamos de explorarnos y de compartir cosas. Siempre lo hacíamos en la cama; algunas veces en el sofá. En una o dos ocasiones lo hicimos en la cocina.

Sin embargo, en ese momento Max deslizó una fresa por mi barbilla y luego chupó el jugo. Murmuró algo sobre saborearme y degustar mi «jugo», sobre follarme hasta que mis gritos resonaran en la calle.

Me fotografió mientras me quitaba la camisa y yo me deshacía de la suya, mientras le lamía el pecho hasta el abdomen, desabrochaba sus vaqueros y me metía su larga erección en la boca. Deseé que esa vez me dejara seguir hasta el final.

—No cierres los ojos —susurró—. Mírame. —Y luego sacó una foto.

Estaba tan absorta en las sensaciones que, en ese momento, no me importó.

Al final, arrojó el teléfono sobre la manta y enterró las manos en mi pelo para guiarme e impedir que acelerara el ritmo. Mi boca se deslizaba tan despacio sobre él que no creía que pudiera llegar a correrse. Me retiraba lentamente y luego volvía a metérmelo en la boca. Sin embargo, no me permitió ir más deprisa, y sus ojos se volvieron más oscuros, más hambrientos. A la postre, su miembro se hinchó dentro de mi boca.

—¿Todo bien? —preguntó con voz tensa—. Voy a correrme.

Hice un ruido afirmativo mientras contemplaba su rostro sonrojado y su boca entreabierta, mientras él observaba cómo lo introducía en mi boca. Los sonidos que emitió al correrse fueron graves, roncos, una mezcla de tonterías con las palabras más sucias que había oído en mi vida. Tragué deprisa, concentrada en la expresión mareada de su cara.

—Joder —gruñó, sonriente. Se inclinó y tiró de mí para estrecharme contra su pecho.

El cielo había empezado a oscurecerse. Se volvió rosa, y luego lavanda, y nos quedamos mirando el encaje que formaba la capa de nubes. La piel de Max estaba cálida y suave, así que volví mi cara hacia ella e inhalé con fuerza.

—Me gusta el desodorante que usas.

Se echó a reír.

—Vaya, muchas gracias.

Le di un beso en el hombro y titubeé un instante, ya que temía arruinar el momento. Pero tenía que hacerlo.

—Has sacado una foto de mi cara.

Sentí su risa, más que oírla.

—Sí, lo sé. La borraré ahora mismo. Solo quería mirarla un par de veces. —Bajó el brazo hasta la manta y buscó a tientas el teléfono. Se encontraba bajo mi cadera, y lo saqué para entregárselo.

Vimos juntos las fotos. Mis manos en su camisa, en su pecho. Mis pechos, mi cuello. Hicimos una pausa en la foto en la que se veían mis manos desabrochándole los pantalones, liberando su erección. Cuando llegamos a una en la que deslizaba el pulgar por el extremo de su polla, Max se tumbó encima de mí, duro de nuevo.

—No, espera —dije, aunque las palabras murieron en su boca cuando me besó—. Borra todas en las que aparece mi cara, Max.

Con un gemido, se tumbó de espaldas y me las enseñó. No se podía negar que esas fotos eran de las cosas más sensuales que había visto: mis dientes en su cadera, mi lengua en la punta de su polla y, al final, mi boca a su alrededor mientras miraba directamente a la cámara. Mis ojos estaban tan oscuros que resultaba evidente que seguiría chupándosela mientras me lo permitiera. Una foto así le permitiría tenerme para siempre en esa posición.

Apretó el botón de borrar, confirmó la orden y la fotografía desapareció.

—Es lo más excitante que he visto en mi vida —dijo al tiempo que volvía a situarse sobre mí y me besaba el cuello—. Detesto no poder fotografiar tu cara.

No dije nada. En lugar de eso, le bajé los vaqueros y dejé que me quitara los pantalones cortos antes de colocarme las piernas alrededor de sus caderas.

—Ponte un condón —murmuré junto a su cuello.

—En realidad —dijo mientras se apartaba lo justo para poder mirarme a los ojos—, esperaba que pudiéramos pasar de esa regla del condón.

—Max…

—Tengo esto. —Sacó un papel de debajo de la manta. «Ah, los románticos resultados de los análisis»—. No lo he hecho sin funda desde el instituto —explicó—. No voy a tirarme a nadie más, y quiero hacerlo a pelo contigo.

—¿Cómo sabes que tomo medidas?

—Porque vi las pastillas en tu bolso cuando estábamos en la biblioteca. —Cambió de posición para presionarme y meció las caderas—. ¿Te parece bien?

Asentí.

—¿Y no te preocupa mi historial? —quise saber.

Sonrió, me besó el hombro y empezó a deslizar la mano sobre mi pecho.

—Cuéntamelo.

Tragué saliva y aparté la vista. Max me colocó un dedo bajo la barbilla para obligarme a mirarlo de nuevo.

—Solo he tenido otro amante —admití.

Los ojos de Max perdieron la sonrisa.

—¿Solo has estado con otra persona aparte de mí?

—Pero él se tiró a todas las tías de Chicago mientas salíamos juntos.

Soltó una maldición por lo bajo.

—Sara…

—Así que si se tiene en cuenta que he estado con todas las que estuvo él, está claro que he tenido más de un amante. —Intenté sonreír para restarle importancia al comentario.

—¿Te has hecho pruebas desde entonces?

—Sí. —Moví las caderas contra él. Lo deseaba mucho más de lo que imaginaba.

Andy había empezado a usar condones a mitad de nuestra relación y ese hecho debería haberme mosqueado. En aquel momento me pareció un distanciamiento deprimente, pero él me dijo que quería asegurarse de que no teníamos hijos antes de estar preparados. Ahora entendía que me había concedido al menos esa cortesía.

Sin embargo, Max lo estaba haciendo todo al revés. Se había distanciado al principio y luego se había sumergido de lleno en esa extraña monogamia que compartíamos.

«Mierda, Sara. Así es como lo hace la mayoría de la gente».

Tiré con fuerza de sus caderas y me alcé un poco para chuparle el cuello.

—Está bien.

Max se apartó un poco, metió la mano entre nuestros cuerpos y se hundió dentro de mí con un gemido grave. Despacio, muy muy despacio, me llenó hasta el fondo. Y después me cubrió con su cuerpo, dejó un reguero ascendente de besos hasta mi cuello y apretó sus labios contra los míos.

—Una puta maravilla —susurró—. Joder, no hay nada como esto.

Se apoderó de mí una extraña desesperación. Nunca había sentido su peso sobre mí de esa forma, nunca había sentido cada centímetro de su piel desnuda, y era un tipo de posesión completamente diferente. Tenía unos hombros anchísimos y podía sentir sus músculos abultados y definidos bajo la palma de mis manos. Max estaba encima y dentro de mí, y parecía un universo aparte.

No dejó de besarme mientras se movía, muy despacio al principio para permitir que sintiera cada centímetro de su erección.

—Alguien podría vernos desde arriba. Podría verte debajo de mí, con los muslos separados y los pies apoyados en mis piernas. —Se apoyó en los codos para observar mis pechos—. Creo que les encantaría ver esto.

Cerré los ojos y arqueé la espalda para que pudiera verlos mejor. Dios, me sentía muy segura con Max. Nunca me había hecho sentir rara ni mal por el hecho de que me gustara la idea de que la gente pudiera vernos. Parecía que a él le gustaba tanto como a mí, que también quería que nos pillaran.

—¿Crees que alguna vez querrás que alguien vea cómo te follan? —preguntó al tiempo que aceleraba un poco.

—Me gusta la idea de que alguien te vea a ti así conmigo —respondí sinceramente, casi sin aliento.

—¿Sí?

—No sabía que deseaba esto antes de conocerte.

Cayó sobre mí, pesado y cálido.

—Te daría cualquier cosa que desearas. Me encanta cómo te transformas cuando te observo mientras lo hacemos. Cuando te hago fotos, renuncias a tu pequeño y misterioso escudo y te abres, como si por fin pudieras respirar.

Me estiré bajo él, lo acerqué a mí tanto como pude y contemplé el cielo oscuro justo cuando el primer cohete estallaba sobre el río. El sonido siguió a la luz, y un intenso estallido hizo vibrar el tejado bajo mi espalda.

Los fuegos artificiales explotaron uno tras otro: estrellas, llamas y luces tan brillantes y cercanas que me pareció que el cielo se había incendiado. La vibración del edificio me sacudió los huesos y se extendió por mi pecho.

—La hostia… —dijo Max riéndose, y empezó a moverse de una manera más fuerte y descontrolada, cerca del abismo.

A esas alturas, conocía las pequeñas cosas que lo delataban muy bien. Estaba a punto de llegar. El ruido era casi ensordecedor cerca del río, y la atmósfera estaba cargada de azufre, humo y luces. Max estiró el brazo al lado de mi cabeza para coger el teléfono, se incorporó sobre las rodillas y se hundió dentro de mí antes de hacer una foto de nuestro orgasmo bajo las luces rojas, azules y verdes del cielo, que coloreaban mi piel.

Respiré hondo antes de estallar y solté un grito, pero el sonido se perdió bajo el estruendo que nos rodeaba.

Max cogió una manta del montón para arroparnos, menos por el frío y más porque ya no actuábamos para nuestro público imaginario. Nos limitamos a beber cerveza, a darnos la mano y a contemplar los fuegos artificiales.

—Dijiste que hace mucho que no tienes una relación estable, pero es raro practicar la monogamia con una follamiga, ¿no crees? —pregunté al tiempo que me volvía para mirarlo a la cara.

Se echó a reír e inclinó la botella de cerveza sobre sus labios.

—No. No estoy tan tarado como para no poder estar con una sola persona, si eso es lo que ella quiere.

—¿Lo que «ella» quiere? ¿Te parecería bien que estuviera con otros hombres?

Negó con la cabeza y volvió a contemplar el río, donde el humo había comenzado a disiparse.

—Lo cierto es que no. —Dio otro trago de la cerveza y la acabó—. Esta noche no hemos utilizado condón, por si no lo recuerdas. No habríamos podido hacer algo así si estuvieras con otros hombres.

Estiró el brazo para coger otra cerveza y la manta cayó de sus hombros, dejando al descubierto su espalda desnuda de músculos definidos. Me incliné y tracé una línea de besos desde la columna hasta el cuello.

—¿Cuándo fue la última vez que tuviste novia? ¿Cecily era tu novia?

—En realidad, no. —Se acomodó una vez más a mi lado y se acurrucó bajo la manta—. He salido con un par de chicas en exclusiva desde que me trasladé aquí. Pero hace una eternidad desde la última vez que amé a alguien, si es eso lo que preguntas.

Asentí.

—Supongo que eso era lo que preguntaba.

—Tuve una novia estable en la universidad durante un tiempo. Me dejó por un amigo mío. Se casó con él en realidad. Después de eso, estuve bastante cabreado con las mujeres durante mucho tiempo. Ahora me he dado cuenta de que las relaciones requieren un montón de esfuerzo, energía y tiempo. —Dio un sorbo y lo tragó—. Y no he tenido mucho de esas tres cosas mientras intentaba que la compañía funcionase. No me opongo a la idea de salir con alguien, pero resulta difícil encontrar una buena pareja en esta ciudad, por extraño que parezca en un lugar donde viven unos ocho millones de personas.

No sentí absolutamente nada cuando dijo aquello. No sentí un aguijonazo de esperanza al pensar en la posibilidad de ser la elegida, no me preocupó que Max esperara encontrar a otra persona. Para alguien como yo, que siempre se había entregado más en las relaciones, resultaba extraño. Una espeluznante sensación estalló en mi pecho.

—Debería irme —dije al tiempo que me incorporaba, dejando que la manta cayera.

Max contempló mi cuerpo desnudo antes de mirarme a los ojos.

—¿Por qué siempre tienes tanta prisa por marcharte?

—No podemos pasar la noche juntos —le recordé.

—¿Ni siquiera en vacaciones? Me gustaría disfrutar de un revolcón mañanero. Podemos quedarnos en la habitación de huéspedes de mi madre.

—Pues llama a Will. Es mono.

—Lo haría, pero siempre insiste en ponerse detrás. Es embarazoso. —Se quedó callado un instante—. Un momento. ¿Crees que Will es mono?

Me eché a reír y apuré el último trago de cerveza antes de recoger mi ropa.

—Sí, pero tú eres más mi tipo.

—¿Elegante? ¿Talentoso con el pene? ¿Una especie de Dios?

Lo miré de arriba abajo y solté una risotada.

—Iba a decir que tienes una boca indecente y perfecta.

Se le oscurecieron los ojos y se inclinó para besarme.

—Quédate. Por favor, Pétalo. Quiero follarte por la mañana, cuando estés desaliñada y adormecida.

—No puedo, Max.

Me miró fijamente durante un buen rato y luego apartó la vista.

—Está claro que te dejó marcada —murmuró junto a la boca de la botella de cerveza.

Mi sonrisa se desvaneció.

—Será mejor que no intentes buscar respuestas para una mujer que quiere que el sexo sea solo sexo. Sí, Andy me hirió, pero esa no es la única razón por la que no quiero quedarme.

Lo miré un momento antes de recordar que debía sonreír de nuevo.

—Estoy impaciente por ver qué preparas la semana que viene.

Cuando llegué a casa, el subidón que me provocaba estar con Max se había convertido en un extraño dolor bajo las costillas. Arrojé el bolso y las llaves sobre la mesa del recibidor y apoyé la espalda contra la pared mientras perdía la mirada en la negrura del salón. Mi apartamento era pequeño, pero, a pesar de que llevaba pocos meses en Nueva York, me sentía mucho más en casa allí que en el edificio palaciego que había compartido con Andy durante casi cinco años.

Sin embargo, con el eco de la música y los fuegos artificiales que rebotaban en los edificios, el sonido de las risas y los festejos que llegaban desde la acera, mi pequeño espacio vital me pareció solitario por primera vez desde que llegué.

Sin encender las luces, me desnudé de camino al baño y me metí en la estrecha ducha. Me situé bajo el chorro de agua caliente y cerré los ojos, deseando que el ruido del agua ahogara los de mi cabeza.

No funcionó. Tenía los músculos tensos y doloridos, y el leve escozor de mi entrepierna hizo que fuera casi imposible dejar de pensar en Max.

Nunca había sido de las mujeres que se obsesionaban con un hombre, pero estaba claro que me ocurría algo por el estilo. Max no solo estaba como un tren; también era agradable. Y sabía que era el sexo lo que nos convertía en dos personas verdaderamente compatibles. Todavía me resultaba difícil asimilar mi recién descubierta pasión por ser observada (por él, y puede que también por otros), pero esa necesidad era como un chorro de vapor bajo mi piel: caliente, excitante e imposible de ignorar.

Y Max parecía aceptarla, disfrutarla incluso, como hacía con todo lo demás.

Mi relación con Andy había funcionado solo de cara a la galería, pero Max parecía haber aceptado mi inusual deseo de ser observada y respetaba a la vez mi necesidad de intimidad. Se suponía que Max era un mujeriego, un hombre que no me convenía en absoluto, pero me permitía experimentar algo que jamás me habría atrevido a hacer con Andy. ¿De verdad era algo tan sencillo? ¿Mantenía a Max cerca porque era justo lo opuesto a lo que había tenido con Andy? Mi relación con Andy había sido superficial y sin chispa. Mi relación con Max era deliberadamente sencilla, e incluso verlo de lejos me incendiaba por dentro.

Cerré el grifo. De repente tenía demasiado calor. Por un instante, me arrepentí de no haberme quedado con Max. Había desperdiciado la oportunidad de acariciar su piel, de saborear sus jadeos y de sentir su peso sobre mí durante toda la noche.

Sin embargo, cuando entré en mi dormitorio y estudié mi reflejo en el espejo que había en la puerta del armario, no me reconocí. Estaba más erguida, parpadeaba menos, observaba más. Incluso yo me daba cuenta de que había una sabiduría en mis ojos que no estaba allí antes.