5

El lunes por la mañana encontré a Chloe en su despacho, que de repente estaba abarrotado, mirando por la ventana. Los muebles y todas sus cajas habían llegado por fin, y el hecho de que no dejara de pasearse y de murmurar me indicaba que la abrumaba la idea de empezar a desempaquetar.

Me había pasado la mayor parte del fin de semana entre horrorizada y emocionada por lo que había hecho en la fiesta de recaudación de fondos, así que había ido a trabajar para dejar de darle vueltas al asunto y de examinar con detalle lo que mis acciones decían de mí. El sábado me había quedado en la oficina hasta medianoche y, por desgracia, había terminado con todos los contratos y facturas que tenía para esa semana. Aparte de unas cuantas llamadas telefónicas, no tenía nada que hacer, y una Sara ociosa esos días no era nada bueno.

—¿Necesitas ayuda?

Chloe soltó una carcajada y se dejó caer en el sofá.

—No sé ni por dónde empezar. Acabamos de desempaquetar las cosas de nuestro apartamento. Además, me da la impresión de que hace nada que empaqueté estas cosas.

—Empieza por la estantería. Yo nunca me siento organizada hasta que veo todos los libros bien colocados.

Chloe se encogió de hombros, se deslizó del sofá al suelo y se arrastró hacia unas cajas apiladas contra la pared.

—¿Te divertiste en el MoMA?

Abrí una caja de suministros y saqué un cúter.

—Desde luego.

Sentí su mirada clavada en un lado de mi cara. Podría haberme explicado, pero mi mente se quedó completamente en blanco cuando pensé en qué podía contarle. ¿Qué más había pasado? Llegamos. Tomamos unos aperitivos. Max y yo bailamos, y luego le pedí que hiciera fotos mientras me embestía sobre una mesa.

Para cuando recordé el resto (la cena que nos habíamos perdido, la subasta a la que él debía asistir, el precioso jardín por el que me había escapado después de nuestro… encuentro), había pasado demasiado tiempo para añadir algo a mi respuesta de dos palabras.

—Bien —dijo ella con un tono irónico imposible de pasar por alto—. Me alegra que decidieras asistir. Según parece, Max y Will celebran esa fiesta todos los años y recaudan un montón de dinero para obras de caridad. Me parece maravilloso.

—Maravilloso —convine en un susurro mientras recordaba a Max vestido con el esmoquin.

Madre del amor hermoso, ese hombre había nacido para llevar traje de etiqueta. Aunque también estaba impresionante medio desnudo.

Miré por la ventana mientras recordaba el calor de su aliento en mi cuello.

No voy a retirarme —dijo en un gruñido mientras extendía una de sus enormes manos sobre mi pecho—. Lo único que deseo es empujar más, y más y más.

Mis pechos no eran pequeños, pero el tamaño de su mano hizo que me sintiera diminuta, como si pudiera cogerme y partirme en dos. Pero en lugar de sentir miedo, separé más las piernas para proporcionarle un mejor acceso.

Más fuerte.

Max se apartó para mirarme.

¿Quieres que te pellizque el pezón más fuerte o que te folle más fuerte?

Las dos cosas —admití. Un instante después, volvió a enterrar la cara en mi cuello y me mordió.

Me estremecí un poco al recordar las fotos que me había hecho. Intenté no imaginarlo mirándolas. Quizá incluso tocándose mientras lo hacía…

Chloe se aclaró la garganta y sacó unas cuantas revistas de la caja. Parpadeé con fuerza y contemplé los periódicos que tenía delante. Por Dios, ¿de dónde habían salido?

—Te vi hablando con Max —me dijo—. Bailasteis por lo menos tres canciones. ¿Lo conociste esa noche?

¿Acaso leía los pensamientos?

«¡Por Dios bendito, Chloe!»

Contesté sin levantar la vista.

—Sí, nos vimos en el… —Sacudí la mano en el aire— en la fiesta del viernes.

—Está como un tren —dijo.

Estaba indagando, de todas todas.

Sentí su mirada clavada en mí. Chloe era la persona menos sutil del mundo. Dejaba caer las insinuaciones como si fueran bombas.

—¿No te parece que está como un tren?

Al final la miré y puse los ojos en blanco.

—Deja ya el tema. No pienso ponerme a babear por Max Stella delante de ti. Parece majo, eso es todo.

Chloe se echó a reír y colocó unos cuantos libros en la estantería.

—Está bien. Solo quería asegurarme de que no has caído bajo su hechizo. Parece un tío genial, pero sí, sin duda es un mujeriego. Aunque al menos este lo reconoce, y eso ya es algo.

Me observó durante un largo minuto mientras yo me esforzaba por no reaccionar ante ese comentario. Era una estocada que Andy merecía, y la clase de comentario del que nos habríamos reído cuando pasaran un par de años, con un «lo sé, ¿vale?».

Sin embargo, en ese momento sus palabras se disolvieron en un silencio incómodo.

—Lo siento —murmuró—. Ha sido un comentario de lo más inoportuno. ¿Sabías que Max y Bennett fueron juntos a la facultad?

—Sí, me dijo algo al respecto. No sabía que Bennett había estudiado en Inglaterra.

Mi amiga asintió con la cabeza.

—En Cambridge. Max fue su compañero de piso desde el primer día. No me ha contado muchas historias, pero las que me ha contado… —Se quedó callada y sacudió la cabeza mientras volvía a concentrarse en los libros que tenía delante.

Se suponía que no debían interesarme nada esas cosas, así que me miré el pulgar y descubrí que me había cortado con el papel.

«Espabila, Sara; ¿tan obsesionada estás con Max que ya no sientes el dolor? Qué patético».

¿Qué aspecto tenía alguien a quien no le interesaban en absoluto las historias de las que Chloe se había enterado? Porque era obvio que si Bennett no le había contado «muchas», sí que le había contado «alguna».

¿No?

Coloqué por orden alfabético un enorme montón de periódicos y fingí estar absorta en mi tarea. Al final, la pregunta estaba a punto de ahogarme, así que cedí.

—Vale, ¿y qué tipo de cosas hacían juntos?

—Cosas de tíos, ya sabes —dijo ella, distraída—. Jugaban al rugby. Fabricaban su propia cerveza y celebraban fiestas. Iban en tren hasta París y un montón de escapadas similares.

Me entraron ganas de estrangularla.

—¿Escapadas?

Chloe levantó la vista, como si recordara algo de pronto, pero sus ojos tenían un brillo malicioso.

—Oye, eso me recuerda una cosa. Hablando de escapadas…

Se me cayó el alma a los pies.

—El viernes por la noche desapareciste… ¡durante casi una hora! ¿Adónde fuiste?

Noté cómo me ruborizaba y me aclaré la garganta mientras arrugaba la frente, como si me costara trabajo recordarlo.

—Ah, me sentía un poco mareada y…, bueno…, salí a dar un paseo.

—Mierda —susurró—. Esperaba que te hubieras encontrado con un macizorro y hubieras echado un polvo encima de una mesa.

Me entró la tos. De repente se me había quedado la garganta tan seca que no podía parar de toser.

Chloe se puso en pie, fue a buscarme un vaso de agua a la nevera de la zona de recepción y regresó con una sonrisa perspicaz.

—Te has delatado. Siempre empiezas a toser cuando te entra el pánico.

—Estoy bien.

—Mentira. Mentira cochina. Cuéntamelo.

Me negué en redondo a mirarla. Había algo en los ojos castaños de Chloe y en su sonrisa paciente que siempre lograba que se lo contara todo.

—No hay nada que contar.

—Sara, desapareciste y regresaste una hora después, y parecías… —Se metió un largo mechón de pelo castaño detrás de la oreja y esbozó una sonrisa perversa—. Ya sabes lo que parecías. Recién follada.

Abrí una caja con el cúter y saqué un montón de revistas de diseño antes de entregárselas.

—Y es una locura demasiado grande para explicarla.

—¿Me tomas el pelo? Estás hablando con una mujer que se lo hizo con su jefe en la escalera del piso dieciocho.

Levanté la cabeza de pronto y me eché a reír. Bebí un poco más de agua para mantener la tos a raya.

—Madre mía, Chloe. No conocía ese detalle en particular. —Lo pensé un rato más—. Dios, menos mal que yo nunca usaba las escaleras. Qué horror. Habría sido de lo más incómodo.

—Fuimos unos idiotas. No puede haber una locura mayor que esa. —Se encogió de hombros y me miró con expresión neutra—. ¿O sí? Cuéntamelo.

—Vale —dije al tiempo que apoyaba la espalda en el sofá—. ¿Te acuerdas del tío que conocí en la barra la semana pasada? ¿El tío bueno?

—¿Sí?

—Pues estaba allí el viernes.

Me miró con los ojos entrecerrados, y pude intuir cómo se movían los engranajes de su cerebro.

—¿En la fiesta de recaudación de fondos?

—Sí. Me encontró al salir del baño —mentí, y miré por la ventana para que ella no lo viera en mis ojos—. Nos enrollamos. Supongo que por eso parecía…

—¿Cuando dices que os enrollasteis te refieres a que…?

—Sí. En un salón de baile vacío. —Levanté la vista para mirarla a los ojos—. Encima de una mesa.

Dejó escapar un grito de alegría y dio una palmada.

—Anda, mira la cosita salvaje…

Aunque él lo decía de una manera muy diferente, el comentario se parecía tanto a los de Max que por un momento me quedé sin habla. Resultaba desconcertante desear tanto a un hombre, preguntarse qué estaba haciendo y si en ese momento estaría mirando las fotos que me hizo tumbada debajo de él.

—En serio, Sara, sabía que esa faceta formaba parte de ti —añadió.

—La cosa es que en realidad no quiero otra relación. Y aunque la quisiera, me da la impresión de que él no es de ese tipo de hombres.

Me callé antes de revelar demasiado. Si hacía alusión a la reputación de Max en Página Seis, Chloe sabría quién era sin lugar a dudas.

Mi amiga no dejó de tararear mientras me escuchaba y ojeaba un montón de periódicos.

—Pero por lo menos es un tío divertido, Chloe. Y ya sabes cómo eran las cosas con Andy.

Ella dejó de clasificar, pero jugueteó con la esquina de una página.

—Esa es la cuestión, Sara. En realidad, no lo sé. Lo que quiero decir es que en los tres años que hace que nos conocemos, solo cené con vosotros unas cinco veces. Sé más sobre él por los periódicos que por lo que me has contado. ¡Casi nunca hablabas de él! Al final tuve la sensación de que utilizaba la reputación de tu familia para parecer bien conectado y… una persona íntegra.

El peso de la vergüenza y la culpabilidad era una losa en mi pecho.

—Lo sé —dije, y respiré hondo antes de soltar el aire muy despacio. Una cosa era imaginarme cómo me veía la gente y otra muy distinta oírselo decir—. Siempre pensé que si le contaba algo de él a alguien, sería malinterpretado y destruiría de algún modo su imagen pública. Además, no éramos como Bennett y tú. Cuando te conocí, él y yo ya no lo pasábamos muy bien juntos. Andy era un hipócrita y un imbécil de primera, pero tardé mucho tiempo en darme cuenta. Lo que ocurrió el viernes fue solo diversión.

Chloe levantó la vista.

—Oye, no pasa nada. Sabía que era algo de eso. —Se volvió hacia otra caja—. Es un alivio que ese tío no sea como Andy.

—Sí.

—Y eso quiere decir que está loco por ti.

—Físicamente, al menos; y por ahora, con eso me basta.

—Entonces, ¿cuál es el problema? Parece la situación perfecta.

—Es un tipo bastante… intenso. Y no confío mucho en él.

Chloe dejó los libros que tenía en la mano y se dio la vuelta para mirarme.

—Sara, esto te va a parecer muy raro, pero tú escúchame, ¿vale?

—Claro.

—Cuando Bennett y yo empezamos… siempre que hacíamos algo, lo que fuera, me juraba que esa vez sería la última. Pero lo cierto es que sabía que continuaría ocurriendo y que la cosa seguiría su propio curso. Por suerte para nosotros, creo que nunca dejaremos de sentir lo que sentíamos esas primeras veces. Aun así, no confiaba en él. En realidad, ni siquiera me caía bien. Por encima de todo, era mi jefe. Por Dios, era de lo más inapropiado. —Se echó a reír, y al seguir su mirada hasta el escritorio, vi que lo primero y lo único que había desempaquetado era una fotografía de ellos dos en la casa de Francia donde le había pedido matrimonio—. No obstante, creo que si me hubiera permitido disfrutarlo un poquito más, no me habría consumido tanto.

Empezaba a saber exactamente lo que quería decir con «consumido». Y también sabía que estaba luchando contra Max de forma deliberada, contra la «idea» de Max. Sin embargo, mis motivos eran diferentes. No era un problema de relación empleada-jefe, ni otro tipo de lucha de poder. Se trataba del sencillo hecho de que no quería pertenecerle a nadie más; quería ser mi propia dueña durante un tiempo. Y aunque lo que tenía con Max era una locura y muy distinto a todo lo que había sentido antes, yo también era diferente, y me gustaba. Muchísimo.

—Me gusta mucho —admití con cautela—. Pero me da la impresión de que no es de los que se echan novia. De hecho, sé que no lo es. Y te aseguro que en estos momentos lo último que me apetece a mí es tener novio.

—Vale, entonces solo sois follamigos que quedan de vez en cuando.

Me eché a reír y me cubrí la cara con las manos.

—En serio…, ¿de quién es esta vida?

Chloe me miró como si quisiera darme una palmadita en la cabeza.

—Es tu vida, Sara.

Cuando regresé a mi oficina, George estaba leyendo un periódico con los pies encima de mi escritorio.

—¿Trabajando a marchas forzadas? —bromeé mientras me sentaba en una esquina del escritorio.

—Estoy en mi descanso para comer. Y ha llegado un paquete para ti, cielo.

—¿Lo encontraste en la sala de correo?

Negó con la cabeza y levantó el paquete de su regazo antes de moverlo delante de mí.

—Lo han entregado en mano. Un mensajero muy mono, debo admitir. Tuve que firmar y prometer que no lo abriría.

Se lo arrebaté de las manos y señalé la puerta con la barbilla, ordenándole sin palabras que se largara.

—¿Ni siquiera piensas decirme lo que es?

—No tengo visión de rayos X, y no vas a estar aquí cuando lo abra. Largo.

Con un quejido de protesta, apartó los pies del escritorio y cerró la puerta al salir.

Contemplé el paquete durante varios minutos, y al palpar el sobre acolchado, me di cuenta de que tenía forma rectangular. ¿Un marco? Me dio un vuelco el corazón.

Dentro del sobre había un paquete envuelto y una nota que decía:

Pétalo,

Abre esto con discreción. Es mi favorita.

TU DESCONOCIDO

Tragué saliva. Me sentía como si estuviera a punto de liberar algo que se volvería incontrolable. Alcé la vista para asegurarme de que la puerta estaba bien cerrada y lo desenvolví. Me temblaron las manos al darme cuenta de que era un marco. Era de madera, con un corte sencillo, y solo contenía una foto: una imagen de mi abdomen y de la curva de la cintura. Se veía la mesa negra que había debajo. También se veían los dedos de Max en la parte de abajo, como si presionara mis caderas para mantenerme pegada a la mesa. Un tenue rayo de luz se extendía sobre mi piel, un recordatorio de la puerta abierta que había cerca, de la persona que merodeaba por la estancia al otro lado del biombo.

Debía de haber hecho la foto mientras me penetraba.

Cerré los ojos para recordar lo que había sentido al correrme. Me sentí como si fuera un cable pelado conectado a un enchufe, como si me atravesara toda la corriente eléctrica necesaria para iluminar el salón de baile. Max había utilizado los dedos para dejar al descubierto mi clítoris y acariciarme. En ese instante, la intensidad de la sensación hizo que deseara cerrar las piernas, pero él gruñó y las mantuvo separadas con las embestidas de sus caderas.

Metí el marco en el sobre y lo guardé todo en el bolso. El deseo se extendió como una enredadera sobre mi piel, y ni siquiera podía encender el aire acondicionado o abrir una ventana a esa altura en el edificio.

«¿Cómo lo supo Max?»

Sentí el peso sobre mí, lo mucho que había deseado que se tratara de una foto de los dos, lo mucho que había deseado que me vieran. Él lo entendía, quizá mejor que yo misma.

Me acerqué torpemente hasta mi escritorio, me senté e intenté evaluar la situación. Sin embargo, justo delante de mí estaba el New York Post de ese día, abierto por la Página Seis.

Allí, en mitad de la página, había un artículo titulado: «Max Stella, el dios del sexo, asiste solo».

Nuestro playboy inversor y millonario probó algo nuevo el sábado por la noche en el MoMA.

No, no fue contemplar el arte, y desde luego no fue recaudar dinero (seamos sinceros: este hombre ya recauda más dinero que todas las máquinas tragaperras de Las Vegas). El sábado por la noche, en su fiesta anual de recaudación de fondos en beneficio de la fundación Alex’s Lemonade Stand, Max Stella acudió… solo.

Cuando le preguntaron dónde estaba su acompañante, se limitó a responder: «Espero que ya esté dentro».

Por desgracia para nosotros, los fotógrafos tenían prohibido el acceso al interior.

La próxima vez te atraparemos, Mad Max.

Miré fijamente el periódico. Sabía que George lo había dejado allí para que lo viera y que lo más probable era que aquellos momentos se estuviera partiendo de risa.

Me temblaban las manos mientras lo doblaba y lo guardaba en el cajón. ¿Por qué no se me había ocurrido que podría haber un fotógrafo en la fiesta? Había sido un milagro que no hubiese ninguno. Y aunque sin duda Max lo sabía, yo no, y ni siquiera se me había ocurrido preocuparme.

—Mierda —susurré.

De repente, supe con total claridad que si no conseguía un poco de control, lo que había entre nosotros se acabaría de inmediato. Sentirse aliviada a posteriori era algo muy peligroso, y ya había esquivado tres balas en mi primera semana.

Pulsé la barra espaciadora de mi portátil para sacarlo del modo de suspensión y busqué en Google la localización de Stella & Sumner.

No pude contener la sonrisa.

—Por supuesto.

Estaba en el número treinta de la Rockefeller Plaza.

Stella & Sumner ocupaba casi la mitad de la planta setenta y dos del GE Building, uno de los edificios más emblemáticos de la ciudad. Lo reconocí incluso a varias manzanas de distancia.

Sin embargo, resultaba sorprendente que un capitalista de riesgo tan famoso necesitara tan poco espacio. No obstante, también era cierto que se necesitaba muy poco para dirigir una compañía que, en esencia, no hacía más que recaudar e invertir dinero: Max, Will, algunos ejecutivos principiantes y unos cuantos cerebritos de las matemáticas.

Me latía el corazón tan rápido que tuve que respirar hondo al menos diez veces y entrar en un baño que había justo a las puertas de las oficinas para recomponerme.

Comprobé todos los retretes para asegurarme de que estaban vacíos y luego me miré a los ojos en el espejo.

—Si vas a hacer esto con él, recuerda tres cosas, Sara. Uno, él quiere lo mismo que tú. Dos, no tengas miedo de pedir lo que quieres. Y tres… —Me enderecé y respiré hondo una vez más—, sé joven. Pásalo bien. Olvídate de todo lo demás.

Volví al pasillo, y las puertas de cristal que daban acceso a Stella & Sumner se abrieron de manera automática cuando me acerqué. Una recepcionista entrada en años me saludó con sonrisa auténtica.

—He venido a ver a Max Stella —dije antes de devolverle el gesto. Su sonrisa me resultaba familiar, y también su frente. Eché un vistazo a la placa con su nombre y leí: Brigid Stella.

Madre mía, ¿tenía a su madre como recepcionista?

—¿Ha concertado una cita, encanto?

Tenía el mismo acento que Max. Volví a concentrar mi atención en su rostro.

—En realidad, no. Esperaba que pudiera concederme un minuto.

—¿Cómo se llama?

—Sara Dillon.

La mujer sonrió (aunque no fue una sonrisa irónica, gracias a Dios), echó un vistazo a su ordenador y luego asintió para sí misma antes de coger el teléfono.

—Tengo aquí a Sara Dillon, que quiere hablar contigo. —Escuchó durante apenas tres segundos y luego dijo—: De acuerdo.

Colgó el teléfono y asintió con la cabeza.

—Siga el pasillo y luego gire a la derecha. Su despacho está al final.

Le di las gracias y seguí sus indicaciones. Cuando me aproximé, vi que Max estaba junto a su puerta, apoyado contra el marco y con una sonrisa tan engreída que me detuve a unos diez pasos de distancia.

—Compórtate —susurré.

Estalló en carcajadas antes de darse la vuelta y entrar en su despacho.

Lo seguí y cerré la puerta después de entrar.

—No he venido aquí por lo que tú crees. —Hice una pausa para reflexionar—. Bueno, vale, quizá haya venido por lo que tú crees, pero no solo por eso. Lo que quiero decir es que no pienso hacerlo aquí, ¡con tu madre ahí fuera! Dios mío…, ¿quién contrata a su madre como recepcionista?

Aún no había dejado de reírse, y el maldito hoyuelo de su mejilla seguía allí. Además, parecía reírse con más ganas con cada una de mis palabras. Maldito fuera. Era el granuja más encantador, divertido e irritante del mundo.

—¡Deja de reírte de una vez! —grité, y me tapé la boca de inmediato, porque mis palabras resonaron en las paredes que nos rodeaban.

Max se esforzó por serenar su expresión, se acercó y me dio un beso tan dulce que por un segundo olvidé por qué estaba allí.

—Sara —dijo con voz calma—. Estás preciosa.

—Siempre me dices eso —comenté.

Cerré los ojos y sentí que mis hombros se relajaban. No conseguía recordar ni una sola vez en los últimos tres años en los que Andy me hubiera hecho un cumplido que no estuviese relacionado con el vino que elegía para la cena.

—Porque soy muy sincero. Pero ¿qué llevas puesto?

Abrí los ojos y contemplé mi blusa blanca, mi falda plegada azul marino y el ancho cinturón rojo. Max miraba fijamente mi pecho, y sentí que se me endurecían los pezones ante semejante escrutinio.

Él sonrió. Se había dado cuenta.

—Llevo… ropa de trabajo.

—Pareces una colegiala guarrilla.

—Tengo veintisiete años —le recordé—. No eres un pervertido por mirarme las tetas.

—Veintisiete años —repitió, sonriente. Se comportaba como si toda la información que le daba fuera una perla más que añadir a un collar—. ¿Cuántos días son?

Lo miré con los ojos entrecerrados.

—¿Qué? Son… —Levanté la vista durante unos segundos—. Unos nueve mil ochocientos cincuenta. Algo más, ya que mi cumpleaños es en agosto. Alrededor de diez mil.

Max soltó un gemido y se llevó la mano al pecho en un gesto dramático.

—Joder. Eres la reina de los números, y además una preciosidad. Estoy indefenso ante tus encantos.

No pude contener una sonrisa. Nunca había sido grosero ni agresivo conmigo, y me había provocado más orgasmos en una semana y media que ningún otro hombre en…

«Uf, Sara. Qué deprimente. Pasa del tema».

Me miró de arriba abajo una vez más antes de hablar.

—Bueno, estoy impaciente por saber a qué debo el placer de tu visita. Pero deja que responda tu última pregunta. Sí, mi madre es la recepcionista, y puede que parezca algo zafio, pero te desafío a que intentes sacarla de ese mostrador. Te aseguro que saldrás de aquí con una oreja menos.

Dio un paso adelante, y de repente me pareció que se encontraba muy cerca. Demasiado cerca. Pude ver las finísimas líneas de su traje, la sombra de la barba en su barbilla.

—He venido a hablar contigo —empecé. Seguro que mi voz había sonado insignificante, y necesitaba reunir un poco de coraje para decir lo que deseaba decirle.

No quería ser como había sido con Andy al principio: una persona que se dejaba intimidar con facilidad. Después de seis años comprendí que el problema era que nunca me había importado nada lo suficiente para pelear por ello.

Max sonrió.

—Me lo figuraba. ¿Quieres sentarte?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—¿Quieres beber algo?

Se acercó a la pequeña barra que había en el rincón y me mostró una botella de cristal llena de un líquido ambarino. Asentí sin pensarlo dos veces y Max sirvió dos vasos.

—Hoy solo dos dedos, Pétalo —dijo mientras me entregaba el vaso.

Me eché a reír.

—Gracias. Lo siento mucho. Es que toda esta situación… me supera.

Él enarcó una ceja, pero pareció pensarse mejor lo de hacer más insinuaciones.

—Lo mismo digo.

—Me siento en desventaja contigo —empecé.

Soltó una risotada, pero no desagradable.

—Ya veo.

—Mira, antes de lo que ocurrió en la discoteca llevaba con el mismo tío desde los veintiuno.

Max dio un sorbo de su vaso y luego contempló el cristal mientras me escuchaba. Pensé hasta dónde iba a contarle sobre Andy y sobre mí, sobre nuestra relación.

—Andy era mayor. Más asentado, más resuelto. Nos iba bien —dije—. Siempre nos iba «bien». Creo que hay un montón de relaciones que acaban así, más o menos… bien. Fácil. Lo que sea. No era mi mejor amigo; en realidad, ni siquiera era mi amante. Vivíamos juntos. Teníamos nuestra rutina.

«Yo era fiel; y él se cepillaba a todas las mujeres de Chicago».

—¿Y qué ocurrió? ¿Cuál fue el desencadenante?

Me quedé callada un momento, mirándolo. ¿Acaso le había mencionado esa palabra a Max? Lo pensé y me di cuenta de que no lo había hecho. La había utilizado para describir mi vida cuando me marché, pero jamás se la había mencionado a él. Se me erizó la piel de los brazos. Por mi cabeza pasaron un millón de respuestas, pero la que le di fue:

—Me cansé de ser tan vieja siendo tan joven.

—¿Eso es todo? ¿Eso es lo que querías decirme? Eres todo un rompecabezas, Sara.

—Para lo que tenemos juntos —dije, alzando la cabeza para mirarlo—, no necesitas saber más que dejé un montón de infelicidad en Chicago y que no tengo intención de mantener una relación con nadie.

—Pero me encontraste en la discoteca y… —dijo.

—Si no recuerdo mal —dije mientras deslizaba el dedo índice por su camisa—, fuiste tú quien me encontraste a mí.

—Cierto —dijo con una sonrisa, pero por primera vez vi que sus ojos no sonreían primero. Ni después—. Y aquí estamos.

—Aquí estamos —convine—. Creí que había sido un único momento de locura. —Miré por la ventana y contemplé las algodonosas nubes blancas, con un aspecto tan sólido que me pareció que podría saltar desde allí, montarme en una y viajar a algún sitio, al que fuera, donde me sintiera segura de lo que iba a decir—. Pero te he visto unas cuantas veces desde entonces y… me gustas. Lo único que quiero es que las cosas no se desmadren.

—Te entiendo perfectamente.

¿En serio? Imposible. Pero lo cierto era que daba igual que lo entendiera. Daba igual que entendiera que lo más importante, más incluso que la necesidad de que no se desmadrara, era que mi vida no fuera tan segura como en Chicago. La seguridad era una pesadilla. La seguridad era una mentira.

—¿Una noche a la semana? —pregunté—. Seré toda tuya una noche a la semana.

Me miró con su típica expresión tranquila y pensativa, y me di cuenta de que siempre que le había visto esa expresión con anterioridad, él me había mostrado todas sus cartas. Su sonrisa era absolutamente sincera. Pero ese gesto era su máscara.

Se me encogió el estómago.

—Siempre que quieras volver a verme, claro.

—Desde luego que sí —me aseguró—. Lo que no tengo claro es lo que quieres decir.

Me puse en pie y me acerqué a la ventana.

—Tengo la impresión —dije cuando noté que se situaba detrás de mí—, de que la única manera de poder controlar la situación ahora mismo es establecer unos límites claros. Fuera de esos límites, he venido a esta ciudad a trabajar, a construirme una vida. Pero dentro de ellos… —Me quedé callada y cerré los ojos para asimilar esa idea. La idea de las manos de Max, de su boca, de su torso esculpido y de su larga erección deslizándose dentro de mí una y otra vez—. Podemos hacer cualquier cosa. Cuando esté contigo, no quiero preocuparme de nada más.

Se colocó a mi lado para que pudiera volver la cabeza y mirarlo a los ojos. Sonrió. La máscara había desaparecido, el sol de media tarde iluminó la sala, y sus ojos parecían fuego verde.

—Me ofreces solo tu cuerpo.

—Sí. —Fui la primera en apartar la vista.

—¿Y solo me das una noche a la semana?

Compuse una mueca.

—Sí.

—Entonces quieres… ¿Qué? ¿Una especie de aventura monógama?

Me eché a reír.

—La verdad es que no me hace gracia la idea de que vayas de flor en flor por la ciudad. De modo que… sí, eso forma parte del trato. Si es que lo aceptas.

Se rascó la mandíbula sin responder a la pregunta implícita.

—¿Qué noche? ¿La misma noche siempre?

No había pensado mucho en esa parte, pero improvisé y asentí.

—Los viernes.

—Si no puedo ver a otras mujeres, ¿qué ocurrirá si tengo una reunión de trabajo, o incluso un evento el jueves o el sábado que requiera una acompañante?

Sentí la presión de la ansiedad en el pecho.

—No. Nada de apariciones públicas. Supongo que puedes llevarte a tu madre.

—No pides mucho… —La sonrisa que siguió a sus palabras se agrandó poco a poco, como a fuego lento—. Todo esto me parece muy organizado. No ha sido nuestro modus operandi hasta la fecha, Pétalo.

—Lo sé —admití—. Pero es la única forma de que no se convierta en una locura. No quiero salir en los periódicos.

Frunció el ceño.

—¿Y se puede saber por qué?

Negué con la cabeza al darme cuenta de que había revelado demasiado.

—No quiero, y ya está —murmuré.

—¿Tengo algo que decir en esto? —preguntó—. ¿Qué hacemos entonces? ¿Nos encontramos en tu apartamento y follamos toda la noche?

Volví a deslizar el índice por su pecho, aunque esta vez bajé más, hasta la hebilla del cinturón. Ahora llegaba la parte que esperaba que él aceptara y que más me asustaba. Después de lo de la discoteca, el restaurante y la fiesta de recaudación de fondos, empezaba a sentirme como una adicta a la adrenalina. Tampoco quería renunciar a eso.

—Creo que hasta ahora nos ha ido bien. No quiero quedar en mi apartamento. Ni tampoco en el tuyo, ya que estamos. Envíame un mensaje de texto para decirme dónde quieres que nos veamos y la ropa que quieres que lleve puesta, en términos generales, claro. El resto me da igual.

Me puse de puntillas y lo besé. Empecé medio en broma, pero el beso se volvió tan intenso que me entraron ganas de retirar todo lo que había dicho y entregarme a él todas las noches de la semana. Sin embargo, Max se apartó primero, jadeante.

—Puedo evitar a los fotógrafos, pero me he obsesionado con la idea de hacerte fotos. Es mi única condición. Nada de caras, pero las fotos están permitidas.

Sentí un escalofrío en la espalda y lo miré. La idea de tener pruebas de sus caricias sobre mi piel, imaginarlo excitándose con las fotografías, hizo que un intenso rubor se extendiera desde mi pecho hasta las mejillas. Max lo notó, sonrió y me acarició la mandíbula con los dedos.

—Las borrarás cuando esto acabe —le dije.

Asintió de inmediato.

—Por supuesto.

—En ese caso, te veo el viernes.

Metí la mano en el bolsillo interior de su chaqueta, aprovechando el momento para deslizar la palma por las líneas duras de su pecho, y saqué su móvil. Marqué mi número, y mi teléfono sonó en el bolso. Noté su sonrisa divertida sin necesidad de mirarlo a la cara. Volví a guardarle el móvil en el bolsillo, me di la vuelta y me marché, porque sabía que si volvía la cabeza para mirarlo, me quedaría.

Me despedí de su madre con un gesto de la mano y me subí al ascensor para regresar al vestíbulo sin dejar de pensar en la cámara de su teléfono móvil.

Cuando estaba a dos manzanas de distancia de su edificio, mi teléfono sonó dentro del bolso.

Reúnete conmigo el viernes en el cruce de la Once con Kent, en Brooklyn. A las 18.00. Ve en taxi y no salgas de él hasta que yo te abra la puerta. Puedes venir directamente desde el trabajo.