Un desconocido me grabó en vídeo bailando.
Y luego descubrió dónde trabajaba (porque al parecer es amigo de mi jefe), y le pedí que me enseñara el vídeo.
A continuación le obligué a meter las manos en mis bragas (otra vez, aunque en esta ocasión en el interior de mi nuevo despacho) y nos demostré a ambos lo cachonda que me ponía imaginarlo masturbándose mientras veía mi vídeo.
—Ay, Dios.
—Es la décima vez que dices eso en los últimos quince minutos, Sara. Desembucha de una vez. —Mi ayudante, George, se apoyó en el marco de la puerta—. A menos que sea algo tan escandaloso que tenga que entrar y cerrar la puerta.
—No es nada, solo… —Enderecé los bolígrafos del bote que había sobre mi escritorio y luego ajusté algunos papeles—. Nada.
Él esbozó una sonrisa incrédula.
—Mientes fatal.
—De verdad. Es un enorme, gigantesco y lamentable «nada».
George entró en mi oficina y se derrumbó en la silla que había frente a mi escritorio.
—¿Y ese «nada» ocurrió cuando saliste de fiesta con Chloe el sábado?
—Puede ser.
—¿Y es un «nada» relacionado con algún hombre?
—Es posible.
—¿Y ese «nada masculino» era el Max Stella que acaba de salir de tu oficina?
—¿Qué? ¡No! —mentí sin parpadear. Tendría que felicitarme más tarde por ese inesperado logro. George no se había equivocado la primera vez: mentía fatal. Sin embargo, parecía que la vergüenza que sentía por la «situación de sexo en público contra la pared» bastaba para hacer aflorar habilidades desconocidas—. ¿Y tú cómo sabes quién es Max Stella?
George llevaba un cuidadoso registro de los tíos buenos locales, pero dado que solo había llegado una semana antes que yo (un neoyorquino de tan solo treinta días), me parecía que ni siquiera él podía ser tan rápido.
—Deja que te pregunte una cosa —empezó—, ¿qué fue lo primero que hiciste cuando llegaste y te instalaste en tu apartamento?
—Busqué los sitios más cercanos donde vendían vino y magdalenas —dije—. Obviamente.
Se echó a reír.
—Obviamente. Pero como mi objetivo no es convertirme en un solterón viejo y regordete, lo primero que hago es investigar el terreno. ¿Cuáles son los sitios más divertidos para comer, bailar o salir de fiesta?
—Para conocer a todos los hombres —añadí.
Lo reconoció con un guiño.
—A todos los hombres. Averiguo todo lo que puedo, y al hacerlo, también descubro quién es quién en la ciudad. —Se inclinó hacia delante y me dedicó una sonrisa radiante—. En esta ciudad, Max Stella es un «quién».
—¿Un «quién»? ¿En serio?
Soltó una carcajada.
—Es un Página Seis, cielo. Importado de la ciudad de Londres hace unos años. Un cerebro brillante condecorado al valor que siempre anda tirándose a alguna celebridad o a alguna princesa heredera. Un caramelito con sabor diferente cada semana. La, la, la.
Genial. Había conseguido elegir el mismo tipo de tío público y mujeriego al que pertenecía mi ex novio. Pero aquí Max no era solo un mujeriego famoso, también era un capitalista de riesgo de primer nivel con quien sin duda me cruzaría una y otra vez por cuestiones de trabajo. Y tenía un vídeo en el que yo aparecía bailando como una stripper mientras imaginaba su cabeza entre mis piernas.
Gemí de nuevo.
—Ay, Dios.
—Cálmate. Parece que estés a punto de desmayarte. ¿Has comido algo?
—No.
—Mira. Vas muy adelantada. Solo tenemos cuatro contratos que necesiten algo de dedicación, y si lo que Henry me ha contado sobre ti es cierto, estoy seguro de que ya los has repasado cien veces. Chloe no ha recibido los muebles de su oficina, su ayudante ni siquiera ha llegado a Nueva York todavía, y Bennett solo ha reprendido a tres personas hoy. Es obvio que no hay nada apremiante que requiera tu atención. Tienes tiempo de sobra para tomarte un descanso y comer algo.
Respiré hondo y le sonreí, agradecida.
—Henry te ha enseñado bien.
George había sido contratado como ayudante de Henry Ryan en Ryan Media cuando yo terminé el doctorado en administración y empecé a trabajar en una gran firma comercial. Cuando Bennett me llamó para ofrecerme el puesto de directora financiera en la nueva sucursal, Henry me envió un correo electrónico para decirme que si decidía incorporarme a la oficina de Nueva York, se aseguraría de que Bennett me asignara a George, que se moría de ganas de trasladarse.
George me devolvió la sonrisa y se tocó la frente con la mano en una especie de dulce saludo militar.
—Henry me dijo que era imposible reemplazarte, y que ni siquiera lo intentara. Tengo algo que demostrar.
—Eres increíble.
—Lo sé, encanto —dijo—. Y considero mi deber como ayudante asegurarme de que sabes dónde divertirte. Ya sea con vino, con magdalenas… o con otra cosa.
Mi mente visualizó de inmediato la noche del sábado en la discoteca, abarrotada de gente y con la música a tope, llena de voces y de pies en movimiento. Una vez más, el rostro de Max apareció en mis pensamientos, y también los ruidos que hizo al correrse, su enorme cuerpo delante de mí, apretándome contra la pared, sosteniéndome mientras entraba y salía de mi cuerpo.
Me tapé la cara con las manos. Ahora ya sabía quién era, ¿y él quería verme otra vez? Estaba bien jodida.
George se puso en pie, se acercó a mi lado del escritorio y tiró de mi brazo para levantarme.
—Venga. Ve a comer algo. Sacaré los contratos de Agent Provocateur y podrás echarles un vistazo cuando vuelvas. Respira, Sara.
A regañadientes, saqué mi bolso del armario. George tenía razón. Aparte de la celebración con las chicas dos noches antes, y de las noches en vela que había pasado mientras lo desempaquetaba todo en casa, había pasado la mayor parte del tiempo en la oficina, intentando ponerlo todo en marcha. Gran parte de las tres plantas que habíamos alquilado en el resplandeciente edificio de acero y cristal, situado en el centro de la ciudad, estaba todavía vacía, y puesto que el resto de mi departamento y el equipo de marketing aún no habían llegado, no podíamos avanzar con lo nuestro: las mejores campañas mediáticas del mundo.
Chloe había permanecido en Ryan Media cuando yo me marché, arreglando varias cuentas del departamento de marketing con Bennett. Pero fue su brillante trabajo con la descomunal campaña Papadakis lo que había catapultado a la compañía a las alturas, y enseguida había quedado claro que sería necesaria una sucursal en Nueva York para manejar algunas de las cuentas más grandes. Bennett, Henry y Elliott Ryan habían pasado dos semanas en la ciudad con el fin de encontrar las oficinas perfectas, y luego todo se puso en marcha: el Grupo Ryan Media tendría un nuevo cuartel general en el centro.
La avenida Michigan de Chicago siempre estaba muy concurrida, pero no tenía nada que ver con la Quinta Avenida de Manhattan. Me sentí enterrada bajo los interminables cruces de calles, el tráfico y el ruido. Las bocinas clamaban a mi alrededor, y cuanto más tiempo me quedaba quieta, más ensordecedor se volvía el ruido de la ciudad. ¿Había girado a la derecha o a la izquierda para llegar al pequeño y escondido restaurante chino que le gustaba a Bennett? ¿Cómo se llamaba? Jardín nosequé. Me detuve en un esfuerzo por recuperar la compostura mientras un torrente de hombres y mujeres de negocios me rodeaban como el agua a una piedra situada en medio del río.
Sin embargo, justo cuando había empezado a buscar el teléfono para enviarle un mensaje de texto a Chloe, vi que una silueta alta y familiar atravesaba una puerta al otro lado de la calle. Eché un vistazo al nombre que aparecía en la diminuta fachada: JARDÍN HUNAN.
El restaurante estaba casi a oscuras, prácticamente vacío, y olía de maravilla. No podía recordar la última vez que había comido algo más consistente que una barrita de cereales. Se me hizo la boca agua y, por un instante, olvidé que debía estar en alerta máxima.
Me había mudado a esa ciudad para empezar de nuevo, y eso significaba poner mi carrera en primer lugar, encontrarme a mí misma… y no caer en otra horrible relación conformista. Sanseacabó. Comería allí, pero solo después de decirle a Max que nunca, jamás, volviera a presentarse así en mi trabajo. Y que lo de meterle la mano por debajo de mi vestido había sido un accidente. Un desliz. Algo involuntario.
—¿Sara?
Con su acento, mi nombre sonaba suave y erótico, y me volví hacia su voz. Estaba en el apartado del rincón, ojeando un menú. Lo dejó en la mesa, claramente sorprendido, pero luego sonrió, y me entraron ganas de darle una bofetada por lo nerviosa que me puso esa sonrisa. Sus rasgos destacaban aún más bajo la escasa luz del restaurante. Parecía incluso más peligroso.
Me acerqué a su mesa y fingí no darme cuenta de que se había echado a un lado para dejarme sitio. Tenía el pelo bastante corto, aunque algo más largo en la parte superior de la cabeza. Le caía hacia delante cuando se movía, y deseé estirar el brazo para comprobar si era tan suave como parecía. Maldito fuera.
—No he venido a comer contigo —dije al tiempo que enderezaba los hombros—. Solo quiero dejar claras unas cuantas cosas.
Max extendió las manos encima de la mesa.
—Por supuesto.
—La otra noche en la discoteca lo pasé fenomenal contigo, mejor de lo que recuerdo haberlo pasado en mucho tiempo… —dije después de respirar hondo.
—Lo mismo digo.
Levanté la mano.
—Pero me he trasladado aquí para empezar de nuevo. Quería hacer una locura y la hice, pero no soy así. Adoro mi trabajo y a mis colegas. No puedo permitir que entres en mi oficina con la intención de coquetear conmigo. No puedo comportarme de esa manera en el trabajo otra vez. —Me incliné hacia delante y bajé la voz—. Y no puedo creer que no hayas borrado ese vídeo.
Tuvo el descaro de parecer contrito.
—Lo siento. De verdad que pensaba borrarlo. —Se apoyó en los codos antes de añadir—: La cosa es que no puedo dejar de verlo. Mirar ese vídeo me relaja mucho más que una puta copa de whisky. Mucho más que el porno más fuerte.
Una intensa vibración se extendió por mi vientre y entre mis piernas.
—Y sospecho que a ti te gusta oír eso. También sospecho que la salvaje Pétalo que conocí en el club es una gran parte de la Sara Dillon que crees que eres.
—No lo es. —Negué con la cabeza—. Y no puedo hacer esto.
—Esto —dijo— no es más que un almuerzo. Siéntate.
No me moví.
—Vamos. —Soltó un leve suspiro—. El sábado dejaste que te follara, hace unos minutos me cogiste la mano y la metiste bajo tu ropa, y ahora no quieres comer conmigo. ¿Siempre te esfuerzas por ser tan complicada?
—Max.
—Sara.
Dudé unos instantes si sentarme a su lado o no, pero al final lo hice y sentí la calidez que irradiaba su enorme cuerpo.
—Estás preciosa —dijo.
Bajé la vista para contemplar el sencillo vestido negro que me había puesto. Mis piernas asomaban bajo el dobladillo, justo por encima de las rodillas. Max deslizó un dedo desde mi hombro hasta la muñeca y la caricia me puso la piel de gallina.
—No volveré a presentarme así en tu oficina —dijo en una voz tan baja que tuve que acercarme un poco más para poder oírlo bien—, pero quiero verte otra vez.
Negué con la cabeza mientras contemplaba sus largos dedos sobre mi piel.
—No creo que sea una buena idea.
Cuando el camarero se detuvo en nuestra mesa, Max dejó los dedos sobre mi mano, y al ver que yo era incapaz de abrir la boca, él se encargó de pedir la comida para ambos.
—Espero que te gusten las gambas —dijo, sonriente.
—Sí. —Su mano encima de la mía, su pierna apretada contra mi muslo… ¿Qué era lo que me pasaba? No quería que una potencia como la de Max me distrajera continuamente, pero me resultaba imposible salir de su órbita de acción—. Lo siento, estoy un poco distraída.
Max cruzó la otra mano por delante de su cuerpo antes de meterla bajo la mesa. Sentí el roce de sus ardientes dedos en uno de mis muslos.
—¿Soy yo quien te distraigo o es el trabajo?
—En este momento, tú. Pero debería ser el trabajo lo que me distrajera.
—Tienes tiempo de sobra para eso. Apuesto a que ha sido tu ayudante quien te ha obligado a salir a comer.
Me eché hacia atrás para mirarlo a la cara.
—¿Me espías?
—No es necesario. Parece bastante entrometido, y tú tienes pinta de no recordar a menudo que hay que comer. —Me levantó el bajo del vestido con los dedos. Más, más y más, hasta el hueso de la cadera—. ¿Todo bien? —Bajó la voz en la última parte de la pregunta, tanto que se convirtió en un susurro.
Todo estaba mejor que bien, pero mi corazón latía con una mezcla de excitación y nerviosismo. Una vez más, estaba permitiendo que me arrebatara el sentido común, que estaba escondido en algún rincón oscuro de mi mente que no lograba localizar.
—Estamos en un restaurante.
—Soy consciente de ello. —Se coló bajo el encaje empapado de mis bragas y deslizó los dedos por mi clítoris para disfrutar de la humedad—. Por Dios, Sara. Me encantaría abrirte de piernas encima de esta mesa y comerte a ti como almuerzo.
Durante un breve instante, mi piel se incendió.
—No puedes decir esas cosas.
—¿Por qué no? Somos las únicas personas del restaurante, a excepción del viejo del rincón, el camarero y el cocinero que hay en la parte de atrás. Nadie puede oírme.
—No me refería a eso.
—¿No puedo decir ese tipo de cosas por el efecto que te producen? —preguntó.
Asentí con la cabeza, incapaz de decir nada cuando introdujo dos dedos dentro de mí.
—Es posible que tengamos unos diez minutos antes de que nos traigan la comida. ¿Crees que podría llevarte al clímax tan rápido?
Lo cierto era que ya tenía dos dedos dentro de mí, pero por alguna razón, cuando lo expuso de esa manera, empecé a ser muy consciente de dónde estábamos. Era un tormento: saber por un lado lo que debería hacer en un tranquilo restaurante como aquel (tomarme un té, tomarme el almuerzo) y, por otro, desear hacer algo totalmente impropio de mí, dejar que ese hombre me masturbara donde cualquiera podía verme.
Era la misma alocada fantasía de la discoteca, otra vez: saber que existía la posibilidad de que me vieran con ese desconocido encantador y seguir adelante de todas formas.
Empezó a mover el pulgar en pequeños círculos, pero mantuvo los dedos bien dentro de mí, inmóviles. Apenas movía el brazo por encima de la mesa, pero por debajo, donde el mantel rozaba nuestras caderas, se estaba formando una explosión.
Clavé la mirada en su brazo, en la camisa de vestir que asomaba bajo la chaqueta del traje, y sentí que él miraba mi rostro, que estaba atento a mi respiración, al más mínimo jadeo y a todas las veces que me mordía los labios para contener los gemidos. Sus caricias, firmes y constantes, me estaban provocando un intenso anhelo entre las piernas, y me apreté contra su mano, deseando que me acariciara más rápido y más fuerte. Un plato se estrelló contra el suelo a lo lejos, pero Max eclipsó el ruido pronunciando mi nombre con un gemido.
Nuestro camarero salió de la cocina y se encaminó hacia nosotros.
—Mírate —dijo Max al tiempo que se inclinaba para darme un beso en el cuello, justo por debajo de la oreja. Noté su aliento cálido sobre la piel, pero no sabía si concentrarme en sus caricias o sentirme aterrorizada por el hombre que atravesaba la sala en dirección a nuestra mesa. La combinación de sus caricias y el miedo a que nos vieran estuvo a punto de hacerme estallar.
—Nadie sabe que estás a punto de correrte en mi mano —dijo Max, como si lo supiera.
Supuse que pararía, que pondría las manos encima de la mesa, pero se limitó a dejar de mover el pulgar cuando el camarero se acercó para rellenar su vaso de agua. El hielo tintineó contra el cristal, y una gota de condensación se deslizó hasta el borde del mantel, creando una mancha que se extendió más y más a medida que caía el agua. A simple vista, parecía que Max había metido la mano bajo la mesa para acariciarme la pierna. Deslizó el pulgar sobre mi clítoris una vez más, y ahogué una exclamación.
—Su comida estará lista en un minuto —dijo el camarero con una sonrisa.
Max apretó el pulgar con fuerza sobre mi clítoris, y tuve que morderme los carrillos para no gritar. Le dedicó una sonrisa al camarero.
—Gracias.
El hombre se dio la vuelta y se alejó, y cuando Max me miró con una expresión pícara en la que el alivio se mezclaba con una leve sensación de desilusión, sentí que me derretía en sus manos.
—Eso es —susurró mientras me frotaba con la palma e introducía un tercer dedo dentro de mí. Ese gesto bastó para llevarme hasta un placer rayano en el dolor, y me sentí indecente, como si hubiera hecho algo increíblemente sucio, pero él se limitó a mirarme mientras lo disfrutaba—. Joder, sí, Sara. Eso es.
Clavé las uñas en el cojín de cuero sobre el que estada sentada, y Max se arriesgó a que nos vieran cuando empezó a meter y sacar los dedos y, por tanto, a mover también los hombros. Apoyé la cabeza en la pared del apartado y dejé escapar un leve gemido, insignificantemente pequeño en comparación con el orgasmo estremecedor que sacudía mi cuerpo.
—Dios… —gemí mientras él lo prolongaba hundiendo sus largos dedos aún más. Me volví para esconder la cara en el hombro de su chaqueta a fin de sofocar un grito.
Bajó el ritmo hasta detenerse, y luego me dio un beso en la sien y retiró los dedos. Sacó la mano de debajo de la mesa y se llevó los dedos a los labios un instante, antes de limpiárselos con la servilleta.
Un segundo después, se lamió los labios sin dejar de mirarme.
—Tu lengua sabe a caramelo, pero tu sexo sabe incluso mejor. —Se inclinó y me dio un beso profundo—. La próxima vez, quiero que sea mi polla lo que esté dentro de ti.
«Sí, por favor. Por Dios, ¿quién es la mujer que se ha apoderado de mi cerebro?»
Porque yo también lo deseaba. Incluso después de lo que acababa de hacerme, deseaba encaramarme a su regazo y sentirlo bien dentro.
Antes de que esa línea de pensamientos me metiera en más problemas, el móvil empezó a zumbar dentro del bolso. Lo saqué: Bennett.
He vuelto de la reunión. Nos sentaremos a las 2.
El reloj del teléfono marcaba la una y cuarenta y cinco.
—Tengo que irme.
—Estamos estableciendo un patrón, Sara. Te corres y luego te vas.
Compuse un gesto entre la sonrisa y la mueca de pesar, pero cuando el camarero volvió con la comida, dejé un billete de veinte en la mesa y le pedí que pusiera la mía en un recipiente para llevar.
—Me gustaría que me dieras tu número de teléfono —dijo Max mientras metía el dinero de nuevo en mi bolso.
—Ni hablar. —Me eché a reír.
No tenía ni idea de cómo había pasado aquello. Vale, eso no era cierto, sabía muy bien cómo había pasado (él había empezado a susurrarme cosas con ese tórrido acento suyo y luego me había masturbado), pero sabía que no debía liarme con Max. En primer lugar, era un mujeriego, y me negaba en rotundo a pasar por lo mismo otra vez. Y, en segundo, estaba mi trabajo. El trabajo debía ser lo primero.
—Al final Ben me lo dará, y lo sabes. Nos conocemos desde hace mucho.
—Bennett no te lo dará sin mi permiso. Hay muy pocas personas que deseen más que yo darle una paliza a mi ex, pero Bennett es una de ellas. —Le di un beso a Max en la mandíbula, cubierta de deliciosa barba incipiente, y me incorporé—. Gracias por el aperitivo. Borra el vídeo.
Salí del restaurante y crucé de nuevo la Quinta Avenida conteniendo una sonrisa.