Llevaba dos meses en Nueva York y en realidad no sabía a qué me dedicaba cuando no estaba en el trabajo. Corría. Tenía unos cuantos amigos con quienes asistía a distintos espectáculos, o con quienes me iba a tomar un café o una copa. Charlaba con mis padres un par de veces por semana. No estaba sola; sin duda tenía una vida mucho más plena que en mi última etapa en Chicago. Pero la mayor parte de mi vida fuera del trabajo era Max.
¿Cómo demonios había ocurrido?
«Sexo ocasional: lo estás haciendo mal».
No obstante, por su parte, Max nunca parecía sorprendido por nada de lo que ocurría entre nosotros. No se sorprendió cuando lo convencí para hacerlo conmigo en la discoteca, ni cuando me presenté en su oficina ofreciéndole sexo y nada más, y tampoco cuando me presenté en su casa solo para desmoronarme en la ducha y suplicarle que me follara para olvidar todo lo demás.
Incluso sus amigos eran geniales. Puede que Derek fuera la persona más grande que había visto en mi vida, y aunque no era lo que se dice ligero de pies, bailar con él había sido una de las cosas más divertidas que había hecho en siglos…, aparte de lo que hacía con Max.
Me despedí de Derek con un gesto de la mano. Él me guiñó un ojo y, señalando a Max con un gesto de la cabeza, me recordó lo que me había dicho en la pista de baile.
—Ese es un capullo.
Bajo la luz de la pista, Derek me había parecido mucho más sucio que cuando lo había visto por primera vez. Bajé la vista para mirarme el vestido y vi unas cuantas huellas de mano cerca del hombro.
—No es tan malo.
Derek se echó a reír y me dio unas palmaditas en la cabeza.
—Es lo peor. Es agradable con todo el mundo y nunca mete la pata. Siempre está para sus compañeros y jamás se comporta como un imbécil. —Me guiñó un ojo—. Una puta pesadilla.
Le di las gracias a Maddie cuando nos marchábamos, y oí las canciones ebrias del equipo en el bar mientras Max paraba un taxi y me abría la puerta.
—Te veo dentro de un rato —dijo. Luego cerró la puerta y se despidió con un gesto de la mano antes de que el coche se alejara de la acera.
Lo miré por la ventanilla de atrás. Estaba quieto, observando cómo mi taxi se alejaba por Lenox.
Habíamos decidido optar por algo sencillo para cenar: hamburguesas en un pequeño y tranquilo local del East Village.
La tranquilidad estaba bien. La tranquilidad me ayudaría a acallar el caos de mi cerebro. Mi plan de pasarlo bien, ser salvaje y mantener separados los distintos aspectos de mi vida se había ido al infierno.
Fui a casa y me duché para librarme del barro que se me había pegado al bailar con Derek y Max, y luego me puse un sencillo vestido azul atado al cuello. Todavía podía oír las canciones del bar, y me imaginé con sus amigos de nuevo: acurrucada con Max en el sofá de un colega, viendo una película con ellos, o con una taza de café caliente entre las manos en una de las bandas de un campo de rugby. Cada fantasía era un regalo, pero dejé de pensar en ellas cuando mi mente empezó a analizar, a preocuparse y a interpretar el papel del abogado del diablo.
Salí al descansillo y cerré la puerta de mi apartamento mientras me recordaba: «Cada cosa a su tiempo. Nadie te obliga a hacer nada».
A pesar de que era sábado por la noche, cuando la gente solía salir a disfrutar de la puesta de sol, el Village estaba mucho más tranquilo de lo que jamás lo había estado el centro. ¿Cuándo había empezado ese lugar a parecerme un hogar?
Max había elegido un restaurante al que se podía ir andando desde mi casa. No necesitaba leer todos los carteles de las calles para llegar hasta allí.
Varias hileras de luces diminutas le daban un resplandor amarillento y cálido a la entrada, y una pequeña campanilla tintineó cuando abrí la puerta. Max ya estaba allí, aseado y sentado en la parte trasera con el Times entre las manos. Aproveché el momento para observarlo con detenimiento: una camiseta rojo oscuro, vaqueros gastados con un roto en el muslo. El pelo castaño claro parecía casi dorado bajo aquella luz. Unas elegantes deportivas de aspecto británico aparecían al final de sus largas piernas extendidas. Tenía unas gafas de sol encima de la mesa, junto al codo.
«Justo tu tipo de follamigo glorioso, esperándote en una hamburguesería».
Cerré los ojos, respiré hondo y me acerqué a él.
Los límites se habían difuminado. Después de ese día, no podría continuar fingiendo que solo me interesaban los orgasmos que podía proporcionarme. No podría fingir que mi corazón no daba un delicioso vuelco cada vez que lo veía, o uno desagradable cuando me marchaba. No podría fingir que no sentía nada por él.
Me pregunté si sería demasiado tarde para huir.
Solo cuando oí su risa me di cuenta de que lo había estado mirando fijamente, con la boca ligeramente abierta, y que él lo había visto. Ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba así. Max esbozó una sonrisa torcida.
—Pareces bastante entusiasmada con esta cerveza. —Empujó la pinta sobre la mesa y cogió la suya—. Me he tomado la libertad de pedirte una hamburguesa del tamaño de tu cabeza y patatas fritas. —Sonrió y después aclaró—: O papas fritas, como decís por aquí.
—Perfecto. Gracias. —Dejé el bolso en una silla vacía y me senté frente a él.
Sus ojos sonrieron antes de fijarse en mis labios.
—Bueno… —dije, y le di un trago a la cerveza mientras observaba a Max por encima del borde del vaso.
—Bueno…
Parecía bastante divertido con el giro de los acontecimientos. No podía decirse que yo fuera una maniática del control, pero estaba acostumbrada a tener una vida bastante predecible y en los dos últimos meses no había sido capaz de anticipar nada de lo que me ocurría.
—Gracias por invitarme al bar hoy.
Él asintió y se rascó la nuca.
—Gracias por venir.
—Tus amigos son muy agradables.
—Son un puñado de imbéciles.
Me eché a reír y sentí que mis hombros se relajaban poco a poco.
—Qué curioso. Eso es justo lo que ellos piensan de ti.
Apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Tengo que hacerte una pregunta.
—¿Sí?
—¿Esto es una cita?
Estuve a punto de atragantarme con el sorbo de cerveza que acababa de tomar.
—Por el amor de Dios, mujer, a ver si te va a dar un ataque. Solo preguntaba si te gustaría cambiar las reglas. ¿No deberíamos revisar nuestro acuerdo previo?
Asentí y me limpié los labios con la servilleta.
—Desde luego —murmuré.
Max dejó la cerveza y empezó a contar mis normas con los dedos.
—Una noche a la semana; ningún otro amante; sexo preferiblemente en público (y nunca jamás en mi cama); fotografías, pero sin caras; nada de publicidad. —Levantó el vaso, dio un buen trago y luego volvió a inclinarse hacia delante para susurrar—: Y nada entre nosotros aparte del sexo. Para aliviar tensiones y todo eso. ¿Lo he resumido bien?
—Sí, más o menos. —Noté el martilleo de mi corazón bajo las costillas al darme cuenta de lo mucho que me había alejado de las normas en un solo día.
Un chaval trajo dos cestas con las hamburguesas más grandes que había visto en mi vida y dos enormes montones de patatas fritas.
—Madre mía… —dije mientras observaba mi comida—. Esto es…
—¿Justo lo que querías? —preguntó él mientras cogía el vinagre.
—Sí, pero más de lo que puedo comer.
—Hagamos esto más interesante, ¿quieres? —dijo—. Aquel que coma más podrá establecer las nuevas normas.
Con una sonrisa, volvió a ponerle el tapón al vinagre y lo dejó en su lugar. Ambos sabíamos que él pesaba casi el doble que yo. Era imposible que comiera más que él.
Pero ¿tenía hambre de verdad? Quizá estuviera lleno de cerveza y supiera que yo podría comer más que él. ¿O acaso quería establecer las nuevas normas?
—Por Dios, mujer. Deja de pensar —dijo mientras cogía su hamburguesa y le daba un enorme mordisco.
—Está bien. Trato hecho —dije. De repente me moría por saber cuáles serían las reglas de Max.
Miré fijamente a Max mientras se limpiaba las manos con la servilleta. Al final formó una bola y la arrojó dentro de su cesta vacía.
—Ha estado bien —murmuró al tiempo que levantaba la vista para mirarme por fin.
Le entró un ataque de risa al ver mis patéticos progresos. Solo había conseguido comerme un cuarto de la hamburguesa, y daba la impresión de que ni siquiera había tocado las patatas fritas.
Dejé la hamburguesa en la cesta con un gemido.
—Estoy llena.
—He ganado.
—¿Lo dudabas?
—¿Por qué aceptaste el trato, entonces? —preguntó mientras apartaba la silla de la mesa—. Podrías haberte negado.
Me encogí de hombros y me levanté para salir de allí antes de que pudiera presionarme para obtener una respuesta. Sentía curiosidad por saber qué quería Max que hubiera entre nosotros, pero no tenía claro si estaba preparada o no para admitirlo.
El efecto de la cerveza que había tomado antes se disipaba poco a poco, y con el peso de la hamburguesa en el estómago, podría haberme acurrucado en la acera y echarme a dormir. Pero solo eran las ocho y media, y todavía no estaba dispuesta a dar por terminada la noche. La idea de esperar hasta el viernes para volver a verlo me parecía imposible…, a menos que él cambiara esa norma.
El East Village estaba abarrotado de veinteañeros que habían salido el sábado por la noche a beber y disfrutar de la música. Max buscó mi mano, entrelazó los dedos con los míos y me dio un apretón. Por costumbre, abrí la boca para decirle que no iba a pasear por la calle de esa manera, pero él me sorprendió empujándome hacia el bar en penumbra que había justo al lado.
—Sé que estás llena, pero siéntate aquí, tómate un cóctel y te despertarás. Todavía no he acabado contigo. Ni de lejos.
Dios, qué bien sonaba eso.
Nos dirigimos a uno de los apartados y nos sentamos en un rincón oscuro. Yo me tomé un vodka con tónica, y Max unas cuantas cervezas. Me habló sobre lo que había sido criarse en Leeds con padres irlandeses católicos y nacer en medio de siete hermanas y tres hermanos. Había compartido habitación con sus hermanos, y era una infancia tan distinta a la mía que apenas parpadeé durante el tiempo que él me estuvo contando historias de la época en la que decidieron formar un grupo musical familiar, o cuando, a los dieciocho años, su hermana mayor, Lizzy, fue descubierta en el Volvo familiar con el cura local practicando «sexo consentido». El hermano mayor de Max, Daniel, se marchó en cuanto terminó el instituto a una misión católica en Myanmar y había vuelto a casa convertido en un budista theravada. Su hermana pequeña, Rebecca, se casó justo después de la universidad y, con veintisiete años, ya tenía seis hijos. Los demás tenían historias igual de fascinantes: el hermano que había nacido diez meses después de Max, Niall, era el vicedirector del metro de Londres; una de sus hermanas medianas era profesora de química en Cambridge y tenía cinco hijos, todos chicos.
Max admitió que en ocasiones se sentía mediocre en comparación con sus hermanos.
—Estudié arte en la universidad y luego me gradué en economía empresarial para poder «vender» el arte. A los ojos de mi padre fui un completo fracaso, tanto por la carrera que había elegido como por no haber traído al mundo niños católicos antes de los treinta.
Sin embargo, cuando dijo eso se echó a reír, como si en realidad a sus padres no les hubiese importado tanto que fuera un absoluto fracaso en ese sentido.
Su padre, un fumador empedernido, había muerto de cáncer de pulmón la semana después de que Max se graduara, y su «mamá» había decidido que necesitaba un cambio, así que se había trasladado con él a Estados Unidos.
—No conocíamos a nadie aquí. Yo tenía un par de contactos indirectos de la universidad, y algunos del graduado empresarial (amigos de amigos en Wall Street), pero mi única ambición era entrar en el mundo artístico neoyorquino y asociarme con alguien que supiera de ciencia y tecnología. Así fue como conocí a Will.
Se reclinó en el asiento y apuró la cerveza. Estaba claro que sabía beber. Había perdido la cuenta de las cervezas que se había tomado, y lo cierto era que no parecía afectado en absoluto.
—Bueno, debo admitir que lo conocí en un pub, pero congeniamos bien y casi al día siguiente empezamos nuestro proyecto. Un par de años después contratamos a James para que se encargara de la parte tecnológica, ya que Will ya no podía llevar la biotecnología y el departamento de tecnología de la información al mismo tiempo.
—¿Cómo es posible que no tengas una enorme barriga cervecera? —pregunté con una risotada.
Era una injusticia. Tenía un cuerpo que Julia habría calificado como «fibrado», y algunos músculos en el torso que yo ni siquiera sabía que existían.
Él pareció confuso durante un instante, antes de observar su vaso vacío.
—¿Me estás tomando el pelo?
—Por supuesto —dije, y noté los efectos de mi segundo vodka con tónica. Sentía las mejillas calientes y mi sonrisa no dejaba de crecer—. Te estoy tomando el pelo.
—Ya —dijo él mientras sacudía la cabeza—, pues dicho con acento estadounidense no queda tan bien.
—¿Te gusta el acento estadounidense o no? Porque todo ese rollo británico tuyo me hace desear hacer cosas perversas con tu boca.
Max se lamió los labios a toda prisa, y me dio la impresión de que se ruborizaba.
—El acento estadounidense no es muy sexy, no. Sin embargo, ese tuyo de Chicago es bastante mono. Sobre todo cuando estás achispada. Es tan soso y tan… —Emitió un horrible gimoteo que, a buen seguro, yo no había hecho jamás.
Compuse una mueca y él se echó a reír.
—Yo no hago eso, te lo aseguro.
—Vale, puede que haya exagerado —dijo—. Pero lo que sí encuentro sexy es tu cerebro, tus enormes ojos castaños, tus grandes labios, tus magníficos muslos y tus sensacionales tetas.
Me aclaré la garganta, ya que notaba cómo el calor se extendía por mi piel desde el pecho hasta las yemas de los dedos.
—¿Mis muslos?
—Sí. Creo que ya he mencionado que tienes una piel increíble. Y en tus muslos es muy muy suave. ¿Acaso no te lo habían dicho? Sospecho que nadie te los ha besado tanto como yo.
Parpadeé, desconcertada. Él sabía que solo había estado con Andy, pero había acertado más de lo que se creía. Andy apenas me besaba alguna vez por debajo del pecho.
—¿Cuáles son las nuevas normas? —pregunté. Me sentía un poco mareada, pero no sabía si era por la bebida o por el hombre que me acompañaba.
En su boca apareció una sonrisa depredadora.
—Creí que nunca lo preguntarías.
—¿Debería preocuparme?
—Claro que sí.
Me estremecí, pero fue más por el calor creciente que sentía en el vientre que por miedo. Siempre podía negarme a lo que me pidiera.
No obstante, sabía que no lo haría.
—Regla número uno: mantendremos las noches de los viernes, pero añadiremos cualquier otra que deseemos. Puedes negarte, pero así no me sentiré un imbécil por pedírtelo. Y… —dijo mientras alargaba el brazo para apartarme un mechón de pelo que me caía sobre los ojos—, tú también puedes pedírmelo. Puedes admitir que también deseas verme más. No tienes que disculparte por venir a verme cuando estás alterada. El sexo no lo es todo, ¿sabes?
Dejé escapar un suspiro tembloroso y asentí.
—Vale…
—Regla número dos: dejarás que me acueste contigo en una cama. Una cama gigantesca con un cabecero al que pueda atarte o en el que pueda apoyarte. Quizá incluso quiera follarte sobre el colchón con tus fantásticos zapatos encima de los hombros. No tiene por qué ser mi cama, y tampoco tiene por qué ser ahora. Me encanta follarte en público, y volveremos a hacerlo en su momento, pero a veces deseo tenerte para mí solo. Tomarme mi tiempo.
Aguardó una respuesta y, al final, volví a asentir.
—Prometo seguir haciéndote fotos, porque ambos disfrutamos con ellas. No te pediré que te dejes ver conmigo en público hasta que estés preparada…, con eso no hay problema. Y si no quieres que nos vean nunca, lo aceptaré. Pero me fascinas, Sara, con tu necesidad de intimidad y de ser observada. Creo que ahora lo entiendo. Y me encanta. Quiero jugar con eso un poco más. Explorar lo que a ambos nos gusta.
Extendió las manos por delante de él y se encogió de hombros antes de inclinarse para darme un rápido beso en los labios.
—¿Te parece bien?
—¿Eso es todo?
—¿Qué creías que iba a decir? —preguntó con una risotada.
—No lo sé. —Cogí mi copa y la terminé con un par de tragos largos. El vodka aterrizó en mi estómago y me calentó aún más, con lo que empecé a sentir un hormigueo en las piernas—. Pero… creo que me gustan esas normas.
—Me lo imaginaba.
—Eres un poco chulito, ¿lo sabías?
—Soy bastante listo. —Sonrió—. Y otra cosa, Sara.
Dejé de observar mis manos sobre la mesa y lo miré a los ojos.
—¿Sí?
—Gracias por confiar en mí y elegirme para tu primera decisión alocada.
Lo miré fijamente y vi que su expresión pasaba de la diversión a la curiosidad, y luego a una ligera incomodidad. Y quizá fuera por esa expresión, o tal vez por el ritmo pulsante de la música. Quizá fuera que veía a Max de una forma nueva (con profundidad y una historia de familiares y gente a la que amaba y mantenía cerca en todo momento de su día a día), pero quería estar más cerca de él. Y con más cerca no solo me refería a la proximidad física.
Le rodeé la cara con las manos y me incliné hacia él.
—Corrijo lo que dije antes: eres bastante increíble.
Sonrió y sacudió un poco la cabeza.
—Y tú estás bastante achispada.
—Quizá, pero eso no quita que seas increíble. —Le di un beso en la boca—. Solo hace que sea más expresiva al decirlo.
Le succioné el labio inferior para saborearlo. Joder. La mayoría de los días habría preferido beber gasolina que cerveza, pero en sus labios tenía un sabor fantástico.
—Sara… —murmuró él en medio del beso.
—Dilo otra vez. Me encanta cómo dices mi nombre. Sahhhraaahhh.
—Sara —repitió para complacerme antes de apartarse—. Cielo, ¿te has dado cuenta de que estamos en un lugar donde pueden vernos?
Hice un gesto despreocupado con la mano.
—Me da igual.
—Quizá mañana no te dé igual, cuando estés algo menos… expresiva.
—No estoy tan borracha. Y, sinceramente, no me importa. Anoche me di cuenta de que había dejado que me fotografiaran por todo el país con un hombre al que no le importaba una mierda nada de mí excepto mi apellido. Y aquí estás tú, que siempre eres agradable, que quieres verme más y modificar mis estúpidas normas…
—Sara…
Le puse un dedo en los labios.
—No me interrumpas, que estoy inspirada.
—Ya lo veo. —Sonrió bajo mi dedo.
—Lo que quiero decir es que eres increíble y que quiero besarte en un bar. Me da igual que alguien me vea y piense: «¡Vaya! Esa mujer quiere convertirse en la señora Stella, ¡qué patética! ¿Acaso no sabe que él sale con una mujer distinta cada noche?».
—No lo hago.
—Pero la gente no lo sabe, y eso es lo que importa. —Respiré hondo, le puse una mano en el pecho y contemplé sus ojos risueños—. Me da igual lo que piensen en estos momentos. Estoy harta de preocuparme por lo que piensa la gente. Me gustas.
—Tú también me gustas. Mucho. De hecho…
Me incliné y lo besé. Fue un lío, porque enterré las manos en su pelo y casi me subí a su regazo en aquel estúpido bar, pero me dio igual. Me daba igual. Max me rodeó la cara con las manos y, cuando lo miré, vi en sus ojos una expresión abierta y suplicante en la que había «algo» más. Algo que no supe definir.
—Mi dulce Sara —murmuró en medio de mis besos salvajes—. Vayamos poco a poco. Vamos a llevarte a casa.
Menos mal que el lunes por la mañana ya había dejado de dolerme la cabeza, porque tenía un montón de trabajo que hacer. En primer lugar, el plan de tasación para la nueva línea Provocateur. En segundo, pasarle todo el trabajo de B&T Biotech a Samantha. Por supuesto, no estaba en mi agenda obsesionarme con Max y lo mucho que había cambiado la dinámica de nuestra relación en las últimas treinta y seis horas.
Lo primero era trabajar. Ya tendría tiempo de sobra para asustarme más tarde.
O eso pensaba.
—Saaaarrrraaaaaa —me llamó George, que de algún modo logró darle a mi nombre una duración de diecisiete sílabas.
Me detuve en seco dentro de mi despacho, dejé el ordenador portátil en una silla y observé la escena que tenía ante mí: George sentado en mi silla, con los pies en alto y el periódico extendido sobre su regazo.
—¿Por qué estás en mi escritorio?
—Porque supuse que era mejor lugar para disfrutar de la Página Seis contigo que la sala de espera. ¿Estás preparada?
Se me cayó el alma a los pies.
—¿Preparada para qué? —pregunté. Eran las siete y media del lunes, por el amor de Dios. Ni siquiera estaba preparada para respirar de forma consciente.
George le dio la vuelta al periódico y vi una foto gigantesca en blanco y negro en la que aparecía la mitad del rostro de Max. La otra mitad estaba cubierta por mi cabeza.
—¿Qué es eso?
—Un periódico, cielo —canturreó George mientras agitaba el periódico, y la palabra «cielo» fue como un puñetazo en mi estómago. No había dejado de pensar en esa palabra el día anterior, recordando cómo sonaba cuando me la decía Max—. Una foto de Max besando a, tacháaannn, una «misteriosa mujer». —Volvió a darle la vuelta para poder leer el pie de foto—. «El millonario playboy Max Stella tomando una copa con una misteriosa rubia…».
—¡Yo no soy rubia! —protesté.
George levantó la vista, encantado.
—¡Gracias por confirmármelo! Y estoy de acuerdo contigo. Tu pelo es más bien castaño claro. Pero déjame terminar: «La pareja empezó la noche con bromas y sonrisas, y acabó con un asalto ardiente en el apartado del rincón. Al parecer, ¡el caramelito de la semana es una tigresa!».
George estalló en carcajadas, pero se puso serio cuando me pasó la página.
—No deberías haberme mentido sobre lo tuyo con Max, jefa. Estoy muy dolido.
—¡No es asunto tuyo! —dije, y casi le arranqué el periódico de las manos para estudiarlo.
A Max se le veía claramente en la foto, pero a mí solo se me veía la parte de atrás de la cabeza y un poco del brazo, así que mi identidad sería casi imposible de averiguar para todo aquel que no me conociera.
—Es tu pulsera de la alergia y tu precioso pelo —se burló George—. ¿Desde cuándo?
—No es asunto tuyo.
—¿Es increíble en la cama? Lo es, ¿a que sí? Ay, Dios, no me lo digas todavía, deja que lo imagine bien primero. —Cerró los ojos con fuerza y tarareó por lo bajo.
—No… es… asunto tuyo —repetí antes de pasarme una mano por la frente. Madre de Dios. Bennett y Chloe verían aquello. Y mis compañeros de trabajo. Alguien se lo enviaría a mis padres—. Ay, Dios…
—¿Estáis saliendo o algo así? —preguntó un poco exasperado al tiempo que daba un golpe con la mano sobre el escritorio.
—¡Ay, Dios! ¡Que no es asunto tuyo! Sal de mi despacho, Skippy.
Se puso en pie y me dirigió una sonrisa sucia casi tan auténtica como la de los políticos. Parecía más emocionado que otra cosa. Quizá incluso algo cachondo.
—Está bien —gruñó—. Pero será mejor que me cuentes los detalles en cuanto te calmes un poco.
—Ni lo sueñes. Largo.
—Me parece genial, por cierto —dijo, ya serio—. Te mereces a un tío bueno.
Dejé el miedo a un lado por un instante y lo miré. George no estaba asustado. No asumía lo peor. Era un pervertido total y disfrutaba de cada segundo de mi tormento, pero también daba por seguro que yo era feliz, lo pasaba bien y hacía lo que solían hacer las mujeres de veintitantos. Era un fiel reflejo de lo que yo pensaba el sábado por la noche («Este hombre es bueno para ti, Sara»), ese pensamiento al que con tanto empeño intentaba aferrarme.
No obstante, la mañana del lunes me había resultado más difícil de lo que pensaba seguir siendo joven y alocada, seguir creyendo que no me caería encima otro desastre.
—Gracias, George.
—De nada. Pero Chloe viene hacia aquí, así que será mejor que te prepares.
De hecho, estaba mucho más cerca de lo que me esperaba. Mi amiga echó a mi ayudante antes de entrar en mi despacho y cerrarle la puerta en las narices.
—¿Max?
—Lo sé.
—¿El tipo misterioso es Max?
—Chloe, siento no habértelo…
Levantó una mano para interrumpirme.
—Te pregunté si era Max. Me mentiste, de manera muy convincente, y dijiste que no. No sé muy bien si debo sentirme impresionada o cabreada.
—¿Impresionada? —sugerí con una sonrisa conquistadora.
—Ay, Dios, no deberías ser tan adorable. —Se acercó al sofá que había junto a la ventana y se sentó—. Cuéntamelo todo.
Atravesé la estancia y me senté con ella antes de respirar hondo y contárselo todo. Le hablé de cuando nos conocimos en la discoteca y nos enrollamos. Le conté lo del restaurante chino, que había intentado decirle que no volviera a buscarme, pero que acabé dejando que me masturbara. Admití que era el hombre con quien había estado en la gala benéfica, y que fue ella quien hizo que me diera cuenta de que podría ser una buena distracción para explorar mi nuevo lado aventurero, ya que Max era prácticamente un experto mundial en las relaciones informales.
—Pero es algo más —me interrumpió—. En estos… ¿Cuántos? ¿Dos meses? En estos dos meses se ha convertido en algo más.
—Para mí sí. Y creo que para él también. Puede ser.
—El gran jefe ya vio las fotos esta mañana —me dijo con una mueca—. Me puse de los nervios, porque había intentado ocultárselo, pero vio el Post a la entrada de la estación de metro.
—Ay, no.
Esbozó una pequeña sonrisa.
—Si te soy sincera, parecía más preocupado por mi reacción. Me dijo que conocía a Max, y que si había prometido que solo estaría contigo, lo cumpliría. Y eso es bueno, porque si te hace daño, se quedará sin uno de sus apéndices más preciados, tú ya me entiendes.
—Ese no es el problema —dije—. Lo que resulta irónico, porque… —Me señalé el pecho con el dedo—, ya sabes, me han engañado seis años seguidos. Lo que más me molesta es que no quería querer a nadie. Se suponía que esta relación era buena para mí. ¿Y si le gusto porque he dejado claro lo que no quiero de él? Le he dado un objetivo: conseguir que lo desee. No creo que lo admita, quizá ni se dé cuenta, pero me preocupa que no esté acostumbrado a que las mujeres le pongan límites. Ese podría haber sido el atractivo, el desafío.
Chloe se encogió de hombros y extendió las manos hacia delante.
—Soy la primera en decirte que hay una primera vez para todo el mundo, y para todo. ¿Le has dicho lo que sientes?
Se oyó un crujido fuera del despacho, seguido por un grito frenético de George.
—¡Va a entrar!
Max atravesó la puerta como una exhalación, con George pisándole los talones.
—¿Alguna vez escucha a la gente? —me preguntó George.
—La mayoría de las veces no —respondió Max, que se detuvo en seco al ver el periódico que tenía en las manos—. Ya lo has visto.
—Sí —dije al tiempo que arrojaba el rotativo sobre el escritorio.
Atravesó la sala con expresión seria.
—Oye, no es una foto muy buena, y dudo mucho que…
—No pasa nada —dije a la vez que me metía el pelo detrás de la oreja—. Yo…
—Bueno, yo no diría que no pasa nada —intervino Chloe mientras rodeaba el escritorio. Se cruzó de brazos y se interpuso entre nosotros—. Estoy de acuerdo en que no es una foto muy buena, pero yo supe que eras tú. Y Bennett también.
—Y yo —admitió George alzando la mano.
—¿Por qué estás aquí todavía? —le pregunté con una mirada fulminante—. Ve a trabajar.
—Qué quisquillosa —replicó él antes de apartarse de la pared.
—Vaya, vaya. —Al oír el comentario, todos los que estábamos en mi despacho volvimos la cabeza hacia la puerta—. Me alegro de que todo el mundo esté presente —dijo Bennett mientras entraba, como si hubiera ganado la mayor y más ridícula apuesta masculina de la historia—. Bonita foto, Stella. ¿En un bar?
Abrí los ojos de par en par.
—¿Crees que la escalera de la planta dieciocho habría sido mejor?
Bennett miró a Chloe de inmediato.
—¿En serio, Chlo? ¿Le contaste eso?
—Por supuesto que sí. —Le hizo un gesto impaciente con la mano y Max, que estaba a su lado, se echó a reír.
—¿De verdad lo hiciste, Ben? ¿Te tiraste a tu becaria en el trabajo?
—Unas cuantas veces —dijo Chloe en un susurro.
Max se frotó las manos, muy complacido con el giro de los acontecimientos.
—Qué interesante —dijo mirando a Bennett—. Es curioso que no lo mencionaras cuando el otro día me llamaste prácticamente putero.
—Anda, esta sí que es buena. Sartén, te presento al cazo —dijo Chloe al tiempo que señalaba a ambos hombres.
—No tengo nada más que hacer aquí —gruñó Bennett—. Max, pásate por mi oficina antes de irte. —Le dio a Chloe un rápido beso en los labios antes de salir de mi despacho.
Chloe se volvió hacia Max.
—Me encantaría saber cómo es trabajar con tu madre cuando aparecen este tipo de noticias en los periódicos. ¿Se ha enfadado?
Max se encogió de hombros.
—Ella finge que mi libido no existe. Y es mejor así.
—¿De qué estáis hablando? —pregunté con un gemido—. Chloe, te quiero, pero necesito que te marches de mi despacho. ¡George! —grité.
Mi ayudante asomó la cabeza unos milisegundos después de oír su nombre.
—Deja de cotillear. Acompaña a Chloe a la sala de espera y cómprale algo de chocolate. —Por fin miré a Max a los ojos—. Necesito hablar con Max a solas.
Chloe y George desaparecieron en el pasillo, y Max cerró la puerta del despacho.
—¿Estás furiosa? —preguntó con una mueca.
—¿Qué? No. —Suspiré y me dejé caer sobre la silla—. Si no recuerdo mal, fui yo la que se te echó encima. Creo que incluso me advertiste de que no lo hiciera.
—Cierto —dijo con una sonrisa que hizo aparecer su hoyuelo mientras levantaba la foto—, pero también he salido de esto bastante bien parado. Quiero decir que esta cabeza solo puede pertenecer a una mujer ridículamente hermosa.
Traté de contener la risa, pero fracasé. Max se inclinó para que nuestros ojos estuvieran a la misma altura.
—Pasamos mucho tiempo juntos, Sara. Era cuestión de tiempo que nos hicieran alguna foto.
Asentí con la cabeza.
—Lo sé.
Se enderezó y miró por la ventana de mi despacho con un suspiro dramático.
—Supongo que a partir de ahora tendremos que restringir nuestros encuentros a los dormitorios y las limusinas.
Lo dijo con una sonrisa burlona, pero sentí un pinchazo en el vientre, y no porque me opusiera a la idea de tener a Max en una cama. Lo que pasaba era que todavía no me había cansado de tener a Max en otros sitios.
Quería aferrarme a la Nueva Sara un poco más.
—Esa no me parece una cara feliz —señaló él.
—Me gusta lo que hacemos.
Su alegría se desvaneció un poco.
—¿Las localizaciones de locura?
Asentí una vez más.
—Me da la impresión de que puedo hacer lo que me apetezca contigo.
Se quedó callado un momento, como si lo estuviera meditando.
—Eso no tiene por qué cambiar, Sara. Sin importar dónde satisfaga mis pérfidas intenciones contigo.
Sonreí.
—Lo sé.
—Pero sabes que si seguimos así, y no es que me oponga, es muy posible que al final nos pillen.
Tenía razón, y el golpe de realidad bastó para aguar un poco mis esperanzas.
—Ya se nos ocurrirá algo —dije, pero incluso yo noté mi falta de convicción.
—Sara, es posible pasarlo bien incluso con normas mucho más convencionales.
Asentí y le dirigí la sonrisa más convincente que pude conseguir.
—Lo sé.
Pero lo cierto era que no lo sabía. Lo único que sabía era que no quería que lo que tenía con Max se pareciera ni lo más mínimo a la vida que llevaba antes.