Alguien golpeó la puerta de mi habitación.
Eran las cuatro de la madrugada del domingo, 22 de julio (1973).
Dos policías militares saludaron en la penumbra y aconsejaron que me vistiera. Tenían órdenes de escoltarme hasta la Fog.
No pregunté.
Probablemente no sabían…
En la sala de las «tormentas» aguardaba el equipo director, al completo.
Me senté cerca de la cabecera y contemplé al personal.
Presentaban malas caras. Habían sido arrancados de las camas, como yo.
Algo grave sucedía…
Nos interrogamos mutuamente, pero nadie supo dar razón.
A las cinco se presentó Curtiss.
Quedé impresionado.
Aparecía perfectamente rasurado y con el uniforme impecable. Los ojos le brillaban.
En la mano izquierda portaba uno de aquellos inquietantes sobres de color naranja. En la derecha, claro está, el inseparable cigarro habano, todavía virgen.
¿Qué noticias traía?
Tenían que ser importantes, a juzgar por la hora, por su aspecto, y por el brillo de la mirada.
El silencio llegó detrás del general y se sentó en la habitación.
Nixon continuaba en lo alto, haciendo ver que sabía, pero no era verdad.
Curtiss abrió el sobre, extrajo el contenido, y fue caminando alrededor de la mesa de cristal, depositando varias fotografías frente a cada uno de los directores.
Yo fui el último en recibir las imágenes.
El general me miró de soslayo. La mirada se estaba apagando…
¿Qué demonios pasaba?
Y percibí una súbita palidez en el rostro del militar.
Deduje que las noticias no eran buenas…
Se trataba de fotografías del Big Bird y de los Landsat, los satélites artificiales que vigilaban el mar Muerto.
Al principio no distinguí nada anormal.
La bombilla tartamuda avisó con sus parpadeos, pero no caí en la cuenta.
Las imágenes tenían fecha del día anterior, sábado, a las 17 horas.
Nos miramos, intrigados.
Ninguno de los directores sabía qué tenía que mirar.
Eran fotos en blanco y negro y en color, con numerosas manchas y perfiles.
Curtiss esperó una respuesta, pero nadie abrió la boca.
Nadie sabía…
Fue el general quien marcó un punto en las proximidades de la costa oriental, cerca de la desembocadura del Mujib.
Y continuó en silencio, pendiente de las reacciones del equipo.
Todos nos sumergimos en aquella mancha.
Era un perfil…
Entonces sentí un escalofrío.
«No es posible»…
Lo examiné de nuevo.
No estaba equivocado.
Levanté el rostro e interrogué al general con la mirada.
Asintió con la cabeza, levemente.
¡Dios mío!
Y Curtiss habló. El tono era cansino:
—Todo parece indicar que sí…
El tejano estalló:
—Indicar, ¿qué…? ¿De qué estás hablando? Nosotros no vemos nada en estas malditas fotos…
El general solicitó café y calma.
El de las gafas de carey salió de la sala y Curtiss se sentó en la cabecera, acariciando la mesa de cristal. Pero ésta, distraída, no prestó atención al gesto.
Curtiss procedió al encendido del cigarro y lo hizo como siempre, ceremonioso, dejando escapar bocanadas de un humo blanco y oloroso que terminó cortejando a las estupefactas bombillas.
El tejano insistió:
—¿Qué se supone que debemos ver?
El general cortó en seco:
—De momento limítate a esperar. Faltan tu compañero…, y el café.
Los directores bajaron las cabezas y se esforzaron en identificar el perfil.
No era fácil.
Finalmente llegó el café y, con él, la noticia y el desconcierto.
—El Big Bird, y los otros —anunció Curtiss—, lo transmitieron ayer…
Eso lo sabíamos.
—Se encuentra a sesenta metros de profundidad…
Nadie respiró.
¡Dios de los cielos!
¿Cómo era posible?
—Los radiómetros —prosiguió el general con seguridad— lo han verificado una y otra vez… No hay posibilidad de error.
Y continuó, ante la tensa mirada de los directores:
—Distancia a la orilla oriental del lago: ciento cuarenta metros…
El tejano y el resto estaban a punto de estallar.
Curtiss no lo tuvo en cuenta.
—Se trata, como sabéis, de un acantilado con agujas, previo a la fosa sur…
El habano empezó a hacer de las suyas y Curtiss detuvo la explicación. Lo encendió de nuevo y lo saboreó con placer.
Después contempló a sus hombres y prosiguió con satisfacción:
—La hemos hallado…
Miré las fotografías y negué con la cabeza.
No era cierto…
No tuve tiempo de replicar.
Slimy se adelanto:
—¿De qué hablas…? No te entendemos… ¿Te refieres a la «cuna»?
Curtiss sonrió, malicioso, y replicó:
—Sí y no…
El equipo se removió, nervioso.
Yo volví a negar con la cabeza, pero nadie prestó atención.
Nixon sonreía todo el rato, como un estúpido.
Y el general, comprendiendo que había triturado a los «halcones» suficientemente, declaró:
—Es la landing… La han encontrado.
Los directores buscaron el perfil, nuevamente, y guardaron unos segundos de silencio.
Estaban perplejos.
Era, en efecto, la landing pad, la plataforma de aterrizaje de la «cuna», integrada por un armazón metálico, rectangular, al que se hallaban atornillados los cuatro puntos de apoyo, extensibles, de trece pies cada uno (4,33 metros) y 3000 libras de peso (1,5 toneladas). Las imágenes, una vez amplificadas, ofrecieron detalles concretos e incuestionables. Allí se veían las antenas de aterrizaje de los radares, las sondas de percepción en cada una de las patas y parte de la escalerilla, sujeta al «cinturón» rectangular.
—Lo siento, señores —sentenció el general—. La nave está en el fondo…
Yo no daba crédito a lo que veía. Era el tren de aterrizaje de la «cuna», pero sin la nave… ¿Cómo era posible? Conocía el sistema de expulsión de la landing. La nave podía ser liberada del tren, bien manualmente, bien de forma automática. De esto último se ocupaba «Santa Claus».
Pero había algo que no cuadraba…
Y estaba a punto de plantearlo cuando alguien llamó nuestra atención sobre un asunto en el que no habíamos reparado: ¿Dónde estaba el foco emisor de calor?
Examinamos las fotografías, una por una.
Negativo.
La mancha naranja no aparecía por ninguna parte.
Curtiss, tan perplejo como el resto, levantó un teléfono y dio una orden.
Necesitaba fotografías de los días anteriores.
Yo continué, absorto, en la landing.
Medí y volví a medir.
Allí había un error…
A los pocos minutos, uno de los ayudantes de Curtiss se presentaba en la sala de las «tormentas» y entregaba al general otro mazo de fotografías.
Nixon parecía reírse de todo…
Eran imágenes de los satélites, registradas entre el 16 y el 21 de julio. En las tomas captadas a las 15 horas del referido 21 de julio, sábado, el foco de calor aparecía con nitidez. Y lo mismo sucedía en las fotos anteriores. A partir de las 17 horas de ese sábado, 21, como decía, la mancha naranja desapareció.
Eso significaba que el racimo de acumuladores se había apagado. Las baterías, en definitiva, se mantuvieron activas durante 23 días… Inexplicable.
Pero el interesante tema de los acumuladores fue olvidado, de momento.
Slimy se centró en la landing y se adelantó a mis intenciones. Habló en nombre de los «halcones».
—Algo huele mal —afirmó—. Si la «cuna» se hundió a medio kilómetro al oeste del Mujib —y me señaló con indiferencia—, ¿por qué el tren de aterrizaje aparece a 140 metros de la costa?
Lo planteado por Slimy era coherente. Era lo que yo pretendía exponer.
Fui yo quien facilitó la primera noticia sobre el lugar en el que se hundió la «cuna». En efecto: a 500 metros, más o menos, de la costa jordana, frente al wadi del Mujib. Los satélites, posteriormente, como se recordará, detectaron el foco emisor de calor, justo en la fosa sur del mar Muerto, en el lugar indicado por quien esto escribe.
—¿Qué insinúas? —preguntó Curtiss, inquieto.
—Lo que habéis oído. Algo huele mal en todo esto…
A petición del general, el equipo revisó la totalidad de las fotografías captadas por los satélites, de la primera a la última. Allí estaba la landing, fotografiada desde el 6 de julio. No supimos verla. Pasó desapercibida, como una mancha más. Fue error nuestro. Pensamos que podía tratarse de un naufragio más[48].
Alguien, ingenuamente, quiso justificar la presencia del tren de aterrizaje en el citado acantilado submarino, argumentando que la nave, al chocar con el agua, pudo sufrir el desprendimiento del referido tren. Después, las corrientes lo arrastraron hacia la costa y allí se hundió…
La explicación del director —perteneciente al grupo de las «palomas»— no convenció a nadie. Una tonelada y media de metal se hubiera ido al fondo, exactamente igual que el resto de la nave. Yo, además, al ver cómo se hundía, la percibí completa, con los puntos de apoyo, y sin la escalerilla.
Algo no cuadraba, en efecto…
El tejano intervino y me preguntó, directamente:
—¿Podrían los pilotos liberar la landing, manualmente?
Él lo sabía, pero atendí la pregunta:
—Por supuesto… Y también el ordenador central.
—Está claro —resumió el representante de los «halcones»—. Alguien nos está tomando el pelo…
—¿Qué quieres decir? —intervino Curtiss.
—Es muy simple: ese tren de aterrizaje pertenece a la «cuna», sin duda, pero no debería estar ahí…
Y el grupo se enzarzó en otra ácida polémica.
¿Ácida?
Hacía tiempo que no asistía a una discusión tan corrosiva…
Unos y otros se atacaron sin medida y sin pudor. Se insultaron.
Los «halcones» destrozaron a las «palomas», pero éstas no se quedaron atrás.
Eliseo fue acusado de traición.
Crucé una mirada con Slimy.
Ahora entendía…
Quise defender al ingeniero. Él no estaba allí para dar la cara.
No tuve opción. No me permitieron hablar. «Halcones» y «palomas» se pisaban los gritos.
La escena fue lamentable.
Guardé silencio, desmoralizado.
El tejano dio a entender que la presencia del tren de aterrizaje en aquel acantilado submarino, a un tiro de piedra de la orilla, era otra argucia del «traidor», exactamente igual que el foco emisor de calor, flotando a cinco metros sobre el fango, y durante 23 días.
«¡Algo huele mal! —gritaron a coro los «halcones»—. ¡Puro teatro!».
En eso les di la razón. Eliseo era un excelente actor…
Curtiss intentó poner orden en un par de ocasiones, pero no lo consiguió.
Los «halcones», como digo, estaban fuera de sí. Y exigieron al general que terminara con aquella situación. Era preciso enviar una segunda nave y aclarar el misterio.
Slimy fue más explícito:
—Debemos capturar al traidor y devolverlo, encadenado por la nariz…
—Por la nariz no —intervino el tejano—. Mejor por las pelotas…
El rumor era cierto: había una segunda nave.
Y la atmósfera siguió hirviendo.
Las «palomas» exigían más información, aunque no se negaban al envío de «Rayo negro».
Quedé perplejo.
¿«Rayo negro»? ¿Qué era? ¿Se referían a esa segunda nave?
El general terminó dando un puñetazo sobre la mesa de cristal. Ésta, sobresaltada, se quedó fría, del susto.
El humo, cobarde, huyó hacia lo alto.
No estoy seguro, pero creo que a la fotografía de Nixon se le cayó la sonrisa al suelo…
Curtiss, pálido, esperó.
El silencio regresó, se sentó junto a los espantados directores y todos temimos lo peor.
¿Lo peor? ¿Qué era lo peor en esos momentos?
El general fue claro y conciso: no enviaría una segunda nave a ninguna parte…
Esperaba alguna alusión a «Rayo negro», pero no la hubo.
Y sentenció:
—La seguridad de la tripulación es lo primero.
Me señaló con el dedo índice izquierdo y declaró:
—¿Hablo con claridad? El resultado de la primera expedición está a la vista…
Curtiss volvía a mentir. No era la tripulación de esa supuesta segunda nave lo que le preocupaba… Pero de eso me daría cuenta poco después, mientras conversaba con el cactus Josué.
Nadie rechistó. El general, aparentemente, hablaba con razón.
Y Curtiss insistió en lo ya analizado por el equipo de directores:
—No es el momento de pensar en eso… La guerra entre Israel y los árabes es inminente… Lanzar una segunda nave, como sabéis, exige una planificación minuciosa y exhaustiva…
Hizo una pausa.
Los directores fueron asintiendo con la cabeza.
—Hay que seleccionar un lugar de lanzamiento —prosiguió el general—, trasladar los equipos y el material… En fin, no os voy a contar lo que eso supone…
—«Rayo negro» —terció el tejano— dispone de un combustible muy superior al de la «cuna». Podríamos ubicar el lugar del lanzamiento fuera de Israel… Eso facilitaría la operación.
Me hallaba desconcertado. No sabía nada sobre esa nave. ¿A qué tipo de combustible se refería el «halcón»?
Curtiss no cedió.
Negó con la cabeza y sentenció:
—Está decidido. «Rayo negro» no se mueve…
En algo sí tenía razón el jefe del acabado proyecto Caballo de Troya. La cuarta guerra árabe-israelí era inminente. La tensión en la zona era crítica. Las últimas noticias, sobre el fallido atentado contra el presidente sirio Assad, habían tensado la frágil cuerda de la paz en Oriente Medio[49]. Todos sabíamos del diabólico plan denominado Rapto de Europa, orquestado por la Unión Soviética y por mi país para colapsar las economías de Japón y de Europa. Era el único medio —decían— para salvar los programas expansionistas de soviéticos y norteamericanos. Rapto de Europa pretendía provocar esa cuarta guerra[50]. El conflicto estrangularía el flujo de crudo a los verdaderos enemigos (económicos) de Moscú y de Washington…
El propio Curtiss nos habló de ello en febrero de ese año (1973), cuando preparábamos el segundo «salto» de la «cuna» en lo alto de la meseta de Masada, en Israel.
Conocíamos, incluso, la fecha en la que estallaría el conflicto: primeros de octubre…
Faltaban dos meses.
Fin de la tormentosa reunión.
Curtiss guardó las imágenes procedentes de los satélites y ordenó a dos de los directores (ambos del grupo de las «palomas») que lo dispusieran todo para un viaje a Washington D. C. Los tres volarían esa misma tarde.
Supuse que el general deseaba informar a los jefazos del Pentágono, incluyendo al Dr. Kissinger, asesor de Nixon en asuntos de seguridad nacional, y muy al tanto del proyecto Caballo de Troya.
A las 8 horas de esa mañana nos despedíamos.
Fue la última vez que vi al de las gafas de carey y al otro director.
El Destino, implacable, lo tenía todo calculado…
* * *
Me retiré al bosquecillo de los cactus.
Desde ahora lo llamaré el bosque de Josué.
Me hallaba confuso.
«Tren de aterrizaje… “Rayo negro”… Eliseo traidor… La negativa de Curtiss a enviar la segunda nave… La desaparición de los acumuladores… Rapto de Europa… La guerra»…
Los pensamientos aparecían peleados unos con otros.
¿Qué hacer? ¿Qué decidir? ¿Cuál era mi papel en todo aquello?
Yo sólo deseaba retirarme, lejos, y escribir…
¡Jesús de Nazaret!
La aventura seguía difuminándose, como si de un sueño se tratase.
Me hice con una cantimplora y me dediqué a dar de beber a Josué.
El cactus de los ojos color mostaza me observaba desde lo alto de sus cinco metros y suspiraba, agradecido. Por lo visto era el primer piloto que hacía algo así. Eso me pareció entender…
Después me senté al pie del anciano y contemplé su sombra, recién nacida.
—¡Vaya mañanita! —pensé en voz alta.
Como mencioné, Curtiss mentía. Fue pura deducción. No era la seguridad de la tripulación lo que le preocupaba. No fue eso lo que le llevó a inmovilizar la segunda nave.
Y dejé hablar a la intuición…
Si «Rayo negro» era enviado al tiempo de Jesús —quizá al año 28 de nuestra era—, y Eliseo resultaba capturado, o se entregaba, los planes secretos de los militares podían quedar al descubierto. A Curtiss no le interesaba. Si el ingeniero hablaba sobre la clonación del Maestro y de su familia, Curtiss sería retirado del proyecto, o algo peor…
Era mejor parapetarse tras la excusa de la seguridad de la tripulación e invocar la inminente guerra…
Josué, que escuchaba atentamente estos pensamientos, no supo contenerse:
—¿De qué guerra hablas?
—No te afecta… Estallará lejos, como todas las que planifica mi país…
—¡Vaya pájaro el tal Curtiss…!
—No sabes bien…
—Lo sé… Conozco a muchos generales. Son doblemente mentirosos.
Y el cactus preguntó:
—¿Sabes qué necesita un hombre para llegar a ser general?
—Soy mayor —repliqué—. No aspiro a más…
—Te lo diré de todas formas. Para ser general tienes que ser listo y disponer de una escalera…
—Lo de inteligente lo entiendo. Lo de la escalera, sinceramente, no.
—He dicho listo; no inteligente…
—¿Y lo de la escalera?
—Simple: con ella puedes trepar más alto que el resto. Ser general no es otra cosa. Todos tienen de qué avergonzarse.
Ese día caí en la cuenta de algo terrible. Hablaba con los cactus, y con las cosas, porque no podía hablar con nadie. La naturaleza de mi secreto era tal que terminó engulléndome. ¡Dios mío, qué soledad!
¿A quién me dirigía? ¿Qué le contaba? ¿Explicaba que había conocido al Hijo del Hombre y que era depositario de su verdad? Nadie me hubiera creído…
Era mejor así.
Seguiría hablando con los cactus…
No es cierto que la verdad nos haga libres. Aceptando que exista —y yo la conocí—, la verdad aparta…
Esa tarde busqué refugio en el bar de Joco, como casi siempre.
Y pregunté por «Rayo negro».
El japonés no sabía gran cosa. Todo eran habladurías.
Se hallaba en la Fog, naturalmente. Era una nave enorme, con una tecnología «no humana»…
—¿Qué quieres decir?
Joco se encogió de hombros. Repetía lo oído en aquel mismo bar, revelado por alguien que sí tenía acceso a la «ciudad subterránea». Allí «flotaba», lista para ser utilizada. Era la joya del programa Swivel[51]. Tripulación: 4 ó 5 pilotos, según. Puede que más…
Yo carecía de credenciales que me permitieran el acceso a la «ciudad subterránea», en la zona restringida de la base.
Tendría que resignarme. ¿O no? La curiosidad empezó a roerme…
«Rayo negro». ¿Por qué nadie me habló de esa máquina? ¿O no era tal?
Joco tampoco supo aclarar el porqué del nombre.
Y la conversación terminó derivando hacia otro asunto, candente en esos momentos: Nixon y el «Watergate», un pozo negro que se estaba tragando al presidente de los Estados Unidos, tal y como vaticinó el general Curtiss.
La semana siguiente —concretamente el jueves, 26 de julio— Nixon recibiría tres mandamientos judiciales que lo obligaban a entregar las cintas magnetofónicas que lo vinculaban, directamente, con el referido escándalo de las escuchas en el hotel «Watergate».
Los rumores, en la base, apuntaban a que Nixon despreciaría los mandamientos[52]. Y corrían apuestas. En último extremo, si el presidente se negaba a entregar las pruebas, el asunto acabaría en el Tribunal Supremo. Sea como fuere, Nixon estaba en las últimas…
Pero lo más grave es que una copia de dichas cintas magnetofónicas se hallaba en poder de Curtiss. Los topos del DRS (Servicio de Investigación de la Defensa) en la Casa Blanca se apresuraron a entregar copias de las mencionadas cintas a diferentes estamentos militares. Curtiss fue uno de los beneficiados (Eliseo, como se recordará, era agente del DRS).
Joco resumió la situación:
—Si Curtiss, o el Pentágono, hacen llegar esas cintas a la prensa, adiós Nixon…
Y añadí:
—Y adiós Kissinger…
Así era. Las carreras políticas de ambos se verían seriamente comprometidas.
Lo peligroso para Curtiss es que los dos eran venenosos. Kissinger, más que Nixon.
El general debía moverse con pies de plomo…, y con la dichosa escalera más cerca que nunca.
Lo que no calculé en esos momentos es que tanto Nixon como Kissinger ya habían empezado a mover sus tentáculos…