El sábado mi vida era perfecta: una carrera brillante, un apartamento organizado, y varias mujeres disponibles donde y cuando quisiera. El domingo y el lunes fueron un puto desastre. Era incapaz de concentrarme, no dejaba de mirar como un obseso el maldito vídeo, y tenía las bragas de una desconocida en la cómoda de mi dormitorio.
Cambié de posición en la silla y pasé el pulgar por la pantalla para encender el teléfono móvil por enésima vez ese día. La reunión del almuerzo se había desviado del tema una vez más, y me esforcé por aparentar que me importaban las chorradas que decían, pero tan pronto como la conversación se centró de nuevo en el fútbol americano, no pude hacer más.
De todas formas, solo podía pensar en ella.
Bajé la vista, me aseguré de que había quitado el volumen y vacilé un instante antes de pulsar el botón para iniciar la reproducción.
La pantalla estaba oscura y la imagen era borrosa, pero no necesitaba todos los detalles para saber lo que venía a continuación. Incluso sin el sonido recordaba la música pulsante, cómo movía las caderas al compás mientras su vestido subía más y más por sus muslos. Las mujeres estadounidenses no apreciaban el valor de una piel perfecta, pálida y sin pecas, pero mi desconocida tenía la piel más exquisita que había visto en mi vida. Joder, si me hubiera dado la oportunidad, la habría lamido desde los tobillos a las caderas, y vuelta otra vez. Ahora sabía que bailaba para mí, que sabía que yo la miraba.
Y le había encantado, joder.
Por Dios. Ese vestido minúsculo. La desaliñada melena color caramelo que le llegaba a la altura de la barbilla y esos enormes ojos castaños tan inocentes. Esos ojos que me hacían desear hacerle cosas perversas mientras ella miraba.
Tenía un culo perfecto, y las tetas tampoco estaban mal.
—Es horrible quedar contigo para comer, Stella. —Will estiró el brazo y cogió una patata frita de mi plato.
—¿Mmm? —murmuré sin levantar la vista, aunque con cuidado de no reaccionar de manera exagerada—. Estáis hablando de fútbol. Solo intento matar el aburrimiento. Estoy aquí sentado, más o menos muerto.
Si había una cosa que había aprendido sobre ese negocio es que nunca, jamás, debes mostrar tus cartas, ni siquiera aunque te haya tocado la peor mano imaginable. O el vídeo de una chica bailando justo antes de follártela contra una pared.
—No sé lo que estás viendo en el teléfono, pero está claro que es mil veces mejor que saber cómo les va a los Jets este año. Y no lo compartes.
Si él supiera…
—Estoy echando un vistazo al mercado —dije mientras sacudía la cabeza. Estuve a punto de gemir cuando paré el vídeo y me guardé el teléfono en el bolsillo de la chaqueta del traje—. Cosas aburridas.
Will apuró lo que le quedaba en la copa y se echó a reír.
—Odio que seas tan bueno mintiendo. —Si no hubiéramos sido amigos íntimos desde que hace tres años abrimos una de las firmas de capital de riesgo más exitosa de la ciudad, seguramente me lo habría creído—. Me parece que estás viendo porno en el móvil.
No le hice ni caso.
—Oye, Max —intervino James Marshall, nuestro asesor tecnológico—, ¿qué pasó con esa mujer con la que hablaste en la barra?
Por lo general, si mis mejores amigos me preguntaban por una mujer a la que había conocido, me encogía de hombros y les respondía: «Un polvo rápido», o solo «Limusina». Pero, por alguna razón, esta vez negué con la cabeza y dije:
—Nada.
Llegó otra ronda de bebidas y le di las gracias al camarero con aire distraído, aunque ni siquiera había tocado la primera. No dejaba de pasear la mirada por la sala, inquieto. El local cobijaba a la multitud típica de la hora del almuerzo: reuniones de negocios y señoras comiendo.
Me sentía a punto de estallar.
James gimió, cerró la carpeta que había estado ojeando y la guardó en el maletín. Se llevó el vaso a la frente y compuso una mueca.
—¿Alguien más está pagando todavía los excesos del fin de semana? Ya estoy demasiado viejo para esta mierda.
Di un sorbo al whisky, pero me arrepentí de inmediato. ¿Cómo era posible que una bebida que tomaba casi a diario desde la pubertad me recordara de repente a una mujer a la que solo había visto una vez?
Levanté la vista cuando oí que alguien se aclaraba la garganta.
—Oye —dijo Will. Seguí su mirada hasta el hombre que atravesaba el comedor—. ¿No es ese Bennett Ryan?
—No me lo puedo creer —dije mientras seguía el avance de mi viejo amigo por el restaurante.
—¿Lo conoces? —preguntó James.
—Sí, fuimos juntos a la universidad; fue mi compañero de habitación durante tres años. Me llamó hace un par de meses; quería que le dejara mi casa de Marsella para pedirle matrimonio a su chica. Hablamos sobre la posible expansión de Ryan Media a Nueva York.
Vimos que Bennett se detenía junto a una mesa al otro extremo de la sala y sonreía como un idiota antes de agacharse para besar a una morena deslumbrante.
—Supongo que lo de Francia funcionó. —Will se echó a reír.
Sin embargo, no era la futura señora de Bennett Ryan quien había atrapado mi atención. Era la hermosa mujer que estaba a su lado, buscando algo en el bolso. Cabello color caramelo, los mismos labios rojos que había besado en el club y los mismos enormes ojos castaños.
Tuve que echar mano de toda mi fuerza de voluntad para no levantarme de la silla y acercarme a ella de inmediato. Sonrió a Bennett, y luego este dijo algo que hizo que las dos mujeres se echaran a reír mientras los tres abandonaban el restaurante. No pude hacer otra cosa que mirarlos.
Supuse que había llegado el momento de hacerle una visita a mi viejo amigo.
—Max Stella. —Unas enormes puertas metálicas separaban la oficina interior de la zona abierta de la recepción de Ryan Media, y el gran hombre en persona salió a recibirme—. ¡Demonios!, ¿cómo estás?
Me aparté de la pared acristalada con vistas a la Quinta Avenida y estreché la mano de Bennett.
—Genial —dije mientras echaba un vistazo a mi alrededor.
La sala estaba al menos dos plantas por encima del atrio, y los suelos de mármol pulido brillaban bajo la luz del sol. Había una pequeña zona con asientos a un lado, con sillones de cuero y una enorme lámpara de burbuja que colgaba desde unos seis metros de altura. Por detrás del amplio mostrador de recepción había una suave cascada incrustada en la pared, donde el agua caía sobre una superficie de pizarra. Unos cuantos empleados salieron a toda prisa de los ascensores en dirección a las distintas oficinas y echaron miraditas nerviosas a Bennett.
—Parece que te has instalado bien.
Me hizo un gesto para que lo siguiera al interior.
—Las cosas van muy despacio. Al fin y al cabo, Nueva York es Nueva York.
Me condujo hasta su oficina, una estancia situada en un rincón del edificio, con paredes acristaladas y una sobrecogedora vista del parque.
—¿Y tu prometida? —pregunté al tiempo que señalaba con la cabeza una fotografía enmarcada que había sobre el escritorio—. Supongo que le gustó el Mediterráneo. ¿Por qué sino habría aceptado casarse con un capullo arrogante como tú?
Bennett se echó a reír.
—Chloe es perfecta. Gracias por dejarme llevarla allí.
Me encogí de hombros.
—La mayor parte del tiempo no es más que una casa vacía. Me alegro de que el truco funcionara.
Tras hacerme un gesto para que tomara asiento, Bennett se sentó en un enorme sillón orejero, de espaldas a la pared de cristal.
—Ha pasado mucho tiempo. ¿Cómo te van las cosas?
—Fenomenal.
—Eso he oído. —Se rascó la mandíbula mientras me estudiaba—. Me encantaría que te pasaras por casa alguna vez, ahora que ya nos hemos instalado. Le he contado a Chloe todo sobre ti.
—Espero que eso sea una pequeña exageración. —Era probable que Bennett Ryan fuera la persona en todo Nueva York que más sabía sobre mis días salvajes.
—Bueno —admitió—, solo le he contado lo suficiente para que quiera conocerte.
—Será un placer, cuando quieras. —Eché un vistazo a los edificios que se veían por la ventana detrás de él, vacilante. No era fácil interpretar a Bennett en ese tipo de situaciones y esa era una de las razones por las que era tan bueno en su trabajo—. Pero debo admitir que estoy aquí para pedirte un favor.
Se inclinó hacia delante con una sonrisa.
—Me lo imaginaba.
Había trabajado sin problemas con algunas de las personas más intimidantes del mundo, pero Bennett Ryan siempre conseguía que eligiera con mucho cuidado mis palabras. Sobre todo cuando estaba a punto de pedirle algo tan… delicado.
—La otra noche conocí a una mujer que me tiene algo inquieto. Dejé que se marchara antes de que me diera su número, y no he dejado de reprochármelo desde entonces. Por suerte, la vi ayer comiendo contigo y con tu adorable Chloe.
Bennett me observó con detenimiento durante un instante.
—¿Te refieres a Sara?
—Sara —dije, quizá con un tono demasiado victorioso.
—Ni hablar —dijo, negando inmediatamente con la cabeza—. Ni de coña, Max.
—¿Por qué? —Pero no podía mantener una expresión inocente durante mucho tiempo con Bennett, el hombre que me conocía de la universidad. Quizá esa época no fuera un buen ejemplo de buen comportamiento por mi parte.
—Chloe me arrancaría las pelotas si se enterara de que he dejado que te acerques a Sara. Ni lo sueñes.
Me llevé una mano al pecho.
—Has herido mis sentimientos, colega. ¿Y si mis intenciones son honorables?
Bennett soltó una carcajada y se puso en pie para acercarse a la ventana.
—Sara… —Dudó un instante—. Acaba de salir de una mala relación. Y tú eres… —Me miró y enarcó una ceja—. No eres su tipo.
—Vamos, Ben. Ya no soy un gilipollas de diecinueve años.
Me miró con una sonrisa divertida.
—Vale, pero estás hablando con el hombre que te vio enrollarte con tres tías en una sola noche sin que ninguna de ellas se enterara de la existencia de las demás.
Sonreí.
—Te equivocas. Al final de la noche, todas se conocían muy bien.
—¿Me tomas el pelo?
—Solo dame su número. Lo consideraremos una forma de agradecimiento por haberte prestado mi maravillosa villa.
—Eres un capullo.
—Creo que ya he oído eso antes —dije mientras me levantaba—. Sara y yo tuvimos… una conversación interesante.
—Una conversación. Sara y tú… una conversación. No me lo trago.
—Una bastante agradable, sí. Esa mujer me intriga. Por desgracia, nos interrumpieron antes de que descubriera su nombre.
—Entiendo.
—Pero he tenido la gran suerte de encontrarme contigo. —Alcé las cejas con expresión expectante.
—Mucha suerte, sí… —Bennett sonrió y volvió a sentarse antes de mirarme—. Pero me temo que tendrás que buscarla en otro sitio. Le tengo bastante cariño a mis testículos y me gustaría conservarlos. No pienso allanarte el terreno con esto.
—Siempre has sido un imbécil.
—Eso tengo entendido. ¿Comemos el jueves?
—Cuenta con ello.
Salí de la oficina de Bennett con la intención de echar un vistazo al nuevo cuartel general de la compañía. Ocupaba tres plantas del edificio, y según había oído, ya habían hecho bastante trabajo. El atrio era impresionante, pero la zona de oficinas era igual de lujosa, con pasillos amplios, suelos travertinos y un montón de luz natural procedente de las ventanas, las paredes de cristal y las claraboyas. Cada oficina parecía tener una pequeña sala de espera; nada que rivalizara con la de Bennett, pero perfecta para charlas que no requirieran la formalidad de una sala de conferencias.
Por cierto, la sala de conferencias era magnífica: una pared de cristal con vistas al centro de Manhattan, una enorme mesa de madera pulida de castaño con espacio para al menos treinta personas y tecnología puntera para las presentaciones.
—No está mal, Ben —murmuré antes de regresar al pasillo para contemplar la enorme fotografía de Timothy Hogan—. Tienes buen gusto para el arte, a pesar de ser un gilipollas.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Levanté la vista y me encontré con una Sara muy sorprendida, paralizada en mitad del pasillo. No pude contener la sonrisa. Sin duda, aquel era mi día de suerte.
O no… a juzgar por su expresión.
—¡Sara! —canturreé—. Qué maravillosa sorpresa. Acabo de salir de una reunión. Soy Max, por cierto. Es un placer poner por fin un nombre a… —Bajé la vista y estudié su pecho, y luego el resto de su persona, cubierta por un ceñido vestido negro— tu cara.
Dios, qué buena estaba.
Cuando volví a levantar la vista, vi que me miraba con los ojos como platos. Para ser sincero, aquella mujer tenía los ojos castaños más grandes que había visto. Si fueran más grandes, sería un lémur.
Me agarró del brazo y me arrastró por el pasillo, mientras los tacones de sus botas estrechas hasta la rodilla repiqueteaban sobre las baldosas del suelo.
—Me alegra volver a verte tan pronto, Sara.
—¿Cómo me has encontrado? —susurró.
—Por un amigo de un amigo. —Hice un gesto despreocupado con la mano y la miré de arriba abajo. Tenía el flequillo peinado hacia un lado y sujeto con una diminuta horquilla roja que hacía juego con el color de sus labios. Parecía que acabara de salir de alguna sesión de fotos de los años sesenta—. Sara es un nombre muy bonito, ¿sabes?
Ella entrecerró los ojos.
—Debería haber imaginado que eras un psicópata.
Me eché a reír.
—No tanto.
Una joven pasó a su lado, agachó la cabeza y murmuró un tímido «Buenas tardes, señorita Dillon» antes de escabullirse a toda prisa.
«Y tenemos un apellido. ¡Gracias, becaria aterrada!»
—Vaya…, así que Sara Dillon —señalé, encantado—. ¿Te parece que continuemos esta conversación en un lugar más íntimo?
Ella miró a su alrededor y bajó la voz.
—No pienso acostarme contigo en mi oficina, si es a eso a lo que has venido.
Dios, era fantástica.
—En realidad, solo he venido a darte una bienvenida apropiada a Nueva York. Pero supongo que también puedo hacerlo aquí mismo…
—Tienes dos minutos —dijo al tiempo que se daba la vuelta y empezaba a avanzar hacia su oficina.
Doblamos una esquina tras otra hasta que, por fin, llegamos a otra pequeña zona de recepción con vistas a los rascacielos de la ciudad. Un joven, sentado junto a un escritorio circular, levantó la vista cuando pasamos.
—Estaré en mi despacho, George —dijo Sara por encima del hombro—. Nada de interrupciones, por favor.
Una vez que la puerta se cerró detrás de nosotros, se volvió para mirarme.
—Dos minutos.
—Si fuera necesario, podría llevarte al orgasmo en dos minutos. —Di un paso hacia delante y estiré el brazo para deslizar el pulgar por su cadera—. Pero creo que ambos sabemos que te gustaría que tardara un poco más.
—Tienes dos minutos para explicarme por qué estás aquí —aclaró con una voz algo temblorosa—. Y cómo me has encontrado.
—Bueno —empecé—. Conocí a una mujer el sábado. De hecho, me la follé contra la pared. Era extraordinaria. Preciosa, divertida e increíblemente sexy. Sin embargo, ella no me dijo cómo se llamaba y se fue sin dejarme otra cosa que sus bragas. Eso no puede considerarse un rastro de miguitas de pan. —Acorté la distancia que nos separaba, le metí un mechón de pelo detrás de la oreja y deslicé la nariz por su mandíbula—. Y cuando me corrí esta mañana, tocándome mientras pensaba en ella, ni siquiera sabía qué nombre decir.
Sara se aclaró la garganta y me empujó para apartarme antes de trasladarse al otro lado de su escritorio.
—Eso no explica cómo me has encontrado —dijo con las mejillas ruborizadas.
La había visto bajo las luces de estroboscópicas, con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, pero quería verla desnuda, iluminada por la luz del sol que entraba por las ventanas de su oficina. Quería saber exactamente hasta dónde se extendía ese rubor.
Dejé un poco las bromas. Esta Sara era muy distinta a la coqueta recién llegada de Chicago que había conocido en la barra.
—Resulta que ayer te vi en el restaurante con Ben. Él y yo nos conocemos desde hace siglos. Sumé dos y dos, y vine aquí con la esperanza de volver a verte.
—¿Le has contado a Bennett lo del sábado? —siseó, y el rubor que me había hechizado desapareció de su cara.
—Dios, no. Te aseguro que no tengo ninguna intención de morir. Solo le pedí tu número de teléfono. Y él se negó a dármelo.
Sus hombros se relajaron un poco.
—Vale.
—Mira, fue una casualidad que te viera, y he probado suerte viniendo aquí, pero quería ver a Ben de todas formas. Si alguna vez quieres cenar… —Dejé mi tarjeta sobre su escritorio y me di la vuelta para marcharme.
—El vídeo —dijo ella de repente—. ¿Qué hiciste con él?
Me volví una vez más, y el impulso de provocarla se hizo casi insoportable. Sin embargo, cuanto más tiempo tardaba en responder, más aterrorizada parecía ella.
Al final, estalló.
—¿Lo has colgado en YouTube o en PornTube, o donde sea que suba la gente esas cosas?
Estallé en carcajadas, incapaz de evitarlo.
—¿Qué?
—Solo dime que no lo has hecho, por favor.
—¡Dios, por supuesto que no! Admito que lo he visto unas setecientas mil veces, pero no, jamás lo compartiría con nadie.
Ella se miró las manos y se toqueteó las uñas.
—¿Puedo verlo?
¿Qué había en su voz? ¿Curiosidad? ¿Algo más?
Rodeé el escritorio y me situé detrás de ella. Todavía estaba tensa, pero se apoyó contra mí y apretó los puños a los costados. Saqué el móvil de mi chaqueta, busqué el vídeo, le di al play y lo mantuve en alto para que ella pudiera verlo.
El volumen estaba conectado, así que los pequeños altavoces reprodujeron el ritmo de la música. Ella apareció en la pantalla, bailando con los brazos en alto, y al igual que me ocurrió la primera vez que lo vi en persona, noté que empezaba a excitarme.
—Justo en ese momento —dije contra su cuello— es cuando te preguntaste si había notado que se te estaba subiendo el vestido, ¿no es así? —Apreté las caderas contra su trasero para que no tuviera ninguna duda de lo que me provocaba.
Dejé el teléfono en el escritorio, delante de ella, y le puse la mano en la cintura.
—Y ahí —dije mientras señalaba de nuevo el vídeo con la cabeza. Ella cogió el teléfono para verlo más de cerca—. Esa es mi parte favorita, cuando me miras por encima del hombro. La expresión de tu cara me dijo que bailabas solo para mí.
—Ay, Dios —susurró ella.
Esperaba que estuviera recordando lo que sintió mientras la miraba.
Y en ese momento, cogió mi mano y la movió muy despacio hasta el bajo de su vestido antes de subírselo hasta la cadera. Sentí su piel suave bajo la palma y alcé la mano hasta su vientre, donde sus abdominales temblaron bajo mi contacto.
—¿Estabas bailando para mí? —pregunté, ya que necesitaba ese recordatorio.
Ella asintió y empujó mi mano hacia abajo. Por Dios, esa mujer era un cúmulo de contradicciones.
—¿En qué otra cosa pensabas? —quise saber—. ¿Imaginabas mi cara entre tus muslos, y mi boca?
Sara asintió y se mordió el labio.
—Deseaba tocarte —aseguré mientras metía la mano en sus bragas—. Justo así.
Su cuerpo se arqueó contra el mío antes de inclinarse sobre el escritorio.
—Quiero comprobar lo húmeda que estás —dije con la respiración entrecortada y una voz ronca y grave—. Cuánto te mojas al saber que esta mañana me corrí mirándote.
Deslicé los dedos un poco más abajo.
Ella jadeó.
—¿Lo estás mirando? —pregunté mientras introducía un dedo en su interior. Sara asintió y, en ese momento, introduje otro dedo y empecé a trazar círculos sobre su clítoris con el pulgar—. Joder, estás empapada —dije a la vez que deslizaba los dientes por su hombro.
—No… No deberíamos hacer esto aquí —dijo.
Aun así, se apretó contra mi mano. Mientras movía los dedos a un ritmo constante, noté que empezaba a contraerse. Empezó a respirar con diminutos jadeos.
Con una expresión culpable, retiré la mano y le di la vuelta para que me mirara. Parecía drogada, con los párpados caídos y los labios entreabiertos.
—Por desgracia, mis dos minutos se han acabado.
Le di un beso en la mejilla, en la comisura de los labios y luego, cuando cerró los ojos, también en los párpados. Acto seguido le quité el teléfono de la mano y salí de su oficina.