15

Sabía que no sería bueno ver a Max todos los días, porque eso me impediría pensar en cualquier otra cosa. Mientras corría por la mañana, pensé en lo que habíamos hecho juntos y se me ocurrieron algunas de las más salvajes fantasías que había tenido en mi vida: colarme bajo el escritorio de Max y llevarlo al orgasmo con la boca mientras él hablaba por teléfono; o hacerlo con él en el ascensor de camino a su apartamento.

Era divertido permitirme por fin tener esos sueños, y empezaba a darme igual que Max hubiera desestructurado tanto mi vida. Y después de lo que había hecho por mí en el club, comenzaba a pensar que sería capaz de caminar sobre brasas por aquel hombre.

Me había puesto nerviosa, eso sin duda. El club tenía una atmósfera siniestra e indulgente, con clientes que llevaban pensando en ese tipo de fantasías quizá más años de los que yo tenía. No sabía si había reglas tácitas que se suponía que debía cumplir. No hables demasiado alto. No cruces las piernas. No mires a nadie a los ojos. No te bebas la copa demasiado rápido.

Mis padres no sabían nada de ese mundo. Su idea de una noche loca era ver Los monólogos de la vagina y cenar en un restaurante fusión asiático de moda. Hasta la fecha, mi padre consideraba el sushi algo demasiado exótico para él.

Y allí estaba yo, entrando en un club de sexo secreto. Y en mi primera noche allí, había dejado que Max me llevara al clímax con la lengua delante de todo el que quisiera mirar.

Al final no llegué a enterarme de si alguien nos había observado. Salimos por la puerta de atrás a la sala donde Johnny, el amigo de Max, se reunió con nosotros para guiarnos hasta la entrada de servicio. Max me observó con detenimiento el resto de la noche, como si se preguntara si iba a salir pitando o a venirme abajo. Pero, en realidad, temblaba tanto porque todo me había parecido perfecto. Max se había arrodillado entre mis piernas y se había negado a dejar que yo hiciera lo mismo. Me besó durante varios minutos, me ayudó a vestirme y me miró de una manera tan cargada de significado que se me puso la piel de gallina.

Jugar en una biblioteca estaba bien, pero en comparación con lo del club, parecía una bobada. Y después, de camino a casa (con la mano de Max en mi rodilla y sus labios en mi cuello, mis orejas, mi boca y, al final, su cuerpo encima y dentro del mío, completamente desatado en el asiento trasero del coche), me di cuenta de que mi vida se había convertido en una locura.

En una locura agradable.

En una locura sensacional.

Había pasado muchísimo tiempo desde la última vez que me sentí así de enamorada, y casi había olvidado lo divertido que era.

—Estás canturreando —dijo George el jueves por la mañana, cuando me acerqué a su escritorio. Sujetaba el bolígrafo entre los dientes, pero murmuró—: Estás pensando en tu Max.

¿Cómo demonios lo sabía? ¿Acaso sonreía como una idiota?

—¿Qué?

—Te gusta.

Me rendí.

—Sí, me gusta —admití.

—Vi cómo te miraba cuando vino el lunes. Dejó que te metieras sus pelotas en el bolsillo.

Hice una mueca y abrí la puerta de mi despacho.

—Preferiría que se quedaran donde están, pero gracias por la idea.

—Estuvo aquí esta mañana —señaló George con aire despreocupado.

Me quedé paralizada a medio camino de mi oficina, a la espera.

—Parecía algo triste por no haberte visto, pero le dije que por las mañanas eres como un oso hasta que te tomas diecisiete tazas de café, y que rara vez llegas antes de las ocho.

—Gracias —gruñí.

—De nada. —Se incorporó y sacó un sobre de su escritorio—. Dejó esto para ti.

Cogí el sobre y entré en mi despacho para leerlo.

Max tenía una letra diminuta, descuidada.

Sara,

Me marcho el viernes por la mañana a San Francisco para asistir a una conferencia y estaré fuera una semana. ¿Podría verte esta noche?

MAX

Cogí el teléfono, deslicé el pulgar por la pantalla y apreté su nombre.

Respondió antes de que terminara el primer timbre.

—¿Todavía estás en modo oso?

Me eché a reír.

—No. Voy por la taza número dieciséis.

—Tu ayudante es todo un personaje. Tuvimos una charla encantadora sobre ti. Me alegra saber que no se te echará encima mientras estoy fuera.

—Si quieres saber la verdad, creo que tú le gustas mucho más. Si alguna vez sientes la inclinación de jugar en el otro equipo, es posible que nunca te libres de él.

—¡Eso lo he oído! —gritó George desde su escritorio.

—¡Pues deja de escuchar a escondidas! —respondí también a gritos, y luego sonreí al teléfono—. Y sí, esta noche estoy libre.

—¿Dónde?

Vacilé un instante antes de responder.

—¿En mi casa?

La línea quedó en silencio.

Cuando Max respondió por fin, pude oír la sonrisa en su voz.

—¿En una cama?

—Claro.

Me temblaban las manos. Mierda, todo había cambiado la noche anterior. La idea de estar con Max en una cama todavía me parecía una aventura salvaje. Me preguntaba si lograríamos sobrevivir.

—¿Te veo allí a las ocho? Tengo una conferencia con la costa oeste a última hora.

—Perfecto.

Me cambié de ropa tres veces antes de las ocho. ¿Informal? ¿Sexy? ¿Informal? ¿Sexy? Al final volví a ponerme la ropa que había llevado al trabajo. Hice la cama, limpié el polvo de todo el apartamento y me cepillé los dientes dos veces. No tenía ni idea de lo que hacía, y estaba casi convencida que ni siquiera la noche que perdí la virginidad había estado tan nerviosa.

Todavía temblaba cuando llamaron a la puerta. Max nunca había visto mi casa, pero cuando entró, apenas miró a su alrededor. Me rodeó la cara con las manos y me aplastó contra la pared antes de besarme con fuerza, chupándome los labios y la lengua. Un beso que no tenía nada de suave. Un beso duro y desesperado, con manos que agarraban los hombros y tiraban en vano de las ropas que se interponían, con labios casi magullados por la autenticidad del beso. Llevaba colgada una bandolera cuya correa le cruzaba el pecho y que se deslizó hacia delante y golpeó la pared con un golpe sordo.

—Estoy perdiendo la puta cabeza —dijo contra mi boca—. Estoy perdiendo el puto cerebro, Sara. ¿Dónde está tu dormitorio?

Caminé hacia atrás mientras tiraba de él y de sus besos salvajes hacia el corto pasillo. Solo tenía encendida la lámpara de la mesilla, que proyectaba un pequeño cono de cálida luz amarilla en la estancia. Paredes blancas, una cama grande, ventanas gigantescas… y todo dentro de un minúsculo apartamento.

Max se echó a reír, miró a su alrededor y apartó las manos de mi cara.

—Tu apartamento es diminuto.

—Lo sé.

Se sacó la bandolera por la cabeza y la dejó en mi cama.

—¿Por qué? Puedes permitirte algo mejor.

Me encogí de hombros, hechizada por el pulso que latía a toda velocidad en su garganta. ¿Por qué hablábamos sobre el tamaño de mi apartamento? Lo que yo quería saber era qué había dentro de la bandolera. Lo único que llevaba siempre eran el billetero, el teléfono y la llave de casa.

—Por ahora no necesito más.

Me miró a los ojos y asintió con la cabeza antes de esbozar una sonrisa torcida.

—Eres una mujer complicada, Sara Dillon.

Algunas veces, después de correr mucho, tenía tal subidón que lo único que podía hacer era salir y correr un poco más. Tenía tanta energía en la sangre que no podía quedarme quieta. En ese momento, me sentía igual.

—Max, yo… —Levanté la mano para mostrarle lo mucho que temblaba—. No sé qué hacer ahora mismo.

—Quítate la ropa para mí. —Rebuscó en la bandolera y sacó una enorme y moderna cámara—. Esta noche quiero fotos de todo —dijo al tiempo que me observaba a través del objetivo.

El sonido del obturador me aceleró el corazón. Me sentí mareada, ebria.

—También de las caras —dije en voz baja.

—Sí —dijo él con voz ronca—. Exacto.

Bajé la vista para contemplar la ropa que me había puesto: una falda de seda color marfil con pequeños botones de perla y una sencilla camisa negra.

«Quítate la ropa para mí».

Me alegré de tener una tarea en la que concentrarme. El peso de la última noche aún me encogía el corazón, y ver a Max en mi dormitorio estuvo a punto de derrumbarme.

Levanté las manos hasta el botón superior de la blusa.

Aún me temblaban los dedos.

Así era diferente, en mi apartamento, sin otro testigo que una cámara. ¿Qué iba a enseñarle esa noche? ¿Mi cuerpo? ¿O todo lo que guardaba bajo la piel: mi corazón, mis miedos y el salvaje y pulsante deseo que sentía por él?

Oí el chasquido del obturador seguido de la voz profunda de Max.

—Verte tan nerviosa me hace pensar que no sabes que estoy enamorado de ti.

Lo miré con los ojos abiertos como platos y las manos paralizadas.

Clic.

—Te amo, Pétalo. Hace tiempo que lo sé, pero lo de anoche lo cambió todo para mí.

Asentí, algo mareada.

—Vale.

Se mordió el labio y lo soltó para esbozar una sonrisa perversa.

—¿«Vale»?

—Sí. —Volví a los botones y desabroché uno de cada vez. Luchaba por contener la sonrisa más grande del mundo.

Clic.

—¿No vas a decir otra cosa que «vale»? —preguntó al tiempo que me echaba un vistazo por encima de la cámara—. ¿Te digo que te amo y ni siquiera recibo un «gracias» o un «qué amable eres»?

Dejé que la camisa cayera al suelo y le di la espalda antes de empezar a desabrocharme el sujetador (clic) y arrojarlo al suelo.

Clic. Clic.

Bajé la cremallera de la falda y la arrojé al suelo con el resto de la ropa mientras me daba la vuelta para mirarlo.

—Yo también te amo. —Clic—. Pero estoy aterrorizada.

Max bajó la cámara y me miró fijamente.

—No quería enamorarme de ti —le dije.

Dio un paso hacia delante.

—Si te hace sentir mejor, has luchado contra ello con todas tus fuerzas.

Soltó la cámara y se acercó de nuevo para besarme. Me puso una mano en el costado y alzó la otra para cubrirme la cara antes de apretar sus labios contra los míos.

—Yo también estoy asustado, Sara. Me asusta pensar que estés conmigo de rebote. Me asusta pensar que la fastidiemos de algún modo. Me asusta que te canses de mí. Pero la cuestión es —dijo, sonriente—, que no deseo a nadie más. Me has dejado inservible para otras mujeres.

Debió de hacerme cientos de fotos mientras terminaba de quitarme la ropa y me subía a la cama. Se acercó a mí mientras me contaba cómo se sentía: distraído, insaciable, con ganas de darle las gracias a Andy antes de matarlo, preocupado por la posibilidad de no tener nunca suficiente. Capturó todas mis reacciones, como un obseso.

Se situó por encima de mí y enfocó la cámara hacia mi torso, donde su cuerpo rozaba el mío. Cerré los ojos, perdida en las sensaciones y en los suaves chasquidos del obturador. Cuando volví a abrirlos, me encontré con los suyos.

Estiré el brazo para apuntar la cámara hacia mi cuello. Max sacó la foto y permitió que la apuntara más y más arriba sin dejar de mirarme a través del objetivo.

Le temblaban las manos cuando ajustó el foco y tomó una foto tras otra de mi cara, de sus dedos sobre mi mandíbula o sobre mi mejilla, y apartó un poco la cámara para poder capturar uno de nuestros besos.

Y entonces todo se centró en la sensación de su boca sobre mí, en la sensación de su pelo en mis manos, de su lengua sobre mi cuerpo, de las palabras que pronunciaban sus labios sobre mi piel. Sentí cada una de sus respiraciones y cada pequeño ruido que hacía. Noté que su boca se volvía cada vez más hambrienta y apremiante mientras descendía por mi cuerpo. Muy despacio, introdujo dos dedos dentro de mí y me succionó el clítoris con fuerza, empujándome al clímax. Permanecí callada. No quería oír mi voz en mi cabeza. Solo quería sentirlo a él.

—Eres preciosa —susurró cuando me rendí con un grito, cuando me quedé quieta por fin y él gateó sobre mí para darme un beso—. Es alucinante lo mucho que me afecta eso.

Estiré el brazo y recorrí su pecho con las uñas para animarlo a utilizar mi cuerpo para conseguir lo que necesitaba, a sentir todo lo posible. Mis manos se movieron por iniciativa propia; lo acariciaron y lo arañaron, tiraron de él o lo alejaron, como cuando quise ver cómo metía la mano entre nuestros cuerpos a fin de situar su erección en el lugar apropiado. Le hice cosquillas en el abdomen y noté cómo se contraían sus músculos bajo mis dedos.

—Por favor —susurré.

Max gimió y soltó el aire que contenía mientras se echaba sobre mí para introducirse en mi interior hasta el fondo. La sensación fue desconcertante. Lo sentí todo a la vez: su pecho sobre el mío, su cara en mi garganta, mis brazos alrededor de su cuello, mis dedos enterrados en su pelo, sus manos colocándome los muslos alrededor de la cintura, sus caderas rotando mientras me penetraba.

«Por favor, que esto no termine nunca. No quiero que este momento se acabe».

Nos habíamos quedado sin palabras y estábamos cubiertos de sudor. «Esto —pensé— es hacer el amor de verdad».

Max se dio la vuelta y me situó encima de él. Contempló mi rostro hasta que las sensaciones fueron demasiado intensas y cerré los ojos para disfrutar del orgasmo. Oí el chasquido de la cámara y después un ruido sordo que indicaba que había caído sobre el colchón. Luego, Max se puso encima de mí, mucho más salvaje, y me levantó los muslos con las manos mientras fruncía el ceño en un gesto de concentración.

Imágenes de luces y sombras llenaron mis retinas, pero esta vez me negué a cerrar los ojos.

Max cayó sobre mí, ardiente y pesado. Su boca se movía sobre la mía, ambas abiertas, jadeantes al borde del abismo. Deslizó sus labios sobre los míos y ambos empezamos a hablar sin palabras.

«Voy a correrme», dijimos sin emitir sonido alguno, suplicantes. «Voy a correrme».

Los dos nos habíamos saltado la cena, así que observé fascinada cómo Max asaltaba la cocina.

Solo llevaba puestos los calzoncillos, y me di cuenta de que nunca lo había contemplado así. Era evidente que Max era alto y escultural, pero también parecía cómodo con su cuerpo. Me gustó ver cómo se rascaba el abdomen mientras examinaba lo que había en la nevera. Me quedé absorta en el movimiento de sus labios mientras catalogaba todo lo que había en el cajón de las verduras.

—Las mujeres sois increíbles —murmuró al tiempo que examinaba distintos quesos—. Yo solo tengo mostaza en la nevera. Quizá unas cuantas patatas pasadas.

—Hice la compra hace poco. —Me había puesto su camiseta y tiré de ella para inhalar su aroma. Olía a su jabón, y a su desodorante, y a la esencia de su piel.

—Creo que la última compra que hice fue en mayo.

—¿Qué es lo que buscas?

Se encogió de hombros y cogió un cuenco de uvas.

—Aperitivos. —Cogió un paquete de seis cervezas y lo levantó con una sonrisa—. Marca Stella. Buena elección.

—No soy imparcial.

Puso uvas, nueces y unas cuantas rodajas de queso en una bandeja y señaló el dormitorio con un gesto de la cabeza.

—Aperitivos en la cama.

Ya sobre el edredón, me metió una uva entre los labios y cogió otra para él.

—Bueno, se me ocurre… —murmuró mientras masticaba.

—Cuéntame.

—Dentro de dos semanas celebraré una fiesta benéfica en mi apartamento. ¿Qué te parece si nos presentamos en sociedad esa noche? Max y Sara: locamente enamorados. —Se comió unas cuantas nueces y me miró antes de añadir—: Incluso prohibiré el paso a la prensa.

—No tienes por qué hacerlo.

—No tengo por qué, pero lo haré.

Tardé un rato en decidir lo que quería decirle, y mientras lo pensaba, Max seguía comiendo con paciencia. Suponía un enorme contraste con Andy, que siempre quería una respuesta segundos después de hacer la pregunta. Lo cierto era que mi mente jamás había funcionado de esa manera. Los políticos dan preguntas y respuestas rápidas, como si fueran una raqueta verbal. A mí siempre me había costado más redactar lo que quería decir. Y, en el caso de Max, daba la impresión de que tardaría un par de meses en saber lo que sentía.

—La razón por la que las fotos me hacen sentir incómoda es que a Andy y a mí nos hicieron millones de ellas durante muchísimo tiempo. Y siempre estarán ahí, disponibles para cualquiera que quiera verlas. Siempre me sentiré humillada cuando vea mi sonrisa ignorante y la suya, falsa y mentirosa.

Max terminó de masticar lo que tenía en la boca antes de responder.

—Lo sé.

—Así que creo que tienes razón. Quizá sea mejor que no haya prensa esta vez. Podemos charlar con algunos de tus invitados y ver cómo va la cosa.

Max se inclinó hacia delante para darme un beso en el hombro.

—Me parece bien.

Me dio otra uva y luego dejó la bandeja junto a la botella de agua, en la mesilla. A continuación, me sacó su camiseta por la cabeza.

Esa vez, hicimos el amor sin prisas, cuando la noche estaba en su momento más oscuro y el viento rugía al otro lado de las ventanas abiertas. Tenía su cintura entre las piernas y su rostro enterrado en el cuello mientras nos movíamos juntos, él debajo, limitándonos a ver y sentir.

Jamás había sentido nada como aquello.

Nada.

Max estaba acurrucado detrás de mí cuando el sol empezó a iluminar el cielo. Tenía un aspecto increíble. Se le había alborotado el pelo y me envolvía con el calor de sus brazos y piernas. Estaba duro y apretado contra mi espalda; sincero, hambriento y con ganas de juerga antes incluso de que su mente despertara.

No dijo ni una palabra cuando se dio cuenta de que lo observaba. Solo se frotó la cara, me miró los labios y cogió la botella de agua que habíamos dejado en la mesilla de noche. Me la ofreció y luego dio un trago antes de dejarla a un lado para poder recorrer mis pechos con las manos.

Y me perdí de inmediato en las sensaciones cuando se colocó encima de mí y me embistió al tiempo que me daba un beso de buenos días. Todavía estábamos medio dormidos cuando descendió para lamer carne, costillas y caderas. Lo rodeé con brazos y piernas, deseando envolverme con su piel suave. Lo quería desnudo encima de mí. Quería su rostro entre mis piernas y sus dedos en todas partes.

Movía las manos con una calma deliberada; me provocaba para encender una llama lenta bajo mi piel. Me besó por todos lados; me proporcionó placer con las manos, la boca y las palabras; me preguntó si me gustaba, como si no hubiéramos hecho aquello muchas veces antes. Pero lo entendí: allí en mi cama era diferente. Todo había cambiado la noche anterior, y lo único importante ahora era lo que sentía al abrirle por fin mi corazón.