Y llegó el trágico lunes, 23 de julio.
A las 7 horas y 30 minutos entraba en la sala de las «tormentas».
Primera sorpresa.
Curtiss se hallaba sentado a la cabecera de la mesa de cristal.
Repasaba unos papeles.
Me miró y comprendió mi desconcierto.
Hizo un gesto para que me aproximara y me sentara en la silla habitual, a su izquierda.
Estábamos solos.
Nixon seguía con la sonrisa de siempre y la bombilla tartamuda hacía cuanto podía. La luz de Mojave entraba por la ventana, pero con cautela. No se fiaba, y gastaba razón. Lo que sucedía en aquella sala era de infarto…
Al sentarme, Curtiss se justificó, en voz baja, como si temiera que lo oyeran.
Y pensé: ¿«Podrían estar grabando»?
Por supuesto que sí…
—Problemas familiares…
Eso argumentó. Ésa fue la razón por la que, según él, no voló la tarde-noche anterior desde Los Ángeles a Washington D. C., capital federal.
Le creí, a medias.
Todo el mundo, en Edwards, sabía que su relación con el asesor de Nixon, el señor Kissinger, marchaba de mal en peor. En especial, desde el fracaso de Caballo de Troya. Kissinger hizo responsable al general y lo apremiaba para que «resolviera los cabos sueltos» (eufemismo muy propio de Kissinger, que difícilmente se comprometía con nadie).
«Resolver los cabos sueltos» significaba encontrar la «cuna».
En la Fog, todos estaban al corriente de la estrecha relación de Kissinger con los «halcones». Y aunque no se había pronunciado abiertamente, el asesor de Nixon en seguridad nacional era otro convencido de la necesidad de enviar una segunda nave para «recuperar lo que es nuestro».
Era lógico que así fuera: los «halcones» informaban puntualmente a Kissinger y Curtiss evitaba el contacto con el asesor presidencial.
Ésta, en suma, fue la verdadera razón por la que el general no voló a Washington D. C. Los otros dos directores sí lo hicieron, tal y como había previsto el propio Curtiss.
Esa mañana del lunes, 23, los directores en cuestión debían celebrar dos importantes reuniones. La primera en el Pentágono. Después con el referido Kissinger. Portaban las imágenes del tren de aterrizaje de la «cuna», hundido a 60 metros de profundidad, como ya mencioné.
Los directores —suponíamos— recibirían instrucciones.
El regreso estaba previsto para el martes, 24.
Ese retorno nunca se produjo…
Y la mañana transcurrió sin discusiones, pero bajo el fuego cruzado de unas miradas poco amistosas. Todos, en la sala de las «tormentas», sospechábamos que el Pentágono y Kissinger podían inclinarse por la solución de los «halcones»: disponer una nueva nave y programar otro «salto» en el tiempo. En ese caso, Curtiss se tragaría sus palabras…
Y la tensión fue en aumento.
Las miradas, disimuladamente o no, finalizaban los recorridos en aquel teléfono negro y enorme que comunicaba con el exterior.
A las once de la mañana, el humo de los habanos y de los cigarrillos había convertido la atmósfera en prácticamente irrespirable. Las bombillas tosían. El retrato de Nixon tosía. La bandera tosía. La ventana solitaria tosía. La gran pizarra negra tosía. El único que no tosía era Curtiss. Se hallaba tan excitado que, más que fumar, mordisqueaba los puros, y entraba y salía sin cesar de la citada sala de las «tormentas».
Pero el teléfono siguió negro y en silencio.
Tomamos café a litros.
Hablábamos en voz baja o, sencillamente, no hablábamos.
Yo opté por sentarme en mi lugar y huir con la mente al bosque de Josué. La ventana que sólo podía contemplar alambradas me vio salir y entrar varias veces, asombrada. ¿Cómo lo hacía?
Alguien, desconfiado, se acercó al teléfono y verificó si se hallaba conectado. Lo estaba, claro.
Y me pregunté, una y otra vez: ¿Cuál sería mi papel si el Pentágono ordenaba la movilización de una segunda nave?
Suponiendo que Eliseo siguiera vivo, ¿volvería a ver al Maestro?
La idea me fascinó, lo confieso, pero, al punto, retorné a la realidad.
«Eso es absurdo… La “cuna” está hundida en el fango del mar de la Sal… Yo vi cómo se precipitaba hacia la oscuridad… Pero ¿y si ocurriera? Si “Rayo negro” era enviado al tiempo de Jesús, ¿qué sucedería con quien esto escribe?
»Yo era la persona más preparada para una misión así. Conocía el terreno, los personajes, las circunstancias… Pero era un anciano… Esa misión, si prosperaba, era cosa de jóvenes»…
El tormento y el éxtasis se prolongaron poco tiempo.
Sonó el teléfono, al fin…
Eran las 11 horas y 20 minutos.
Uno de los directores atendió la llamada y cedió el auricular al general.
—Sí, soy yo…
Curtiss escuchaba atentamente, y mordisqueaba un habano moribundo.
Uno de los aduladores ofreció fuego, pero el general lo rechazó.
—… ¡Malditos inútiles…! ¡Trápalas…! ¡Engañabaldosas…!
Curtiss empezó a moverse cerca de la distraída mesa de cristal, al tiempo que lanzaba toda clase de improperios.
El director que había respondido a la llamada hizo un gesto. Al otro lado del hilo telefónico se encontraba el de las gafas de carey.
Eran malas noticias, obviamente.
Entendí que el director estaba transmitiendo las órdenes del Pentágono.
—¿Rusos…? ¿Qué rusos…? ¿De qué hablas…?
Nos miramos, atónitos.
—… ¿Y qué más…?
Se hizo otro largo silencio. Curtiss terminó devorando el habano. Al darse cuenta lo retiró de la boca y lo arrojó al suelo, pisándolo con rabia. Uno de los aduladores se apresuró a recoger los restos del cigarro.
Y continuaron los insultos:
—¡Comunistas! ¡Eso es lo que son esa pandilla de mangantes y filibusteros…!
Silencio.
—Está bien… Comprendo… Llama en cuanto hables con el judío…
Colgó con violencia y fue a buscar en el bolsillo interior del uniforme. Extrajo otro habano y lo encendió, resoplando como un búfalo.
—¡Conchudos…! ¡Holgazanes…! ¡Hombres de talco, eso es lo que son…! ¡Guarida de ladrones y comunistas!
Deduje que Curtiss hablaba del Pentágono.
Estaba de acuerdo en casi todo…
El general buscó su asiento en la cabecera de la mesa, no tan distraída, por cierto, y se desahogó:
—Esos frotaesquinas del Pentágono consideran que la «cuna» ha podido caer en manos de los soviéticos…
Nos miramos, tan asombrados como las bombillas.
—¡Ignorantes! —siguió vomitando el general—. ¡Chupatintas…!
Slimy babeaba, sonriente.
—¡Malnacidos…! ¡Burócratas! —insistía Curtiss.
—Pero eso es imposible —intervine en mitad de la tormenta—. La «cuna» no tenía combustible.
Y recordé lo manifestado en otras oportunidades:
—Cuando fui empujado a las aguas, la nave acababa de entrar en la reserva… Disponíamos de 492 kilos… Quemábamos a razón de 6 kilos por segundo… El margen, por tanto, era de 80 segundos… ¿Cómo pudo Eliseo entregar la «cuna» a los rusos…?
Y remaché, asqueado:
—¡Eliseo no es un traidor! Nunca haría algo así… El planteamiento del Pentágono, sencillamente, es ridículo.
El general aprobó mis palabras con varios movimientos de cabeza, pero el tejano terminó interviniendo, y con evidente desprecio hacia mi persona:
—Lo del combustible está por ver…
—No miento.
—Eso también está por ver —deslizó el babeante.
Tuve que hacer un esfuerzo. Le hubiera roto los dientes allí mismo…
Pero los «halcones» abandonaron la sala.
Comprendí.
Ninguno de ellos había creído mi versión…
* * *
A las 13 horas y 15 minutos sonó el teléfono de nuevo.
Esta vez respondí yo.
Era el de las gafas de carey.
Saludó con brevedad y preguntó por el general Curtiss.
Noté malestar en el tono de la voz.
—Soy Curtiss…
El general escuchó con atención.
Supuse que el director procedió a informarle sobre la reunión con Kissinger.
El habano volvió a apagarse.
La exposición, al parecer, fue breve.
Y Curtiss estalló:
—¡Maldito perro faldero…! ¿Qué sabe ése…?
Nuevo silencio.
—¿Estás seguro…? ¿Y qué más?
Los directores, adelantándose, fueron tomando posiciones alrededor de la mesa distraída.
La tormenta asomaba…
Las noticias —deduje— eran pésimas.
—¿Setenta y dos horas…? ¿De qué hablas?
El de las gafas de carey repitió lo expuesto y Curtiss se revolvió, furioso. Pero el cable del teléfono lo ató en corto. Y el general siguió maldiciendo:
—¡Alzapuertas…! ¡Ese judío de mierda es un alzacolas…! ¡Nadie puede hacer una cosa así!
El silencio se espesó, una vez más.
Al rato, Curtiss concluyó:
—Entiendo… ¡OK!… Mañana nos vemos… Buen viaje…
El teléfono pagó el monumental enfado del general. Dejó caer el auricular con estrépito y fue a sentarse a la cabecera de la mesa.
—¡Lunático…! Nixon lo arrastrará en su caída…
El odio de Curtiss por Kissinger era kilométrico.
Y el general, refugiándose detrás del humo del habano, volvió a informar al equipo: Kissinger había «recomendado» la redacción de un informe que condujera a la recuperación de la «cuna».
Los «halcones» respiraron, aliviados. Era lo que querían.
Curtiss me miró y comentó, con sorna:
—Y lo quiere en 72 horas…
—No termino de entender —intervine—. ¿Quiere que redactemos un informe sobre cómo recuperar la «cuna»?
El general asintió con prisa.
—Pero —insistí— ¿dónde se supone que debemos recuperarla: en el mar Muerto?
Los «halcones» rieron la «gracia». Y el tejano simplificó:
—Ése es el último lugar en el que buscaremos…
Curtiss consultó el calendario.
El lunes, 30 de julio, debería viajar a Washington D. C. y presentar el borrador al pelotillero.
Los «halcones» se felicitaron. Sabían bien lo que representaba ese paso para el general. Tendría que morder el polvo y arrodillarse ante Kissinger.
A las 14 horas y 30 minutos, Curtiss abandonó la sala de las «tormentas». No hubo despedidas. El general no cursó ninguna orden. Sencillamente, desapareció. Detrás quedó la estela del habano y del odio…
El tejano se dirigió a la gran pizarra y escribió:
«Operación RAYO NEGRO».
Quien esto escribe abandonó también la habitación.
No podía resistirlo.
El desastre se aproximaba…
* * *
Regresé a mi habitación, en el pabellón de oficiales, e intenté descansar. Imposible. La mente burbujeaba.
Era asombroso. Todos pretendían localizar la «cuna» fuera del mar de la Sal…
Y me debatí, una vez más, entre lo real y lo especulativo. ¿Qué teníamos? Poco, muy poco…
La nave se hundió. El tren de aterrizaje había aparecido cerca de la costa, sumergido a 60 metros.
¿Qué más?
Los acumuladores permanecieron 23 días activos y agrupados… Eso, ya lo dije, era inexplicable.
No teníamos más información. Lo lógico es que la nave se hallase en el fango, a mucha profundidad y, por tanto, indetectable. Pero no era momento para una expedición de búsqueda.
En resumidas cuentas: no disponíamos de pruebas concluyentes como para enviar una segunda nave al año 28 de nuestra era.
Aun así me dejé llevar por la fantasía…
Si «Rayo negro» era activado, quizá la paranoia del Pentágono, o de Kissinger, pudiera beneficiarme… Si formaba parte de la tripulación, quizá se repitiera la aventura… Me las arreglaría para buscar al Hijo del Hombre…
Tomé papel y lápiz e inicié una loca carrera de cálculos: ¿Qué necesitábamos…? ¿Dónde ubicar la nave…? Galilea parecía el lugar idóneo… Saidan estaba cerca… ¿Y los equipos? ¿Cómo transportarlos? ¿Cómo camuflarlos…? ¿Quién formaría parte de esa tripulación…? ¿Quién estaría al mando…? ¿Debería pensar en enero del año 28 o en otra fecha?
Al rato terminé arrojando el lápiz sobre la mesa.
Era un estúpido…
¿Por qué me dejaba enredar en semejante imposible?
Ni siquiera sabía qué era «Rayo negro».
Decidí tomar una larga ducha. Eso me relajaría.
Después caminaría y conversaría con Josué.
Y en ello andaba —en mitad de la ducha— cuando escuché el teléfono.
Me fijé en el reloj. Marcaba las 17 horas y 10 minutos.
Reunión de urgencia en la Fog.
¡Vaya! ¿Qué pasaba ahora?
Imaginé que Curtiss había maquinado algo contra los planes de Kissinger. ¿O se trataba de la «cuna»? ¿Se habían producido novedades? ¿Fue detectada, finalmente, por los satélites?
Me apresuré.
A las 18 horas regresaba a la sala de las «tormentas». Allí continuaba el equipo director.
Slimy se apresuró a borrar lo escrito en la pizarra.
Acerté a leer la palabra «Jordania».
¿Qué tramaban?
Nadie conocía el motivo de aquella nueva y urgente convocatoria.
Curtiss entró en la sala a las 18 horas y 10 minutos.
Sudaba.
Caminó inseguro hasta la cabecera de la mesa distraída.
Algo grave sucedía…
Portaba una hoja de papel en la mano izquierda.
Me alarmó no ver el habitual habano en la derecha.
Dos de sus ayudantes aparecieron detrás.
Aquello no era habitual.
Nos miramos los unos a los otros, desconcertados.
Y pensé: la «cuna»…
El general no se sentó.
Nos miró, pero dudo que llegase a ver. Tenía los ojos vidriosos.
La hoja de papel temblaba…
¿Qué demonios ocurría?
El general carraspeó e intentó leer.
No lo logró. La voz se negó a obedecer.
Curtiss se esforzó.
El sudor hizo brillar las sienes del militar.
Noté fuego en el estómago.
Y volví a pensar: Eliseo… Lo han hallado.
Me equivoqué.
Finalmente, incapaz de articular palabra, Curtiss pasó el papel a uno de sus ayudantes y se desplomó sobre la silla. Me miró, pero no me miró. No miraba a nadie…
Estaba perdido.
Nunca lo había visto en ese estado.
Lo ocurrido tenía que ser especialmente impactante.
Y lo era…
El ayudante —mayor, como yo— contempló a los presentes y comentó con un hilo de voz:
—Debo anunciarles una mala noticia…
No supe qué pensar.
Y procedió a leer:
—Esta tarde, a las 17 horas y 43 minutos (hora de Missouri), el vuelo 809 de la compañía aérea Ozark ha sufrido un gravísimo accidente a escasa distancia del aeropuerto Lambert, en Sant Louis…
El ayudante interrumpió la lectura y volvió a mirarnos.
Entendió.
Nadie sabía qué tenía que ver el suceso con nosotros.
Y aclaró, lamentablemente:
—Dos de los directores de este equipo viajaban en dicho bimotor…
No hubo ni murmullos.
Quedamos aplastados por la noticia.
Eran los directores que habían viajado a Washington D. C. Al parecer regresaban.
Curtiss sostenía la cabeza entre las manos. Creo que sollozaba.
Y el ayudante prosiguió:
—Por lo que sabemos…
Tragó saliva y redondeó:
—Por lo que sabemos hay supervivientes… Cuando tengamos más información se la comunicaremos. Por favor, no se muevan de esta sala…
El general terminó alzándose. Tenía los ojos húmedos, en efecto.
No dijo nada.
Caminó despacio hacia la puerta y desapareció.
Los ayudantes se apresuraron a seguirle.
Creí entender el estado de ánimo del general. Él tenía que haber viajado con esos directores y, posiblemente, en ese mismo vuelo. Fue la aversión hacia Kissinger lo que le salvó.
¡Dios mío! Yo había hablado con el de las gafas de carey esa misma mañana…
Y las noticias llegaron y llegaron, demoledoras.
El avión era un Fairchild Hiller FH-227B. Viajaban en él 41 pasajeros y 3 tripulantes. De momento se habían localizado 38 cadáveres y 4 supervivientes.
El bimotor se estrelló contra el suelo a 2,3 millas al sureste de Lambert (9 millas al noroeste de Saint Louis). Dos casas fueron destruidas en el impacto.
Se ignoraban las causas del siniestro, pero todo apuntaba al mal tiempo.
El «809» salió de Marion, en Illinois, a las 17 horas y 5 minutos (local).
Y me pregunté: ¿Por qué tomaron ese vuelo? Había otros…
A las doce de la noche confirmaron lo que sospechábamos: los directores se hallaban entre los fallecidos. En total perdieron la vida 38 personas. Los pilotos y 4 pasajeros lograron sobrevivir.
Poco a poco, las noticias afinaron. La posible causa del desastre había que buscarla en la aproximación al aeropuerto (concretamente a la pista 30L de Lambert). Al parecer fue llevada a cabo en mitad de una tormenta, y de forma instrumental.
Consultamos la meteorología.
Ese día, las ráfagas de viento alcanzaron 41,8 kilómetros por hora. En esos momentos había nubes bajas y lluvia.
El capitán, Arvid Linke, de treinta y siete años, declaró a la policía que fueron tocados por un rayo cuando se encontraban en plena aproximación.
Estaba claro.
El joven piloto se precipitó.
Mala suerte…
Me retiré de madrugada.
Joco esperaba con café caliente. Y habló de los rumores que corrían por la base: el desastre del «809» obedecía a un atentado.
Le miré, perplejo.
«Sí —añadió el japonés—, dicen que todo se debe a la venganza de Nixon… Ya sabes, por lo de las cintas en poder de Curtiss. Nixon iba contra el general, pero falló»…
No estuve de acuerdo.
Los expertos hablaron de un rayo o de una microrrotura, muy frecuentes en aviación durante las tormentas eléctricas. El aparato perdió las comunicaciones.
Pero el rumor siguió rodando…
* * *
Esa mañana del martes, 24, intenté ponerme en comunicación con Curtiss.
Era un miserable, pero sentí piedad por él.
Había perdido a dos de sus hombres y recibido el susto de su vida.
El Maestro me enseñó a ser generoso, sobre todo con el enemigo…
El ayudante que atendió la llamada —un viejo conocido de los tiempos de la base de Wright Patterson, en Ohio (al que desde ahora llamaré Domenico)— se mostró desesperado.
El general se hallaba encerrado en su despacho, en el hangar rojo, desde la tarde-noche del accidente del bimotor. No sabían qué le ocurría. No comía. No recibía a nadie. No hablaba por teléfono.
—Sólo fuma y reza —manifestó Domenico con cansancio—. La familia ha llamado veinte veces, pero ya no sé qué inventar…
Ni ese día, ni al siguiente, se registró actividad alguna por parte del equipo. Yo, al menos, no fui convocado.
¿Se reunieron los «halcones»? Muy posiblemente.
Ellos seguían con el asunto de «Rayo negro».
Y los rumores, en Edwards, se hicieron sofocantes. El avión —decían— había sido derribado con una carga explosiva. El objetivo era Curtiss, pero el general tenía siete vidas… Nixon, naturalmente, era el autor intelectual del atentado. Kissinger estaba al corriente de la operación…
Terminé aburrido. Todo aquello era sólo palabrería.
Lo cierto es que en la base se doblaron las medidas de seguridad, y no digamos en la Fog.
A primera hora de la tarde del 25, miércoles, recibí una llamada telefónica inesperada. Era Estrella, la esposa de Curtiss.
La noté inquieta y preocupada. Su marido llevaba casi dos días sin aparecer por la casa. Los ayudantes la evitaban. Ella no tenía acceso a la zona restringida. Acababa de enterarse de que Curtiss tendría que haber volado en el «809»…
El general, por lo visto, no le hablaba de su trabajo.
Invocó nuestra vieja amistad (?) y solicitó que me informara. Sólo quería saber cómo se hallaba su esposo, y qué sucedía.
Prometí que me ocuparía del asunto. Haría todo lo posible y llamaría en cuanto tuviera noticias.
Estrella sabía que yo siempre cumplía…
E hice más que eso.
Decidí no esperar al día siguiente.
Hice bien.
Me presenté en el hangar rojo y busqué el despacho del general.
Eran las 17 horas.
Domenico se asombró al verme. Salvo su esposa, quien esto escribe era el único que se había preocupado por el estado de Curtiss.
Y el ayudante repitió lo que detalló por teléfono:
—Ahí sigue —señaló hacia el despacho del jefe del proyecto—. No atiende a nadie. A nosotros nos ha echado a patadas…
En esos instantes, la verdad, lo vi todo negro.
No me recibiría…
Pero los cielos laboran por caminos inescrutables.
Y fue Domenico quien aportó una posible solución:
—¿Por qué no pruebas…? Entra y pregunta qué demonios le pasa…
Le miré, incrédulo.
El bueno de Domenico me animó:
—Tú eres como Lázaro para el general…
¡Vaya! Eso no lo sabía.
Y Domenico me empujó suavemente hacia el despacho de Curtiss.
—Si no te echa en un minuto, todo irá bien…
Me detuve un instante ante la madera gris de la puerta.
Volví a dudar.
Miré al mayor y éste, lanzando una sonrisa, me animó a proseguir.
«Que sea lo que Dios quiera»…
Y en esos instantes escuché la voz del Maestro en mi cabeza. La oí 5 × 5 (fuerte y claro):
¡«Confía»!
La hoja obedeció, dócil.
Y entré.
Yo conocía aquel despacho. Lo había visitado en otras oportunidades.
En la Fog lo llamaban al «ahumadero», con razón.
Al principio sólo distinguí humo. El lugar era una densa y blanca humareda.
Me asusté.
Busqué el fuego, pero no había tal.
Eran los malditos habanos…
Frente a la puerta sobresalía un ventanal. La luz se colaba por las persianas y se derramaba por el gran despacho rectangular. Lo hacía con dificultad. El humo no cedía. Era plomo.
Curtiss se encontraba sentado en su sillón giratorio, de espaldas a quien esto escribe. Miraba, al parecer, por el ventanal.
Me aproximé, despacio, por la izquierda de la mesa que presidía la estancia (tomaré como referencia la puerta de entrada).
La gran mesa de caoba parecía dormida. Cinco torres de papeles —todos confidenciales— me vieron pasar con evidente curiosidad.
El general tenía los ojos cerrados.
¿Dormía?
Lo contemplé unos instantes.
Presentaba mal aspecto: barba de tres días, ojeras y la camisa manchada por la ceniza. En la mano izquierda sostenía un rosario de plata. Me asombró no ver un puro en la derecha.
Pensé qué hacer.
¿Lo despertaba?
Desistí.
Dejaría hacer al Destino, como siempre…
Traté de relajarme.
Imposible.
La humareda se fijó en mí y poco faltó para que rompiera a toser.
Me deslicé cautelosamente frente al ventanal y fui a sentarme en el sofá negro y acolchado que se desperezaba al pie del muro de la derecha. Los muelles, montunos, trataron de delatarme.
Nadie se dio cuenta, salvo la fotografía de Nixon, colgada en esa misma pared. Pero el presidente siguió a lo suyo, sonriendo a nadie. Aquel hombre no tenía arreglo…
Y esperé, dedicado a lo mío: observar y tomar referencias.
Lo sé: yo tampoco tengo solución.
Sobre la mesa, además de los papeles, se hallaban las fotos habituales. Una de Estrella y de los hijos del general, cuando eran pequeños. La mujer me vio y sonrió, agradecida. Sé que me dio ánimos.
«Haré lo que pueda», repliqué desde el sofá de los muelles montunos.
La otra fotografía era del papa Pablo VI, cuando tomó posesión como arzobispo de Milán. Aparecía dedicada. Fecha: 6 de enero de 1955. Montini me dedicó una mirada enigmática, pero no dijo nada.
Y entre los papeles y carpetas, tres ceniceros de hierro, como tres fosas comunes. En ellos se pudrían no sé cuantos cigarros habanos, con las bocas abiertas, como los muertos.
Sobre una de las torres de papeles acerté a leer el título de una carpeta.
Quedé asombrado.
No sabía que «aquello» fuera «alto secreto»…
Ecclesiam Suam. Ése era el rótulo de la carpeta en cuestión.
¿No era ésa una encíclica de Pablo VI? ¿O se trataba de otra operación secreta?
Tenía que preguntar al general…
A mi derecha, en un rincón, dormitaba también la bandera norteamericana, con las barras y las estrellas desmayadas, no sé si por el sol de Mojave o por tanto secretismo.
Por último, en la pared de la izquierda, el general había mandado colgar un cuadro de Fra Angélico, pintado al temple y sobre tabla. Era La Anunciación, a tamaño natural (1,94 × 1,94 metros). Un ángel se presentaba ante la Señora y le daba la buena nueva. A la izquierda de la escena, Adán y Eva, expulsados del Paraíso. Sobre la rodilla derecha de María descansaba un libro, abierto.
Al principio no reparé en lo escrito en dicho libro.
Fue después…
Yo conocía el original. Tuve la oportunidad de admirarlo en el Museo del Prado, en Madrid.
Y dejé correr el tiempo.
17 horas y 30 minutos.
Tenía que tomar una decisión. No podía seguir sentado en aquel sofá, indefinidamente.
¿Qué hacer cuando oscureciese?
Me fijé en las lámparas.
Dos de ellas, audaces, habían saltado en paracaídas azules sobre el escritorio.
Un tercer foco, más modesto, anidaba en lo alto del cuadro de Fra Angélico.
La situación era ridícula y peligrosa.
Si despertaba, y me descubría, el general podía desterrarme al desierto arábigo…
Tenía que hacer algo. Pero ¿qué?
Me hallaba en blanco.
Miré a mi alrededor, solicitando auxilio a los muebles.
Permanecieron mudos. Bueno, todos no…
En esos instantes, como si el ayudante hubiera escuchado mis pensamientos, la puerta gris se abrió.
Domenico permaneció en el umbral y me interrogó, por señas.
¿«Va todo bien»?
«De primera clase», repliqué, también con gestos.
Y le hice ver que no hiciera ruido. Curtiss dormía.
«Ten calma», le transmití.
«OK».
Y el ayudante se retiró.
Pero la mala fortuna (?) quiso que, al cerrar, Domenico no calculara bien la distancia y la fuerza del brazo y la hoja golpeó el marco con estrépito.
¡Vaya!
Curtiss acusó el ruido y se estremeció.
Me alcé y caminé despacio hacia el sillón giratorio.
Falsa alarma.
El general continuaba dormido.
El rosario se hallaba en el suelo.
Lo recogí y lo examiné con curiosidad. Hacía mucho que no contemplaba una de aquellas «herramientas» para la oración.
Sonreí para mis adentros.
El Maestro nunca hubiera usado un rosario…
Era precioso, en plata, y desgastado por el uso.
Había olvidado que Curtiss era un hombre religioso, a la derecha de la derecha…
La pequeña cruz brilló, avisando, pero no entendí su lenguaje.
La luz que llegaba del oeste hizo destellar al crucificado por segunda vez.
Fue como un guiño.
Ahora sí comprendí.
Era como aquel gesto del Hombre-Dios, cuando guiñaba un ojo…
La crucecita no me gustó. ¿Por qué los católicos se empeñan en mostrar a su Dios clavado a un madero? ¡Es agobiante! ¿No sería mejor y más lógico que lo representaran sonriente o en los muchos momentos de gloria?
Me incliné sobre el general, con el propósito de devolverle el rosario. Pero dudé. No supe dónde dejarlo. ¿En la mano izquierda, donde se hallaba? Podía caerse de nuevo. ¿En el regazo?
Y en ello estaba, con la cruz oscilando en el aire, cuando Curtiss abrió los ojos.
Me miró, incrédulo.
Y, al instante, uno de los brillos de la cruz impactó en sus ojos.
El general los cerró de nuevo.
Tragué saliva.
Me sentí perdido.
Curtiss podía arrancarme los galones y la cabeza…
¿Qué pintaba aquel gusano en su despacho, a medio metro, y sin avisar?
Todo fue rápido.
Opté por aguantar el tipo.
Abrió nuevamente los ojos y se fijó en la cruz que se agitaba en el aire, sujeta por quien esto escribe.
En esta oportunidad, los brillos fueron continuados y directos a los ojos.
Curtiss parpadeó.
La luz llegada del oeste fue oportunísima. El resto de las cuentas también colaboró, incluida una diminuta imagen de la Señora, engarzada entre la cruz y el rosario propiamente dicho.
Dibujé una torpe sonrisa.
Fue lo único que llegué a improvisar.
Y el general (lo confesaría días más tarde) me tomó por lo que no era: un enviado de los cielos. ¿O sí lo era?
—¿Quién te envía?
No hubo respuesta.
Estiré la sonrisa y supliqué al Destino para que el general no estallara.
No lo hizo. Al contrario.
Y repitió, amable:
—Dime, ¿quién te envía?
—Eso no importa. Me envían…
La cruz lo tenía hipnotizado.
Diecisiete días más tarde, conversando en su casa, cerca de la ciudad de San Francisco, me haría una revelación: «Los intensos reflejos de la cruz fueron la respuesta a mis oraciones».
Él, de nuevo, había intervenido…
Tomó el rosario que le brindaba y besó la cruz con veneración.
Me eché atrás y esperé.
El general terminó levantándose y rebuscó en la mesa de caoba.
Capturó un habano y, a la segunda calada, se mostró más seguro.
No hubo preguntas ni reproches.
Se limitó a observarme con curiosidad.
Aquello se prolongó un minuto, o más.
No sabía dónde esconderme.
Finalmente, tras lanzar un aro de humo sobre los papeles confidenciales, me invitó a tomar asiento en el sofá de los muelles escandalosos.
Fue entonces cuando, con voz serena, como si nada hubiera ocurrido, preguntó:
—¿Crees en la casualidad?
No supe por qué lo planteaba, pero tampoco me paré a buscar una explicación. Era el momento de ser rápido, sin más.
—Hace mucho que no, mi general…
Y añadí, poco o nada consciente de la trascendentalidad de mis palabras:
—No creo en el azar…, desde que le conocí.
—¿A quién?
—A Él, señor…
—¿Te refieres a Jesucristo?
—Me refiero a Jesús de Nazaret —le corregí, una vez más.
—Eso…
Y prosiguió:
—Yo debería estar muerto, lo sabes…
Asentí en silencio.
Y continuó disfrutando de los aros.
Entonces me arriesgué:
—Todo, en la vida, está sujeto a un orden minucioso e impecable. Un orden que no imaginamos.
Curtiss me seguía, asombrado.
Y añadí:
—Además, morir no es el final…
—Hablas con mucha seguridad.
—Él me enseñó.
—¿Él…? ¡Ah!, entiendo: Cristo.
—Jesús de Nazaret…
—Sí, claro…
Se embelesó con el humo del cigarro y observó cómo ascendía hacia las paracaidistas.
Al poco, convencido, pronunció una frase que modificaría mis planes, y los suyos:
—Hemos retrasado esta conversación durante mucho tiempo…
Me contempló, intrigado, y preguntó:
—¿Cuánto hace que volviste?
Consulté el reloj.
—A las 22 se cumplirán 27 días y 12 horas.
El general pulsó un timbre.
Cinco segundos después aparecía el ayudante.
Domenico nos miró con la boca abierta.
—Trae café —ordenó Curtiss— y una botella de güisqui. Tenemos mucho de qué hablar… Después puedes retirarte.
El mayor se cuadró, feliz.
Y me miró, desconcertado.
¡Lo había logrado!
—Por cierto —añadió el general—. Llama a Estrella y dile que regresaré de madrugada…, supongo.
—A sus órdenes, mi general.
* * *
—Tienes razón —prosiguió Curtiss—. Han pasado 27 días y no hemos hablado una sola palabra sobre lo más importante.
Asentí de nuevo con la cabeza.
—Has vivido la más grande odisea de la humanidad, has conocido al Hijo de Dios, y no te hemos preguntado…
Y el general se obsequió uno de sus inconfundibles epítetos:
—¡Somos unos roemuertos!
Me encantaban aquellas calificaciones…
Hablaba con razón.
Hasta esos momentos sólo nos habíamos ocupado de la «cuna». Ciertamente tenía prioridad, pero…
Disponíamos de un tesoro —el gran tesoro de todos los tiempos— y, no obstante, a nadie parecía importarle, empezando por Kissinger. Nixon era un caso perdido.
Al Pentágono sólo le preocupaba la URSS. A otros, la posible vuelta de Eliseo a la época de Jesús. A las «palomas», cómo hundir a los «halcones». A Curtiss, cómo evitar el «regreso». A mí, sinceramente, cómo «regresar»…
En fin, fue así, en la tarde-noche de aquel miércoles, 25 de julio, como el general y yo iniciamos una extensa conversación sobre el Maestro.
Fue así, en fin, como Curtiss y quien esto escribe inauguramos una nueva relación, benéfica para ambos (sobre todo para mí).
Pero debo ir paso a paso…
A las 18 horas y 59 minutos, el general prendió las lámparas paracaidistas y levantó las persianas. La luz naranja del ocaso, que vivía enfrente, se dispersó por el despacho y lo pasó de miedo. Hasta que se agotó, lo doró todo: perfiles, fotografías y palabras…
Y continuamos conversando.
Más exactamente: él preguntaba y yo respondía.
No sé si estuve acertado.
Una cosa es vivir y otra, muy distinta, transmitir lo vivido…
Pero puse el corazón.
Curtiss —no sé si lo he aclarado— era un hombre extremadamente religioso, chapado, no a la antigua usanza, sino a la remota usanza…
Era más papista que el papa y, además, feo y sentimental.
Se hallaba anclado (la palabra exacta sería fosilizado) en los dogmas de la iglesia católica.
Creía en el infierno como un lugar físico, con un fuego que jamás se apagaba, y que superaba los 1400 grados Celsius (!). Allí terminaban los pecadores y, sobre todo, los comunistas.
Creía, a pie juntillas, en el purgatorio y en el limbo.
El primero —según él— era similar al Pentágono.
El limbo era como el cine mudo.
Llevaba una minuciosa contabilidad de sus pecados (mortales y veniales) y, lo que era peor, anotaba los de sus enemigos…
La muerte en pecado mortal conducía, inexorablemente, a los 1400 grados Celsius, por toda la eternidad.
La cola para ingresar en el infierno era interminable.
Sostenía que María, la Señora, madre del Galileo, había sido virgen «permanentemente». Nunca tuvo más hijos —«eso era una blasfemia»— y siempre permaneció al lado del Hombre-Dios. Era su apoyo y su consuelo. Eso defendía Curtiss. Eso era lo que pregonaba (y pregona) la referida iglesia católica, y otras confesiones.
María fue la corredentora en la salvación del mundo.
El general aseguraba también que la iglesia es la depositaria de la verdad y que fuera de ella no hay posibilidad de salvación.
Musulmanes, judíos, budistas, protestantes, ateos y comunistas eran las nuevas plagas de Egipto.
Su odio hacia los comunistas era patológico.
Comulgaba a diario y rezaba el rosario cada vez que se presentaba una oportunidad.
Al principio no fue fácil. Tuve que caminar con pies de plomo.
Pero el general, a pesar de lo expuesto, era inteligente y supo escuchar sin arrojar rayos y centellas.
Fue así como le hablé de una parte mínima, pero esencial, de lo vivido y experimentado junto al Hijo del Hombre y los que lo rodearon.
Le hablé del Maestro, y de su verdadera personalidad. Le manifesté que era un Hombre risueño y divertido. Pasó la mayor parte de su vida riendo. Son las iglesias y la tradición quienes lo muestran como un fiscal, siempre lejano y, para colmo, colgado de una cruz.
Lamenté esas circunstancias.
Y le hablé también de sus enseñanzas, del mensaje, y de cómo los seguidores se apartaron —desde el principio—, eligiendo una religión «a propósito» de la figura del Maestro.
Él nunca quiso que lo imitáramos.
Él se encarnó para experimentar la materia y, muy especialmente, para revelar al Padre Azul, un Dios opuesto a Yavé.
Y le hablé y le hablé de la gran esperanza: ¡somos inmortales desde el instante en que el Creador nos imagina!
No importa lo que hagamos o lo que pensemos. ¡Somos inmortales y viviremos sin tiempo!
Escuchó con atención mi versión sobre la «chispa», el Espíritu Divino (fracción infinitesimal (?) del Padre) que nos habita desde los cinco años.
Y me extendí, cuanto pude, sobre los doce; sobre la forma en que fueron designados y, en especial, sobre la cerrazón mental de dichos discípulos. Le hice ver que no entendieron. Sus ideas mesiánicas eran casi genéticas. Creyeron, y desearon, que Jesús era el Libertador político-religioso-militar que necesitaba su pueblo. Con esa idea lo acompañaron y con esa idea lo vieron morir. Después escribieron algo muy diferente a la realidad y, con toda seguridad, con el paso de los siglos, otros metieron la mano en los evangelios, deformando, aún más, la figura y el mensaje del Hombre-Dios.
En fin, toqué muchos palos…
—¿Tú lo consideras un Hombre-Dios?
—Eso es…
Curtiss no pudo disimular su asombro. Y replicó:
—¡Desconcertante…! Tú no eres religioso. Por eso te elegimos… ¿Te has convertido en un seguidor del Maestro?
Asentí con la cabeza. A qué negarlo…
—Si hubieras contemplado lo que yo he contemplado… Si le hubieras conocido… En fin, comprenderías…
Y añadí:
—No es necesario ser religioso para buscar y hallar al Padre Azul. Es más: Él, Ab-ba, tampoco es religioso…
Curtiss se atragantó con el güisqui.
—Eso es blasfemia…
Sonreí, divertido.
—¿Por qué insistes tanto en el Padre?
—Él lo hacía… Ab-ba es el final.
Maticé.
—El final de una larga etapa. Después seguiremos, convertidos en Dioses (con mayúscula).
El general miraba, perplejo. Y reconoció:
—En algo tienes razón. La iglesia ha olvidado al Padre. Nadie habla de Él…
—Obviamente se equivocan. El Hijo del Hombre lo hacía a todas horas, por cualquier motivo, y con quien fuera. El Padre Azul es la fuente. Lo sostiene todo y nos reclama, susurrando. Él nos habita, como te he dicho.
Y Curtiss regresó a uno de los puntos conflictivos:
—¿Por qué afirmas que Cristo no instituyó ninguna iglesia?
—Jesús de Nazaret…
El general, intrigado ante mi insistencia a la hora de corregirle, solicitó una aclaración. Y se la di:
—Cristo o Jesucristo son nombres que definen lo contrario a lo que Él pretendía. Cristo o Jesucristo es lo que no fue, ni quiso ser… Cristo, como sabes, es la traducción, al griego, de la palabra hebrea «ungido». Pues bien, como te he explicado, el Galileo fue todo menos Mesías. Él no vino a romper dientes, ni a conducir ejércitos, ni a liberar a Israel…
—¿Qué fue entonces?
—Un enviado…
—¿Sólo eso?
—¿Te parece poco? Jesús fue un enviado de lujo. Refrescó la memoria de una humanidad perdida y ha proporcionado esperanza. No somos lo que creemos. Somos mucho más: somos hijos de un Dios, somos hermanos…
—¿También los comunistas?
—Recuerda: eres inmortal, hagas lo que hagas y digas lo que digas…
—¿Y en qué queda la maldad?
Esa pregunta me sonaba. Yo también se la planteé al Galileo. Y repliqué con las mismas palabras del Hijo del Hombre:
—No juzgues, Curtiss… Es tan peligroso como dormir de pie.
—Pero los malos…
—Todo está calculado. La maldad existe, por supuesto, pero es parte del juego…
—No comprendo.
Le miré intensamente, pero no se dio por aludido. Dejé correr el asunto.
—Algún día me gustaría hacerte un regalo…
La sugerencia intrigó al jefe del proyecto.
—¿Qué regalo?
—El mejor que te han hecho en tu vida…
Y corté la expectación por la mitad:
—Pero, para eso, necesito una pizarra…
—¿Quieres que la traigan?
Negué con la cabeza y soplé sobre las ascuas de su curiosidad:
—Otro día, en otro lugar…
Curtiss tomó buena nota. No olvidaría. Y retrocedió en la conversación, empeñado en aclarar lo de la fundación de la «santa madre iglesia».
Le di mi versión:
—Nada es santo, general… Al menos en la materia. Seré sincero. No llegué a asistir a esa escena. No puedo confirmar si Jesús de Nazaret fundó una iglesia. Los indicios apuntan que no… Ése no era el pensamiento del Hombre-Dios. Él vino a algo más importante. Él es un revolucionario de la esperanza.
Y rematé, pensando en el Vaticano:
—Para buscar al Padre Azul no necesitas una multinacional…
—Entonces, según tú, no hay que preocuparse de los comunistas…
—Preocúpate de vivir. Además, hay comunistas honrados y capitalistas miserables.
—¿Te has vuelto comunista?
Volví a reír.
—No, señor, no me preocupa la política, y mucho menos los políticos. A Él tampoco le interesaron y era más sabio que yo…
Fue a lo largo de aquellas intensas conversaciones cuando reparé en el extraño «detalle» del cuadro de Fra Angélico.
Recuerdo que me había levantado y caminaba cerca de la tabla. Al pasar me fijé, sin querer (?).
¿Estaba soñando?
Leí de nuevo, me pellizqué, y verifiqué que no era un sueño.
El general seguía preguntando, incansable.
Me acerqué y metí la nariz, prácticamente, en las páginas del libro que sostenía María sobre la rodilla derecha. Como expliqué, es un libro abierto.
Respondí a Curtiss, pero sin precisión.
En esos momentos me hallaba en otro lugar.
Y recordé el sobre que encontré en mi habitación, en el pabellón de oficiales, nada más llegar a la base de Edwards.
Era una sola frase.
Y volví a leer…
¡Qué extraño!
No recordaba haberla visto en el cuadro original.
Estuve a punto de preguntar, pero no lo hice.
Decía: «Marte, alerta».
Era lo mismo que había sido escrito en el centro de la cartulina que contenía el sobre lacrado y que, como digo, guardaba en mi habitación.
«Aquello» no era casual…
¿Por qué fue pintado en ese lienzo? ¿Qué tenía que ver el general Curtiss, jefe del proyecto Caballo de Troya, con «Marte, alerta»? Y, sobre todo, ¿qué diablos significaba «Marte, alerta»? ¿Qué tenía que ver conmigo? ¿Era una advertencia?
Lo archivé en la memoria y proseguí con lo que importaba.
La animada charla se prolongó hasta bien entrada la noche.
Curtiss era tozudo, pero supo ser respetuoso.
Yo había estado allí, con Él, y el general sabía que no mentía.
Eso le producía gran desazón y una enorme curiosidad, a partes iguales.
Pero lo importante, en definitiva, es que el general fue rescatado del profundo decaimiento en el que se hallaba y devuelto a la actividad.
¡Extraño Destino!
Un rosario de plata fue el responsable de buena parte de esa recuperación. El resto lo hizo una «perla»…
Y me explico.
Casi al final de la conversación, Curtiss manifestó lo siguiente:
—Tienes que poner manos a la obra y escribir tus recuerdos…
Me sorprendió. Ésa era mi intención.
En realidad, ya lo había hecho. Ahí estaban los diarios.
—Se lo debes a…
Curtiss no terminó la frase.
Le vi dudar y creí entender por qué vacilaba. ¿Se lo debía a quién? Lo vivido por Eliseo y por quien esto escribe era materia reservada. Alto secreto. ¿A quién tenía que dar cuenta?
Y el general terminó rectificando, sobre la marcha:
—Me lo debes… A decir verdad, me lo debéis.
¡Qué cinismo!
E, instintivamente, aún no sé por qué, fui a acariciar la «perla» que colgaba del cuello.
Nadie sabía que seguía conmigo.
Y cometí un error, supuestamente:
—Está todo escrito…
El general no comprendió.
Desenganché el «DR» y lo deposité sobre la mesa de caoba, entre las apestosas fosas comunes de los habanos.
Estrella y Pablo VI espiaron mis movimientos, celosos.
E insistí:
—Digo que está todo escrito…, supongo.
No sé por qué lo hice.
Aún me lo pregunto.
Ignoro por qué me fié de Curtiss.
Era un maldito bastardo…
Me había enviado a la muerte. Me quedaban nueve años de vida. Y lo hizo con frialdad, y mintiendo como un bellaco.
¡Era un tipo ruin y sin entrañas!
Pretendía clonar al Maestro y a los suyos…
¿Por qué le entregué el «lector de sueños»?
No estoy siendo sincero del todo.
Ahora sé por qué lo hice. Fue el Destino quien me obligó.
Curtiss se inclinó sobre la «perla», la observó con curiosidad, y terminó atrapándola con las puntas de los dedos, delicadamente.
No dijo nada y siguió con la observación.
Un minuto después me miró y preguntó:
—¿Es lo que creo que es?
Me hice el tonto.
—No sé…
—¿Es un «DR»?
Asentí.
—¿Cómo ha llegado a ti? ¿Procede de la «cuna»?
Fui sincero:
—Lo desconozco. Se hallaba en mi cuello cuando salté.
—No entiendo…
—Yo tampoco.
—¿Pudo ser Eliseo?
—Pudo…
Continuó examinando la esferita negra y fue a lo importante:
—¿Por qué dices que está todo aquí?
—Intuición…
Curtiss continuó en silencio. Prendió un nuevo cigarro y depositó la «perla» en la palma de su mano izquierda.
El «lector» se movió con timidez.
Curtiss jugó con él durante un rato, mientras recibía un chorro de pensamientos.
Pablo VI, Estrella, los papeles confidenciales, el estúpido Nixon, el ángel del cuadro e, incluso, Adán y Eva, esperaron impacientes. Y no digamos quien esto escribe…
—No hay duda —proclamó finalmente el general—. Tienes razón…
Y volvió a caer en el mutismo.
La «perla», incómoda, quiso volver conmigo, pero el general no lo permitió.
—¿En qué tengo razón?
Curtiss sonrió, benevolente.
—Está bien: acepto. Existe ese orden benéfico y maravilloso del que hablas…
—Ahora soy yo el que no comprende.
—No importa. Mejor así…
No dio más explicaciones.
Se levantó. Caminó hasta el sofá de los muelles montunos y alzó el puño izquierdo hacia la fotografía del presidente Nixon. En el interior de la mano seguía la «perla».
Y clamó, victorioso:
—¡Donnadie…! ¡Tú y tu mirlo no habéis ganado, aún!
Supuse que el calificativo de «mirlo», o chivato, iba destinado a Kissinger.
Después regresó al sillón giratorio y confesó, casi para sí mismo:
—Sí, maravillosamente ordenado…
Levantó la vista y me obsequió con un «empieza a gustarme tu teoría».
¿Qué tramaba?
—Sigo sin comprender —repliqué—, y no es una teoría.
—No importa. Ahora escucha atentamente.
Todos lo hicimos. Estrella, Nixon, el papa, todos…
—¿Sabe alguien más de la existencia de este «lector»?
—Que yo sepa, no.
—Pues bien, salvo nosotros, nadie debe saber que existe.
Miré a mi alrededor.
¿Salvo nosotros? Allí estábamos muchos…
—¿Has entendido?
Dije que sí, al tiempo que miraba de reojo a Nixon. Curtiss alzó de nuevo el puño izquierdo, con la «perla», y declaró, solemne:
—Alto secreto.
—Sí, pero…
—Nadie debe saberlo —repitió—, y mucho menos esos camotes[53].
Imaginé que se refería a los «halcones».
—¿Adónde quieres ir a parar?
—Ya lo verás…
Me devolvió el «lector de sueños» y manifestó:
—Mañana…
Consultó el reloj y rectificó:
—Hoy mismo daré las órdenes oportunas para que…
Dudó.
—Mejor aún… Tú, en persona, te ocuparás de esto… No quiero fisgones.
Y aclaró:
—Hoy pondrás manos a la obra. Quiero que trabajes en el desencriptado del «DR»… Tú solo…
—Pero general…
—Está decidido. Nadie te molestará. Te instalarás en el «avispero»… Te proporcionaré lo necesario… Y recuerda: alto secreto…
Siguió con el puño en alto.
¡Vaya anticomunista!
—Me rendirás cuentas a mí. ¿Hablo con claridad?
Nixon estaba tan alucinado como quien esto escribe.
Dije que sí, naturalmente. E intenté pensar a toda velocidad.
—Cuando conozcas el contenido del «lector», por favor, avísame. No importa la hora…
¿Qué pretendía?
Y el general terminó frotándose las manos, de puro placer.
Después volvió a dirigir el puño izquierdo hacia el retrato de Nixon y gritó, feliz:
—¡Bellotero!
Cuando me retiraba —ya en la puerta—, Curtiss hizo otras recomendaciones:
—Trabaja sin descanso… Te libero del viaje a Washington D. C.… Regresaré el 1 de agosto. Para entonces quiero buenas noticias.
Y redondeó:
—A primera hora preséntate a mi ayudante…
Al mencionar el viaje a la capital federal, el general aludía al doble sepelio, en memoria de los directores muertos. Se celebraría el sábado, 28, en el cementerio nacional de Arlington.
Así terminó aquel imborrable miércoles, 25 de julio de 1973.