10 de julio

Fui avisado una hora antes.

El despegue del avión que me trasladaría a Estados Unidos de Norteamérica fue programado para el amanecer.

Así era Curtiss…

Alguien me proporcionó ropa.

Acaricié la «perla» que colgaba del cuello y abandoné el hospital.

Mi único equipaje fue la memoria.

Un avión de la USAF me aguardaba en un extremo de la pista 02/4 de la base de Nevatim.

Un vehículo me dejó al pie de la escalerilla y alguien, uniformado, me invitó a subir. Saludó militarmente y correspondí con desgana.

Fue mi adiós a la tierra de Israel, una tierra especialmente querida… Pero no sería la última visita.

Quedé sorprendido.

El aparato era un veterano Boeing —KC-97L—, debidamente medicalizado. No faltaba nada.

En el interior esperaba uno de los directores del proyecto Caballo de Troya y un equipo médico. Todo «sin banderas» (de primera clase). Eso pensé…

Y a las 7 horas y 31 minutos, los cuatro motores Pratt-Whitney, de hélice, de 3500 caballos, me levantaban hacia mi Destino…

En esos momentos, los pensamientos se hallaban muy lejos, y muy cerca, según se mire.

Nadie, en esos instantes, hubiera imaginado lo que me reservaba el referido y burlón Destino…

Me acomodé. Tenía muchas horas de vuelo por delante.

Pero la paz (?) duró poco.

Al alcanzar el nivel de crucero —9500 metros—, el director se sentó a mi lado y, cuaderno en mano, sin preámbulos, empezó a interrogarme.

—Creí que lo había contado todo —repliqué, algo contrariado.

El individuo, con el que apenas tuve contacto durante la preparación del proyecto, sonrió brevemente, y siguió a lo suyo.

No me gustaba aquel tipo. No miraba a los ojos. Me recordaba a Judas…

Era flaco, con el cráneo rapado, la piel macilenta y algo verdosa, y unos labios siempre babeantes.

Insistió. Quería saber la verdad.

¿La verdad? La había contado hasta el aburrimiento.

No se inmutó. Y preguntó, autoritario:

—¿Dónde está la nave? Exijo la verdad…

No podía dar crédito a lo que oía. ¿Qué era aquello? ¿Qué pretendía aquel sujeto?

Me negué a repetir lo ya explicado ante Curtiss y los otros directores.

—¿Tienes miedo a la verdad?

La pregunta del baboso[22] casi me hizo perder los estribos. Algo me obligó a mantenerme sereno. Aquella conversación era más importante de lo que suponía…

—¿Dónde ha ido a parar la «cuna»?

Le miré, desconcertado, pero no supe leer entre líneas.

La pregunta, como comprobaría más tarde, contenía veneno.

—Lo sabéis igual que yo…

—No has comprendido —sonrió, malévolo—. Sabemos que la nave no está ahí…

Y señaló con la mano izquierda por la ventanilla, hacia el mar.

Necesité unos segundos para medio entender.

—¿Qué insinúas?

—Te lo he dicho: sospechamos que Eliseo ha vuelto…

Me negué a responder. Aquel tipo era un bastardo. Desde ese momento lo llamé «Slimy». Se lo merecía…

El director se percató de mi actitud y cambió de asunto. La conversación empeoró.

Slimy se interesó por las muestras de sangre y de cabello del Maestro y de su familia. ¿«Qué fue de ellas»?

Comprendí.

Aquel impresentable estaba al tanto de los propósitos de los militares para intentar clonar al Galileo. De ahí su especial interés por el contenido del cilindro de acero.

—Los informes están en la «cuna» —contesté con repugnancia—. Eliseo se ocupó de eso. No sé más —mentí—, ni quiero saber…

Volvió a sonreír, cínico.

Y estallé:

—¡Bajad vosotros y rescatadlos!

El baboso acusó el golpe y me recordó lo firmado antes de ingresar en el proyecto. Invocó el protocolo COL/10/6, que exige «íntima colaboración con la USAF» y «confidencialidad hasta la cuarta generación».

—Podemos meterte en la cárcel de por vida…

—Ya estoy en prisión, gracias a vosotros…

Pero Slimy no sabía de qué hablaba.

—En cuanto al «col», podéis metéroslo por donde os quepa…

Sonrió, divertido, y arreció en sus preguntas.

En esta oportunidad le tocó el turno a la vida sexual de la Señora y de su Hijo. «¿Qué había averiguado? ¿Era cierto lo que predican las iglesias? ¿Se casó Jesús con María Magdalena? ¿Tuvo amantes el Galileo? ¿Era homosexual?».

Lo mandé, directamente, al infierno.

Me levanté y me refugié en cabina, con los pilotos.

El KC-97L volaba mansamente. Leí en el instrumental. Velocidad: 478 kilómetros por hora. Tiempo estimado para la primera escala: 7 horas… Las turbinas J-47 empujaban con una fuerza de 2545 kilos.

Sí, nada es casual…

Aquella desagradable conversación con Slimy me puso en guardia. Alguien, en el agotado proyecto Caballo de Troya, ocultaba algo. Pero tendría que pasar un tiempo —no mucho— para que las cartas aparecieran boca arriba…

Y a las 18 horas de aquel martes, 10 de julio de 1973, el aparato aterrizó con dulzura en las Azores.

No me permitieron descender a tierra.

Slimy no volvió a molestarme. Continuó enfrascado en el cuaderno. De vez en cuando hablaba por radio…

* * *

La escala fue breve. Repostamos y el KC-97L rodó por la pista 15/33 de la base aérea de Lajes, en la isla Terceira. El Boeing recorrió los 3313 metros en un minuto y dos segundos.

Y nos fuimos al aire. Por delante aguardaban más de 3000 millas.

Y me pregunté, una vez más: ¿qué sería de mí…?

La noche no tardó en alcanzarnos.

Y me dediqué a lo mío, a pensar…

Lo echaba de menos. Añoraba al Maestro.

Era preciso poner manos a la obra. Tenía que escribir la totalidad de nuestra aventura en la Palestina de Jesús de Nazaret. Nada quedaría oculto. El mundo tiene derecho a saber…

Y recuerdo una extraña sensación. La rechacé, por supuesto, pero siguió a mi lado, impertinente: ¿«Había sido todo un sueño»?

Miré a mi alrededor.

Allí seguían el equipo médico y Slimy. Recordaba la caída en el mar de la Sal, los beduinos, y a Marcos…

No, no fue un sueño.

No tardé en dormirme.

El viaje fue tranquilo y sin sobresaltos.

Al despertar, Slimy vigilaba y babeaba.

¿Qué se proponía?

La primera sorpresa de aquella jornada estaba al caer…

Nuestro destino no era la base de Edwards, en California.

A las 3 horas, los pilotos iniciaron la maniobra de aproximación.

No tenía idea de dónde me hallaba. Hice cálculos. Sólo podía tratarse de la costa de Florida.

Así era.

Curtiss lo tenía todo planeado, ¡y de qué forma!

Pero ¿por qué Florida?

Sobrevolamos la bahía de Hillsborough e intuí hacia qué lugar se dirigía el KC-97L.

El general supo escoger…

Y a las 3 horas y 45 minutos de la madrugada del miércoles, 11 de julio, tomábamos tierra en una de las interminables pistas de la base área MacDill, al sur de la ciudad de Tampa, en el mencionado estado de Florida.

En un primer momento pensé en una nueva escala. Me extrañó. La autonomía del Boeing era de 6880 kilómetros. Eso nos hubiera permitido aterrizar en Houston…

Tampoco quise preguntar. No deseaba el menor contacto con Slimy.

Por lo que sabía, MacDill era una de las bases más seguras de los Estados Unidos y, posiblemente, del mundo. Allí operaban el Comando Central y Operaciones Especiales, y se guardaban (bajo tierra) los restos de la nave extraterrestre estrellada en Roswell (Nuevo México). Sin autorización no entraba ni el aire…

Un dispositivo armado me esperaba al pie de la escalerilla.

Todo se desarrolló a gran velocidad y con precisión. Era obvio que la operación había sido ensayada.

La noche era cálida.

Algunas estrellas me miraron, sorprendidas. Una de ellas centelleó con prisa.

Mensaje recibido.

Supe que era Ruth, mi querida pelirroja…

Me introdujeron en una ambulancia, acompañado por dos de los médicos que viajaron en el KC-97L.

Segundos después partíamos a gran velocidad, y fuertemente escoltados.

La policía militar, en la entrada a la base, se cuadró al paso del pequeño convoy.

Abandonamos las instalaciones de la USAF y nos dirigimos hacia el norte.

Era la hora perfecta: cuatro de la madrugada. Ni un alma en las calles…

Sí, todo minuciosamente planificado.

Al dejar atrás MacDill me perdí por completo. Me hallaba en blanco. No tenía la menor idea de cuál era mi destino.

¿Qué pintaba en Florida?

Lo lógico es que hubiera volado a Mojave. Allí tenía mucho por hacer…

La incertidumbre no se prolongó demasiado.

Veinte minutos después de la salida de la base aérea de Tampa se abrían las puertas del vehículo sanitario y los soldados cerraron filas a mi alrededor.

El silencio era total.

Fue así como terminé en el «JAHVH». Así llamaban al Hospital de Veteranos «James A. Haley», ubicado en New Port Richey, al norte de la citada ciudad de Tampa.

Empecé a entender.

En esos días, el «JAHVH» era un centro de gran prestigio, con la tecnología médica más avanzada del mundo[23]. Un lugar lo suficientemente grande como para pasar desapercibido…

Curtiss y su gente no descuidaron un solo detalle.

La segunda planta fue clausurada y allí me instalaron.

Y al equipo médico que me acompañó en el vuelo desde Israel se unieron otros especialistas, todos militares. No conocía a ninguno.

Los accesos a la planta fueron custodiados por militares de paisano.

Y durante tres largos e incómodos días me vi sometido a toda suerte de chequeos, análisis y pruebas.

Perdí la cuenta.

Nadie me informó de nada.

Preguntar era inútil. Nadie respondía.

Supuse que sólo el jefe de proyecto se hallaba autorizado a responder a mis preguntas. Pero Curtiss no se dejó ver.

Los expertos en resonancias, escáneres y demás máquinas se limitaban a llevar a cabo las exploraciones. Después desaparecían.

Tuve que esperar a mi llegada a Edwards, en efecto, para recibir información.

En realidad no descubrieron nada que no supiera…

En síntesis, esto fue lo que el general Curtiss me permitió leer a mi retorno a Mojave, en California (supongo que ocultó mucho más):

El envejecimiento —rezaba el informe confidencial— proseguía al ritmo calculado, tal y como adelantó «Santa Claus[24]». Las pérdidas neuronales fueron estimadas en 1400 millones al año. En un adulto sano, esas pérdidas (a partir de los veinte años) rondan los 36 millones de neuronas anuales.

En otras palabras: el deterioro era inexorable. El margen de vida (teórico) oscilaba alrededor de ocho o nueve años (con suerte[25]).

Las nuevas microfotografías (especialmente del cerebelo) fueron determinantes. La acumulación de lípidos en las mitocondrias de las neuronas era evidente y letal.

Al citado envejecimiento prematuro había que sumar otras alteraciones, no menos graves. A saber: inclusiones intranucleares, invaginación de la membrana nuclear, acumulación de lipofuscina y disminución del número de ribosomas y de las referidas mitocondrias. Estas perturbaciones aparecían escoltadas por trastornos bioquímicos, entre los que destacaban la disminución de la síntesis de proteínas, tendencia a la oxidación de los aminoácidos sulfurados y una caída de la oxidación intramitocondrial.

En suma: una catástrofe generalizada[26]

Pero no todo fue horrible.

En el informe no se mencionaba la amiloidosis. No fueron detectados los 19 tumores, alojados en lo más profundo de mi cerebro, y tampoco el de la lengua. Como se recordará, «Santa Claus» acabó con ellos, y en unas circunstancias que prefiero no rememorar[27]. Tampoco se decía nada sobre la «inminente amiloidosis secundaria», anunciada por el ordenador central en aquellos momentos[28].

Algo es algo…

Curtiss, en un intento de levantar mi ánimo, sugirió que prestara atención a uno de los párrafos del informe médico. En él se hacía alusión a un asunto «desconcertante». Quien esto escribe estaba envejeciendo de forma prematura y aparatosa. Eso era evidente. Las constantes vitales y la memoria, sin embargo, no mostraban signos de deterioro. Era una contradicción…

Interrogué al general, pero no respondió. No sabía o no quiso hablar…

¿Cómo era posible? La destrucción neuronal era grave. Los radicales libres me devoraban[29] y, no obstante, disfrutaba de una memoria panorámica. Mi aspecto era el de un anciano, pero la capacidad de absorción de oxígeno alcanzaba los cuatro litros por minuto. Ése es el consumo de un joven de veinte años… A mi «edad», la cifra no debería superar 1,5 litros por minuto.

Lo dicho: los expertos no salían de su asombro…

Curtiss me obligó a tomar notas del último apartado: «tratamientos y recomendaciones».

En honor a la verdad, los especialistas no se ponían de acuerdo. Había opiniones para todos los gustos.

La mayoría aconsejaba luchar contra la oxidación mitocondrial (envejecimiento) con una extensa batería de antioxidantes. Nada nuevo. Tanto Eliseo como yo los habíamos consumido en la pasada aventura. Recomendaban vitamina E, bromuro de etidio (de excelente resultado en el experimento con las drosophilas[30]), la socorrida dimetilglicina, glutamato, y el también familiar N-ter-butil-α-fenilnitrona.

Levanté la vista de los papeles y contemplé a Curtiss.

¡Maldito bastardo!

Fue él quien ordenó el ingreso en la «cuna» de aquellos fármacos. Él sabía, desde el principio, que seríamos atacados por los radicales libres…

Me contuve.

No era el momento de revelar lo que sabía.

Era preciso esperar y mantener la mente fría y distante.

Ya le llegaría el turno…

Mis pensamientos —sin saberlo— fueron proféticos.

Le llegó la hora, y antes de lo que nadie sospechaba…

Pero sigamos en orden.

Volví a leer el capítulo de «tratamientos» y me llamó la atención la insistencia en la necesidad de consumir granadas. La granada es un poderoso antioxidante (uno de los más eficaces de la creación), con altos contenidos de polifenoles (especialmente punicalaginas).

Recordé de inmediato al bueno de Felipe, y su «laboratorio», en Saidan.

¡Cómo los añoraba!

Y me visitó una idea excitante: ¿qué habría ocurrido si este explorador hubiera decidido permanecer en aquel tiempo…, para siempre?

Quizá hubiera sido más feliz…

Me bajé de inmediato de tales pensamientos. No eran ésos los propósitos. Tuve la oportunidad, única y maravillosa, de conocer al Hombre-Dios y eso no era de mi propiedad. Estaba obligado a difundirlo. Él lo sugirió en diferentes ocasiones. Yo era un mal’ak, su mensajero…

Proseguí con las «recomendaciones».

La granada —decía el informe—, además de frenar el envejecimiento, terminar con las arrugas en la piel, beneficiar la hidratación general, favorecer la circulación sanguínea y proteger el corazón, es una solución para prevenir los cánceres e, incluso, multiplicar la actividad sexual.

Esto último me resbaló. Mi gran amor se había quedado al otro lado del tiempo…

Y volví a recordar a Felipe y su tejemaneje con las cáscaras de las granadas. Para él era lo mejor de la referida fruta. Las devoraba o las trituraba, mezclándolas con el zumo o, simplemente, con agua o con vino.

No iba desencaminado… El poder rejuvenecedor de la cáscara de la granada es notablemente superior al del contenido.

La bellinte de Dios…

Algún día, el ser humano comprenderá: todo está en la naturaleza. Todo ha sido ensayado en los «laboratorios» del Padre Azul. Lo dijo Él: «Ab-ba no improvisa».

Pero la humanidad está ciega…

No importa —me reproché—. Ya despertará.

A eso vino…

También aconsejaban tratamientos a base de fenoles y derivados del azufre reducido. Ambos juegan importantes papeles en la defensa del organismo contra las peroxidaciones incontroladas. Y hacían hincapié en el consumo de ácido nordihidroguiarético y tiazolidin carboxílico. También hablaban de fármacos energizantes, como la hidergina y la ubiquinona. Los estudios aparecían respaldados por científicos del prestigio de Comfort, Bender, Powell, Kormendy, Miquel y Hrachovec, entre otros.

No dudé de la sabiduría de estos hombres, pero[31]

Finalmente prometí repasar los «tratamientos y recomendaciones».

No pensaba hacerlo.

Echaría mano, únicamente, de la vitamina E, las granadas y la vinburnina (por pura curiosidad).

Creo haberlo dicho: no tenía miedo a morir. Sólo necesitaba tiempo para dejar por escrito cuanto había vivido y cuanto sabía…, sobre Él. Fue el Maestro quien me enseñó: después de la muerte nos espera la realidad…

Curtiss ordenó: cada tres meses me sometería a nuevos reconocimientos médicos.

Increíble Destino… Los chequeos no se repitieron jamás.