El lunes por la tarde estaba de un humor de perros. Estaba más caliente que los huevos de un ciclista, mi hermana mayor no dejaba de hacer ruiditos para convencer a mi madre de que volviera a trasladarse a Leeds y la oficina de Will tenía mejores vistas que la mía.
—Eres un puto capullo —murmuré mientras cortaba el pollo.
Will se echó a reír y se metió un enorme trozo de su almuerzo en la boca.
—¿Es por lo de las vistas otra vez?
—Claro que sí, joder. —Lo apunté con los palillos a la cara, aunque apenas le había entendido con la berenjena picante que tenía en la boca—. ¿Te importaría recordarme de nuevo por qué te quedaste con esta oficina?
—Llegaste tarde a la primera visita. Puse la placa con mi nombre en la puerta. Ya está.
Cierto. Por primera vez desde que me mudé a Nueva York, aquel día me había tirado a una mujer en su casa y, tal y como suponía, me quedé atrapado. Por lo general prefería el sexo en mi apartamento, donde siempre podía poner la excusa de que mi madre estaba al caer o que debía ir a algún sitio. Las mujeres siempre te ofrecían té y querían que te quedaras a dormir si lo hacías en su casa.
No era un completo imbécil. Siempre había estado tan abierto a las relaciones como cualquiera. Lo que ocurría era que todavía no había encontrado a una mujer que me hiciera desear no pasar la noche en mi propia cama. Todas las mujeres a las que había conocido se habían presentado ellas mismas, sabían quién era yo, sabían quién era la persona a la que creían desear. Para ser una ciudad tan grande, muchas veces Nueva York resultaba minúscula.
Miré por la ventana para contemplar las magníficas vistas (puto Will), y pensé en Sara. Últimamente era una distracción constante. Era todo un misterio. Si una mujer quería que un hombre no dejara de pensar en ella, no tenía más que decirle que solo podía acostarse con ella una vez a la semana y ¡bum!, se acabó la concentración.
Me pregunté qué respondería si ella me pidiera alguna vez que me quedara a pasar la noche en su casa.
«Ya sabes la respuesta a esa pregunta, imbécil. Dirías que sí».
Me había acostado con varias docenas de mujeres desde que me trasladé a Estados Unidos, pero últimamente me costaba mucho recordar los detalles. Cualquier cosa relacionada con el sexo me hacía pensar en Sara. Era una chica dulce y salvaje. Ocultaba mucho de sí misma, pero me dejaba que la follara como quisiera. Jamás había conocido a una mujer que fuera a la vez tan reservada y tan abierta.
—He conocido a una mujer, colega.
Will metió los palillos en el recipiente de la comida y la deslizó por encima del escritorio.
—¿Quieres hablar sobre eso ahora?
—No sé. Quizá.
—Llevas viéndote con ella un tiempo, ¿no es así?
—Unas cuantas semanas, sí.
—¿Solo con ella?
Asentí con la cabeza.
—Tiene un polvazo, y me alegro, porque me dijo que no quería que me acostara con ninguna otra mujer.
Will me miró como diciendo: «¡No me jodas!». Pasé de él.
—Pero es diferente. Hay algo en ella… —Me froté la boca y miré por la ventana. ¿Qué coño me pasaba ese día?—. No puedo quitármela de la cabeza.
—¿La conozco?
—No creo. —Intenté recordar si Will había conocido a Sara en la fiesta de recaudación de fondos. Pasé con él la mayor parte de la noche una vez que dejé a Sara para que se arreglara y se aseara un poco, y me parecía que no habían hablado.
—Y no piensas decirme quién es. —Will se echó a reír y se reclinó sobre el respaldo de su silla—. ¿Te ha robado el alma, jovenzuelo?
—Vete a la mierda. —Cogí la bolsa de plástico y metí los recipientes de comida casi vacíos dentro—. Me gusta y punto. Pero por ahora es solo sexo. Por mutuo acuerdo.
—Eso es bueno —señaló Will con cautela—. Entonces no es una cazafortunas.
—¿Soy un capullo por pensar que eso es muy raro? Ella no quiere más. Y creo que si yo lo quisiera, saldría corriendo. La aterroriza que la vean en público conmigo. ¿Crees que me gusta tanto porque no le interesa nada de mí que no sea mi maldita polla?
Y, como siempre que pensaba en Sara, empecé a intentar adivinar su juego.
Will silbó por lo bajo.
—Parece una tía fantástica. Pero no entiendo por qué está interesada en tu polla. Con lo diminuta que es, jamás llegarás a ser la mitad de hombre que tu madre.
—¿Acabas de insultar a Brigid? Eres un imbécil.
Se encogió de hombros y abrió una galletita de la fortuna.
—Eres de los que baja la tapa para mear, ¿a que sí? —pregunté con una sonrisa.
—Qué va. No me gusta mojarme la polla.
—Will. La única manera que tienes de complacer a una mujer es entregarle tu tarjeta de crédito, colega.
Y de algún modo, en el torrente de insultos que siguieron, Will me hizo olvidar que me comportaba como un imbécil patético con aquel tema y dejé de preocuparme de si Sara me estaba jodiendo la cabeza o no.
Después de comer me marché de la oficina y cogí un taxi casi de inmediato para hacer una visita rápida a una nueva exposición que estaban montando en Chelsea. Había ayudado a un viejo cliente a encontrar y abrir una galería, y ese cliente estaba preparando una exposición de unas extrañas fotos de E. J. Bellocq que solo duraría unas semanas. No hizo falta más que un correo electrónico suyo en el que decía «Están aquí» para que aplazara todos mis planes para el resto del día. Me moría de ganas de ver las piezas reconstruidas a partir de los negativos dañados de la colección «Storyville» de Bellocq, que nunca antes se habían mostrado. Aunque había conocido su trabajo cuando ya tenía cierta edad, había sido Bellocq quien había instigado mi fascinación por las fotografías corporales, con sus ángulos, su sencillez y su aparente vulnerabilidad.
No obstante, hasta que conocí a Sara jamás me había hecho una foto con una amante.
Y ese era el problema principal. La mayoría de las fotografías en las que aparecíamos Sara y yo no se parecían en nada a la obra de Bellocq, pero aun así ver su obra me recordaba a ella. Su cintura estrecha, su abdomen suave y la dulce curva de sus caderas.
Eché un vistazo al teléfono y deseé por enésima vez haber fotografiado sus ojos mientras hacíamos el amor.
«Joder. Sexo. Cuando practicábamos el sexo».
Fuera hacía calor, aunque no era insoportable, y después de ver las fotos necesitaba darme un paseo para tranquilizarme un poco. El trayecto desde Chelsea al centro no estuvo mal, pero al rodear Times Square me di cuenta de que me seguía un hombre con una cámara.
Siempre había dado por hecho que los paparazzi no tardarían en descubrir que no era un tipo ni de lejos tan interesante como ellos creían, pero todavía no había ocurrido. Me vigilaban todos los fines de semana, en todas las galas benéficas y en todas las celebraciones laborales. Habían pasado casi cuatro años desde la última vez que me ocurrió algo interesante (aparte de alguna que otra cita con la famosilla de turno), pero casi la mitad de las veces que se me ocurría pasear por Manhattan solo, alguien me encontraba.
Y, de pronto, mi buen humor se desvaneció. Estaba listo para irme a casa, para ver Pitón sin prestarle atención y tomarme unas cervezas. Todavía era un puto martes, y deseaba a Sara.
—¡Lárgate! —exclamé por encima del hombro.
—Solo una foto, Max. Una foto y un comentario sobre el rumor que circula sobre Keira y tú.
Joder. ¿Otra vez con esa mierda? La había conocido en un concierto hacía un mes.
—Sí. Desde luego que me estoy tirando a Keira Knightley. ¿De verdad crees que soy la persona a quien debes pedirle confirmación?
Me llevé un susto de muerte cuando un taxi frenó en seco junto a la acera y la puerta trasera se abrió de par en par. Del interior surgió un brazo desnudo y suave que me hizo un gesto frenético con la mano para que entrara. Un instante después, Sara se asomó con una sonrisa.
—¡Sube de una vez!
Mi cerebro tardó varios segundos en conectar con mi boca y con mis piernas.
—Joder. Sí. Qué buena idea.
Me subí al taxi, dejé el maletín en el suelo y la miré de arriba abajo.
—Hola, Max. Parecías un poco… acosado.
—Has interpretado muy bien la situación —dije, sin apartar la vista de ella.
Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa extraña, elusiva.
—Putos paparazzi… —mascullé.
Ella cruzó las piernas y volvió a encogerse de hombros.
—Pobrecito… ¿Necesitas que te mimen?
Había un fuego en sus ojos que no había vuelto a ver desde aquella noche en la discoteca, mientras me arrastraba por el pasillo.
«Estás en un buen lío, colega».
Llevaba puesto un vestido rojo ceñido, con la parte de arriba algo arrugada. Sabía lo que ella sentía. Bajé la vista hasta su pecho izquierdo, donde asomaba el encaje negro del sujetador.
—Me alegro de verte —le dije a su clavícula—. He tenido un día horrible. ¿Puedo enterrar mi cara ahí ya?
—¡Nada de sexo en mi coche! —ladró el taxista—. ¿Adónde vamos ahora?
Miré a Sara en busca de ayuda, pero ella se limitó a enarcar las cejas y a sonreír.
—Siga hacia arriba por el parque —murmuré—. Todavía no estoy seguro.
El tipo se encogió de hombros y giró el volante para alejarse del tráfico sin dejar de refunfuñar entre dientes.
—Estás preciosa —le dije a Sara antes de inclinarme para darle un beso.
—Siempre dices lo mismo.
Me encogí de hombros y le lamí el cuello. Joder. Sabía a té dulce y a naranjas.
—Ven a casa conmigo.
Ella rió y negó con la cabeza.
—No. Tengo entradas para un espectáculo a las ocho.
—¿Con quién vas a ir?
—Sola. —Se enderezó y miró por la ventana.
Estiré el brazo para cogerle la mano y entrelacé los dedos con los suyos.
—Seguro que lo repiten otra noche. Y eso significa que deberías venir a casa conmigo y montarte un rato en mi polla.
Sara miró al taxista con los ojos abiertos como platos. El tipo nos fulminó con la mirada a través del espejo retrovisor, pero no dijo nada.
—No —susurró mientras buscaba mis ojos. Intentó apartar la mano de la mía, pero no se lo permití—. Pero ¿puedo preguntarte una cosa?
Tenía el pelo metido detrás de las orejas y parecía diminuta a mi lado. Me entró un pánico desconocido: ¿me había pasado con la pregunta? En sus momentos más sinceros y vulnerables parecía muy inocente.
—Lo que quieras —respondí.
—He estado pensando en una cosa… ¿Por qué eres tan famoso aquí? Sí, estás como un tren y tienes mucho éxito, pero Nueva York está llena de tipos guapos con éxito. ¿Por qué te acechan los fotógrafos un martes cualquiera?
«Ah».
Sonreí al darme cuenta de que aunque me había investigado en la red, todavía no había llegado muy lejos.
—Creí que habías hecho los deberes.
—Me aburrí después de pasar tres páginas de fotos en las que aparecías vestido de etiqueta y rodeado de mujeres.
Me eché a reír.
—Te aseguro que no me siguen por eso.
Me quedé en silencio un instante, preguntándome por qué quería hablar de aquello en ese momento cuando había guardado silencio durante tanto tiempo.
—Me mudé aquí hace unos seis años —comencé. Ella asintió; era evidente que ya conocía ese dato—. Y alrededor de un mes después de llegar conocí a una mujer llamada Cecily Abel.
Su frente se llenó de arrugas.
—Ese nombre me suena… ¿La conozco?
Me encogí de hombros.
—Puede que la conozcas, pero no me sorprendería que no fuera así. Era una mujer famosa en Broadway, pero, como suele ocurrir en el mundo del teatro neoyorquino, su fama no se extendía hasta la región meridional.
—¿Qué quieres decir con eso de que «era» famosa en Broadway?
Observé sus dedos, entrelazados con los míos.
—Creo que Cecily, y su dramática desaparición de los escenarios, es la razón por la que soy famoso. Se marchó de Nueva York con bastante prisa, después de enviar una carta que se publicó en el Post. En ella detallaba sus quejas contra esta ciudad, entre las que se incluyen, y cito literalmente: «Directores que no saben tener las manos quietas, políticos promiscuos y sabuesos inversores que no reconocen lo que es bueno cuando lo tienen».
—¿Te amaba?
—Sí. Y, como suele ocurrir en la vida, su amor no era correspondido.
Los ojos de Sara se oscurecieron un poco y sus labios rojos adquirieron una expresión desconcertada.
—Eso ha sido bastante irrespetuoso.
—Créeme, no soy nada irrespetuoso con Cecily. Ella está bien ahora. Felizmente casada en California. Pero, durante un tiempo, tuvo que ver a un médico. —Antes de que ella pudiera decir nada, añadí—: Era una buena amiga, y su decisión de dejarlo todo aquí me demostró que no era muy… estable. En realidad, tenía muchos motivos para abandonar la ciudad y yo no fui más que su última decepción. Sencillamente, no la amaba como ella a mí.
Sara alzó la vista hacia el techo del vehículo mientras pensaba.
—Hubiera sido mejor que fueras sincero con ella.
—Por supuesto —le aseguré—. Su estado mental no dependía de si yo la amaba o no, en realidad. Tenía muchos problemas aparte de ese… Pero eso no vende muchos periódicos, ¿verdad?
Cuando volvió a mirarme, sus ojos eran más suaves y había recuperado la sonrisa.
—De modo que la gente se interesó en quién era ese hombre, el hombre que rompió el corazón de la estrella local y la volvió loca.
—Y así me convertí en un misterio. La prensa adora a los canallas mujeriegos, y la carta era bastante dramática. Lo que dicen de mí tan solo es verdad en parte. Es cierto que me encantan las mujeres, y también el sexo. Pero mi vida rara vez es tan interesante como espera la prensa sensacionalista. He aprendido a pasar por alto lo que diga la gente, tanto si es en un sentido como en otro.
El taxista viró para esquivar a un niño en bicicleta y apretó el claxon con fuerza. El movimiento brusco hizo que el pecho de Sara quedara apretado contra mi brazo, y yo me regodeé con una sonrisa mientras ella alzaba una ceja en un gesto de fingida exasperación.
—Hay un montón de fotos tuyas en la red.
—Algunas de esas mujeres eran mis amantes, y otras no. —Deslicé el pulgar por la curva de su pecho, y ella bajó la mirada y entrecerró los párpados—. No siento una aversión irracional contra el compromiso. Lo que ocurre es que no he tenido ninguno en muchísimo tiempo.
Levantó la cabeza de golpe y pude ver con perfecta claridad cómo se dilataban sus pupilas. Sus labios se curvaron en una sonrisa.
—Sí —admití riendo—. Supongo que nuestro arreglo es una especie de compromiso. Pero no cuenta, porque tú te niegas incluso a tener una cita de verdad conmigo.
La sonrisa se marchitó un poco.
—No creo que ninguno de los dos estemos preparados para algo más.
—Bueno —admití—, está claro que somos buenos en lo que hacemos. Y, hablando del tema, he tenido una charla con Will sobre ti —le dije, dejando que su mirada asesina se concentrara en uno de los lados de mi cara. Resultaba divertido cabrear a Sara—. Sin nombres, Pétalo. Tranquilízate.
Y esperé a que ella preguntara qué le había contado a Will.
Y esperé.
Al final, levanté la mirada y descubrí que todavía me estudiaba con detenimiento. Nos habíamos parado en un semáforo en rojo y todo en el taxi parecía absolutamente inmóvil.
—¿Y bien? —preguntó con una sonrisa perversa cuando el vehículo se puso en movimiento una vez más—. ¿Le contaste a Will que has conocido a una mujer a quien le gusta practicar el sexo en público?
—¡En mi coche no! —gritó el taxista con tanto ímpetu que ambos nos sobresaltamos y nos echamos a reír. El hombre pisó el freno de repente, sobresaltándonos—. ¡En mi coche no!
—No se preocupe, amigo —le dije. Me volví hacia Sara, la miré con intensidad y murmuré—: Ella no me deja follarla en los coches. Ni los martes.
—No te deja, no —susurró, aunque permitió que la besara de nuevo.
—Una lástima —dije junto a su boca—. Soy muy bueno en los coches. Y sobre todo los martes.
—En cuanto a esa conversación con Will —dijo al tiempo que estiraba el brazo para meter la mano bajo la chaqueta del traje a la altura del regazo—. Si no le has dicho mi nombre, ¿qué es lo que le has contado? —Apoyó la palma sobre mi polla y apretó.
¿Pensaba masturbarme en el taxi?
«Qué buena idea, joder».
—Vaya a la Sesenta y cinco con Madison —le dije al taxista—. Y dé un buen rodeo.
El tipo me miró un instante, seguramente pensando en la idea de atravesar Columbus Circle en hora punta, pero asintió y tomó la Sesenta y cinco hacia Broadway.
—Nada de sexo en mi taxi —dijo, esta vez en un tono más bajo.
Me volví hacia Sara.
—Le mencioné que había conocido a una mujer a la que me encantaba tirarme. Y puede que también le mencionara que esa mujer no se parecía a ninguna de las que había conocido.
Sara tiró de la cremallera, me sacó la polla con destreza y me apretó sin ninguna delicadeza. Una extraña oleada de calidez se extendió por mi espalda y me empalmé mientras me daba cuenta de lo rápido que estaba aprendiendo a tocarme con familiaridad.
—¿En qué soy diferente? —Se inclinó hacia mí para chuparme la oreja y susurró—: ¿Otras mujeres no te masturbaban en los taxis?
La miré fijamente, preguntándome quién era esa mujer; esa chica fresca, inocente y altamente «follable» que no quería nada más de mí que un buen polvo. ¿Estaba jugando conmigo? ¿Aquello era real?
¿O se vendría abajo después de unos cuantos orgasmos, admitiría que ya no le gustaba el arreglo y me diría que quería más?
«Es lo más probable».
Pero mientras la miraba, mientras contemplaba sus labios rojos y sus enormes ojos castaños, siempre pícaros y perversos, supe que no iba a renunciar a ella antes de que hubiera terminado conmigo.
—En realidad, no le conté mucho. Las conversaciones serias con Will siempre terminan con insultos relacionados con el tamaño del pene.
—Bueno, entonces estoy segura de que no fuiste muy duro con él. «Me niego a iniciar una batalla de ingenio con un hombre desarmado» —dijo, y se echó a reír junto a mi cuello al tiempo que comenzaba a acariciarme.
—Lo cierto —susurré antes de volverme para besarla—, es que, si te soy sincero, no tengo ni la menor idea de si la tiene grande o pequeña.
—Bueno, si quieres saberlo, no tengo problema en averiguarlo y contártelo después.
Reí y solté un gruñido en su boca.
—Resulta refrescante mantener una charla con una mujer que no siente la necesidad de resaltar lo inteligente que es a cada momento.
—Nada de sexo —gruñó el taxista, que nos fulminó con la mirada a través del espejo retrovisor.
Levanté las manos y le sonreí.
—No la estoy tocando, amigo.
El hombre, al parecer, se decidió a ignorarnos. Encendió la radio y bajó la ventanilla para dejar que entraran la brisa de última hora de la tarde y los ruidos incesantes de la ciudad. La mano de Sara empezó a moverse muy despacio hacia arriba, giró en la punta y volvió a bajar.
—Te la chuparía si creyera que él no se iba a dar cuenta —susurró—. En serio, Max, te mereces lo mejor. Al menos eres guapo por dentro, que es lo que importa.
Solté una carcajada y hundí la cara en su cuello para sofocar el gemido que me provocó al concentrar sus atenciones en la punta.
—Joder, cómo me gusta. Un poco más rápido, amor. ¿Puedes?
Se detuvo un instante al oír el término cariñoso, pero luego volvió la cara para succionarme la mandíbula mientras apretaba el puño y aceleraba el ritmo. Echó un vistazo al taxista, pero el tipo estaba absorto en el programa de radio y gritaba a los coches que teníamos por delante.
—¿Sí? ¿Así? —me preguntó.
Asentí con la cabeza y sonreí contra su mejilla.
—Nunca me habría imaginado que se te daba tan bien esto.
Su risa vibró contra mi cuello y bajo mi piel. Nunca la había oído emitir un sonido tan ridículo y poco delicado. Había derribado otra de sus murallas defensivas. La victoria me provocó una sensación cálida e intensa en el pecho y, durante un breve instante, deseé gritar por la ventana que ella empezaba a abrirse a mí.
Sara me lamió el cuello y me mordisqueó el labio inferior.
—Tienes una polla perfecta —me dijo—. Estás logrando que te desee un martes.
—Joder… —gemí. Y mientras me corría, con la mandíbula tensa y los puños apretados a los costados, me di cuenta de que Sara también me había hecho olvidar que debía actuar como un maldito canalla con todo aquel asunto y dejar de preocuparme de si me estaba jodiendo la cabeza o no.
Metió la mano en su bolso, cogió un pañuelo de papel y se limpió la mano sin sacarla mientras me sonreía con aire bobalicón y escondía las pruebas a nuestro taxista. Luego se inclinó y me besó con tanta dulzura que deseé tumbarla sobre el asiento y llevarla al orgasmo con la lengua solo para oír sus pequeños gemidos roncos.
—¿Te sientes mejor? —me preguntó en voz baja, mirándome a los ojos.
Descubrí otra cosa sobre Sara en su expresión: su primer impulso, contra el que siempre luchaba, era complacerme.
Un momento después paramos a una manzana de mi apartamento y se reclinó en el asiento con una sonrisa satisfecha.
—¿Es aquí donde te bajas?
Titubeé un segundo y me pregunté si querría venir conmigo.
—Supongo, a menos que quieras…
—Te veré el viernes, Max —dijo con un tono tranquilo que pretendía suavizar el rechazo de sus palabras.
No había más que decir. Se había despedido.