16

La miré bajo la luz del sol de última hora de la mañana, soñolienta y con la mejilla apretada contra la almohada, con su suave cabello convertido en una masa enredada alrededor de la cabeza. Recorrí su cuerpo con la mirada, desde sus pechos desnudos y la curva de su columna hasta la sábana enredada a la altura de la cadera.

Uno aprende varias cosas cuando pasa la noche con alguien por primera vez: si te roba las sábanas, si ronca, si se acurruca contra ti.

Sara era de las que se desparramaban en la cama: toda brazos y piernas, con el cuerpo pegado a mí como si fuera una estrella de mar.

Habíamos vuelto a hacer el amor cuando el cielo empezó a clarear con tonos pastel rosas y azules. Después, ella se había desplomado sobre mí, agotada y sonriente, y se había dormido al instante.

Ya eran las diez y media, y le acaricié el brazo con el dedo. No quería despertarla y desde luego no quería marcharme. La cámara seguía en la mesilla y estiré el brazo para cogerla. La situé con cuidado al borde del colchón y empecé a ver las fotos. Le había hecho cientos la noche anterior, muchas mientras se desvestía, pero aún más mientras se arqueaba desesperada debajo de mí. El ruido de nuestros cuerpos al moverse y sus suaves gritos, interrumpidos tan solo por los chasquidos del obturador, quedarían grabados a fuego en mi cerebro para siempre.

Repasé las fotos que había hecho al principio de la noche y estudié su expresión cuando admití que la amaba. Me había dejado hacerle muchas fotos de la cara, y disfruté al recordar el momento en que había alzado la cámara. Habíamos roto nuestra última regla. El hecho de que me hubiera dado permiso decía muchas más cosas que las palabras. Mientras contemplaba las fotos, vi que ella había pasado de la desesperación al alivio y finalmente a la picardía en una rápida sucesión.

Y las fotos de después, en la cama, parecían tan íntimas y carnales como lo que yo había sentido entonces.

Me puse en pie con mucho cuidado, atravesé la habitación y cogí el ordenador portátil. Solo me llevó un momento encenderlo, sacar la tarjeta SD de la cámara e insertarla en la ranura del ordenador. Entré en mi web de fotos favoritas, una pequeña y discreta compañía especializada en imprimir fotos profesionales. Subí las que deseaba y luego borré los archivos del disco duro antes de sacar la tarjeta y ponerla a buen recaudo en la bandolera.

Después de guardar todas mis cosas salvo la cámara, me incliné sobre ella y le susurré al oído:

—Tengo que irme. —Se le puso la piel de gallina y se desperezó—. Tengo que coger un vuelo.

Ella murmuró algo, se estiró y abrió poco a poco los ojos.

—No quiero que te vayas —dijo al tiempo que rodaba en la cama para mirarme. Tenía la voz pastosa y ronca por el sueño, y pensé de inmediato en las miles de cosas que quería que me dijera.

Estaba demasiado tentadora, con los ojos soñolientos y las marcas de la almohada en la cara, pero fueron sus pechos desnudos los que captaron toda mi atención. Apoyé las manos a los lados de su cabeza y me situé sobre ella.

—Estás de muerte por la mañana, ¿lo sabías? —le dije.

Bajé el brazo, recorrí uno de sus pechos desnudos con el pulgar y tuve que respirar hondo, abrumado por su proximidad. Esa mujer parecía llenar todos los huecos de mi pecho.

—¿Sí? —Sonrió, enarcó una ceja y deslizó el pulgar por mi labio inferior. Quise chupárselo, mordérselo. De pronto, se puso seria y parpadeó unas cuantas veces antes de mirarme a los ojos—. ¿Lo de anoche pasó de verdad?

—¿Me preguntas si te follé como un insensato y admití que básicamente eres mi dueña? Sí.

—¿Qué significa «te amo»? Resulta extraño la sensación tan diferente que pueden provocar dos simples palabras. Lo que quiero decir es que ya las había pronunciado antes, pero nunca me habían parecido tan… grandes, ¿me explico? Creo que entonces no significaban lo mismo. Como si en aquella época fuera demasiado joven para entenderlas. ¿Te parece una locura? Crees que estoy loca, pero no lo estoy. Es solo que… todo esto es nuevo para mí, creo. Si te soy sincera, creo que esto es nuevo para mí.

—Sé que me estás diciendo algo muy profundo, pero me resulta difícil concentrarme con tus tetas delante de las narices.

Sara puso los ojos en blanco e intentó apartarme, pero no se lo permití. En lugar de eso, me agaché y la besé para ahogar sus protestas mientras intentaba proyectar todos los sentimientos salvajes y demenciales que albergaba en ese beso.

Supe que había una tormenta cuando el agua empezó a azotar las ventanas y un trueno resonó a lo lejos. En algún lugar al fondo de mi mente pensé por un momento en las carreteras mojadas, en que todo el mundo querría coger un taxi al mismo tiempo y en que tardaría mucho más en llegar al aeropuerto. Pero cuando Sara enganchó la pierna en la parte posterior de mi muslo y tiró para tumbarme encima de ella, las preocupaciones por el clima se evaporaron de mi mente.

Sus labios se apartaron de mi boca para dirigirse a mi oreja, y yo intenté recordar por qué debía marcharme.

—Estoy dolorida, pero en el buen sentido —dijo al tiempo que mecía las caderas contra mí—. Quiero más.

Toda la sangre que me quedaba en el cerebro bajó directamente hasta mi polla.

—Eso es seguramente lo mejor que me ha dicho nadie.

Sara se pegó a mi pecho, y casi gemí cuando me obligó a tumbarme de espaldas.

—No te vayas —dijo mientras se situaba encima de mí. La sábana cayó y la agarré por el torso, rozándole el costado de los pechos con el pulgar. Ella cogió la cámara y la sostuvo en alto para observarme a través del objetivo—. Quiero hacer fotos de tu bonita cara entre mis piernas.

—Por Dios, Sara —dije mientras apoyaba la cabeza en la almohada y cerraba los ojos con fuerza—. Y yo que pensaba que eras una cosita inocente y que yo era el Gran Depravado…

Estalló en risas, y yo me limité a mirarla.

—Te amo —dije antes de sujetarla por la nuca para acercar su boca a la mía. Deslicé la mano por su costado desnudo, suave y con la piel de gallina.

—Esto va en serio, ¿no? —preguntó mientras se apartaba lo necesario para poder mirarme a los ojos.

—Sí, esto va en serio.

—Oficialmente.

—Al cien por cien. Cenas, citas, presentación como mi novia. Todo.

—Creo que me gusta cómo suena eso —replicó con las mejillas sonrosadas. Me recorrió el cuero cabelludo con las uñas y me derritió, me convertí en arcilla en sus manos. No deseaba estar en ningún otro lugar del mundo.

Pero…

La hora que aparecía en el reloj que había junto a la cama me devolvió a la realidad.

—Joder. Tengo que irme, de verdad —dije al tiempo que cerraba los ojos.

—Está bien. —Sentí el calor de sus labios contra los míos. No se movían ni hacían nada en particular; se limitaban a estar allí, en un beso casto que me encendió mucho más que todas las cosas indecentes que habíamos hecho horas antes.

Solté un gemido, me quité la corbata del cuello y la lancé por encima del hombro. Me puse de rodillas y la miré mientras empezaba a desabrocharme la camisa.

—Pero tu avión… —dijo ella, aunque acercó las manos a mi cinturón. Una sonrisa perversa apareció en su cara.

—Cogeré el siguiente.

Después de una loca carrera por el JFK (que sin duda mereció la pena) y de cinco horas de vuelo, por fin aterricé en San Francisco. Solo había conseguido dormir un par de horas la noche antes, y tan solo unos minutos aquí y allá durante el vuelo, y ya empezaba a notarlo.

Bostecé y cogí la bandolera del compartimento que había encima del asiento antes de salir del avión y dirigirme a la terminal, directo a la cafetería más cercana que pude encontrar.

Había sido una imprudencia perder el vuelo solo para estar una hora más con Sara, y lo sabía incluso mientras la miraba, mientras me hundía en ella. Sin embargo, nunca había sentido nada parecido a aquello y todavía me resultaba un poco difícil quitarme de la cabeza todo lo que habíamos dicho.

Recibí un mensaje de texto de Will mientras esperaba mi dosis de cafeína.

¿Alguna foto sexy nueva, mi salvaje vanguardista?

«Que te den. Tú nunca has tenido huevos para sacar la cámara», respondí, y luego guardé el teléfono en la bolsa. Llamaría a Will más tarde para hablar de la reunión y le pondría al tanto de la situación con Sara.

Sonriente y con mi café por fin en la mano, me alejé de la barra y le quité la tapa al vaso para echarle crema. Sentí una palmadita en el hombro y me di la vuelta.

—Creo que se le ha caído esto. —Había un hombre bajo con escaso cabello rubio detrás de mí, con un billetero de cuero negro en la mano.

Negué con la cabeza.

—No es mío, amigo. Lo siento. —Señalé con la cabeza al guardia de seguridad que había junto a las escaleras que conducían a la cinta transportadora de equipajes—. Pruebe allí. —Intenté girarme, pero él me agarró del brazo para impedírmelo.

—¿Está seguro?

—Muy seguro —dije con un encogimiento de hombros. Saqué mi billetero para enseñárselo—. Pero le deseo suerte para encontrar al dueño, ¿vale? Es usted un buen hombre.

El tipo ya había dado un paso atrás y lo seguí con la mirada mientras se alejaba a toda prisa hacia la zona de recogida de equipajes. Puesto que ya había perdido mucho tiempo ese día, volví a ponerle la tapa al vaso de café y me agaché para recoger la bandolera del suelo.

Me dio un vuelco el corazón.

Había desaparecido.

—Dígame una vez más qué tipo de bolsa era, señor. —Una aburrida empleada del aeropuerto me miró desde el otro lado del mostrador. De acuerdo con la tarjetita que llevaba enganchada a la camisa de cambray, demasiado ceñida, se llamaba Elana June. Hizo un globo con el chicle mientras esperaba con cara de indiferencia a que le respondiera.

Eché un vistazo al monitor de la pared que había tras ella y observé la imagen de mi propia espalda que parpadeaba en la pantalla, seguro de que debía de estar en algún tipo de programa de cámara oculta.

—¿Señor? —repitió con una voz más aburrida aún que antes, si eso era posible.

Me pasé una mano por el pelo y me recordé que estrangularla no me serviría de nada.

—Una bandolera Hermès. Marrón y gris.

—¿Podría enumerar los objetos de valor que llevaba dentro?

Tragué saliva para librarme del sabor de la bilis.

—Mis documentos. Mi portátil. Mi teléfono. Joder, todo.

Pensé en toda la información sobre clientes que acababa de perder, en todas las contraseñas que tendría que cambiar de inmediato. En el tiempo que me iba a llevar y los muchos problemas que podía tener. Y ni siquiera tenía el puto teléfono para llamar a Will.

La mujer deslizó sobre el mostrador un formulario y un bolígrafo enganchado a una cadena.

—Parece que necesita un momento. Solo tiene que rellenar esto y marcar las casillas apropiadas.

Cogí el bolígrafo y escribí mi nombre y mi dirección. Luego marqué las casillas de «Ordenador portátil», «Teléfono móvil» y «Artículos personales». Miré la hora y me pregunté si habría una casilla para la cordura, porque estaba convencido de que estaba a punto de perderla también. Casi había terminado de rellenar el formulario cuando vi una opción que me hizo sentir como si fuera a echar el hígado.

«Cámara». No había traído la cámara, pero sí la tarjeta SD, que pretendía borrar tan pronto como me fuera posible.

No había suficientes «joder» en el mundo para eso.

Clavé la mirada en el puto mostrador, en el ribete de metal que se estaba separando del laminado. Había una grieta que recorría la superficie y que parecía la metáfora más irónica de la historia.

—Mi tarjeta SD —dije, sin dirigirme a nadie en particular.

—¿La de una cámara? —preguntó Elana June.

Tragué saliva. Dos veces.

—Sí. La tarjeta con todas las imágenes.

Juré por lo bajo y me aparté del mostrador al recordar lo que Sara me había permitido hacerle la noche anterior, lo mucho que había confiado en mí.

Joder, joder, joder.

Una anciana con el pelo oscuro recogido en un moño salió del otro lado del mostrador.

—¿Señor Stella? —preguntó.

Abandoné un momento mi depresión para saludarla con una inclinación de cabeza, y la mujer siguió hablando.

—Hemos visto la grabación de seguridad. Según parece, había dos hombres. Uno le distrajo mientras su compañero se llevaba la bolsa. Había bajado la escalera mecánica y casi había salido de la terminal antes de que usted se diera cuenta de que había desaparecido.

Me pregunté si era posible que el suelo se abriera y me tragara. Casi esperaba que así fuera.

Después de hacer todo lo posible en el aeropuerto, cogí un coche para ir al hotel. No tenía tiempo para sustituir el teléfono antes de la reunión, así que llamé al servicio de información y les pedí que me pasaran con la oficina. Will no estaba, pero su ayudante me aseguró que ella misma se encargaría de cambiar las contraseñas de mi cuenta y de explicarle todo a Will lo antes posible. Tras prometerle una docena de rosas y que su jefe le subiría el sueldo, colgué y me senté en la cama, mirando fijamente el teléfono mientras pensaba qué podría decirle a Sara.

Me di cuenta de que no había una forma fácil de hacerlo, así que volví a marcar el número del servicio de información y les pedí que me pasaran con la oficina de Sara.

Cerré los ojos al oír la voz de George. Me caía bastante bien, pero no estaba de humor para lidiar con él ese día.

—Despacho de Sara Dillon —dijo.

—Con la señorita Dillon, por favor.

Se quedó callado lo suficiente para que resultara incómodo, y luego dijo:

—Buenas tardes también para usted, señor Stella. Un momento, por favor.

Se oyó un chasquido cuando me conectó, y esperé a que ella cogiera el teléfono.

Respondió después de tres timbres.

—Soy Sara Dillon —dijo, y noté una sensación de calidez en el pecho.

—Hola.

—¿Max? No había reconocido el número.

—Ya. Te llamo desde el hotel. ¿Estás bien? Pareces un poco estresada.

—Hoy me vendría bien no tener una pila gigantesca de informes de cotizaciones sobre el escritorio. Debería haber venido a trabajar antes del almuerzo, pero la verdad es que no me arrepiento de haber sido perezosa esta mañana.

Hizo una pausa y cerré los ojos para recordar su expresión al llegar al clímax por última vez.

—¿Qué tal tu vuelo?

—Bien. Largo —respondí antes de levantarme y alejarme todo lo que me lo permitió el cable del teléfono. Miré por la ventana a la gente que andaba por las aceras, perdida en su propio mundo—. Te echo de menos.

Oí que se levantaba y cerraba la puerta.

—Yo a ti también.

—¿Dormiste algo cuando me fui?

—Un poco. —Se echó a reír—. Alguien me dejó agotada.

—Un cabrón con suerte, seguro.

Ella canturreó un poco e intenté imaginarme lo que hacía, lo que llevaba puesto. Decidí que tenía una falda sin nada debajo y sus botas negras hasta la rodilla.

«Mal movimiento, Max. Estás al otro lado del país y listo para entrar en acción».

—¿Estarás fuera toda la semana? —preguntó.

—Sí. Volveré el viernes por la tarde. ¿Pasarás la noche conmigo?

—Por supuesto.

Respiré hondo y me recordé que no tenía ningún motivo para preocuparme. Lo más seguro era que el ladrón limpiara el teléfono y el ordenador y se limitara a venderlos.

—Bueno, me robaron la bolsa en el aeropuerto.

—¿Qué? —exclamó—. Qué horror. ¿Quién lo hizo?

—Unos capullos.

—¿Qué bolsa era? ¿La de la ropa?

—No, la bandolera. —Tomé una profunda bocanada de aire—. Mi portátil, mi teléfono. Ya he hecho que cambiaran las contraseñas de todo lo relacionado con el trabajo, pero Sara… la tarjeta SD que usé anoche también estaba dentro, y todavía no la había borrado entera. Y tampoco las fotos del teléfono.

—Vale —dijo ella al tiempo que soltaba el aire—. Vale. —Oí el crujido del cuero e imaginé que se había levantado de nuevo de la silla para pasearse por el despacho—. Supongo que no han atrapado al ladrón…

—No… Por lo que tengo entendido, solo eran un par de muchachos estúpidos.

Se hizo el silencio al otro lado de la línea y entonces recordé por qué detestaba las llamadas telefónicas. Quería verla, interpretar su expresión y averiguar si se sentía preocupada o aliviada.

—Bueno, lo más probable es que solo buscaran dinero fácil, ¿no? —dijo al final—. Seguro que empeñan el portátil y el teléfono y tiran la tarjeta SD. Por lo que sabemos, podrían haber borrado ya el disco duro y la tarjeta podría estar en cualquier cubo de basura.

Apoyé la frente en la ventana y solté el aire que contenía. Mi aliento formó una nube de condensación en el cristal.

—Dios, cómo te quiero. Me preocupaba muchísimo cómo te tomarías la noticia.

—Solo vuelve a casa para que podamos hacer más fotos, ¿vale?

Sonreí al teléfono.

—Trato hecho.

La exposición del sábado por la noche y la conferencia del domingo fueron una completa locura. Conocí en persona a mucha gente con la que había hablado por teléfono durante meses, y acordé varias reuniones en Nueva York para elaborar posibles inversiones. El ajetreado ritmo del fin de semana me permitió no pensar en el hecho de que no tenía fotos de Sara desnuda para distraerme.

Cuando desperté el lunes, el cielo estaba cubierto de niebla y el servicio de habitaciones me había llevado un café con cruasanes. Por más extraño que resultara admitirlo, me aliviaba bastante la desconexión obligada que me había acarreado la pérdida de la bandolera. Esa mañana compraría un teléfono nuevo, y podría apañármelas sin el portátil durante el resto de la semana, pero aparte de las fotos perdidas, estaba bien desconectar un poco de las continuas llamadas de trabajo.

Y luego me di cuenta de que en el teléfono que había al lado de la cama parpadeaba una luz roja. ¿Una llamada perdida?

Revisé el costado del aparato y me di cuenta de que habían silenciado el timbre. Cogí el auricular y pulsé el botón del buzón de voz.

Se oyó la voz categórica de Will al otro lado de la línea:

«Max, échale un vistazo al Post y llámame lo antes posible. Tenemos varios incendios que apagar en casa».