11

Decir que mi encuentro con Max en el parque había sido extraño habría sido un eufemismo. Sabía que había reaccionado de manera exagerada, pero lo cierto era que él también. ¿Le preocupaba mi reacción en la sala de conferencias? ¿Me estaba acosando? ¿Qué demonios quería?

El lunes por la noche me fui a casa y me pasé dos horas haciendo æbelskivers para cenar: bolas de masa de harina, fritas y espolvoreadas con azúcar, que por lo general se servían para desayunar, pero me daba igual. Necesitaba hacer algo complicado. Se trataba de una receta danesa de mi abuela, y concentrarme en conseguir que salieran perfectos me dio tiempo para pensar.

Últimamente no había pensado mucho.

Sin embargo, cocinar algo tan relacionado con mi familia también me hizo añorar mi casa, a mis padres y la seguridad de una vida predecible, sin importar lo falsa o deprimente que fuera.

Estiré el brazo para coger el teléfono, sin preocuparme de lo sucias que tenía las manos. Mi madre respondió al séptimo tono. Típico.

—¡Hola, calabacita! —Oí un crujido fuerte al fondo y luego la maldición de mi madre—: ¡Mierda!

—¿Estás bien? —pregunté con una sonrisa. Era alucinante que me hubiera hecho poner los pies en el suelo con tres simples palabras.

—Sí. Se me ha caído el iPad, eso es todo. ¿Tú estás bien, cielo? —Y cuando me preguntó eso, recordé que la había llamado esa misma mañana, cuando iba de camino al metro.

—Solo quería oír tu voz.

Se quedó callada un momento.

—¿Tienes morriña?

—Un poco.

—Cuéntame —dijo, y recordé de inmediato las miles de veces que me había dicho justo eso mismo para instarme a hablar.

—He conocido a un hombre.

—¿Hoy?

Compuse una mueca. Había hablado con mis padres varias veces por semana desde que me mudé, y jamás había mencionado a Max. ¿Qué podría haberles dicho? Ellos no deseaban conocer mi vida sexual más de lo que yo quería contársela.

—No, hace unas semanas.

Casi pude oír cómo se movían los engranajes de su cerebro mientras elegía la respuesta adecuada. Comprensiva, pero alentadora. La mejor reacción cuando tu hija sale por primera vez con alguien después de una horrible ruptura pública.

—¿Quién es?

—Un economista de por aquí. Un neoyorquino —dije, pero negué con la cabeza y deseé poder empezar de nuevo—. No, espera. Es inglés.

—Vaya, un extranjero. ¡Fabuloso! —dijo con una risotada y su mejor acento sureño. Luego permaneció en silencio un instante—. ¿Me lo cuentas porque va en serio?

—Te lo cuento porque no tengo ni la menor idea.

Me encantaba la risa de mi madre. La echaba de menos.

—Esa es la mejor etapa.

—¿De verdad?

—Desde luego. No se te ocurra desaprovecharla. No dejes que el capullo de tu ex novio impida que te lo pases bien.

Suspiré.

—Pero estoy muy perdida. Con Andy siempre sabía qué esperar. —Me arrepentí de ese comentario tan pronto como salió de mi boca, y el silencio de mi madre resultó atronador.

—¿En serio?

Me conocía muy bien. Casi podía verla con los brazos cruzados y su expresión de «voy a patear el culo a alguien».

—No. No lo sabía.

—¿Tienes la impresión de que conoces a este hombre?

—Eso es lo raro. Tengo la sensación de que sí.

Sin importar lo mucho que lo pensara, o lo poco que dormí esa noche, debo admitir que no tenía ni la menor idea de lo que pensaría Max después de lo ocurrido el lunes. Íbamos al revés: se suponía que él debía saber cómo transformar la relación en algo casual, y que era yo quien debía buscar algún tipo de compromiso.

Y se suponía que ninguno de los dos debíamos desear otra cosa que sexo. Sin embargo, nunca había sido así. Ese irritante anhelo de conocernos bien había estado presente desde el primer día, y yo sabía que por más que deseara ser una de esas personas capaces de categorizar sus relaciones como «solo sexo», en realidad nunca lo sería.

Recordé el pánico que mostraba su cara cuando me encontró en el parque y sentí un aguijonazo de culpabilidad.

«Sara, eres un completo fracaso como follamiga».

El miércoles me mandó un mensaje con una fotografía de nuestra noche en la biblioteca. Se veía el bajo del vestido levantado hasta la parte baja de mi espalda. Se trataba de una foto sencilla, pero la había puesto en blanco y negro, y estaba lo bastante borrosa para darme cuenta de que la había hecho al final, justo cuando llegué al clímax y empecé a leer de manera inconexa y él me siguió con un gruñido apagado contra mi cuello.

El jueves me envió una foto que recordaba haber visto en su teléfono el 4 de julio. Era una foto de mis manos desabrochándole los pantalones vaqueros. Había apartado el tejido de su piel lo justo para poder ver la forma de su polla apretada contra el bóxer gris.

Me mandó las dos fotos a la hora de comer, y las recibí mientras intentaba finalizar dos contratos muy importantes. Intenté convencerme de que la euforia que sentía se debía a que iba a terminar unos cuantos contratos y no a la perspectiva de volver a verlo.

Una mentirosa de tomo y lomo.

—Una pregunta —dijo George, que entró en mi despacho sin molestarse en llamar primero—. ¿Estamos completamente seguros de que Max Stella es hetero? Llevo pensando en ello desde que estuvo aquí el lunes.

Parpadeé mientras intentaba averiguar si acababa de pronunciar el nombre de Max en voz alta o si George solo hacía lo que Chloe había estado haciendo desde la reunión con Stella & Sumner: soltar referencias constantes y casuales a su firma para ver mi reacción.

—Bastante seguros, sí.

—¿Podría ser bi?

Levanté la vista para mirarlo y dejé el bolígrafo rojo sobre el grueso fajo de documentos que tenía delante.

—Si te soy sincera, lo dudo mucho.

George enarcó las cejas en un gesto de curiosidad.

—¿Lo sabes de primera mano?

Le dediqué mi mirada más intimidatoria, la cual, debo admitir, no era muy…, en fin, muy intimidante. No pensaba permitir que George iniciara ese jueguecito aquel día.

—¿Conseguiste la firma de Miller y Cortez para la campaña de Agent Provocateur?

Mi ayudante me miró con los ojos entrecerrados.

—Está bien. No preguntaré más. Pero quiero que sepas que tengo mis sospechas, señora mía. Muchas sospechas. Cuando lo viste el lunes, tenías pinta de tener un incendio en las bragas. Y sí, tengo las firmas.

—Bien.

Justo después de hablar, el teléfono empezó a vibrar sobre el escritorio y le di la vuelta de inmediato mientras me recordaba por enésima vez que debía quitar la vista previa de imágenes por si acaso Max me enviaba otra foto.

La cara de George no tenía precio: el hecho de contenerse parecía causarle un dolor físico.

—Eres un encanto, pero lárgate ya —le dije.

—¿Quién te envía mensajes?

—Si no te casas conmigo y pagas mis facturas, no tienes derecho a hacerme esa pregunta. Y es probable que ni siquiera en ese caso.

—Vale. —Tras mostrarme el dedo corazón de la mano, salió de mi oficina de vuelta a su escritorio.

Contuve el aliento y eché un vistazo a la pantalla. Era un mensaje de Max y se me puso el corazón a mil.

Este fin de semana van a pintar las oficinas y a cambiar las moquetas. Tengo que dejarlo todo empaquetado para el viernes, así que me temo que no puedo ir a ningún sitio.

Contesté de inmediato.

Entonces, ¿no nos vemos hasta la semana que viene?

Tan pronto como envié el mensaje me di cuenta de lo desesperada que parecía.

«Venga, Sara. Pareces desesperada porque lo estás».

Un par de minutos después recibí su respuesta.

Supongo que recuerdas dónde está mi oficina, ¿no? Te veré a las seis, Pétalo.

Al igual que muchas de las plantas de nuestro edificio, las oficinas de Stella & Sumner estaban casi desiertas a las seis de la tarde del viernes. La madre de Max no estaba en el mostrador de recepción, y tan solo había un par de personas en sus cubículos cuando recorrí el pasillo hasta su oficina.

Llamé a su puerta y su voz grave me pidió que pasara.

«Me ha dado fuerte con este tío», comprendí al verlo sentado tras el escritorio, con las mangas enrolladas hasta el codo y unas gafas de montura gruesa. Tenía una expresión tan concentrada que me dejó sin aliento.

Resultaba que la cara de Max-concentrado-en-el-trabajo era casi idéntica a la de Max-concentrado-en-llevar-a-Sara-al-orgasmo.

—Cierra la puerta, por favor —murmuró sin apartar la vista del monitor de su ordenador.

Me di la vuelta, eché el cerrojo y luego estudié su despacho. ¿Cuánto tiempo íbamos a estar allí? ¿Y cuándo levantaría la vista y me diría que estaba preciosa? Nuestras costumbres ya estaban muy arraigadas.

No parecía un despacho a punto de ser pintado. Apenas había empezado a guardar cosas: había libros y pilas de documentos junto a la pared, y al menos veinte cajas vacías amontonadas en un rincón, a la espera de que las llenaran.

—Estoy seguro de que te aburrirás aquí conmigo y sé que soy un capullo egoísta por pedírtelo, pero no te cortes y ve quitándote la ropa.

Abrí los ojos como platos y lo miré con la boca abierta.

—¿Qué?

—La ropa… Desnúdate —repitió antes de quitarse las gafas y mirarme por primera vez—. ¿Querías permanecer vestida? —Sacudió la cabeza, volvió a ponerse las gafas y se concentró de nuevo en el monitor—. Detesto empaquetar cosas, joder. Verte desnuda será lo único bueno esta noche.

—Bueno… —dije mientras intentaba idear una respuesta.

Lo cierto era que la antigua Sara jamás se habría planteado la posibilidad de sentarse desnuda tan tranquila delante de nadie. Y justo por eso deseaba hacerlo. Me acerqué al sofá y me saqué el suéter de cachemir de manga corta por la cabeza. Me deshice de las bailarinas azules con una bandera británica bordada en el empeine y después de mis ceñidos vaqueros oscuros.

—Ni siquiera te has fijado en mis zapatos —murmuré con un tono algo desanimado.

—¿Cómo que no? Dios salve a la reina —dijo con seriedad al tiempo que me guiñaba un ojo—. No hay ni un detalle tuyo que pase por alto, Sara.

—¿En serio?

—Ponme a prueba.

—¿Dónde tengo una marca de nacimiento?

—En el costado derecho, justo por debajo de la última costilla.

—¿Tienes algún lunar favorito?

Una pregunta trampa. No tenía muchos lunares.

—El de tu muñeca.

Bajé la vista hacia el lunar en cuestión, impresionada.

—¿Qué es lo que digo cuando estoy a punto de correrme?

—Cuando te corres solo emites ruiditos sin sentido. Pero cuando estás cerca, susurras «por favor» una y otra vez, como si alguna vez te lo hubiera negado.

—¿A qué sabe mi sexo? —pregunté, y sus ojos volaron de la pantalla hacia mí.

Reprimí una sonrisa mientras me bajaba las bragas por las piernas hasta quitármelas del todo.

—Algunos sexos solo saben a sexo. El tuyo sabe a «buen» sexo. —Se puso en pie y avanzó hacia mí—. Túmbate en el sofá con la cabeza hacia aquí.

Me ayudó a acomodar la cabeza sobre el brazo del sofá de cuero. Para mi sorpresa, era muy cómodo a pesar de que el cuero era muy duro.

—Levanta las rodillas y separa las piernas.

Abrí los ojos por la sorpresa, pero hice lo que me había pedido y sonreí cuando me apartó el pelo de la frente y ajustó mi postura, como si fuera una obra de arte colgada de la pared.

—«Quiero que me dibujes como a una de tus chicas francesas, Jack» —dije al tiempo que alzaba la vista para mirarlo.

Él estiró el brazo y me dio un pellizco en el culo.

—Descarada.

Quise ponerlo a prueba y cerré un poco las piernas cuando empezó a alejarse.

—Sepáralas más —dijo por encima del hombro.

Me eché a reír y volví a situarme como él me había dejado.

Max regresó con un libro y me lo entregó.

—Esto es para que te entretengas mientras trabajo.

—¿Tú no vas a desnudarte?

—¿Estás loca? —preguntó, sonriente—. Tengo que empaquetar.

Eché un vistazo al libro que tenía en las manos. En la portada aparecía un hombre con el torso desnudo, con un gato y una mujer medio desnuda a sus pies. Garras de gata.

—Parece… interesante —dije antes de darle la vuelta para leer el resumen—. El tío tiene dos compañeras. Una es una humana llamada Cat, y la otra es una cambiante, una mujer gato. —Levanté la vista para mirar a Max—. Una mujer mascota con la que ambos mantienen relaciones sexuales.

—Suena bastante lógico.

—Este es uno de esos libros que se venden a un dólar, ¿verdad?

—Sí. Me pareció aplastantemente obsceno, y supe que te encantaría. —Se dio la vuelta y empezó a mover las cosas de su escritorio—. Ahora cállate, Pétalo. Estoy muy ocupado.

Al principio me pareció imposible concentrarme en el libro que tenía en las manos, pero a medida que pasaban los minutos y Max seguía aparentemente absorto en el proceso de empaquetamiento, empecé a olvidarme de que estaba en su sofá. Sola.

Desnuda.

El libro que me había dado era ridículamente obsceno y pesado; la redacción era horrible, pero sospechaba que esa no era la cuestión. Había muchos hombres y mujeres; demasiados apéndices a los que seguirles la pista, pero eso también daba igual. Lo importante era el sexo, y lo descriptivo que era en ese sentido. Todo el mundo tenía una parte corporal que estaba dura o empapada. O ambas cosas. La gente gritaba y, en ocasiones, clavaba literalmente las garras.

Y el héroe se limitaba a observarlo todo desde un rincón.

—Te estás sonrojando. —Retiró una pila de libros y se apoyó en el escritorio para mirarme—. Llevas leyendo eso un cuarto de hora y algo de lo que acabas de leer ha conseguido que te ruborices.

Levanté la vista con un leve respingo.

—Es esa palabra con «c». Me ha sorprendido, eso es todo.

—¿«Coño»?

Asentí, excitada por lo grosera que sonaba la palabra con su acento. De alguna manera, era más suave, y eso la convertía en algo mucho más sexy.

—Me encanta esa palabra. Es muy sucia. «Coño». Suena depravada, ¿a que sí? —Se rascó la mandíbula mientras me observaba—. Léeme la frase.

—No me…

—Sara.

Sentí que mi rostro se ruborizaba todavía más, si eso era posible.

—«Él agarró sus muslos y los separó para poder contemplar su… coño húmedo y sonrosado».

—Vaya —dijo antes de echarse a reír—. Eso está muy bien. —Volvió a concentrarse en su escritorio y empezó a colocar una pila de documentos—. En la cena podrás contarme tus partes favoritas. —Empecé a protestar, pero él se llevó un dedo a los labios para acallarme—. Lee.

Miré la página, pero las palabras parecían mezclarse. ¿Qué clase de mujer hablaba sobre esas cosas en la cena?

«La clase de mujer, Sara —pensé—, que reconoce que una cena lleva a pasar la noche con alguien, y que eso a su vez conduce a dormir juntos todas las noches». Y eso lleva a tener un nuevo juego de llaves, y después a vivir juntos. Y más tarde llegan las excusas y el sexo aburrido, y luego la falta de sexo y de conversación, junto con la esperanza de que una invitación como pareja a un evento público me permita pasar tiempo con él.

No obstante, me arrepentía de no haber pasado la noche del 4 de julio con Max. Y empezaba a echarlo de menos entre semana.

Mierda.

Tosí y cerré los párpados con fuerza.

—¿Va todo bien? —murmuró Max desde el otro lado de la sala.

—Sí.

Veinte minutos más tarde, después de leer unas diecisiete escenas de sexo más, Max se acercó, deslizó la mano desde mi clavícula hasta la rodilla y susurró:

—Cierra los ojos. Y no los abras hasta que te lo diga.

—Hoy estás muy mandón —le dije, pero ya había dejado el libro en el suelo para hacer lo que me pedía.

Casi de inmediato, mi sentido del oído pareció agudizarse y sentí que la estancia vibraba. Oí el ruido de su cinturón, de su cremallera y un suspiro apagado.

¿Acaso estaba…?

Oía el suave ruido de su mano al moverse, primero despacio y luego más rápido, más fuerte. Su respiración se convirtió en jadeos cortos y tensos.

—Deja que te mire —susurré.

—No —replicó con voz ahogada—. Soy yo quien te está mirando.

Nunca antes había oído cómo se masturbaba alguien, y era una tortura mantener los ojos cerrados. Los ruidos resultaban tentadores, y también los gruñidos apagados y las órdenes, que me pedían que separara más las piernas, que me acariciara los pechos.

—Te has puesto húmeda con el libro —señaló, y oí cómo aceleraba el ritmo de su mano—. ¿Estás muy mojada?

Bajé el brazo sin abrir los ojos y me toqué para comprobarlo. Ni siquiera hizo falta que dijera nada; Max gruñó y luego soltó un juramento con voz grave mientras se corría.

Deseaba verle la cara, pero mantuve los ojos cerrados a pesar de que me latía el corazón a toda velocidad.

De pronto, la estancia se quedó en silencio, y no se oía otra cosa que el fuerte ritmo de nuestra respiración. Tomé conciencia del aire acondicionado del techo, del fresco que se derramaba sobre mi piel caliente.

Al final, se subió la cremallera de los pantalones y se abrochó el cinturón.

—Vuelvo en un momento. Voy a limpiarme.

Oí el ruido de pasos que se alejaban y luego el ruido de la puerta al abrirse.

Max rió por lo bajo.

—Ahora puedes abrir los ojos —dijo justo cuando salía.

Me dio la impresión de que la habitación se había oscurecido en los últimos diez minutos. Aún tenía la mano entre las piernas y los ruidos de su orgasmo en los oídos. Me acaricié un poco para probar y comprendí que podría correrme en un abrir y cerrar de ojos. Quizá en menos de un minuto. Antes de que él volviera, eso seguro.

Sin pensármelo dos veces, me arqueé contra la palma de mi mano mientras recordaba los ruidos que había hecho la suya, la velocidad de sus movimientos, sus pequeños gruñidos e instrucciones, lo fácil que le resultaba decirme exactamente lo que necesitaba.

Nos comprendíamos sin problemas, en un equilibrio perfecto.

Resultaba tan fácil…

Con esa idea, el orgasmo ascendió por mis muslos con un estallido que me provocó explosiones de luz tras los párpados y me dejó jadeante.

La puerta se abrió y subí la mano hasta el cuello, donde mi pulso latía a toda máquina. Ahogué una exclamación y traté en vano de regularizar mi respiración. No sabía por qué, después de lo que había hecho él, pero me sentía como si me hubieran pillado con las manos en la masa.

Max sonrió, se acercó a mí y se sentó en el sofá, cerca de mi cintura. Cambié de posición para dejarle espacio y él apoyó una mano en el respaldo del sofá mientras se agachaba para meterse mis dedos en la boca.

—¿Ha estado bien, Pétalo?

—Si te hubieses quedado aquí para verlo no tendrías que preguntar —dije, luchando contra el calor que ascendía por mi cuello.

—No importa —murmuró junto a mi garganta antes de chuparme con suavidad—. Veré el vídeo más tarde. —Se levantó, se acercó a un armario abierto y apretó el botón de una cámara situada en el estante superior que yo ni siquiera había visto.

—Tú… ¿Qué?

Se dio la vuelta y esbozó una sonrisa perversa.

—¿Lo has grabado en vídeo? —pregunté. Nunca había sentido un conflicto interior así. Ser descubierta… me aterrorizaba. Ser observada me resultaba excitante.

—Sí.

—Max, mi cara…

Frunció el ceño.

—Coloqué la cámara apuntando hacia abajo y te situé justo donde quería. No te he grabado la cara. —Regresó a mi lado y se arrodilló junto al sofá—. Y en realidad es una lástima, porque me encanta verte cuando llegas al clímax.

Deslizó la yema del dedo por mi mejilla y estudió mi rostro durante un rato antes de parpadear, como si volviera al presente.

—Bueno, había pensado cenar en un tailandés, pero eres alérgica a los cacahuetes y mi restaurante favorito le pone cacahuetes a todo. ¿Qué te parece un etíope? ¿Te molesta comer con las manos? —Sonrió—. Te juro que nadie sabe quién soy.

Lo miré boquiabierta. Había olvidado por completo que quería protestar por lo de la cena.

—¿Cómo sabes que soy alérgica a los cacahuetes?

—Llevas una pulsera que lo dice.

—¿Has leído lo que pone?

Me miró con expresión confundida.

—¿Te la pones para que la gente no pueda leer lo que pone?

Negué con la cabeza, me senté y me pasé los dedos por el pelo. El hombre al que había amado apenas se fijaba en mí. El hombre con el que solo quería sexo lo sabía todo sobre mí.

Para mi sorpresa, respondí en un susurro:

—El etíope me parece perfecto.

Max me guió hasta la parte trasera del edificio, hacia un callejón donde nos aguardaba un coche negro.

—¿En serio? —pregunté mientras me abría la puerta—. ¿Los paparazzi te siguen hasta casa?

Se echó a reír y me empujó con delicadeza hacia el asiento trasero.

—No, Pétalo. No soy tan famoso. Solo me siguen en los eventos y algunas veces por la calle. El secretismo es tu paranoia, no la mía. Al Reina de Sheba, en Hell’s Kitchen —le dijo al chófer antes de volverse hacia mí—. Gracias por hacerme compañía mientras recogía las cosas. Has convertido una tarea aburrida en algo muy agradable.

—No recogiste mucho. No ha sido una tarde muy productiva para ti, ¿verdad? —Me incliné hacia delante y le dediqué una mirada escéptica con una ceja enarcada.

Sonrió y contempló mi boca.

—Me has pillado. Quería que vinieras esta noche para poder recordarte desnuda en mi sofá. He contratado a alguien para que recoja mi oficina mañana por la mañana, antes de que lleguen los pintores. —Acortó la distancia que nos separaba y me dio un beso muy dulce—. Algunas veces en el trabajo desearía poder verte más. Me ha encantado que estuvieras allí.

Cambié de posición en el asiento. Me sentía como si el mundo hubiera dado un giro de ciento ochenta grados.

—Creía que no había hombres como tú —dije sin pensar—. Sinceros. Fáciles de tratar. —Lo miré a los ojos.

—Ya te lo he dicho. Me gustas.

Estiró el brazo, tiró de mí para acercarme a él y me besó durante el resto del trayecto. Pudo ser un minuto, una hora o una semana. No tenía ni la menor idea. Pero cuando llegamos a Hell’s Kitchen yo no quería salir, y me importaba un comino estar medio esperando que Max me pidiera que pasara la noche con él.

La camarera dejó una enorme bandeja frente a nosotros en la que había porciones de distintos platos vegetarianos.

—Coge un trozo de pan injera para utilizarlo como cuchara —dijo Max al tiempo que partía un trozo para hacerme una demostración.

Observé cómo se lamía los dedos y masticaba antes de sonreírme.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Mmm… —balbuceé antes de señalarlo con el dedo—. Tu boca.

—¿Te gusta mi boca? —Sacó la lengua de nuevo para lamerse la comisura de los labios. Luego cogió su copa y dio un largo trago de vino.

De repente me sentí como ebria. Max lograba que me sintiera desorientada, impaciente. Apreté los puños por debajo de la mesa mientras fantaseaba con pedirle que nos fuéramos de allí. Quería que me llevara a casa y me tocara.

Aparte del beso en el coche, apenas me había tocado en toda la noche. ¿Era algo intencionado? ¿Intentaba volverme loca? Si ese era el caso, lo había conseguido.

Parpadeé, bajé la vista hasta la bandeja y luego hice lo mismo que él: partí un trozo de pan, cogí unas cuantas lentejas y di un mordisco. La comida estaba picante, tibia y deliciosa. Cerré los ojos y emití un ruidillo de deleite.

—Está buenísimo.

Notaba que me miraba y cuando levanté la vista, sonrió.

—¿Qué pasa? —quise saber.

—Sabes qué hago en el trabajo, que mi madre trabaja para la compañía, que tengo al menos una hermana. Sabes lo de Cecily. Y lo único que yo sé sobre ti (aparte de que tienes un polvo fantástico) es que te trasladaste aquí desde Chicago hace algo más de un mes, que dejaste allí a un capullo y que trabajas con Ben y su prometida.

Sentí un aguijonazo incómodo en el estómago y me obligué a tragar la comida.

—No sé, hace un rato me pareció que sabías mucho más que eso.

—Bueno, tengo toda una base de datos de «observaciones». De lo que hablo ahora es de conocerte de verdad.

—Sabes dónde vivo, dónde trabajo y que soy alérgica a los cacahuetes.

—Llevamos juntos unas cuantas semanas, Sara. Resulta raro que todavía mantengas las distancias. —Apartó la mirada—. No creo que podamos ser siempre desconocidos.

—Pero se nos da muy bien ser desconocidos… —bromeé, pero al ver que se ponía serio, cedí—. ¿Qué quieres saber?

Volvió a mirarme y luego cerró los ojos para pensárselo, con lo que sus gruesas pestañas oscuras formaron un abanico contra sus mejillas. Estaba como un tren. Se me aceleró el pulso, que empezó a taladrarme el cráneo.

Max abrió los ojos.

—¿Alguna vez has tenido un perro? —preguntó.

Solté una risotada.

—Sí. Mi padre siempre tenía dálmatas, pero mi madre sigue obsesionada con los labraniches.

—¿Cómo has dicho?

—Con una mezcla de labrador retriever y caniche.

Sacudió la cabeza, sonriente.

—Los estadounidenses siempre andáis estropeando nuestras razas perfectas.

Me llevé la copa a los labios y di un sorbo de vino justo cuando preguntó:

—¿Por qué te da tanto miedo estar con alguien?

Balbuceé unos cuantos ruidos ininteligibles antes de que Max se echara a reír e hiciera un gesto despreocupado con la mano.

—Solo quería ver hasta dónde podía llegar. ¿Tienes hermanos?

Negué con la cabeza, aliviada.

—Soy hija única. Mis padres están locos, así que es una suerte que solo me tuvieran a mí. Cualquier otro podría haberlos matado.

—¿Por qué?

—Son algo… excéntricos —expliqué, y sonreí al pensar en ellos.

«Excéntricos» no llegaba a describirlos. Imaginé a mi madre con sus pelucas de plumas y sus joyas. A mi padre con sus gafas de montura gruesa, sus camisas de manga corta y sus pajaritas. Eran de otra época, casi de otro planeta, pero sus excentricidades solo les hacían aún más adorables.

—Mi padre siempre ha trabajado mucho, pero cuando no está trabajando, se obsesiona con una cosa o con otra. A mamá le gusta estar ocupada, pero mi padre nunca quiso que trabajara fuera de casa. Ella se crió en Texas y conoció a papá en la universidad. Se especializó en matemáticas, pero cuando se casaron, se dedicó a vender cosméticos desde casa, y luego una especie de ropa de algodón que no se arrugaba. Hace poco empezó con cosas para la piel.

—¿A qué se dedica exactamente tu padre?

Titubeé mientras me preguntaba: «¿Cómo puede preguntarme eso? ¿Es que no sabe nada sobre mí?».

—Bueno, mi apellido es Dillon, ¿sabes?

Max asintió, interesado.

«Es inglés. Es muy probable que nunca haya oído hablar de los Dillon».

Contarle aquello era como levantar una enorme cadena de hierro. Resultaba agradable pensar en librarse de semejante carga, pero era casi más fácil dejarla como estaba que intentar levantarla. Toda la gente me miraba de manera diferente después de enterarse de quién era mi familia. Me pregunté si Max también lo haría.

Respiré hondo y lo miré a los ojos.

—Mi familia es dueña de una cadena de grandes almacenes. Son regionales, sobre todo en la parte central del país. Pero son bastante grandes.

Se quedó callado y me miró con los ojos entrecerrados.

—Un momento. ¿Has dicho Dillon? ¿Te refieres a los Dillon de «Deberías amar la vida»?

Asentí con la cabeza.

—Ah. Vaya. Tu familia es la dueña de Dillon. Vale.

Max se pasó una mano por la cara y rió por lo bajo mientras sacudía la cabeza.

—Mierda, Sara… No tenía ni idea. Me siento como un idiota.

—Me gusta que no supieras quién soy.

Sentí un vuelco en el estómago al darme cuenta de que, ahora que sabía que yo era «alguien», seguramente me investigaría. Se enteraría de lo de Andy y sabría que había sido una imbécil al no darme cuenta de lo que toda la ciudad sabía desde siempre.

Max se enteraría de que había sido el felpudo de otra persona antes de convertirme en su enigma por resolver.

Aparté la mirada, algo desalentada. No quería hablar sobre la vida y las historias de mi familia. Busqué a toda prisa un nuevo tema.

Sin embargo, Max empezó a hablar antes de que se me ocurriera algo.

—¿Sabes lo que más me fascina de ti? —preguntó mientras me servía otra copa de vino dulce.

—¿Qué?

—Me dejaste hacerte muchas cosas la noche que nos conocimos, y luego en nuestra primera noche en el almacén de Brooklyn. Y, sin embargo, esta noche te has ruborizado al leer la palabra «coño»…

—¡Lo sé! —Me eché a reír y di otro sorbo de vino.

—Me gusta eso. Me gusta esa especie de conflicto interno, y también tu dulzura. Me gusta que tengas una familia demencialmente rica y que no te importe ponerte el mismo vestido unas cuantas veces. —Se lamió los labios y me dedicó una sonrisa voraz—. Y, sobre todo, me gusta que, a pesar de ser tan buena, me dejes hacerte cosas tan malas.

—Yo no creo que sean malas.

—Ya, y esa es la cuestión. La mayoría de la gente te consideraría una loca por reunirte con un tío en ese almacén. Eres una heredera estadounidense y dejas que un mujeriego inglés te haga fotos desnuda. Que te grabe en vídeo mientras te masturbas en su oficina solo por lo mucho que te excita saber que va a verlo luego. Pero eso es lo que tú me has pedido.

Se reclinó en la silla y me observó con detenimiento. Parecía muy serio, casi desconcertado.

—Soy un puto gilipollas, eso no voy a negarlo. Pero creí que las mujeres como tú no existían. Eres muy ingenua en muchas cosas, pero tan jodidamente sensual que jamás te contentarías con un polvillo dulce y amistoso en la cama.

Levanté la copa y di un sorbo mientras él observaba mi boca. Me lamí los labios y sonreí.

—Creo que la mayoría de las mujeres no siempre están contentas con un polvillo amistoso y dulce en la cama.

Max rió.

Touché —murmuró.

—Y esa es justo la razón por la que las cámaras y las mujeres te persiguen —dije, mirándolo por encima del borde de la copa—. Hay algo más que la historia con Cecily. Si fuera solo eso, habrían perdido el interés en pocas semanas. Sin embargo, eres el hombre que aparece en el periódico siempre con una mujer distinta. El hombre que nadie logra atrapar. El hombre que sabe muy bien cómo conseguir un buen polvo.

Max abrió un poco los ojos y sus pupilas se dilataron, como una gota de tinta en un cielo gris.

—Últimamente no estoy con mujeres distintas.

Pasé por alto el comentario para terminar lo que quería decir.

—Las mujeres no siempre quieren que las traten como si fueran delicadas, o extrañas, o preciosas. Queremos que nos deseen. Queremos que el sexo sea tan crudo como tú lo haces. Y lo sabes muy bien.

Max apoyó los codos en la mesa y se inclinó hacia delante para estudiarme.

—Pero ¿por qué tengo la sensación de que me estás dando algo especial? ¿Algo que no le has dado a nadie antes?

—Porque es así.

Abrió la boca para decir algo, pero justo entonces mi teléfono empezó a vibrar sobre la mesa. Y cuando Max y yo lo miramos, supe que habíamos visto el texto que aparecía en la pantalla al mismo tiempo.

«Andy Móvil».