Tuve una ensoñación misteriosa. Otra más…
Y recordé las palabras del Hombre-Dios: «Busca la perla en los sueños».
En un primer momento lo atribuí a la tensión de aquellos días.
Ahora no sé qué pensar…
Es más: ni siquiera sé si fue un sueño.
Esto es lo que recuerdo:
Era sábado, 6 de octubre.
En la ensoñación me asomaba a un calendario árabe y lo confirmaba. Aparecía marcado en rojo.
Era un día sobresaliente, aunque no sabía por qué.
¡Qué absurdo!
En la tienda de campaña, en la desembocadura del Mujib, no disponía de calendario.
Salí precipitadamente de la tienda.
Gritaba y gritaba: ¡«Es el día del Perdón»!
Monté, al salto, en la Sin nombre y navegué, a toda máquina, hacia el «punto rojo».
El sol me vio y se dirigió también hacia el oeste. Yo corría más.
Y al llegar al lugar marcado por el «Navstar» la vi.
Apareció de repente.
Supuse que había permanecido «apantallada» en IR (infrarrojo). Pura precaución.
¡Era la «cuna»!
Flotaba dulcemente, sin ganas.
El sol le arrancaba destellos rojizos. ¡Qué ladrón!
Me fijé en un detalle: en lo alto de la nave faltaba una antena de dirección. Y recordé que había visto esa parabólica entre las agujas rocosas del fondo del lago.
Me aproximé a cincuenta metros.
Eliseo tenía que hallarse en el interior.
Entonces lo vi.
¡Era él!
Saludó brazo en alto y, sin esperar respuesta, se lanzó al agua.
¡Estaba vivo!
Controlé el reloj.
¡Qué manía!
¿Por qué me preocupaba tanto de la hora? Aquello sólo era un sueño…
17 horas y 10 minutos.
Faltaban 11 para el ocaso.
«¡Vaya! —me dije—. ¿Y de qué se puede hablar en once minutos?».
Eliseo nadó hacia la lancha.
¡Qué raro! Lo hacía como los perros…
Pensé en aproximarme.
No tuve opción.
En eso oí un bramido.
Levanté la vista y distinguí una formación de aviones de combate.
Eran «Mirages».
Procedían del norte.
Volaban a baja altura.
No tardarían en sobrevolar la «cuna».
Juraría que la habían visto.
Grité a Eliseo y señalé los cinco aviones.
El ingeniero estaba al tanto.
Sacó el brazo derecho del agua y dirigió una especie de cajetilla azul, como de cigarrillos, hacia la «cuna». No supe qué era.
Y, al instante, la nave desapareció de la vista.
Comprendí.
El ingeniero había activado alguna suerte de mando y «Santa Claus» procedió al «apantallamiento».
¡«Santa Claus», el querido ordenador central!
También lo añoraba…
Tres segundos después, los cazas nos sobrevolaron a 150 metros.
Lucían la estrella de David en el fuselaje…
Iban armados hasta los dientes.
Fue un trueno.
En eso desperté.
Miré a mi alrededor, angustiado.
La luz del día jugaba con las rendijas de la tienda.
Y un estampido hizo oscilar la linterna que colgaba de la techumbre.
¡Los cazas! ¡Eliseo…!
Y recordé la ensoñación.
Abandoné la colchoneta y salí de la tienda de campaña, desconcertado.
Una formación de tres F-4 acababa de sobrevolar la playa del Mujib.
Se dirigían al oeste.
Lamían casi las piedras…
Eran judíos.
Al perderse en el horizonte creí oír detonaciones.
Parecían cañonazos.
Se oían lejanos, más allá de la ribera occidental del mar Muerto.
Los Phantom llevaban esa dirección.
Sí, eran cañones.
Los disparos eran continuos.
Consulté el reloj: 14 horas y 20 minutos.
Había dormido toda la mañana…
Y, de pronto, recordé el principio del sueño: ¡6 de octubre!
Las imágenes me atropellaron.
Vi a Curtiss, con el documento «azul» y secreto en el que se anunciaba la cuarta guerra árabe-israelí.
Vi también el código y la «cuna», flotando en el yam.
¡Había estallado la guerra!
Corrí al interior de la tienda y conecté la radio.
Pasé de una emisora a otra.
La confusión era total.
Necesité tiempo y paciencia para medio entender lo que ocurría.
Todos —árabes y judíos— proclamaban una gran victoria.
Las emisoras hablaban de un ataque simultáneo, lanzado por Egipto y por Siria a las 13.58 horas.
¡Hacía 22 minutos!
La VI Flota Norteamericana en el Mediterráneo se hallaba en estado de máxima alerta.
Egipto, al parecer, estaba atacando el Sinaí. Siria lo hacía por el este, en la zona del Golán.
¡Malditos bastardos!
El plan Rapto de Europa se hallaba en marcha.
¡Maldito Nixon! ¡Maldito Brézhnev!
Era el Yom Kippur, el día de la Expiación o del Perdón; una jornada sagrada para los israelitas. Todo quedaba paralizado en el país. Los judíos, allá donde estuvieran, se retiraban a rezar y solicitaban perdón por los pecados cometidos durante el año. Nada funcionaba, salvo los servicios de urgencia.
Los árabes lo habían previsto todo…
Mejor dicho, los rusos y mis compatriotas.
Y seguí oyendo, perplejo y angustiado.
Cazas sirios —Mig-21— atacaban las alturas del Golán, al noreste de Galilea.
La artillería estaba lanzando una cortina de fuego y metralla sobre los carros judíos y sobre el Cuartel General de la Brigada Israelí, en Naffaj.
Setecientos tanques sirios avanzaban con furia hacia el noreste de Israel.
Dos minutos más tarde —14 horas—, a 640 kilómetros al sudeste, 8000 infantes egipcios iniciaban el cruce del canal de Suez, atacando la península del Sinaí[156].
Mil cañones, enterrados en las dunas de la orilla oeste de Suez, disparaban simultáneamente contra los 600 judíos que defendían las fortificaciones de la línea Bar-Lev.
Los soldados egipcios portaban lanzagranadas rusos RPG-7 y cañones antitanques, también soviéticos, del tipo Sagger.
Los sirios, por su parte, habían sido dotados por Moscú con los temidos cohetes Sam 6 y Sam 7.
Los aviones judíos caían como moscas.
Al volar bajo, para intentar evitar los Sam, los Skyhawk, los Mirages y los Phantom israelitas se encontraron con la trampa mortal de los cañones antiaéreos CSU-23, capaces de disparar 4000 proyectiles por minuto.
Una hora después del inicio de la guerra, los ejércitos judíos estaban siendo masacrados[157].
Los cagacirios de Washington se pronunciaron y tuvieron la desvergüenza de pregonar «que aquella guerra había sido una sorpresa».
¡Malditos políticos y malditos militares!
¡Hipócritas!
Permanecí pegado a la radio hasta que apareció ella.
¡Oh!
La vi recortada en la puerta de la tienda.
El cabello ocultaba los hermosos pechos.
Me miró, muy seria, y exclamó, al tiempo que señalaba hacia el lago:
—Es la hora… ¡Vamos!
Dio media vuelta y se alejó de puntillas.
¿Qué hacía la bella intuición en mitad de una guerra?
No tardé ni un segundo en abandonar la tienda de campaña.
Pues bien, ya no estaba…
¿Cómo lo hacía?
A lo lejos —hacia el Sinaí— se oían detonaciones. El suelo temblaba y el cielo se dolía.
Eran las 16 horas y 30 minutos.
Sí, había llegado el momento; el gran momento…
Salté al interior de la Sin nombre y puse rumbo al «punto rojo».
* * *
«Cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido».
Faltaban 51 minutos para la puesta de sol.
—¡Vamos…, vamos!
Los gritos animaron a la Sin nombre. Parecía saber lo que estaba sucediendo.
Y voló…
El cielo, por el oeste, había empezado a teñirse de rojo.
Era sangre humana, que salpicaba.
Los Sam 6 herían los azules una y otra vez.
Los aviones judíos morían…
Después lo supe: en esos momentos entraron en acción 240 aviones egipcios y más de 3000 cohetes.
Se combatía en tierra, en el aire, en el canal y, sobre todo, en los corazones. Eran tres mil años de odio.
¡Qué gran amnesia es la guerra!
Me hallaba a 360 kilómetros del Sinaí, y a 200 de los altos del Golán, pero el fuego y la muerte caían en mi interior.
Vi pasar nuevas escuadrillas de aviones judíos.
Ninguno me prestó atención.
El día se volvió pastoso, como las miradas de los hombres en guerra.
Y los vientos se revolvieron, rabiosos.
La guerra es así: enfrenta a todos contra todos.
Y llegó un momento en el que el sol se negó a avanzar.
Sabía lo que le esperaba en el oeste.
La Sin nombre necesitó 40 minutos para alcanzar el «punto rojo».
El «Navstar» avisó.
Nos hallábamos en las coordenadas señaladas por el código.
17 horas y 10 minutos.
Faltaban 11 para el ocaso, suponiendo que el sol se decidiera a bajar.
No le culpo.
Mil cañones, vomitando metralla, son muchos cañones…
Las detonaciones, el rojo sangre y las estelas de los Sam 6 y de los Sam 7 se habían incorporado al paisaje.
Distinguí aviones F-4, Mirages, Baraks, Skyhawks (tipo A-4) y hasta Mystères y Super Mystères.
Todos judíos.
Todos en vuelo bajo.
Todos a la desesperada.
Me sobrevolaron más de cincuenta.
No los vi retornar a sus bases.
«Mal asunto», pensé.
17 horas y 15 minutos.
Faltaban seis para el gran momento.
¿Aparecería la «cuna»? ¿Lograría ver a Eliseo? ¿Qué había ocurrido?
Paré el motor.
El viento se dio cuenta y nos empujó hacia el sureste.
Se puso chulo, con rachas de 27,8 kilómetros a la hora.
Me dio igual. Yo estaba a lo que estaba.
El sol continuaba en la duda ¿Se dejaba caer o no se dejaba caer?
Le saqué punta a los sentidos.
Tenía que estar muy atento.
La nave se hallaba cerca; lo sabía…
Quizá había sido «apantallada» en IR. Por eso no la veía.
Los reflejos rosas huyeron del lago. El viento dejó caer otros, azules, pero nadie protestó.
El sol, valiente, continuó bajando sobre el Sinaí.
17 horas y 20 minutos.
Empezó a oscurecer.
Los nervios volvieron a desatarse y los vi culebrear por la cubierta.
Repasé el código mentalmente.
Tenía que entretenerme con algo…
«Y cada error conduce a la luz.
También el séptimo.
Cien atardeceres»…
Una voz, en mi interior, me interrumpió:
—¡Confía!
Fue entonces cuando observé aquel burbujeo, a proa, y a un tiro de piedra.
¡Atención!
Fue breve.
Y se hizo el silencio.
El cañoneo continuaba a lo lejos, pero lo borré.
¡Atención!
El corazón bombeaba, ansioso.
Los escalofríos me recorrieron.
Otra vez aquella sensación: me sentí observado…
No supe qué hacer.
Miraba, pero no veía. Oía, pero no escuchaba.
Eso sí: sentía…
La nave estaba allí. La sentía…
Entonces creí oír un segundo burbujeo, más cerca. Yo diría que a proa.
Los vellos se erizaron.
Lo pensé todo en segundos: ¿Eliseo? ¿Nadaba hacia mí? ¿La «cuna»? ¿Qué debía hacer? ¿Arrancaba el motor? ¿Esperaba?
El agua siguió agitándose a proa.
Tragué saliva, me armé de valor, y caminé hacia el lugar del burbujeo.
Me detuve a proa.
Estaba sudando.
Tenía miedo.
¿Por qué tenía miedo?
No lo sé.
Finalmente me asomé a las aguas.
El corazón lo hizo unas décimas de segundo antes que yo.
¡Dios bendito!
¡Vaya susto!
No vi nada…
Falsa alarma.
Intenté serenarme.
Acaricié el corazón y el pobre aminoró el ritmo.
Empezaba a ver fantasmas…
Me senté en la proa.
El sol desapareció en el Sinaí. ¡Qué valor!
¿Se lo tragó la maldita guerra? ¿Fue derribado?
17 horas y 21 minutos.
El viento se hizo el amo y siguió empujando a la Sin nombre.
¿Qué hacía?
Era el momento de la reunión con Eliseo… Eso pensaba.
«Cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido»…
Pero ¿qué tenía que vivir? ¿En qué consistía el juego? ¿O no era tal?
Lo maldije.
Y grité su nombre, hasta casi quedar ronco.
Entonces oí risas.
¡Vaya y revaya!
¿Risas? ¿En mitad de la nada? Estaba peor de lo que suponía…
Sonaron a popa.
Dudé.
Y las escuché de nuevo.
Yo conocía esas risas…
Me decidí.
Caminé hacia la caña del timón.
La embarcación me reclamaba. Flotaba sin rumbo.
No hice caso.
Pero el viento zarandeó a la Sin nombre y oí la voz de la lancha, solicitando auxilio.
Me compadecí.
Y olvidé las risas. Estaba alucinado…
—¡Ya voy, querida! —clamé en voz alta—. ¡Ya voy…!
Y sonaron de nuevo las risas. También a popa, y más claras.
Me quedé de piedra.
No estaba alucinando.
Los habitantes del lago hablaban, y no paraban, de sirenas bellísimas, de cabellos rubios y ojos verdes, que «hipnotizaban» a los hombres curiosos e imprudentes. Después de seducirlos con sus risas y cánticos los arrastraban al «bosque petrificado», en el Lisan, y los devoraban.
Me asomé por la popa, con precaución. ¿Precaución o miedo?
No creía en las leyendas, pero nunca se sabe…
¡Dios santo!
El corazón saltó al agua, definitivamente.
Y, desconcertado ante aquella «visión», sólo acerté a dar un paso atrás.
Y el Destino sonrió, burlón.
Mi proverbial torpeza y la mala fortuna (?) hicieron que topara con la parte alta del tambucho del motor y que me precipitara al agua, de espaldas.
No pude evitarlo.
Caí cuan largo era.
¡Vaya!
El turbante, más listo, se quedó por el camino.
Cuando salí a la superficie flotaba cerca de la popa.
La Sin nombre se había quedado también sin habla.
Y escuché de nuevo las risas.
Risas no: risotadas.
Al levantar la vista hacia la lancha descubrí una mano, abierta y tendida hacia quien esto escribe.
Y una voz familiar aconsejó:
—¡Vamos, mayor…!
* * *
Me agarré con ambas manos y el ingeniero tiró de mí, alzándome como una pluma.
Me quedé contemplándole en mitad de la lancha, con la boca abierta.
¡Era él!
Aparecía desnudo, con un breve taparrabo negro.
Le recorrí de pies a cabeza, incrédulo.
El esfuerzo y los sacrificios habían merecido la pena.
Eliseo, sin dejar de sonreír, permitió que lo examinara.
Presentaba el cabello largo y negro, sin una sola cana.
El encanecimiento de tiempos pasados era un recuerdo.
Tenía el cuerpo musculoso, sin asomo de las «recientes» (?) dolencias.
La piel brillaba, tensa y bronceada.
El ingeniero no aparentaba ni veinte años…
La dentadura aparecía blanca e impecable.
¡Dios mío!
Yo lo había visto agonizante[158]…
Los ojos tenían luz propia. Parecía feliz y sereno.
Del cuello colgaban la chapa de identidad y una cajita de cristal (?), en una tonalidad azul turquesa.
¡Yo la vi en el sueño!
Era de escasas dimensiones, como un paquete de cigarrillos.
No supe qué era.
Finalmente nos abrazamos.
No hubo palabras.
De pronto, otra formación de F-4 nos sobrevoló a bajísima altura.
El estampido nos sobrecogió.
La muerte —negra y roja— peleaba en el horizonte.
—¡Vamos, mayor! —exclamó Eliseo, al tiempo que señalaba las luces de los Phantom—. Éste no es el mejor lugar para conversar…
Tenía razón.
Arranqué el motor y puse rumbo al Mujib.
Pero, de pronto, caí en la cuenta:
—¿Y qué pasa con la «cuna»?
El ingeniero indicó la cajita azul y replicó:
—No hay problema…
Y preguntó, malévolo:
—¿Queda cerveza helada en el campamento?
Al principio no reaccioné.
¿Cómo sabía lo del campamento?
Mi pregunta era una estupidez.
Y elegí el silencio.
A las 18 horas y 40 minutos, ya oscurecido, nos sentamos a la puerta de la tienda y apuramos unas cervezas (no heladas, por supuesto). E iniciamos una larga conversación.
Eliseo fue aclarando dudas, aunque no todas…
Empezó por el principio.
¿Qué sucedió aquel sábado, 17 de enero del año 28, cuando perdí el conocimiento en la playa de Saidan[159]?
—Nos asustamos. Tuviste un vómito de sangre y te desplomaste…
Eliseo sabía resumir.
—Te trasladamos al «palomar», en el caserón de los Zebedeo.
Hizo una pausa.
Sé que no le gustaba recordar aquellos momentos, pero era necesario. Y prosiguió:
—Hicieron todo lo posible. Llamaron a los mejores «auxiliadores»…
El muchacho negó con la cabeza.
—Te morías… Así transcurrieron las horas. Kesil y Abril no se movían de tu lado… Pero no reaccionabas ante nada.
Escuchábamos el cañoneo, a lo lejos.
—Lo pensé mucho —prosiguió Eliseo—. No tenía otra cosa que hacer… Finalmente tomé una decisión. Y el lunes, 19, ascendí al Ravid. Allí permanecí tres días. Estaba desesperado. No soy médico. Supuse que te morías. No sabía qué hacer.
Fue el único momento de la conversación (más bien del monólogo) en el que Eliseo palideció.
—Había leído los diarios, y detenidamente.
Me miró, buscando mi comprensión.
Sonreí.
El asunto ya no tenía importancia.
—Y, como te digo, maduré un plan…
No hacía falta ser muy despierto para imaginar a qué plan se estaba refiriendo.
—Trabajé la idea durante esos días —continuó—. «Santa Claus» echó una mano.
Recuperó la sonrisa y prosiguió:
—El plan era simple. Primero te devolvería a 1973. Era la única forma de salvar tu vida… Después retornaría con el Maestro.
Hice como que no entendía.
—¿Retornar?
—Ya sabes a que me refiero…
Simulé sorpresa.
—Si todo marchaba bien —añadió—, una vez concluida la vida pública del Hijo del Hombre, volvería a 1973 y me reuniría contigo en alguna parte.
Siguió sintetizando:
—¿Cómo hacerlo? ¿Cómo avisarte? La solución fue el código…
Le dejé hablar. Tenía muchas preguntas, pero decidí esperar.
—Introduje una serie de errores menores en los diarios. Sabía que los detectarías…
Sonreí de nuevo, con malicia.
—Eres riguroso y tu memoria no tiene igual. Tarde o temprano te darías cuenta… Y así ha sido, obviamente.
Asentí en silencio.
—Si los diarios hubieran caído en otras manos, las anomalías en cuestión habrían pasado inadvertidas, casi con seguridad.
Hablaba con razón.
Y lo interrumpí:
—¿Cómo sabías que la guerra empezaba hoy?
Me miró, estupefacto.
Entendí.
Eliseo —no debía olvidarlo— pertenecía (o había pertenecido) a la élite de la Inteligencia Militar. La pregunta sobraba.
—¿Y por qué tenías que regresar a 1973 y reunirte conmigo?
—Para entregarte una información. Ése era el plan. Yo retornaba con el Hombre-Dios —me gusta la expresión—, seguía sus pasos, escribía un nuevo diario, y, sencillamente, te hacía entrega de él.
Quedé perplejo.
Ahora lo entendía.
¿Ésa fue la verdadera razón de la vuelta de Eliseo al tiempo del Hijo del Hombre?
Desconfié.
Además, ¿dónde estaba la información?
Pero no interrumpí.
—Y durante esos días en el Ravid, como te digo, trabajé en el código y en los detalles de los nuevos «saltos» en el tiempo.
No salía de mi asombro.
—El jueves, 22, todo estaba listo…
Como digo, me hallaba pasmado. ¿Así, tan simple? Y recordé algo que no sé si he mencionado en estos diarios: el coeficiente de inteligencia del ingeniero triplicaba el de este asombrado explorador…
—Ese mismo jueves descendí a Saidan y comprobé que las cosas seguían igual, o peor. Permanecías inconsciente y demacrado. Abril y Kesil no sabían qué hacer: no comías, ni bebías… Continuaban los vómitos de sangre…
—¿Y el Maestro?
—Te visitó en dos ocasiones. La segunda fue esa tarde del 22. Yo estaba delante.
—¿Qué sucedió?
—Nada. Mejor dicho, todo…
—No entiendo.
—Entró en el «palomar». Se sentó a tu lado en el filo de la cama, y te contempló. No dijo nada. Ni una palabra. Abril, de vez en cuando, mojaba tu frente.
»Pasado un tiempo se inclinó sobre ti, te alzó y te abrazó tiernamente. Parecías un muñeco…
»Nos emocionamos y temimos lo peor.
El ingeniero guardó silencio. Se repuso y prosiguió:
—El Maestro volvió a dejarte en el lecho. Se levantó y, también en silencio, se dispuso a abandonar el cuarto. Tenía los ojos húmedos. Al pasar me miró con gran fuerza. Creí entender. Y lo dispuse todo para esa noche.
—¿No dijo nada?
—Sólo me miró y con intensidad.
Recordaba esa mirada…
—Contraté un carro, como otras veces. Kesil me acompañó. Abril lloraba…
Hizo una pausa y fue sincero:
—Por cierto, esa mujer estaba muy enamorada de ti.
No hice comentarios.
—Y en plena noche nos dirigimos a las puertas de Migdal. Desde allí, como en otras ocasiones, caminaría hasta la «cuna». Cargaría contigo. En Saidan tuve que regañar a Abril. Quería acompañarte. Y allí se quedó, destrozada… Pero, al llegar a las murallas de Migdal, surgió otro problema.
No fui capaz de imaginarlo.
—Kesil, que se empeñó en viajar en el carro, se dispuso a acompañarme a lo alto del Ravid. No me dejaría solo, contigo, en mitad de la oscuridad. No hubo forma de convencerlo. Tampoco supe qué decir…
Comprendí la situación.
—Kesil cargó contigo y caminamos hacia el Ravid.
»Busqué una excusa. Lo juro. No la hallé.
»Y al llegar a la «zona muerta», cerca del manzano de Sodoma, hice un último intento para que diera media vuelta y regresara a Saidan.
»Preguntó por qué. Me desarmó.
»No podía decir la verdad, y tú lo sabes…
Estuve de acuerdo.
—¿Y qué hiciste?
Movió la cabeza, negativamente, lamentando lo ocurrido.
—No tuve más remedio que golpearle.
Me quedé serio.
—¿Qué podía hacer? ¿Decir que éramos astronautas y que escondíamos una nave en lo alto del peñasco?
Y allí quedó, sin conocimiento.
Cargué contigo y me apresuré para llegar a la «cuna».
—¿Supo Kesil de la existencia de la nave? ¿Llegó a verla?
La respuesta me dejó de piedra:
—Cuando retorné a la época del Maestro, en enero de ese año 28, tuve la sensación de que Kesil lo sabía todo…
—¿Por qué?
El ingeniero no respondió.
—¿Y bien?
—Trabajé rápido. Es curioso: lo que más guerra me dio fue el traje de astronauta… Necesité una hora para enfundarte en él. Me asusté. Estabas como muerto… Y en una de las maniobras, al acomodarte en el asiento del copiloto, sufriste otro vómito de sangre. La escafandra quedó manchada. Pensé en liberarte de ella, pero el tiempo apremiaba. Kesil podía presentarse en el «portaaviones» en cualquier instante. Sabes que era tozudo y valiente…
Guardó otro par de segundos de silencio y exclamó, casi para sí:
—¡Pobre amigo!
Intuí algo grave, pero no pregunté.
—Y a las cuatro de la madrugada de aquel viernes, 23 de enero, «Santa Claus» activó el J85 e iniciamos el vuelo hacia el mar Muerto.
Fin de tu aventura…
* * *
Eliseo prosiguió el relato, más calmado.
Cenamos y conversamos hasta las 3 horas y 37 minutos del domingo, 7 de octubre.
La luna, en fase creciente, nos acompañó, expectante, hasta las 3 horas, 49 minutos y 58 segundos.
Después, agotada ante tanta guerra, huyó.
La constelación de Orión, en lo alto, lloraba betelgeuses, mintakas, bellatrixes, rigeles, alnitakes y no sé cuantas lágrimas más.
El vuelo desde el Ravid hasta el mar Muerto —según Eliseo— fue tranquilo, con las únicas incertidumbres de mi estado y la escasez de combustible.
—«Santa Claus» pilotó con finura…
Y el ingeniero siguió resumiendo:
—Al hacer estacionario sobre el lago, los tanques de reserva entraron en acción.
Eso lo recordaba.
Disponibilidad: 492 kilos. O, lo que era lo mismo, 80 segundos.
Le interrumpí.
—¿Qué habría sucedido si el «salto» en el tiempo se hubiera efectuado en la fecha establecida oficialmente[160]?
Eliseo sonrió con amargura. Y sentenció:
—Ni tú ni yo estaríamos aquí, ahora… Pero no estaba escrito.
¡Vaya! ¡Qué cambio! El ingeniero creía en el Destino.
—El ordenador central obedeció y llevó a cabo la inversión de masa que nos trasladó a las 21 horas del 28 de junio de 1973.
Hizo otra pausa y proclamó:
—¡Misión cumplida, mayor!
Contempló mi cara de sorpresa y añadió:
—Misión cumplida…, o casi.
Eso estaba mejor.
Quedaba mucho por contar…
—Tuve que empujarte —lamentó el ingeniero—. Tu estado no era bueno y el tiempo corría, inexorable…
También lo recordaba.
De pronto, Eliseo detuvo la narración.
Eran las dos de la madrugada.
Consultó la cajita azul y se puso en pie.
Caminó hasta el agua y permaneció abstraído por espacio de un minuto.
La noche se retorcía roja y blanca por el oeste.
El cañoneo no cesaba.
Imaginé que el ingeniero vigilaba la «cuna»; mejor dicho, a «Santa Claus».
Cuando regresó, pregunté:
—¿Qué ocurre? ¿Para qué sirve? —y señalé la cajita azul—. Nunca la vi en la «cuna»…
El ingeniero esquivó el asunto:
—Hay cosas que no conoces, mayor… ¿Dónde estábamos?
Me resigné.
—Decías que me empujaste…, y caí a las aguas.
—No tuve opción… Quedaban 40 segundos. Todo fue programado al milímetro. «Santa Claus» llevaba el mando…
—No entiendo… La nave se hundió. La vi descender. Se balanceaba…
Sonrió, malévolo.
—De eso se trataba, mayor…
Lo miré, desconcertado.
—Ése era el plan —prosiguió—. Eso pretendía: que creyeras que la nave se había ido al fondo.
—¿No se hundió?
—Sí y no, como a ti te gusta escribir…
Esperé, atento.
—Cuando la «cuna» descendió a 30 metros, el ordenador activó el cinturón gravitatorio[161] y los motores auxiliares nos fueron aproximando al fondo, lentamente. La burbuja protectora resultó un escudo y un «flotador» perfectos.
Estaba con la boca abierta.
—Al llegar a 325 metros de profundidad, «Santa Claus» procedió a la siguiente fase del engaño: los acumuladores.
Me quedé sin respiración.
Eliseo se dio cuenta y sonrió, satisfecho.
—Las doce baterías que conoces fueron agrupadas en racimo y programadas para emitir energía en el momento apropiado. Un peso de 24 kilos las mantendría en el fondo. Y así se hizo. «Santa Claus» liberó los «globos» y allí permanecieron, a cinco metros del fango. Los cálculos eran exactos. La pesa no fue absorbida por el lodo gracias al «tirón» de los acumuladores. En ocho días serían activadas automáticamente.
Y recordé las fotografías recibidas en Edwards.
Los satélites detectaron una «mancha naranja» (los acumuladores) el 6 de julio y a 330 metros de profundidad, en lo que llamábamos la «fosa sur» del mar Muerto. Distancia a la costa jordana: medio kilómetro.
Estaba asombrado.
Y pregunté, inocentemente:
—¿Y si hubiera fallado el cinturón gravitatorio?
—La nave se habría clavado en el barro del fondo…
—¡Dios mío! ¡Te la jugaste!
El ingeniero se mantuvo serio.
—No, mayor… En la vida siempre debe haber un plan B. Y yo lo tenía…
Permaneció mudo unos segundos.
Finalmente declaró, y volvió a sorprenderme:
—¿Sabes qué opinaba el Hombre-Dios sobre la muerte?
No entendí a qué venía aquello, pero aguardé.
—Él decía que la muerte es un plan B…
Mensaje recibido.
Y concluida la expulsión de los acumuladores —según el ingeniero—, «Santa Claus» dirigió la «cuna» hacia la superficie.
—La nave emergió, «apantallada», a 140 metros de la costa de Jordania. Allí procedí a la liberación del tren de aterrizaje y de otras piezas de la «cuna». Algunas ya las has visto. Ahí siguen, esparcidas por el acantilado submarino.
—De esta forma —redondeé— todos creerían que la nave se había destrozado en la caída…
—Era lo correcto —matizó Eliseo— para que nadie sospechara. Nuestro encuentro tenía que verse libre de malos pensamientos…
—Pues no ha sido así —manifesté—. Una parte del equipo director dudó…
—Lo sé.
—Y hay algo peor…
Y le hablé de «Rayo negro» y de lo programado por Kissinger y por el general Haig.
Escuchó, serio, y replicó:
—También lo sé…
Fui torpe, una vez más. No solicité una aclaración. ¿Cómo era que lo sabía? En esos momentos (octubre de 1973) «Rayo negro» no había sido «lanzado».
Eliseo continuó:
—Terminada la operación de lanzamiento de la landing, y del resto de las piezas, pude dedicarme a lo importante…
—¿Lo importante?
—Sí, tú… «Santa Claus» y yo observamos tus movimientos. El viento y las corrientes, como suponíamos, te empujaron hacia el lado jordano.
—¿Qué habría ocurrido si llego a caer en la orilla judía?
Eliseo negó con la cabeza, y agregó:
—Eso no podía suceder…
Y añadió, divertido:
—Además, estaba el plan B…
¡Vaya!
—Finalmente, cuando comprobamos que los beduinos se habían hecho cargo de ti, llevé la nave al centro del lago, nos sumergimos a 100 metros, y «Santa Claus» llevó a cabo una nueva inversión de masa.
—¿Regresaste al tiempo del Maestro?
—Afirmativo.
—¿A qué momento?
—Al lunes, 26 de enero del referido año 28 de nuestra era.
—¿Para qué?
—Te lo dije: quería seguir sus pasos. Me convertí en su sombra durante dos años largos…
—¡Dios mío! Cuéntame…
Guardó silencio.
Manipuló la cajita azul y extrajo algo.
Después abrió la palma de la mano derecha y me lo mostró.
¡Vaya!
—¿Y eso?
—Es para ti…
¡Era una «perla» negra, similar a la que había aparecido colgada en mi cuello aquel 28 de junio!
¡Era un «DR», un «lector de sueños»!
Me lo entregó y comentó:
—Todo está aquí… Sólo tienes que desencriptarlo. Ya sabes cómo hacerlo…
Estaba perplejo.
—Entonces fuiste tú…
El ingeniero adivinó mis pensamientos y asintió con la cabeza.
—Fuiste tú —repetí, desconcertado— quien colgó el «DR» de mi cuello…
—Lo hice en el Ravid, antes de enfundarte en el traje.
Sopesó las palabras y sentenció:
—Los diarios no deben perderse…
No presté atención. Estaba fascinado.
—Pero ¡cuéntame! ¿Qué fue del Maestro? ¿Qué sucedió en esos dos años?
Señaló la «perla» con el índice derecho.
Y, cuando se disponía a hablar, estallé:
—¿Qué pasó con Ruth? ¿Fue curada por el Hombre-Dios? Yo sé que sanó… ¿Ella está bien? ¿Se casó? ¿Me recordaba?
Eliseo solicitó calma y se limitó a repetir:
—Todo está ahí, mayor… Es más emocionante que lo leas.
No le saqué una palabra, salvo el maldito «todo está ahí»…
Después hablamos de mil cosas.
Se rió mucho al comentar el asunto de las interferencias, del arrastre de la Sin nombre y de la pérdida del robot. Fue él, claro…
Y, cada poco, el ingeniero repetía:
—El mundo tiene derecho a saber la verdad. No escondas los diarios ¡Escribe, hermano, escribe!
Una hora antes del amanecer lo trasladé al «punto rojo».
No hubo despedida.
Antes de lanzarse al agua, exclamó:
—¡Lehaim!
Y desapareció en la noche.
Nunca más volví a verlo…
Y respondí, un poco tarde:
—¡Por la vida!
Permanecí en el lugar largo rato.
El alba se asomó a las 5 horas y 37 minutos.
Llegó violeta y pacífica, como siempre. Pero, al ver la sangre derramada, huyó, pálida, y se convirtió en día.
* * *
Permanecí en el Mujib dos días más.
La guerra siguió, terca, absurda y aborrecible.
El encuentro con Eliseo modificó mis planes, en parte.
Hice balance.
El ingeniero me devolvió a mi tiempo. Después «regresó» a la época de Jesús (enero del 28). Vivió más de dos años a su lado y, al parecer, había escrito un diario. Se hallaba contenido en la «perla». Yo, ahora, debía retornar a la base de Edwards y desencriptarlo.
Eso haría en cuanto fuera posible.
«El diario de Eliseo» —así lo bauticé— tenía prioridad sobre todo lo demás.
Y pensé mucho: ¿qué ocurrió en esos dos años de vida pública?
Tendría que esperar para averiguarlo…
El martes, 9 de octubre, decidí regresar a Belén.
Tracé un plan.
Las fronteras estaban cerradas. Sólo podía ingresar en Israel clandestinamente. El acceso menos comprometido era por la orilla judía del mar Muerto.
Pero antes de partir del Mujib tomé una de las sartenes de hierro y grabé en el fondo: «le nétzaj netzajim»[162].
Después puse proa al sur.
Al navegar sobre la sima dejé caer la sartén. Y se hundió hacia la negrura.
Así rehogué, en parte, mi corazón…
Al atardecer alcancé la costa del Lisan. Hice entrega de la Sin nombre y regalé los equipos. Ya se me ocurriría algo con la compañía propietaria. El «Navstar» se quedó conmigo.
Tuve que caminar hasta la aldea de Mazra’a y allí, con paciencia y dinero, negocié mi traslado a la costa hebrea. Concretamente a En Gedi.
Me costó una fortuna.
Y esa misma noche, la Sin nombre me prestaba un nuevo servicio, aproximándome al sur del oasis. Al desembarcar, el beduino que la pilotaba se alejó, veloz.
Le tomé cariño a la lancha…
Al día siguiente, miércoles, 10 de octubre, tras telefonear a Marcos, retorné a la ciudad de Belén.
El guía bendecía y bendecía al buen Dios. Todos me creían muerto.
Durante 20 días no me moví de Belén.
La guerra continuó, según lo planeado en Rapto de Europa.
Dediqué tiempo y afán a escribir y a trabajar en el diseño de un segundo código, fundamental para mis propósitos.
Puse al día los diarios e hice algunos retoques.
El 22 de octubre, lunes, empezó a hablarse, en serio, de un alto el fuego. Los cañones, sin embargo, no fueron silenciados hasta el sábado, 27.
La maldita guerra tuvo una duración de 21 días.
En ella murieron 2378 soldados judíos. Los árabes nunca revelaron el número de bajas[163]. Entre sirios y egipcios se habló de 18.800 muertos.
El 11 de noviembre se firmó un acuerdo de paz, al fin.
Algunos se frotaron las manos…
Europa y Japón —como pretendía Rapto de Europa— se hundieron, económicamente. Los países árabes, productores de crudo, cerraron el grifo a Occidente, como represalia por la victoria de Israel.
Y los traficantes de armas y de vituallas (con el Kremlin y el Pentágono a la cabeza) se embolsaron del orden de 21 billones de dólares… ¡en 21 días!
El pueblo árabe y judío nunca supo…
Cuando los ánimos se tranquilizaron un poco llevé a cabo algunos viajes cortos por Israel y rematé la construcción del segundo código, también al más puro estilo «Eliseo[164]».
Después, según lo planeado, dividí los diarios en dos partes. Una regresaría a Estados Unidos con quien esto escribe. La segunda, y más voluminosa, se quedó en Israel.
El grueso del «tesoro» lo repartí en seis paquetes.
Cada uno fue protegido en una doble bolsa de plástico negro, refractario a la luz.
Los numeré y me entretuve en envolverlos en una gruesa tela de arpillera.
Los zurcí con sedal azul y los contemplé durante un tiempo.
¿«Quién sería el destinatario de aquella increíble y fascinante aventura con el Hombre-Dios»?
Lo dejé en manos del Destino. Él sabe…
Deposité los paquetes en la maleta marrón y cerré con llave.
A finales de noviembre (1973), faltando unas horas para el viaje a USA, entregué la maleta marrón, con los diarios, al guía Marcos.
Y comenté:
—Alguien pasará a buscarla… No sé quién, ni cuándo.
No preguntó. Se limitó a guardarla.
Yo sabía que estaba en las mejores manos.
Después, con lágrimas en los ojos, nos despedimos.
Tampoco he vuelto a verlo.
Al ultimar los diarios, en la casa de Marcos, escribí: «¿Qué me reserva el Destino? ¿Debo aceptar la oferta del general Haig? ¿Debo participar en “Rayo negro”?».
»Y lo más importante: intuyo el contenido del “DR” pero ardo en deseos de leer ese diario.
Sé que viviré lo no vivido»…
* * *
En Ab-ba, siendo las 12 horas
del 12 de julio de 2012
(según la iglesia católica, el día de Jasón).
Si desea ponerse en contacto con J. J. Benítez, puede hacerlo en el apartado de Correos n.º 141, Barbate, 11160, Cádiz (España) o bien en su página web oficial: «jjbenitez.com».