No dormí gran cosa.
Los pensamientos llegaban, en oleadas.
No tenía intención de acudir al funeral por los directores. Hace tiempo que no me agradan esos actos. Además, el de las gafas de carey, y el otro, se hallaban mejor que yo y que nadie. Posiblemente en MAT-1, como decía Eliseo.
El lunes, 30, el general se entrevistaría con Kissinger y le haría entrega del informe «Cero», el borrador para el posible envío a la época de Jesús (quizá al año 28) de una segunda nave. Hablaban de «Rayo negro».
Ese asunto sí era de mi interés, pero no me atreví a sacarlo en la reciente conversación con Curtiss. Tendría que esperar…
Y me vi asaltado por las viejas dudas:
«¿Por qué había actuado con tanta ligereza? Curtiss no era de fiar ¿Por qué le mostré la “perla”? Pude haberme quedado sin ella»…
Pero, al mismo tiempo, en mi mente, «Alguien» susurraba que la iniciativa fue correcta.
Eso era lo que buscaba…
Necesitaba acceder a la tecnología de Caballo de Troya para desencriptar y averiguar el contenido del «DR». El general —mejor dicho, el Destino— me lo puso en bandeja.
Aprovecharía la orden y las circunstancias.
En esos momentos no podía imaginar que el Destino escondía un as en la manga…
¿Qué contenía el «lector de sueños»?
Pasé muchos minutos intentando recordar.
Fue inútil.
Me hallaba en blanco.
Como dije, quien esto escribe jamás utilizó los «DR». A no ser que lo hiciera en esos días finales (enero del 28) que no lograba rememorar…
Algo me decía que no. Yo no tenía nada que ver en aquella extraña historia…
Pero sólo fueron suposiciones.
Y vi llegar el amanecer, impaciente.
Ese día, el orto solar se registró en Mojave a las 5 horas y 0 minutos.
El sol me previno.
Apareció blanco y misterioso, como si supiera lo que me aguardaba.
El desierto, al verlo, huyó en todas direcciones.
Sí, algo muy especial sobrevoló ese día la base de Edwards.
Y en el horizonte de la memoria surgió de nuevo la querida y última imagen del Hombre-Dios. Levantaba el brazo y saludaba… «Confía».
Eso haría…
A las 7 horas, sin desayunar, estaba ya en el despacho del ayudante de Curtiss, en el hangar rojo.
Domenico me abrazó.
No sabía cómo lo había logrado, pero el general flotaba, nuevamente. Esa misma tarde volaría a Washington D. C. con parte del equipo director.
Estrella me envió besos y un cake de manzana.
Me sentí más que recompensado.
—El general ha dejado esto para ti…
Domenico me entregó un sobre cerrado.
Contenía una hoja azul, manuscrita.
Curtiss me daba instrucciones precisas.
Leí con atención:
«1. Solicita las llaves del “avispero”.
»Domenico sabe.
»2. Que mi ayudante reclame —verbalmente— (subrayó “verbalmente”) una escolta de grado tres al jefe de Seguridad de la Fog, coronel… (He suprimido el nombre).
»La escolta permanecerá contigo el tiempo necesario.
»Domenico sabe.
»3. De las credenciales para ingresar en el “avispero” (nivel 5 azul) también se ocupará mi ayudante».
Firmado: Curtiss.
La nota presentaba dos posdatas:
«PD 1: Para evitar rumores innecesarios, almuerza en el “avispero”.
»PD 2: TRITURAR».
Mensaje recibido.
Trasladé la hoja a Domenico, la leyó, y procedió: introdujo la misiva en la máquina trituradora de documentos y ejecutó las órdenes del general.
Domenico era eficaz.
Mientras esperaba tomé café en el despacho del ayudante.
El cake era una delicia. Domenico me ayudó.
Y el familiar fuego interior, el que anuncia siempre acontecimientos especiales, me previno.
Estaba a punto de ingresar en el «avispero»…
A las 8 horas y 30 minutos se presentó en el hangar rojo un jeep «Quadratrac», automático, cubierto, y equipado con siete plazas.
La escolta, integrada por un cabo y dos policías militares, saludó, verificó mis nuevas credenciales, y se puso a mi disposición.
El cabo se llamaba Walter.
—Al «avispero» —ordené, al tiempo que saltaba al interior del jeep.
Arrancamos y el conductor se dirigió hacia el suroeste.
¡Vaya!
De pronto me di cuenta.
Había olvidado las llaves…
Fue preciso dar la vuelta y regresar.
Domenico, sudoroso, nos salió al encuentro. Corría por la calle de acceso al hangar rojo. Traía las dichosas llaves.
Resuelto el percance nos dirigimos de nuevo al «avispero».
No hablamos.
Los muchachos eran jóvenes.
Cargaban los célebres subfusiles «M3A1», brillantes y dispuestos.
Y pensé: «Tampoco es para tanto»…
Pero dejé hacer a Curtiss. En esos asuntos, él sabía más que yo…
Si los «halcones» sospechaban que disponía de un «DR», procedente de la «cuna», y que estaba a punto de desencriptarlo, adiós…
Kissinger hubiera podido confiscarlo.
El problema era: ¿cuánto tardarían en darse cuenta de la maniobra del general?
Como dije, en Edwards, los rumores no corrían: volaban.
* * *
El «avispero» se levantaba al oeste de la zona restringida, cerca de las alambradas, del smoker número dos y de una de las torres de vigilancia.
Alguien lo había aislado, con toda intención.
Era una de las joyas de la corona…
El acceso no era fácil. Se hallaba ubicado a tres kilómetros de los hangares y de los pabellones principales de la Fog.
Al sur del «avispero», a cosa de 20 metros, sobrevivía una anciana tejavana de uralita. Era como de la familia. Proporcionaba, a veces, un simulacro de sombra. Se había bebido todos los soles de Mojave, desde 1952.
Allí se detuvo el «Quadratrac».
Salté del jeep y me encaminé, presuroso, al único edificio existente en la zona: el «avispero»…
La escolta tomó posiciones.
El «avispero» era un monstruo de hormigón y plomo, de 9 por 6 metros y otros 5 de altura, sin ventanas, y pintado con los colores del desierto.
Los muros, de un metro de espesor, eran espectaculares.
Aparecían revestidos con planchas de plomo electrolítico, con una pureza del 99 por ciento, y 30 centímetros de grosor. Era una aleación secreta. El plomo contenía una pequeña dosis de pirocatecol[54] que hacía inviable cualquier intento de fotografía aérea.
La techumbre era plana e igualmente forrada de plomo.
A la derecha del edificio, tímidamente adosado, se veía un pequeño complejo, también en hormigón, que protegía los depósitos de gas, y albergaba lo necesario para el mantenimiento del «avispero».
Todo fue pensado para burlar los aviones de reconocimiento y los satélites rusos (!).
Lo llamaban el «avispero[55]» porque, desde el principio, las avispas de Mojave —grandes como dedales— lo habían seleccionado para la construcción de sus nidos. Y lo hacían de una forma singular. Las pequeñas colmenas, negras y esféricas, eran practicadas en los muros, siempre en el lado contrario al de los vientos dominantes en esa época.
De esta forma, conociendo la posición de los panales, los pilotos sabíamos, con antelación, cuáles eran los vientos que nos amenazaban[56].
En suma: las avispas eran los meteorólogos más certeros de Edwards.
Un soldado, en lo alto de la torre de vigilancia, nos observaba con prismáticos.
Alcé el brazo y saludé.
Se cuadró, el pobre…
Empujé la puerta con dificultad.
Pesaba 200 kilos…
Ya no recordaba la baja temperatura del lugar. Oscilaba entre 4 y 5 grados Celsius. Era básico para un mejor funcionamiento de los delicados sistemas.
Al principio era una bendición. Sólo al principio…
Todo, prácticamente, seguía igual.
Hacía mucho que no ponía los pies en el «avispero»…
Al abrir, automáticamente, el ordenador ubicado a la derecha (tomaré la puerta de plomo como referencia) accionaba las luces, todas empotradas en las paredes. Era una computadora gemela a «Santa Claus», también con memoria de cristales de titanio[57]. Se hallaba conectada a tres periféricos, a los que llamábamos «tóner». Trabajaban, entre otros cometidos que no debo revelar, como impresoras láser, tipo tóner (una tinta seca que actuaba sobre el papel mediante un sistema electrostático). Habían sido fabricadas por Centronics Corporation, de Nashua. Se trataba del modelo 101, hábilmente manipulado por los especialistas militares.
Era una maravilla.
Cada «tóner» leía o imprimía a razón de 80.000 dígitos por minuto, con velocidades que oscilaban entre 280 y 1066 copias por segundo.
El resto del «mobiliario» lo formaba la reserva de papel (sin estucar), abundantísima, de 120 g/m2, una caja fuerte, a la izquierda de la puerta, y una mesa y dos sillas en el centro de la sala.
La primera era una obesa «Wes 149», de un metro de alzada, especialmente modificada por la USAF. Se hallaba atornillada al suelo. La prisionera lucía una puerta impresionante, de 5 pulgadas de espesor. Hubiera resistido una temperatura interior de 350 grados Celsius. Fue fabricada con acero acorazado, al manganeso, y disponía de un sistema de combinación biométrico[58].
La mesa y las sillas eran igualmente prisioneras, pero podían moverse (si alguien era cortés…).
Activé los sistemas. Saludé al gemelo de «Santa Claus» (¡cómo le echaba de menos!) y llevé a cabo un par de comprobaciones rutinarias.
Al momento, la computadora advirtió que «todo estaba listo». Podía introducir la «perla» y verificar el contenido del «lector de sueños».
Pero dudé.
Si el «tóner» seleccionado trabajaba mediante impulsos eléctricos, la central de seguridad de la Fog detectaría al instante los referidos pasos.
Fue un error de Curtiss, y también mío.
No debía correr riesgos.
Y pensé en el suministro de gas.
Si el «tóner» en cuestión era alimentado por este último procedimiento, la máquina no registraría los pasos. Sólo quedaría constancia del gasto de gas, pero en el contador del depósito. Un gasto, además, mínimo. Para descubrir la maniobra, alguien tendría que asomarse a la caseta de mantenimiento del «avispero» y consultar las existencias del tanque.
Me pareció poco probable…
Dicho y hecho.
Salí del búnker y me deslicé, rápido, hacia el edificio que guardaba el gas.
La escolta me vio, pero siguió a lo suyo, fumando y aburrida.
El de la torre buscaba lo que no existía: rusos infiltrados…
Chequeé los dos depósitos.
Todo en orden.
Nivel de llenado: 95 por ciento. Capacidad de cada tanque: 4 metros cúbicos.
Había combustible de sobra…
Revisé los restantes parámetros.
Presión de trabajo: 20 bar. Temperatura: –20 grados Celsius. Presión de prueba: 30 bar.
Fue suficiente.
Y abandoné el recinto.
Noté agitación en los escoltas.
El de la torre había localizado una serpiente de cascabel.
La patrulla corrió hacia el lugar, localizó al peligroso ofidio, y uno de los soldados disparó el subfusil.
Mal hecho…
La detonación pudo alertar a la gente de la Fog.
¡Maldita sea!
Tenía que actuar con rapidez.
Y me dije: «¿A qué viene tanta preocupación…? Cumples órdenes».
Me encerré en el «avispero» y me preparé.
* * *
9 horas y 45 minutos.
Introduje el «DR» en el ordenador y procedí al quinto bucle[59].
La «espera» fue ninguna (!). La descarga se registró en una milésima de billonésima de segundo (10-15).
Las pantallas ofrecieron una primera visión del contenido del «lector de sueños».
Observé, incrédulo.
Solicité más información.
¡Oh, Dios!
En eso llamaron a la puerta.
¡Vaya…!
Desconecté y atendí la llamada.
Era Walter, el cabo.
Alguien preguntaba por el oficial al mando. Ése era yo.
Caminé hasta el «Quadratrac» y atendí la radio.
Era un suboficial de la central de seguridad.
Tal y como imaginé escucharon el disparo. Querían saber qué había ocurrido.
El cabo contó la verdad, pero exigieron la presencia del oficial al mando, si lo había.
Me identifiqué y confirmé la versión de Walter.
Falsa alarma.
Ahí terminó la comunicación, pero me sentí inquieto…
En cuestión de minutos, toda la Fog sabría que me hallaba en el «avispero».
Tenía que darme prisa.
10 horas y 10 minutos.
Me encerré nuevamente en el «avispero» y procuré calmarme.
Vuelta a empezar.
Conecté y la computadora ofreció la misma visión.
Repasé lo que tenía a la vista, y a gran velocidad.
No había duda…
Quedé atónito.
¿Cómo era posible?
No conseguía recordar…
Y así transcurrieron treinta minutos, más o menos.
Y volvió a ocurrir…
Llamaron a la puerta por segunda vez.
¡Maldita sea!
Apagué los sistemas y abrí de nuevo.
Era uno de los soldados de la escolta.
Señaló un jeep, un CJ5 biplaza. Se hallaba estacionado junto al «Quadratrac».
Una pareja de policías militares conversaba con el cabo.
Aquello no me gustó.
Todo se complicaba, innecesariamente.
Me aproximé, saludé, y pregunté a los policías.
Al parecer, en la central de seguridad no estaban satisfechos. Necesitaban más información sobre el incidente.
Walter se brindó a enseñar los restos de la serpiente.
Uno de los recién llegados se dirigió a su vehículo y habló por radio.
Le autorizaron a ver la serpiente.
Aquello era de locos…
Nos aproximamos al lugar y los policías examinaron la cascabel. Era un Crotalus durissus verde amarillento, de casi 1,80 metros. La mordedura era mortal.
Y en ello estábamos cuando reparé en el «avispero».
¡Había dejado la puerta abierta!
Los soldados discutieron.
Tenían que llevarse el ofidio, pero no sabían dónde guardarlo. Y lo que era peor: ninguno se atrevía a echarle mano.
Parecía muerto, pero…
El soldado de la torre se divertía de lo lindo.
¿Qué hacía?
Necesitaba una solución, y rápido.
No tuve que pensar demasiado.
Al poco vimos aparecer otro jeep. Era un «Commando», mucho más grande.
Se detuvo en la zona de las alambradas, donde nos hallábamos, y vi descender a un capitán. Detrás lo hicieron otros cuatro policías militares.
Me eché a temblar.
En breve, toda la Fog estaría allí.
Tuve que sujetar los nervios…
El capitán saludó e interrogó primeramente a sus policías.
Le explicaron y señalaron la serpiente.
Después se dirigió a mí, se cuadró, y expuso lo que ya sabía.
Y volvieron a discutir.
Decidí terminar con aquello.
Me acerqué a la cascabel, la agarré por la base de la cabeza, y la levanté.
Los soldados se echaron atrás, temerosos.
No había problema. Estaba muerta.
Y me encaminé al «Commando».
Me siguieron, intrigados.
Arrojé el crotálido a la parte de atrás del jeep y di por concluido el asunto.
El capitán se excusó. Montaron en los vehículos y se alejaron.
La escolta me observó con cierto temor reverencial.
Y quien esto escribe, sin más, se dirigió a su trabajo.
Nada de eso…
Me hallaba cerca del «avispero» cuando los vi regresar.
¡Vaya!
El capitán saltó nuevamente del jeep, se dirigió al cabo Walter y preguntó por el soldado que había matado la cascabel. El muchacho se presentó. Dio su nombre y otro de los policías militares exigió el subfusil. Lo examinó. Verificó el número de proyectiles disparados y devolvió el M3A1 al confuso soldado.
Nuevos saludos y nueva polvareda.
Se alejaron.
El cabo intentó tranquilizar al del subfusil.
Rutina.
Cerré la puerta de plomo, respiré hondo, y repetí las operaciones.
Sentí una profunda emoción…
¿Cómo era posible?
Por más que me esforzaba no lograba recordar… Pero ahí estaba…
Era real.
El ordenador no mentía.
12 horas y 30 minutos.
Y en ello estaba, contemplando «aquello», cuando golpearon la puerta, una vez más.
«Y ahora, ¿qué?».
Tuve que apagar la máquina.
Entreabrí la hoja y descubrí el rostro aniñado de Walter.
Sudaba.
—¿Desea comer algo, mayor?
Necesité unos segundos para reaccionar.
—Sí…, no.
—¿Sí o no? Es la hora del almuerzo, señor. Uno de los chicos volverá al hangar para buscar la comida…
—No, gracias —me enmendé, al fin.
Sonreí a la fuerza y agradecí el detalle.
No era comida lo que necesitaba.
Requería paz y que nadie volviera a llamar a aquella maldita puerta.
Cerré.
No daba crédito a mi mala fortuna…, y a lo que contenía el «DR».
* * *
La «perla» que había aparecido colgada al cuello resultó un tesoro.
Reunía los diarios, completos, de quien esto escribe y la totalidad de los análisis practicados por Eliseo y por este explorador a lo largo de los tres «saltos» en el tiempo.
Un tesoro, sí.
Me felicité.
Allí estaban los informes sobre los lienzos mortuorios del Hijo del Hombre[60], los espectaculares resultados del llamado cuerpo «glorioso» del Resucitado[61], las informaciones que conducirían, algún tiempo después, al histórico hallazgo del «soporte» o «habitáculo» del alma[62], las investigaciones de mi hermano sobre las muestras de ADN (decisivas para demostrar que Jesús de Nazaret no fue concebido de forma sobrenatural[63]), las conclusiones de los «nemos» sobre el prodigio de Caná[64], análisis de vegetales, estudios sobre el pergamino de la «victoria», sobre el jade negro, sobre Yehohanan, sobre Ruth, los textos completos de mis conversaciones secretas con el Hombre-Dios, y una larga lista de documentos a los que me he referido o de los que hablaré, en su momento (supongo).
Quedé desconcertado y feliz, al mismo tiempo.
Allí estaba todo, o casi todo.
Eché de menos, por supuesto, los papiros en los que relataba los viajes confidenciales de Jesús, poco antes de su vida de predicación. No estuve acertado. No llevé a cabo esa transcripción.
El incendio en la insula de Nahum acabó con ellos.
Y me propuse escribirlos de nuevo. Los recordaba muy bien, palabra por palabra.
Necesitaba tiempo y un lugar remoto al que poder retirarme. Allí revisaría mi «tesoro» y lo pondría al día.
Pero ¿cómo hacerlo?
Era preciso imprimir el contenido de la «perla». Fuera de la base de Edwards, el «DR» no servía para nada. Necesitaba una copia en papel y, sobre todo, sacarla de aquel recinto militar.
En esos instantes, creo, empecé a maquinar cómo llevar a cabo la operación.
Y me sentí también desconcertado.
Una vieja duda, terca y encorvada, se presentó ante mí.
¿Quién trasvasó aquella monumental información desde el banco de datos de «Santa Claus» al «DR»?
Intentaba recordar, pero no lo conseguía…
No tenía conciencia de algo así.
Me fui al final de los diarios muchas veces.
Lo repasé, a la búsqueda de una pista.
Negativo.
Lo último escrito por este explorador en los mencionados diarios se remontaba a noviembre del año 27[65].
Después permanecí junto a Eliseo, y no regresé al Ravid.
No lo lograba…
No recordaba.
Y el sentido común puso ante mí un nombre: Eliseo.
¿Fue él?
A las 18 horas y 58 minutos, el sol se alejó por el oeste, aburrido.
Comprendí.
La escolta llevaba muchas horas en aquel tostadero.
Apagué la computadora y colgué el «DR» del cuello.
Poco después regresábamos al hangar rojo.
Había sido un día intenso y afortunado.
El «tesoro» estaba a salvo, aparentemente.
Y seguí interrogándome: ¿«Quién lo hizo»?
La intuición tocó en mi hombro y susurró un nombre.
Pero, al llegar al despacho del ayudante de Curtiss, me distraje.
Domenico confirmó la partida del general hacia Washington D. C. Le acompañaba el equipo director.
No mencioné mi hallazgo. Tiempo habría de darle la noticia a Curtiss…
Permanecí lo justo en la Fog y, tras coordinar el encuentro con la escolta para el día siguiente, me retiré al pabellón de oficiales.
Walter y los otros habían empezado a tomarme cariño.
Y proseguí con lo que importaba: ¿Cómo burlar la vigilancia en la zona restringida?, ¿cómo sacar la copia de la base? Era un material abultado. Tenía que idear, en primer lugar, la forma de ocultarlo. Después, cómo cruzar la barrera sin levantar sospechas…
No era sencillo.
No importaba. Haría lo imposible. El mundo tenía derecho a saber…
Pero debía ser especialmente cuidadoso. Si el «DR» caía en manos de los «halcones», adiós a mis sueños…
Acudí al supermercado y compré la diaria ración de fruta.
Fue entonces cuando me fijé en algo…
«Aquélla podía ser la solución»…
Acaricié la caja de madera que contenía las brevas e hice algunos cálculos mentales.
«Podría servir»…
Esa noche, Joco me puso al corriente de los rumores que volaban por la base.
Nixon, arrogante, se había negado a entregar las cintas magnetofónicas que exigía la justicia. Era lo que presumíamos.
Y pensé en Curtiss.
La negativa del presidente a colaborar en la investigación del caso «Watergate» podía ocasionar disgustos al jefe del proyecto… Y así fue.
Olvidé el delicado asunto. Bastante tenía con lo que tenía…
Y el japonés habló también de las serpientes, en plural, que fueron capturadas, esa mañana, en la zona del «avispero».
Quedé perplejo.
No era una cascabel, sino diez (!).
En fin, Joco lo sabía todo, o casi todo…
Esa noche me dormí con una obsesión: sacar el «tesoro» de Edwards. Lo llevaría lejos. Lo revisaría, lo pondría al día… Después tenía que lograr su difusión, pero no supe cómo.
Intenté tranquilizarme.
Mi abuelo, el cazador de patos, decía: «Primero llega al río. Después, crúzalo».
No fue una noche fácil.
Tuve pesadillas.
Una de ellas, en particular, me inquietó.
Se me antojó premonitoria, como tantas…
No me hallaba desencaminado.
La ensoñación ocurrió en una casa de campo, a la orilla de la mar.
Era de día.
De pronto me asomé desde la terraza y vi a una mujer.
A su lado, boca abajo, descubrí a un niño, desnudo.
El rostro era el de Curtiss (!).
La mujer le abrió la espalda con un cuchillo.
No salió sangre.
Extrajo algo del cuerpo, lo depositó en un vaso de cristal y me lo mostró.
Yo conocía a la mujer, pero no recordaba de qué.
En el vaso flotaba algo negro y espeso.
No era líquido.
Bajé al jardín, examiné de cerca el vaso, y entendí que el contenido podía ser pólvora.
Lo probé.
No era pólvora.
En eso levanté la vista.
Por la mar vi aproximarse una gigantesca y solitaria nube blanca y negra, palpitante.
La identifiqué con la gloria de Yavé, descrita en el Antiguo Testamento.
Era una nube «inteligente». Bullía.
Se dirigía hacia nosotros, amenazante.
Era Yavé, que deseaba venganza por mis pecados.
Permanecí aterrorizado.
Instantes después, cuando la nube se echaba encima, fui despertado por el tintirintín del despertador.
* * *
El viernes, 27 de julio (1973), regresé a la Fog muy de mañana.
Me llevé ropa de abrigo.
La mesa, las sillas y la caja fuerte espiaron mis movimientos, envidiosas.
Y me dediqué a leer y a leer.
¡Aquello era fantástico!
Allí estaban todos los detalles…
Y fue a lo largo de esa mañana cuando recibí el título que debería encabezar los diarios: «Caballo de Troya».
No sé si lo he mencionado. Hace tiempo, mucho tiempo, que creo que las ideas y pensamientos no son nuestros. Los recibimos. Eso es todo.
A primera hora de la tarde, la escolta me previno. Alguien me reclamaba en el hangar rojo.
¡Qué raro! Curtiss se hallaba fuera…
Domenico me comunicó, telefónicamente, con el general.
El jefe del proyecto quería hablar con quien esto escribe.
Fue una conversación breve y en clave.
Comprendí los recelos de Curtiss.
—¿Cómo ha ido la caza? —preguntó con impaciencia.
—De primera, mi general…
—Explícate… Quiero detalles, detalles.
—La perla es auténtica…
Curtiss lo cazó al vuelo:
—¿Valiosa?
—Yo diría que muy valiosa…
—Excelente, pero ¿cómo de valiosa?
Me vi en un aprieto.
—Habría que tasarla, mi general…
—¿Sigue contigo?
—Duermo con ella… Había pensado llevarla este fin de semana a un joyero, fuera de la base, y hacer una copia…
El general adivinó mis intenciones y me interrumpió:
—¡Ni se te ocurra!
Y añadió, moderando el tono:
—Sé de una buena joyería en Rodeo Drive, en Los Ángeles, pero iremos juntos… Estrella nos acompañará. Ella sí entiende de diamantes.
—Perla —le interrumpí—. Es una perla, mi general.
—Eso… ¿Has comprendido?
—Sí, que espere, y nada de copias.
Y añadió, imperativo:
—¡Nada de joyerías desconocidas…! ¡Ese regalo merece el máximo respeto…!
Entendí.
—Regresaré a Edwards el miércoles, 1 de agosto, si ese «tumbao» lo permite.
Supuse que se refería a Kissinger.
La reunión entre el asesor presidencial y el general Curtiss, como ya mencioné, tendría lugar el lunes, 30 de julio.
—¡Es una orden! —Concluyó Curtiss—. ¡Guarda la perla y espera mi regreso…! ¡No la saques de ahí!
No me gustó la decisión del general. Fue algo instintivo.
Los «halcones» regresarían el lunes, 30, o quizá el 31.
Tenía que aprovechar ese fin de semana.
Era una oportunidad única.
Pero, de momento, obedecí.
Me incorporé al «avispero» y continué el repaso de los diarios.
No tardé en comprobar que los problemas merodeaban a mi alrededor.
Algunos pasajes no debían caer en manos de Curtiss, ni de nadie…
Especialmente la confesión de Eliseo o mi intento de suicidio[66].
Los acoté.
Si llegaba el momento de imprimir el «tesoro», los referidos pasajes serían suprimidos.
Más adelante, ya veríamos.
Por supuesto, a la hora de hacer públicos los diarios, los textos serían respetados, íntegramente.
Y en ello andaba, enfrascado en la lectura, cuando vi aparecer a la intuición.
No sé cómo entró…
Se sentó a mi lado y me observó, muy seria.
Dejó un paquete en mi mente, se levantó, y desapareció.
Miré a mi alrededor, desconcertado.
Ya no estaba.
Pregunté a la caja fuerte y a los «tóner». Se encogieron de hombros.
Nunca habían visto a una señora tan delicada y tan bella.
Abrí el paquete y hallé una frase:
«Imprime el “tesoro”».
Eso significaba incumplir la orden de Curtiss…
Y recordé lo que el Maestro repetía sin cesar: «La intuición nunca traiciona».
Era cierto.
Es la razón la que llega después de la intuición y, al juzgar, lo estropea todo…
No lo dudé.
Reclamé al cabo y pregunté si podía conseguir cajas de madera. Cajas de frutas y hortalizas, vacías. En la cocina de la Fog las había visto…
Walter escuchó, perplejo, pero reaccionó inteligentemente:
—¿Cuántas, mayor?
—Con ocho o diez me conformo.
Un par de horas más tarde, el jeep regresaba con diez cajas de madera, vacías.
Excelente.
Las deposité en el «avispero» y las examiné con detenimiento.
Habían servido para almacenar melocotones romanos.
Los conocía. Los degusté en el pabellón de oficiales.
Eran enormes, dulcísimos, y de huesos colorados.
Las cajas medían 40 por 40 por 40 centímetros.
Estimé que resultaban perfectas para mis propósitos.
En la madera, pintados en rojo, se leía «La Mimosa» y el lugar de procedencia: Riverside, en California.
Terminé los cálculos y deduje que con cinco cajas sería suficiente. Ahora necesitaba cuerda, bolsas de plástico, y un total de 80 melocotones.
Al día siguiente, sábado, podía reunir el género.
Con un poco de suerte lo introduciría en la zona restringida en la mañana del domingo, 29. Era el momento adecuado. La asistencia a la Fog era mínima.
Los habitantes del «avispero» me contemplaban, desconcertados.
Aquello era pura degeneración.
La caja de caudales murmuraba y cuchicheaba con los periféricos. Éstos, a su vez, se hacían lenguas con la mesa.
¿«Qué pintaban las toscas y primitivas cajas de fruta en un lugar santo, como aquél»?
Las sillas miraban con odio, pero no dijeron nada.
Eran nacidas en Seattle y todo el mundo sabe cómo las gastan en la capital del estado de Washington.
No presté atención.
Yo andaba a lo que andaba…
Esa noche me hice con una cuerda, unas tijeras, las bolsas de plástico negro y un saco de melocotones romanos, exquisitos.
Joco me vio entrar con el cargamento e intentó ayudar.
Se lo agradecí, pero no. Podía con todo.
Y me refugié en la habitación, haciendo nuevas cábalas.
El plan no debía fallar…
El problema era sacar la copia de Edwards.
No tenía ni remota idea de cómo hacerlo…
Confié en el Destino. Él sabe…
¡Y ya lo creo que sabía!
* * *
El sábado, 28, fue otro día de tensa calma.
Me concedí un respiro. Lo necesitaba.
La escolta descansó y yo dediqué parte de la jornada a pensar y a conversar con Josué, mi cactus favorito.
Le di de beber y le conté parte de mi vida.
Yo era un tipo raro: tenía 36 años de edad, pero aparentaba 80. Había conocido a un Hombre-Dios. Conversé con Él. Me reveló secretos. Fui testigo de sus prodigios y de su muerte. Estaba enamorado, pero mi amor era violeta. Intenté suicidarme y fui salvado por una computadora. Ese Hombre-Dios me enseñó que la vida no es la realidad y que estamos condenados a ser felices, a corto plazo. Y le hablé de Ab-ba, el Padre Azul que nos imagina, que regala inmortalidad, y al que llegaremos algún día.
Josué miraba desde lo alto, con sus ojos color mostaza, y repetía:
—Pobrecillo, pobrecillo…
El caso es que lo del Padre Azul terminó intrigándole.
Y preguntó:
—¿Es otro general?
¡Qué difícil es explicar la supersimetría!
Y recordé al Galileo y sus dificultades para aproximarse a la verdad.
—En cierto modo sí —repliqué—. Manda mucho, pero no se nota…
—Entonces es un buen general… ¿Dónde está el puesto de mando?
—La base la tiene en una isla lejana, más allá de las estrellas. Es la base Paraíso. Allí llegaremos todos, pero para eso hay que morir… Además, habita en la mente humana.
—¿Cómo es eso? ¿Tiene el cuartel general en una isla y habita en los humanos?
—Así es. Eso proclamó el Hombre-Dios… Es un secreto. Ni siquiera los ángeles lo conocen.
—¿Ángeles? ¿Qué son?
—Sargentos, pero con menos mala uva.
—Comprendo. ¿Y hay zona restringida en esa base?
—Lo ignoro. Acabo de empezar el camino.
—Tiene que haberla —murmuró el cactus—. En todas las bases hay secretos…
—¿Y qué secreto podría esconder el Padre Azul?
—Se me ocurre uno: ese buen Dios son muchos…
—¡Vaya!
—Hazme caso. Llevo aquí tiempo y no hago otra cosa que pensar y negociar agua. No es un Dios. Son muchos.
—Puede que tengas razón…
—Y pregunto yo: ¿por qué ese Padre Azul habita sólo en los humanos?
—Tampoco lo sé… El Hombre-Dios me hizo otra revelación. Sé que te gustará…
Josué esperó, impaciente.
—El amor de esos Dioses es tal que se dividen los territorios…
—No entiendo.
—Verás… Los humanos somos habitados por el Padre Azul, el gran general… La materia lo es por otro Dios: el Espíritu de la Verdad.
—¿Otro general?
—Y tan importante como el primero.
—Explícame.
—El Espíritu se fragmenta también, desciende, y habita cada gramo de lo que vemos y de lo que no vemos.
Los ojos de color mostaza se abrieron de par en par.
Proseguí:
—Ese Dios viaja sin moverse…
—¡Como yo! —exclamó el cactus, emocionado.
Traté de continuar:
—Ese Dios que te habita no tiene exterior… Se divide, como digo, en trillones de trillones de trillones de trillones de trillones de fragmentos…
Noté cómo Josué se mareaba.
Detuve la explicación y dejé que respirara verde, que es como respiran los cactus.
—¿Estás bien?
Asintió y proseguí:
—Ese Dios, el Espíritu de la Verdad, al habitar las cosas y la naturaleza, está al corriente de todo: sabe de la tersura de la mar, de sus hijos más escondidos, del silencio congelado de los glaciares, del milagro de las cosechas, de los que reptan y de los que se mueven a la velocidad de la luz, del rocío en el que te bañas, de la dolorosa inmovilidad de las rocas, de las estrellas que mueren, fugaces…
Y resumí:
—También sois la envidia de los ángeles…
—Pues yo no siento a ese Dios.
—De eso se trata, querido amigo, de eso se trata…
—Hay algo que no termino de comprender —formuló Josué—. ¿Por qué somos tan distintos? Tú no eres como yo…
—Supongo que estamos ante un problema de imaginación.
Señalé hacia lo alto y redondeé:
—Ahí arriba sobra… Somos tú y yo los que estamos secos y con los pensamientos revueltos. Necesitamos saltar del tiempo al no tiempo para medio comprender.
El cactus se perdió.
—No importa, amigo… ¡Vive! Es lo único que merece la pena.
No quise hablar de la inmortalidad. Le hubiera herido.
Pero el cactus de cinco metros era largo también en sus pensamientos. Y adivinó los míos:
—¿Por qué no soy inmortal?
—Lo ignoro…
—Las cosas, los vegetales, los animales, todo tiene derecho a perdurar…
Se me ocurrió algo. No sé si una tontería, pero le dije:
—Podría ser un problema logístico. En la realidad puede que no haya espacio para tanta gente…
Josué me miró, incrédulo.
Y añadí, tratando de justificar mi osadía:
—El cielo —dicen— cabe en la palma de la mano.
—No entiendo.
—No importa. Sea como fuere, tú no morirás…
—Eso tiene gracia.
Me puse serio y reafirmé lo dicho:
—Eres inmortal porque vives en la memoria de alguien.
El cactus sonrió, también en color mostaza, y agradeció el detalle.
—Ahora vives en mi memoria —añadí— y algún día vivirás en la de muchos…
—¿En la de muchos?
—Algún día —declaré, solemne— estas conversaciones serán leídas por muchos.
—¿Piensas escribir un libro?
—Algo así…
—¿Y mencionarás al cactus que lo tenía todo de color mostaza?
Asentí.
—No podré comprarlo —lamentó—. Estoy prisionero…
—Nadie es prisionero cuando lo habita un Dios.
—Háblame de Él…
—El Espíritu de la Verdad te llena y se llena… Es un truco de los cielos. Él te da y Él recibe a cambio.
—¿Qué puede recibir de un pobre yucca brevifolia?
—Información, justamente, sobre los brevifolia. ¿Qué son?, ¿cómo se comportan?, ¿cuál es su lenguaje?, ¿a qué aspira un cactus?, ¿por qué sois tan bellos?, ¿qué veis desde esa altura…? En fin, podría seguir hasta mañana.
—Y todo eso, ¿para qué?
—Para mayor gloria de los Dioses. Ellos, así, están al día de tus miserias y de tus sueños… Es así como todo es uno. Y lo más bajo y primitivo asciende de la mano de un Dios…
Josué no pudo resistir y formuló la pregunta capital:
—¿Quién te ha enseñado?
Guardé silencio.
No me hubiera creído.
Y Josué insistió:
—¿Me harás inmortal? ¿Me llevarás en la memoria?
Asentí de nuevo. Y añadí:
—Desde ahora viajarás en la maleta de los recuerdos.
Y me sorprendí a mí mismo.
Hablar con las cosas (supuestamente inanimadas) no es tan loco. Todo está habitado por la Divinidad.
Desde entonces, la hierba, las piedras solitarias, el polvo del camino, las nubes que pasan, los horizontes, los brillos lejanos, las envidiadas aves, los monstruos marinos, los granos de arena, los animales que me salen al paso, lo que toco y lo que no toco, lo visible y lo invisible, todo, me inspira un respeto infinito. El Espíritu de la Verdad, otro formidable Dios, está en todos ellos. Si les hablo, también le hablo…
Cuando me alejé del bosquecillo, Josué lloró verdes, de pura emoción. Nunca se había parado a pensar que era un templo.
Esa noche, Joco, el japonés, me informó sobre el doble sepelio celebrado en Arlington.
Curtiss, en su discurso, llamó héroes a los directores fallecidos.
Yo sabía que eran más que héroes…