6

Demitri Gerard fue mi segundo cliente cuando yo todavía era joven e ingenuo. Por aquel entonces tenía un pequeño aunque fructífero negocio de antigüedades al norte de Londres. Sobre el papel, la empresa de Demitri no tenía nada de especial: pagaba sus facturas a tiempo, tenía una lista estable de clientes y ganaba más dinero al año de lo que gastaba. Sin embargo, lo más extraordinario de Demitri era su misteriosa habilidad para rastrear raros descubrimientos que poca gente sabía que existían. Piezas que, en las manos adecuadas, serían vendidas por pequeñas fortunas a coleccionistas de todo el mundo.

Necesitaba capital para expandirse y, como descubrí más tarde, para sufragar una larga lista de informantes que lo mantenían al tanto de lo que podía encontrarse y dónde. Informantes que lo habían convertido en un hombre muy muy rico. Legalmente, por supuesto.

De hecho, Demitri Gerard había tenido tanto éxito que en la actualidad era el dueño de doce almacenes tan solo en Nueva York, el más grande de los cuales estaba situado en el cruce de la Once con Kent.

Me saqué el papel del bolsillo y marqué el código que Demitri me había dado por teléfono esa misma mañana. La alarma pitó dos veces antes de que la puerta emitiera un zumbido y el cerrojo se abriera con un estruendoso chasquido metálico. Me despedí de mi chófer con un rápido gesto de la mano y oí cómo el coche se alejaba de la acera mientras abría la pesada puerta de acero.

Subí en el montacargas hasta la quinta planta, me quité la chaqueta, me remangué la camisa y miré a mi alrededor. Un lugar limpio, con paredes y suelos de cemento y fluorescentes en el techo cubierto de vigas. Demitri utilizaba esos edificios para guardar colecciones que más tarde se subastarían o serían distribuidas entre distintos comerciantes. Por suerte, esa colección todavía no había sido vendida.

La luz del sol entraba todavía por las ventanas sucias y resquebrajadas que se alineaban en dos de las paredes del almacén, y el lugar estaba ocupado por una hilera tras otra de espejos cubiertos con fundas. Atravesé la sala, levantando pequeñas nubes de polvo con los pies, y alcé la cubierta de plástico que tapaba el único mueble de todo el almacén: un canapé de terciopelo rojo que yo mismo había enviado allí ese día. Sonreí mientras deslizaba las manos por el respaldo curvo y me imaginaba lo maravillosa que estaría Sara más tarde, desnuda y suplicante encima de él.

«Perfecto».

Durante la hora siguiente, retiré con mucho cuidado las fundas de todos los espejos y los coloqué en círculo, alrededor del canapé que había situado en el centro. Algunos eran muy recargados, con anchos marcos dorados y cristales que el paso del tiempo había empezado a motear y a difuminar en los bordes. Otros eran más delicados, de filigranas sencillas o rica madera pulida.

El sol se había escondido tras los edificios circundantes para cuando terminé, pero todavía había luz suficiente, así que no me hizo falta encender los fluorescentes del techo. Una luz suave se filtraba a través de los cristales, y al consultar el reloj me di cuenta de que Sara llegaría en cualquier momento.

Por primera vez desde que concebí este pequeño plan, consideré la posibilidad de que no se presentara y lo decepcionante que sería para mí. Y eso me extrañó. Me resultaba fácil leer a la mayoría de las mujeres, que casi siempre querían mi dinero o la fama que les proporcionaba ir cogidas de mi brazo. Pero Sara no. Nunca había tenido que esforzarme tantísimo para conseguir la atención de una mujer, y no sabía muy bien cómo sentirme al respecto. ¿De verdad me había convertido en un estereotipo? ¿Solo deseaba lo que no podía tener? Me tranquilicé pensando que ambos éramos adultos, que los dos conseguíamos lo que queríamos y que cada uno seguiría a lo suyo muy pronto. No había nada de malo.

«Sencillo».

El hecho de que Sara tuviera un polvo impresionante tampoco hacía ningún daño.

Mi móvil vibró al otro lado de la estancia, y tras echar un último vistazo, me acerqué al montacargas y bajé al vestíbulo vacío.

Ella levantó la cabeza de golpe cuando oyó la puerta, y se me puso dura solo con verla allí, expectante e insegura.

«Tranquilo, colega. Dejemos que la chica entre antes de abalanzarnos sobre ella».

—Hola —dije mientras me inclinaba para darle un beso en la mejilla—. Estás preciosa. —Su aroma ya me resultaba familiar, con un matiz que me recordaba al verano y a los cítricos. Salí al exterior, pagué al taxista y me volví hacia ella mientras el coche se alejaba.

—Eso ha sido bastante presuntuoso por tu parte —dijo con una ceja arqueada. Esa noche llevaba el cabello liso, con una levísima onda, y se sujetaba el flequillo con un pequeño prendedor plateado. Imaginé el aspecto que tendría ese pelo más tarde, cuando la pequeña horquilla hubiese desaparecido, enredado y salvaje después de follar—. Sobre todo teniendo en cuenta que ya le había pagado.

Volví la vista en dirección al taxi y luego sacudí la cabeza con una sonrisa.

—Digamos que la falta de confianza nunca ha sido mi fuerte.

—¿Y cuál es tu fuerte, entonces? —preguntó.

—Creo que en realidad no tengo ninguno. Y me parece que por eso te gusto.

—«Gustar» es una palabra muy fuerte —dijo Sara, con una sonrisa torcida.

Touché, niña mala. —Sonreí mientras le abría la puerta y le indicaba que pasara primero.

Guardamos silencio mientras nos acercábamos al ascensor y durante el corto trayecto hacia arriba, pero una nueva y densa sensación de anticipación parecía vibrar a nuestro alrededor.

El montacargas se abrió en el almacén, pero en lugar de entrar, Sara se volvió hacia mí.

—Antes de entrar —dijo al tiempo que señalaba la sala con la cabeza—, necesito que me asegures que no hay cadenas ni… «complementos» de ese tipo ahí dentro.

Me eché a reír y me di cuenta de la mala pinta que tenía aquello, de lo mucho que debía de confiar en mí para entrar allí. Me prometí que haría que mereciese la pena.

—Nada de esposas ni látigos, te lo prometo. —Me agaché para besarle la oreja—. Quizá te dé unos ligeros azotes, pero primero veamos cómo va la noche, ¿vale? —Le di unas palmaditas en el trasero antes de adelantarla para conducirla al interior.

—Vaya… —dijo, y una sombra de rubor se dibujó en sus mejillas cuando traspasó el umbral.

«Tantas contradicciones».

Me permití observarla mientras ella contemplaba la estancia y se daba la vuelta muy despacio. Un vestido ceñido de color burdeos, unas piernas kilométricas y unos altísimos zapatos negros de tacón.

—Vaya… —repitió.

—Me alegra que te guste.

Deslizó un dedo por la superficie de un enorme espejo plateado y enfrentó mi mirada en el reflejo.

—Me parece que aquí hay un hilo conductor.

—Si por hilo conductor entiendes que quiero mirarte mientras das placer, entonces sí. —Me senté en uno de los marcos de las ventanas y estiré las piernas por delante de mí—. Me encanta ver cómo te corres. Pero lo que más me gusta es lo mucho que te pone que te miren.

Abrió los ojos de par en par, como si le hubiese dicho algo desconcertante.

Me quedé callado. ¿La había malinterpretado? Para mí, estaba bastante claro que era un poco exhibicionista, y que la entusiasmaba la posibilidad de que la pillaran en pleno acto.

—Sabes que disfruto viendo las fotos de tu cuerpo desnudo. Yo sé que disfrutas con el sexo en público. ¿He malinterpretado lo que estamos haciendo aquí?

—No, es solo que me sorprende oírlo decir en voz alta. —Se dio la vuelta y se paseó por la estancia, estudiando cada espejo según pasaba—. Supongo que siempre he dado por hecho que era a otra gente a la que le gustaban las cosas así y no a mí. Acabo de darme cuenta de que suena ridículo.

—El mero hecho de que lo que hacías antes fuera diferente no quiere decir que sea lo que te guste.

—Creo que ni siquiera yo entiendo del todo lo que me gusta —dijo al tiempo que se volvía hacia mí—. Al menos, creo que no he probado la vida lo suficiente para saberlo de verdad.

—Bueno, estás en un almacén en el que solo hay un canapé de terciopelo situado en medio de una sala y rodeado de espejos. Me alegro de poder ayudarte a descubrirlo.

Se echó a reír y se acercó de nuevo a mí.

—Este edificio no es tuyo.

—Has investigado más sobre mí, según veo.

Dejó el bolso apoyado contra la pared, se sentó en el canapé y cruzó las piernas.

—Necesitaba saber algo más de lo que cuentan las columnas de cotilleo. Asegurarme de que no recrearíamos una escena de La matanza de Texas.

Sacudí la cabeza sin dejar de reír, sorprendido de lo mucho que me aliviaba que no se hubiera presentado allí a ciegas.

—Es de uno de mis clientes.

—¿Un cliente con una inclinación fetichista por los espejos?

—No sé cuánto habrás descubierto con tu investigación —dije—, pero tengo dos compañeros, y cada uno de nosotros es experto en una cosa: Will Sumner está especializado en biotecnología; James Marshall, en tecnología; y yo me centro más en las artes: galerías y…

—¿Antigüedades? —preguntó mientras señalaba con la mano lo que nos rodeaba.

—Sí.

—Lo que nos trae de nuevo a la razón por la que estamos aquí —dijo ella.

—¿Hemos terminado el interrogatorio?

—Por ahora.

—¿Satisfecha?

—Mmm…, todavía no.

Atravesé la sala y me arrodillé delante de ella.

—¿Esto te parece bien?

—¿Que me traigas a un almacén lleno de espejos? —Se metió un mechón detrás de la oreja y se encogió de hombros en un gesto de lo más inocente—. Por sorprendente que parezca, sí.

Coloqué una mano en su nuca.

—Llevo pensando en esto todo el día. En el aspecto que tendrías aquí sentada.

Tenía una piel muy suave, y dejé que mis dedos se deslizaran por su garganta hasta la clavícula. Besé el lugar de su cuello donde el pulso era más evidente para poder notarlo en la lengua. Sara susurró mi nombre y abrió las piernas para dejar que me acercara más.

—Te quiero desnuda —le dije, y sin desperdiciar más tiempo, le bajé la parte delantera del vestido—. Te quiero desnuda y húmeda, suplicándome que te folle. —Me trasladé hasta un pecho y lo succioné antes de morderle el pezón a través del delicado tejido del sujetador—. Quiero que grites tanto que la gente de la parada de autobús que hay al otro lado de la calle se entere de cómo me llamo.

Sara ahogó una exclamación y llevó las manos hasta mi corbata para aflojarla y quitármela del cuello.

—Podría atarte con eso —dije—. Darte unos azotes. Lamerte tu sexo hasta que me supliques que pare. —Observé cómo se las apañaba con los botones de mi camisa y la expresión hambrienta que había en sus ojos mientras me la bajaba por los hombros.

—Y yo podría amordazarte —bromeó con una sonrisa.

—Promesas, promesas —susurré antes de meterme su labio inferior en la boca. Le besé la barbilla y le chupé el cuello.

Sara me acarició por encima de los pantalones y encerró mi polla, que ya estaba dura, en su mano.

Le desabroché el vestido y lo abrí, se lo saqué por los brazos y lo arrojé a un lado. El sujetador cayó encima poco después.

—Dime lo que quieres, Sara.

Ella vaciló y me observó con detenimiento antes de susurrar:

—Tócame.

—¿Dónde? —pregunté mientras deslizaba un dedo por su muslo—. ¿Aquí?

Tenía la piel blanca como la leche que contrastaba enormemente con el terciopelo rojo del canapé (una imagen mucho mejor que cualquiera de las que me había imaginado), y le mordisqueé el hueso de la cadera mientras deslizaba hacia un lado el diminuto trozo de tejido que le cubría la entrepierna. Hundí un dedo dentro de ella y cogí aire con fuerza al notar lo mojada que estaba ya. Bajo su atenta mirada, empecé a trazar círculos sobre su clítoris con el pulgar. Vi cómo temblaban los músculos de su abdomen, oí los ruiditos que emitía mientras acariciaba su piel húmeda.

Me puse en pie, me desabroché los pantalones y arrojé un condón al canapé antes de bajármelos. Sara no perdió el tiempo. Se sentó y rodeó mi erección con la mano antes de deslizar la lengua por el extremo. Observé sus labios cálidos y húmedos mientras chupaba la punta.

Levanté la vista y vi nuestro reflejo en la sala. Ella estaba agarrada a mis caderas y su precioso pelo color caramelo se enredaba en mis dedos mientras su cabeza se movía adelante y atrás sobre mí. Me obligué a no bajar la vista, porque sabía el aspecto que sus largas pestañas oscuras tendrían desde mi perspectiva, apoyadas contra sus mejillas sonrosadas.

O aún mejor: sus ojos oscuros abiertos mientras miraba hacia arriba.

Notaba dónde me apretaban todos y cada uno de sus dedos, sentía el suave roce de su cabello en mi abdomen, el calor de su boca y la vibración de sus alentadores gemidos. Era la hostia. Demasiado bueno.

—Todavía no —dije con un jadeo, y de alguna manera logré apartarme. Deslicé mis dedos por sus caderas. Resultaba de lo más tentador observarla mientras me hacía una mamada, correrme en su garganta, pero tenía otros planes—. Date la vuelta. Te quiero de rodillas.

Hizo lo que le pedí y me miró por encima del hombro mientras me situaba detrás de ella.

Eso estuvo a punto de acabar conmigo, y tuve que obligarme a pensar en hojas de cálculo (o incluso en los chistes malos de Will), mientras cogía el condón, desgarraba el paquete y me lo colocaba. Le sujeté la cadera con una mano y con la otra conduje mi erección hasta la entrada de su vagina, que acaricié con la punta durante un instante antes de empezar a presionar.

Sara dejó caer la cabeza hacia delante y perdí de vista su cara. Eso no podía ser.

Estiré el brazo, enterré los dedos en su cabello y tiré hacia atrás para levantarle la cabeza de nuevo.

Contuvo el aliento y abrió los ojos a causa de la sorpresa y la pasión.

—Ahí estás —dije mientras me retiraba un poco para volver a hundirme en ella—. Justo ahí. —Señalé con la cabeza los espejos que teníamos delante—. Quiero que te mires ahí, ¿vale?

Se lamió los labios y asintió lo mejor que pudo.

—¿Te gusta esto? —pregunté, agarrándola con más fuerza.

—S-sí… —consiguió decir.

Me moví más deprisa y la observé con algo parecido al asombro. Estaba claro que esa noche me estaba permitiendo llevar la batuta, hacer lo que deseaba. Empecé a devanarme los sesos en busca de algo que le gustara, de algo que encendiera tanto su deseo como se encendía el mío cuando estaba cerca de ella.

—¿Te das cuenta de que es mucho mejor así? —pregunté mientras seguía cada uno de nuestros movimientos en el espejo. Observé cómo entraba y salía de su estrecho cuerpo—. ¿Ves lo perfecto que es? —Empecé a rotar las caderas y aceleré las embestidas—. Mira allí. —Le incliné la cabeza hacia la derecha, hacia otro espejo que nos reflejaba de lado—. Joder. Mira cómo se mueven tus tetas mientras te follo. La curva de tu espalda. Tu precioso culo perfecto.

Le solté el pelo para agarrarla por los hombros a fin de equilibrarme. Le masajeé los músculos mientras acariciaba el arco de su columna con los pulgares. Tenía la piel resbaladiza por el sudor, y se le empezaba a pegar el cabello a la frente. Flexioné las rodillas para cambiar el ángulo y ella se arqueó bajo mis manos mientras su cuerpo se mecía contra el mío.

Sara se apoyó en los codos, enterró los dedos en el tejido del canapé y me pidió a gritos que se lo hiciera más fuerte. Le sujeté las caderas con las manos y la follé más fuerte, tirando de ella con rudeza en cada embestida.

—Max —gimió antes de apoyar la mejilla en el cojín. Parecía descontrolada, abrumada, ajena a todo lo que no fuera mi cuerpo entrando en el suyo.

Sentí calor en las piernas y la vibración de placer que ascendía por mi espalda. Empecé a sentir que la presión se acumulaba en mi vientre, así que me incliné hacia delante y le rodeé la cintura con las manos para cambiarla de posición. Sara echó una mano hacia atrás para sujetarme la cadera y hacer que la penetrara.

—Eso es —dije entre jadeos, cada vez más cerca. Noté cómo se tensaba a mi alrededor, y mis propias súplicas quedaron apagadas contra su hombro—. ¿Vas a llegar?

—Estoy a punto —dijo, antes de cerrar los párpados y morderse el labio inferior. Cuando bajé la mano para acariciarle el clítoris, descubrí que sus dedos ya estaban allí. El canapé emitió un crujido y temí que se rompiera—. Más rápido, Max.

Miré a nuestro alrededor y nos vi reflejados en los distintos espejos desde diferentes ángulos. Los dedos de ambos acariciaban su sexo mientras nos movíamos, y supe que jamás había visto nada parecido a aquello. Sabía que era un juego, pero, joder, no quería dejar de jugarlo nunca.

Volví a concentrarme en ella cuando empezó a repetir mi nombre una y otra vez. Echó la cabeza hacia atrás sobre mi hombro mientras se corría y me apretaba con sus músculos internos. Todo me parecía apasionado y eléctrico, y mi corazón latía con fuerza en el interior del pecho.

—No cierres los ojos, joder. No cierres los ojos. Estoy a punto de correrme. —Un momento después mi cuerpo se estremeció con el orgasmo y llenó el condón. Caí hacia delante y le apreté la cintura con los dedos mientras sentía el rápido torrente de sangre que recorría mis venas.

—Madre mía… —susurró Sara, que se volvió para mirarme con una sonrisilla.

—Y que lo digas. —Conseguí incorporarme y quitarme el condón para poder acomodarnos en el canapé. Sara estaba relajada, maleable, y sonrió con expresión soñolienta mientras se tendía de espaldas con un leve suspiro.

—No sé si voy a poder andar —dijo antes de alzar una mano para apartarse el cabello húmedo de la frente.

—De nada.

Me miró con aire sorprendido.

—Siempre tan presumido.

Sonreí y cerré los ojos mientras intentaba recuperar el aliento. Al menos volvía a sentir las piernas.

Guardamos silencio durante un rato. Se oían las bocinas de los coches en la calle, un helicóptero a lo lejos. La estancia ya se había oscurecido cuando noté que el canapé se movía y levanté la mirada. Sara se había levantado y había empezado a recoger su ropa.

—¿Qué planes tienes para el resto de la noche? —pregunté mientras me colocaba de lado para ver cómo se ponía el vestido.

—Me voy a casa.

—Tenemos que comer algo. —Estiré el brazo y deslicé la mano por la piel suave de su muslo—. Está claro que nos hemos esforzado por abrir el apetito.

Me apartó la mano con un gesto delicado y se arrodilló en el suelo para buscar el zapato que le faltaba. No recordaba habérselos quitado.

—Esto no funciona así.

Fruncí el ceño. Supuse que debería haberme sentido aliviado al saber que ella no iba a añadir un toque sentimental a aquel asunto, pero lo cierto era que Sara se había convertido en todo un misterio para mí. Era evidente que no tenía mucha experiencia, que era bastante ingenua. Sin embargo, había confiado en mí y había acudido a una cita bastante imprudente.

«¿Por qué?», me pregunté.

«Todo el mundo tiene su juego. ¿Cuál es el suyo?»

Se puso los zapatos, se incorporó y sacó un cepillo del bolso para arreglarse el pelo. Tenía los ojos brillantes y la cara algo más ruborizada de lo habitual, pero por lo demás tenía un aspecto de lo más presentable.

Tendría que esforzarme más la próxima vez.