8 de septiembre

La ceremonia fúnebre por el general Curtiss fue breve y emotiva.

Lástima que el ataúd no contuviera sus restos…

Pero eso sólo lo sabían algunos de los jefazos del Pentágono —allí presentes— y quien esto escribe.

Haig estuvo en primera fila, naturalmente.

Esta vez sí hubo disparos de fusiles, y uniformes impecables y cargados de medallas, y caballos negros tirando del féretro, y banderas amarradas (por si las moscas).

Curtiss (?) fue sepultado a las 11 horas y 16 minutos.

Ese sábado, 8 de septiembre, casi todo estuvo en su lugar.

El día se presentó radiante, con una presión atmosférica impecable (1018,1 milibares) y la humedad justa (50 por ciento); ni más ni menos, como le gustaba al general. La visibilidad tiró la casa por la ventana (20,9 kilómetros) y el viento se puso de puntillas (11,7 kilómetros a la hora); pero no pasó de ahí. El sol, siguiendo el consejo de alguien, calentó los bosques del cementerio nacional de Arlington y lo hizo con una temperatura media exquisita: 23 grados Celsius. Los robles albar se pusieron firmes al paso del cortejo y los cedros del Líbano adelantaron el otoño, dejando caer hojas amarillas. Fue su forma de saludar al viejo soldado.

A los cerezos silvestres les tocó lo más difícil: simular que era primavera y vestir el bosque con flores blancas y perfumadas.

Sé que Curtiss lo agradeció, allá donde estuviera…

Estrella y sus hijos formaron una piña.

Domenico les seguía a corta distancia, pañuelo en mano, llorando desconsoladamente.

Los jefazos marchaban detrás, con los pensamientos en otra parte.

Haig hablaba por lo bajinis con otro general. Supongo que trataba de convencerlo de algo.

Yo elegí la distancia y repasé en la memoria las imágenes del C-141, destrozado y en llamas.

¡Malditos mentirosos!

Los disparos de otros fusiles recordaron que éramos el sepelio número trece.

¡Vaya!

En la tristeza cabe mucha gente…

No hubo discursos, a petición de la generala.

Y, poco a poco, una vez inhumado el féretro, los cagacirios fueron despidiéndose de Estrella y de la familia. Y los vehículos oficiales se alejaron. Pero el bosque no movió una hoja; sabía que lo más importante estaba por llegar.

Estrella permaneció frente a la tumba.

Los hijos y Domenico se dirigieron a los coches, aparcados cerca de los hermosos y perplejos sakuras, los cerezos llegados de Japón.

Allí esperaron a la madre.

Fue mi momento.

Caminé hacia la tumba y sorprendí a la generala en mitad de un llanto sereno y silencioso.

Apretaba un rosario entre los dedos.

No dije nada.

No era preciso.

Y deposité una rosa roja sobre la lápida blanca.

Después retrocedí y me situé a la altura de la mujer.

Ella, entonces, sin mediar palabra, se alzó sobre las puntas de los pies y me besó en la mejilla izquierda.

Creo que respondí con una sonrisa, pero no estoy seguro.

Y allí permanecimos un rato, con los ojos y los corazones fijos en el nombre grabado en la piedra: Curtiss.

De regreso, hacia los automóviles, Estrella me retuvo unos instantes.

Estábamos lejos. No podían oírnos.

Los verdes y los amarillos de los árboles se asomaron, curiosos.

—Necesito verte…

—Claro —repliqué, deseoso de satisfacerla en todo.

Me miró con intensidad y sentí que me ahogaba en el azul de sus ojos. No tuve duda. Tenía que ser un azul robado: era demasiado celeste…

Estaba hermosa. La tragedia hace bellas y deseables a las mujeres. Nunca he sabido por qué.

—Tengo que verte…, a solas.

Observó el grupo de familiares y lo hizo, creo, con desconfianza.

E insistió:

—Es importante que nos veamos…

—Hoy estoy en Washington. Regresaré el domingo…

Y añadí:

—Podemos vernos donde quieras…

El azul se iluminó, hasta casi transparentar.

Pero rechazó la oferta:

—No, aquí no.

No terminaba de comprender.

En realidad nunca he entendido a las mujeres; ni falta que hace, añado.

Noté cómo temblaba.

Aquella confesión había sido costosa para ella. Pero ¿por qué? ¿Qué buscaba? ¿Qué pretendía?

Le ofrecí mi brazo y se aferró a él con fuerza.

Y lo hizo con las dos manos.

Caminamos despacio y en silencio.

En un momento determinado, ella suspiró.

Se detuvo de nuevo y comentó en voz baja, como si temiera que pudieran oírla:

—El martes, once, sería un buen día…

Se tranquilizó, en parte, y prosiguió:

—¿Conoces el hotel Florencia, en San Francisco?

Asentí y gasté una broma sobre los cócteles del bar Norcini, en la planta baja de dicho hotel. Yo lo frecuentaba con otros pilotos.

Pues bien, allí quedamos: a las 14 horas.

Curtiss sonrió desde los cielos.

Era la primera vez (y la última) que un soldado le regalaba una rosa roja…

* * *

Regresé a Edwards en la tarde del domingo, 9 de septiembre.

Lo hice en la compañía del desconsolado Domenico.

Se pasó medio viaje interrogándome.

Quería saber hasta el más pequeño detalle sobre la entrevista con Haig.

No solté prenda.

Y me parapeté, como pude, tras el «accidente» del C-141.

—Haig —mentí— desea información de primera mano sobre lo ocurrido.

Domenico era largo y especialmente sensible. No me creyó. Y soltó a quemarropa:

—Tú tampoco crees la versión oficial, ¿no es cierto?

Miré hacia otro lado.

No deseaba entrar en un territorio tan pantanoso.

Necesitaba pruebas. Tenía que analizar las barras del supuesto titanio.

En la base todo eran rumores y apuestas.

Oí diez nombres para el puesto vacante. El de Haig sonaba con fuerza…

Guardé silencio sobre lo que sabía.

El trabajo en la zona restringida se hallaba casi paralizado. Todo el mundo esperaba al «nuevo».

Se percibía una calma tensa.

Joco me puso al día: Haig era su favorito para la jefatura del proyecto Swivel. En cuanto a la cercana guerra entre árabes y judíos, el japonés definió la situación con una expresión muy del estilo de Curtiss: «marranada de marranallos».

Después entró en detalles[135].

Al día siguiente, lunes, hice oídos sordos a las recomendaciones de Domenico para que olvidara la zona restringida.

Me atrincheré en el «avispero» y puse en marcha un par de asuntos…, prioritarios.

La noche anterior, adelantándome a los acontecimientos, pedí prestado a Domenico su «Renegade II», el maravilloso jeep que sufría de estrabismo. No tuvo reparo en proporcionármelo, siempre y cuando supiera cuidar de la tapicería de piel de cebra. Se lo juré por la Callas.

Y al alba, según mi costumbre, procedí al primero de los objetivos.

Siguiendo las recomendaciones del desaparecido general introduje en los diarios algunas breves alusiones a la muerte de Eliseo.

Sospechaba que el ingeniero estaba vivo, pero consideré que dichos comentarios podían evitar males mayores.

Estoy seguro que, llegado el momento, el hipotético lector de estas memorias terminará entendiéndolo.

No haré más reflexiones al respecto. Todo llegará…

El segundo trabajo, en aquella mañana del lunes, 10 de septiembre (1973), fue la activación del ordenador.

Instantes más tarde se presentaba ante este pecador una nueva copia —en papel— de los diarios.

Estimé que era el momento idóneo para imprimirlos y para sacarlos de la base. El ambiente se hallaba tan enrarecido en Edwards que quizá pudiera pasar los folios sin dificultad ante la PM.

Algo se me ocurriría.

Me precipité, claro…

Y la segunda copia del «tesoro» fue guardada en el «avispero».

Sólo yo tenía acceso al mismo.

No tenía por qué haber problemas.

Lo sacaría de la Fog, y de la base, a mi regreso de la ciudad de Francisco[136].

Y a las doce, según lo planeado, abandoné Edwards, rumbo a Inyokern, en el noreste; a cosa de dos horas de la base.

Allí se levantaba la Estación Naval de Pruebas de Artillería.

Allí tenía un excelente contacto.

Puse en sus manos una de las barras metálicas, obtenidas en España, y solicité que llevara a cabo una exhaustiva investigación de los componentes.

El análisis era confidencial.

Accedió, encantada.

No preguntó.

Al fin llegaba un poco de emoción a su vida…

Prometió informarme a la mayor brevedad posible.

Y a las 17 horas busqué la carretera estatal 178, y me dirigí a la ciudad de Francisco.

Me sentía inquieto.

La cita con Estrella me tenía perplejo.

No lograba interpretar sus palabras. No sabía qué deseaba, exactamente.

Llegué al hotel Florencia bien entrada la noche.

Era un lugar discreto, con viejas maderas, viejos elevadores, viejos camareros, viejas pinturas, al estilo renacentista, viejas aspiraciones, y una cocina italiana de primera.

Se hallaba cerca del centro y de la Union Square.

Descansé medianamente bien.

La imagen de la generala, hundida y arrasada por el llanto, aparecía a cada instante en la memoria.

Sentía un profundo aprecio por aquella bella e inteligente mujer.

Pero —me preguntaba una y otra vez— qué deseaba de mí.

Pensé, incluso, algo absurdo: ¿se había enamorado de quien esto escribe?

Con las mujeres (y con los hombres) nunca se sabe…

Podía tratarse de otro asunto.

Pero ¿cuál?

Que yo supiera, Estrella no participaba en los «negocios» de Curtiss. Como dije, era más inteligente que su marido.

Hice cábalas y cábalas, pero no llegué a ninguna parte.

Estaba en blanco.

De algo sí estuve seguro: la cita no era gratuita, ni tampoco un capricho femenino.

Tenía que saber esperar. No quedaba otra…

Paseé por Francisco y a las 13 horas me encontraba sentado en el hall, temblando como un adolescente ante su primera cita.

Y la imagen de Ruth, la pelirroja, se sentó a mi lado.

Querida Ma’ch…

¡Cómo la echaba de menos!

* * *

Estrella se presentó media hora antes de lo acordado.

Vestía de negro y de azul.

No llegó sola.

A su lado aparecía uno de los hijos; el que había protestado por el asunto del cadáver.

El joven cargaba una maleta de cuero, en color sangre.

Quedé confuso y, por qué ocultarlo, también contrariado.

La generala, nerviosa, miraba a su alrededor continuamente.

Y terminó preguntando:

—¿Te han seguido?

—¿Seguido?

Asintió con la cabeza y continuó inspeccionando a los que entraban y salían.

—¿Qué pasa? ¿Por qué tenían que seguirme?

No aclaró las preguntas y se dirigió al bar.

La seguimos.

Nos sentamos en un rincón apartado del Norcini y solicité dos cócteles. El hijo no quiso nada.

Lo noté serio.

Le sudaban las manos.

De vez en cuando me miraba, inquieto.

Fueron minutos de tenso silencio; una situación embarazosa.

Nadie habló.

Ella me contemplaba, ansiosa. Después desviaba la mirada azul hacia las sombras del bar.

Parecía buscar a alguien.

Y llegaron los salvadores cócteles…

Estrella eligió un «mango amarillo», a base de vodka, zumo de naranja y almíbar.

Yo me incliné por un «washington», con mucho güisqui («Cuervo real»), licor ácido de manzana y arándanos.

Delicioso.

Y, sin saber qué decir, levanté la copa y propuse un brindis:

—¡Por el general, allá donde esté!

Estuve y no estuve afortunado.

Lo supe algún tiempo después…

Estrella palideció.

Noté cómo se enturbiaba el azul de la mirada, pero no comprendí.

Lo sé: soy muy torpe…

La mujer reaccionó y terminó sumándose al brindis:

—¡Por Curtiss…!

Dudó un par de segundos y concluyó:

—¡Allá donde esté!

Nunca olvidaré aquel brindis…

—Y bien —le animé—, ¿qué es eso tan importante que tienes que comunicarme?

Negó con la cabeza y bebió un segundo sorbo.

Acto seguido, más animada, repuso:

—Yo no he dicho que tuviera que comunicarte nada…

La miré, perplejo.

Cada vez entendía menos.

Señaló la maleta roja que miraba entre las sillas y después indicó el bolso negro y perlado que sostenía sobre las rodillas.

Seguí sin entender.

Y volvió a preguntar:

—¿Estás seguro?

—¿De qué?

—De que nadie te ha seguido…

—Francamente, no lo sé.

Y la abordé, sin miramientos:

—No comprendo. ¿Qué es lo que te preocupa?

No escuchó.

—Entonces han podido seguirte…

—Sí, es posible, pero…

—Estamos corriendo un gran riesgo.

Fue en esos instantes cuando empecé a preguntarme: ¿«La ha trastornado la desaparición del marido»?

Y volví a la carga:

—¿Qué sucede? ¿A qué tienes miedo?

—A eso —volvió a señalar la pacífica maleta— y a esto…

Indicó el bolso con el dedo índice derecho.

Después paseó la vista por el lugar, inquietísima. El bello celeste de los ojos quería huir.

Y estallé:

—¡Por Dios…, acaba de una vez!

Y, misteriosa, se aproximó a mi oído izquierdo.

Percibí un intenso aroma a romero.

Y susurró:

—Antes de partir hacia Jordania, el general me hizo prometer algo…

Asentí, desorientado.

—Y tuve que jurar que lo cumpliría. Lo hice sobre el rosario de plata. ¿Lo recuerdas?

Lo recordaba muy bien.

Y esperé, impaciente.

—Pues bien, si le sucedía algo…

Dudó, pero logró remontar los recuerdos.

—Si le ocurría algo irreparable —repitió—, yo debería entregarte esta maldita maleta…

Nueva pausa.

A Estrella le costaba hablar.

Intenté ayudarla:

—¿Qué contiene?

—No lo sé y no quiero saberlo…

Miré la maleta y la pobre se ruborizó.

Comprendí: Estrella mentía.

Ella, la maleta, no tenía culpa de nada.

No fui capaz de adivinar el contenido.

Entonces descubrí que alguien la había amordazado con un candado reluciente. Era de plata. Ese «alguien» sólo podía ser Curtiss…

—A partir de ahora es tuya…

La mujer hizo un gesto y el hijo, atento y ceremonioso, se puso en pie, entregándome la maleta y una llave diminuta.

Estrella se alzó también y comentó, aliviada:

—He cumplido mi parte.

Me besó en la mejilla y el hijo estrechó mi mano con fuerza. Tenía la mirada extraviada.

Intuí algo.

¿Qué demonios estaba pasando?

La generala se alejó unos pasos y, de pronto, se detuvo. Regresó hasta mí y exclamó:

—Disculpa… Casi lo olvido.

Abrió el bolso, extrajo un pequeño envoltorio, y lo puso en mis manos.

—Esto es también para ti…

Esbozó una perezosa sonrisa y concluyó:

—De parte del general…

Traté de invitarlos a comer.

El «Kuleto», en el hotel, era un restaurante apacible y de calidad.

No aceptó.

Era obvio que tenía prisa y muchos nervios.

Y los vi alejarse, presurosos, por la calle O’Farrell.

Yo también miré a mi alrededor, preocupado.

¿Me seguían o era una paranoia de la generala?

Estrella —lo he dicho— era una mujer equilibrada e inteligente. Nunca hablaba por hablar…

* * *

Ni comí.

Me encerré en la habitación y deposité la tímida maleta sobre la cama.

Pesaba lo suyo.

¿Qué demonios contenía?

Curtiss era capaz de cualquier cosa…

¿Por qué dio la orden de que me fuera entregada si él moría?

Y, sobre todo, ¿qué tenía yo que ver en aquel embrollo?

El pequeño paquete tampoco me dijo nada.

A simple vista no parecía gran cosa.

Se hallaba envuelto, cuidadosamente, en papel de periódico.

Retiré el envoltorio y descubrí una cajita de cartón, amarilla y huérfana. Pesaba poco.

Y me distraje.

Como suele ocurrir con frecuencia, en un primer instante presté más atención al continente que al contenido.

Desplegué las hojas de periódico y verifiqué que se trataba del Guardian, uno de los rotativos de la ciudad de Francisco.

Correspondía al diario del 11 de agosto último.

Ese sábado, si no recordaba mal, quien esto escribe se encontraba en la casa de campo del general.

Me asombró que Curtiss comprara un periódico de izquierdas. Su anticomunismo era rabioso.

Buena parte de una de las páginas del Bay Guardian, como se le conocía también en la región, se hallaba dedicada a la convulsa situación de Chile[137].

En la parte inferior del tabloide me llamó la atención un pequeño anuncio.

Alguien lo había remarcado en rojo, a mano.

El texto impreso decía: «Enviado el paquete».

Me extrañó, como digo, pero ahí quedó la cosa.

Y me dispuse a abrir la cajita.

Aparentemente servía para guardar pañuelos.

Podía tener 16 por 16 centímetros.

Pero me detuve.

Quise adivinar el contenido.

¿Eran documentos secretos? ¿Dinero? ¿Una carta de Curtiss, reconociendo su culpabilidad en Caballo de Troya?

¡Qué ridiculez!

Curtiss nunca se arrepentía de nada…

No se me ocurrió nada más.

Y permanecí unos segundos a cierta distancia de la cajita amarilla.

El instinto me previno.

Allí se escondía algo poco o nada agradable…

¿La abría o la olvidaba?

No podía olvidarla.

Y opté por lo más insensato.

Al abrirla encontré una bolsa de plástico negro, perfectamente sellada.

Volví a echarme atrás.

Aquello no me gustó.

El instinto nunca se equivoca…

Pero la curiosidad me venció y rasgué la bolsa.

¡Vaya!

Genio y figura hasta la sepultura…

Allí apareció el célebre rosario de plata y una cinta magnetofónica.

El crucificado me hizo un guiño, como en los viejos tiempos.

Y escuché una voz en mi mente: «Confía».

Con el rosario, y la cinta, Curtiss había adjuntado una nota. Reconocí la letra amontonada del general. Y leí: «18,5 minutos de grabación. Machaca a esos tragasables».

Permanecí perplejo.

No entendía.

¿Quiénes eran los «tragasables»?

¿Por qué tenía que machacarlos?

Pensé en los cagacirios del Pentágono, pero no estuve seguro…

No era difícil imaginar que la cinta contenía algo explosivo. Pero ¿qué?

Y a mi mente llegó una idea tenebrosa.

La eché a patadas.

Curtiss era sorprendente, pero no hasta esos extremos. ¿O sí?

Y la idea regresó y regresó.

¡«Watergate»!

Finalmente logré arrojarla lejos.

Bastante tenía con lo que tenía…

Guardé el rosario y la cinta e intenté distraerme con lo que parecía más importante: la maleta color sangre.

Esta vez no traté de adivinar el contenido.

Me fui derecho al candado de plata y, dócil y bello, dejó que hiciera. Ni siquiera gimió.

Al abrirla quedé sin aliento.

¡No era posible!

¡Qué razón tenía el Maestro! ¡Nunca hagas planes más allá de tu sombra!

Los acaricié.

¡Dios bendito!

¡Qué gran detalle por parte del general!

Era lo último en lo que hubiera pensado.

Pero ¿por qué lo hizo?

Tenía que pensar. Tenía que pensar. Tenía que pensar.

Los hojeé, nervioso.

No faltaba ninguno.

¡Era la copia de los diarios! ¡La que logramos sacar del «avispero» en la tarde-noche del 1 de agosto, en las cajas de melocotones, y gracias a la «brillante operación militar» que dirigió Curtiss en persona!

El general los había encuadernado en una sugerente piel azul.

En letras doradas leí un título que me sonó muchísimo: «Caballo de Troya».

¡El «tesoro» había vuelto a mí y de la forma más insospechada!

Y brindé por Curtiss, mentalmente, allá donde estuviera.

Me había ahorrado un problema…

Fui a sentarme junto a los folios y me pregunté: «Y ahora qué».

¡Vaya y revaya!

Ahora disponía de dos copias…

Tenía que pensar, sí.

Y fue en esos instantes cuando apareció él, con los ojos inyectados en sangre.

No sé explicar cómo llegó, pero allí estaba, en mitad de la habitación.

Era el miedo…

Lo miré de arriba abajo.

El miedo no tiene rostro.

No se movió. Sabía que, tarde o temprano, me devoraría.

Pensé que fue el olor a «Watergate» lo que lo atrajo.

Si Nixon fue capaz de dar su bendición a Rapto de Europa —que desembocaría en la cuarta guerra árabe-israelí y colocaría al mundo al borde de la tercera guerra mundial—, ¿por qué me extrañaba que hubiera anulado a Curtiss?

Nixon era capaz de eso, y de mucho más, con tal de mantenerse en lo alto.

Por eso se presentó el miedo…

Si la cinta de 18,5 minutos de duración contenía lo que imaginaba (las pruebas del respaldo de la Casa Blanca en el espionaje al partido demócrata), el «regalo» de Curtiss era pura dinamita.

Yo podía correr la misma suerte que el general y los cinco directores muertos…

Y el miedo avanzó un paso y me señaló.

Tampoco debía olvidar la copia de los diarios; otro secreto que yo trataba de difundir.

Si Kissinger o el Pentágono me descubrían era hombre muerto.

Estaba jugando con fuego.

Y recordé la segunda copia, oculta en el «avispero», y los anónimos, y los temores de Estrella…

¡Me despedazarían!

El miedo, entonces, dio otro paso.

No pensé con la cabeza.

¡Tenía que ocultar la cinta y las copias y huir!

¡No, era mejor destruirlo todo!

Y escuché una voz en mi interior. Susurraba: «¿Cómo puede ser eso? El mundo tiene derecho a saber»…

Me negué a oír.

No hubo tiempo para más.

El miedo se lanzó sobre mí e intentó estrangularme.

Grité que lo destruiría todo.

El miedo no oye. Y continuó ahogándome.

Finalmente escapé, como pude, reuní mis cosas precipitadamente, aboné la cuenta del hotel, y salté sobre el «Renegade».

Después volamos hacia el sur.

El miedo corría cerca del jeep.

Aceleré.

Fue así como huí —literalmente— de la ciudad de Francisco.

No estoy seguro de quién manejó durante la primera hora.

Pocas veces he sentido tanto pánico como en aquella oportunidad…

Sólo intentaba escapar de mí mismo.

En definitiva, eso es el miedo…

Uno no sabe que está «habitado» por un Dios y, en consecuencia, siente miedo.

Y, como digo, volamos.

No sabía dónde iba, pero eso tampoco importaba.

De vez en cuando miraba por el retrovisor y veía al miedo a corta distancia. Corría veloz.

Hasta que, en una de ésas, al consultar el espejo principal, la vi.

¡Oh!

Se hallaba sentada en el asiento de atrás.

El aire de la costa enredaba los cabellos negros.

Ella dejaba hacer.

Me observó, divertida.

¡Era la bella!

Se inclinó hacia quien esto escribe y acarició mis cabellos.

Sentí un escalofrío.

Era la primera vez que la intuición me tocaba.

Entonces susurró al oído: «No destruyas nada»…

Y se hizo el silencio en la imaginación.

Cuando miré de nuevo ya no estaba.

¿Cómo lo hacía?

Mano de santo.

Levanté el pie del acelerador y me vi inundado por una benéfica paz.

El miedo se había sentado al pie de la carretera. Parecía derrotado.

Supuse que buscaría otra presa.

Continué por la ruta federal 101 e intenté averiguar qué había sucedido.

Al dejar atrás la población de Salinas me detuve.

Y caminé un rato por la bahía de Monterrey.

Me había dejado intimidar por una perturbación, impropia de alguien que se sabía habitado por el Padre Azul.

No volvería a suceder…

Algunas olas me salieron al paso y cabecearon, dándome la razón.

Si descubres que estás «habitado», sólo tú te harás sombra.

Me senté cerca de la mar y tomé una seria, muy seria, decisión: los diarios eran prioritarios; Él era prioritario; su mensaje era prioritario…

No había llegado hasta allí para dejarme avasallar por una criatura prehistórica, como el miedo.

Y alguien, más que familiar, se puso de puntillas en mi interior y exclamó: ¡«Confía»!

Allí mismo, asomado al roquedo, vivía un pequeño restaurante de carretera.

Lo visité. Comí algo y dibujé sobre el mantel de papel blanco.

La bella tenía razón: no debía destruir nada. De eso ya se ocupan el miedo y el tiempo…

Pensé y pensé.

Y la noche se asomó, curiosa, al mantel.

Bauticé el plan: «Bella 1».

Primero regresaría a la base y escondería la cinta y la maleta.

Después, quizá el viernes, 14, me ocuparía de…

Pero debo ir paso a paso.

Y esa noche del martes, 11 de septiembre (1973), ingresé en el pabellón de oficiales de Edwards cuando todo el mundo dormía.

Y me dispuse a descansar.

«Bástele a cada día su afán», repetía el Galileo.

¡Cómo lo añoraba!

¿En verdad no volvería a verle?

La jornada fue intensa e imborrable.

* * *

Al día siguiente, miércoles, al devolver el «Renegade», Domenico me dio la noticia:

—Los cadáveres del C-141 están siendo repatriados.

Sinceramente, me traía sin cuidado.

El mayor captó mi indiferencia y añadió:

—Uno de esos cuerpos es el de Eliseo…

—¿Eliseo?

Asintió y me mostró la comunicación —confidencial—, procedente del Pentágono.

Leí, incrédulo.

¡Había sido inhumado en Arlington en la mañana del 11 de septiembre!

Domenico redondeó:

—Acudió la familia…

Y me reprochó:

—Deberías haber estado presente.

No repliqué.

Aquellos buitres eran capaces de todo.

Yo sabía que el féretro depositado en el tetramotor que se estrelló cerca de Torrejón quedó desintegrado en el impacto. E imaginé lo que habían enterrado en Arlington.

¡Malditos bastardos!

Y me felicité por las rectificaciones efectuadas en los diarios sobre la muerte del ingeniero.

Curtiss tenía razón, una vez más.

Domenico trató de sacar agua de mis pensamientos, pero no lo consiguió.

Debía seguir alerta…

Esa misma tarde recibí noticias de mi contacto en Inyokern.

Hablamos en clave, tal y como establecimos:

—Afirmativo, mayor —anunció la científica—. El pan (la barra de metal) contiene veneno (titanio)…

—¿Estás segura?

—Lo he horneado tres veces.

—¿Es sabroso?

—Mucho…

—¿Y el veneno?

—A un 92 por ciento. El resto es acero…

—¿Cómo es que el pan contiene acero?

—Ya ves, amigo… No puedes fiarte de nadie…

—¿Qué clase de acero?

—Serie «4140».

—Comprendo.

La barra de metal, en definitiva, como sospechaba, era titanio de gran pureza, con un pellizco de acero.

No había duda: aquello formaba parte de la cabeza de guerra de un misil, y adulterado.

El C-141 fue derribado por una «caza», presumiblemente norteamericano.

Quedé en recoger los análisis en cuanto fuera posible:

—Te debo una, querida.

—Eso espero…

Y me dediqué, en cuerpo y alma, a lo establecido: «Bella 1».

* * *

El golpe de estado en Chile y el continuo empeoramiento de la situación en Oriente Medio agitó los ánimos en la zona restringida de Edwards. La confusión y la ansiedad se hicieron insoportables.

La guerra estaba al caer.

Todo el mundo sabía que Nixon y Kissinger se hallaban detrás, avivando el fuego.

Fueron momentos difíciles para quien esto escribe.

¿Me había descuidado?

Quizá la guerra entre árabes y judíos no estallase el 6 de octubre, sino antes.

Confié en el código y en Curtiss.

Seguiría lo trazado.

Joco estaba indignado.

¿Es que nadie lo veía? ¿Nadie se daba cuenta de las maniobras de la CIA para derrocar a Allende, el presidente constitucional de Chile? Los rumores se atropellaban unos a otros. «Allende —decían— ha sido suicidado[138]».

Aquella agitación me favoreció.

El jueves, 13, sin embargo, caí de nuevo en el desaliento.

Trece aviones «Mig-21», sirios, fueron derribados por la Fuerza Aérea Israelí.

En la base de Edwards se habló de provocación orquestada por Kissinger y los judíos.

Estuve a punto de hacer las maletas y volar a Israel.

Algo me contuvo.

Después de la guerra lo supe: el derribo de los aviones sirios fue otra maniobra de los árabes tras la cumbre celebrada en El Cairo entre Egipto, Siria y Jordania. Uno y otro bando (rusos y norteamericanos) se empeñaron en sendas campañas de provocación, bien contra Israel, bien contra el mundo árabe. Todo valía.

Y la dramática situación, como digo, me favoreció.

Era el momento idóneo para intentar sacar la segunda copia de los diarios del «avispero» y de la base.

Y activé el plan «Bella 1».

Pero antes indagué en el DRYDEN (Centro de Investigación de Vuelos de NASA) y conseguí que me prestaran un equipo de lo último en sistemas de localización por satélite.

Lo llamaban «Navstar Global Positioning».

Se trataba de un aparato de reducidas dimensiones, que trabajaba con los satélites, y que podría ayudarme en la fijación de las coordenadas del código con una precisión de 100 metros[139].

Por supuesto, seguía pensando que Eliseo, mi compañero, continuaba con vida.

¿Dónde se hallaba?

Ése era el misterio…

Parlamenté con Joco y me arriesgué a pedirle tres favores.

Aceptó sin saber.

Siempre estaré en deuda con él.

Primer favor: debería acudir a las 13 horas del viernes, 14, a la puerta del «avispero» y ayudarme a cargar «algo» en su viejo y pintarrajeado «Cowboy» del 71.

Hecho.

Segundo favor: esa mañana (si teníamos suerte) tendría que trasladarme a la ciudad de Francisco, y en el mismo vehículo.

Sonrió y aceptó.

—Al fin algo de emoción… —exclamó.

Tercer favor: ¿podía prestarme su cabaña, en Hawai, durante unos días?

Hecho.

Tampoco preguntó.

Y el viernes, 14 de septiembre, a la hora pactada, vi llegar a Joco, al volante del «Cowboy». Los Beatles pintados en el chasis sonrieron. Fue una buena señal.

El japonés aparcó frente al «avispero» y se puso a mi disposición.

No sé cómo logró entrar en la zona restringida, ni pregunté.

Walter y la escolta ayudaron a cargar las bolsas de plástico negro que tenía preparadas (supuestamente basura) e hicieron risas a cuenta de los Beatles.

El «negocio» resultó más simple de lo que había supuesto.

Sacar las bolsas de «basura» en la parte de atrás del «Cowboy», en pleno viernes, cuando media población de la Fog se atascaba en la barrera de control, fue un acierto pleno.

La PM también estaba deseando colgar los uniformes…

Vieron a Joco y su inconfundible y simpático «Cowboy» y ni miraron.

Aquellas palabras —«¡Siga, siga…!»— sonaron a gloria.

Así escapamos de Edwards (los diarios y quien esto escribe).

Joco nunca supo.

El resto del viaje fue inolvidable.

Joco era un fanático de los Beatles, naturalmente, y oímos todo el repertorio, incluidas adaptaciones y orquestaciones de Mauriat y de Caravelli.

El japonés cantó. Sobre todo, Across the universe, Something y Norwegian wood.

Yo hice otro tanto y canté, a gritos, mi favorita: Michelle.

Después entoné Yesterday.

Discutimos sobre las letras.

Yo aseguré que eran mediocres.

Joco frenó en seco y me fulminó con la mirada.

Aclaré:

—Letras mediocres y música caída del cielo.

El japonés me perdonó y continué cantando:

«¿Por qué tuvo que irse ella…? No lo sé… No me lo quiso decir… Y dije algo que no debía… Ahora anhelo el ayer… Ayer».

Por el camino compré dos maletas: una de color marrón oscuro y otra en un naranja rabioso.

Era parte del plan…

* * *

Invité a Joco al hotel Florencia. Qué menos…

El japonés dedicó el fin de semana a sus amigos y parientes.

Yo aproveché el sábado y el domingo para peinar Francisco y buscar un apartamento pequeño, céntrico y discreto.

Después de meditarlo me decidí por Chinatown, el barrio chino de la ciudad de Francisco.

Se hallaba a 800 metros del hotel.

«Perfecto», me dije.

Y miré y remiré.

Había infinidad de ofertas.

Finalmente elegí un cuchitril en la calle Stockton, poco frecuentada por los turistas.

El barrio era apacible, con un mercado de pescado y decenas de callejones pestilentes.

Era lo que necesitaba.

Me recordó Hong Kong.

Alquilé dos habitaciones con derecho a baño comunitario.

El exterminio de las chinches y de las cucarachas corría por cuenta del arrendatario.

No me quejé.

Lo estimé apropiado para mis propósitos.

La patrona, una vieja cantonesa, me cobró por adelantado: 120 dólares al mes. Pagué tres meses.

Y «Bella 1» siguió adelante.

Continué atento a las noticias que llegaban de Oriente Medio.

Me pusieron los pelos de punta.

La Interpol pasó aviso a todas las policías del mundo: «un grupo de terroristas árabes había partido del Líbano con la intención de atentar en la celebración del año judío».

Los periódicos de Washington hacían mención de un informe confidencial en el que se revelaba que Libia había comprado a Francia un sistema de misiles antiaéreos, de gran movilidad, destinado a la defensa del país ante un posible ataque judío. Los misiles fueron ubicados en las proximidades de las bases militares libias. Eran del tipo «Crotale», superiores al «Sam-D».

Pero lo que me alarmó y me puso en guardia fue una noticia procedente de El Cairo: «Israel —decía la agencia— está concentrando tropas y carros blindados a lo largo de sus fronteras con Siria, a raíz del combate aéreo del pasado jueves, 13 de septiembre, sobre el Mediterráneo. En dicho enfrentamiento entre aviones sirios y judíos, 13 “Mig” sirios fueron derribados».

La guerra parecía inminente.

Tenía que actuar con rapidez y destreza.

Faltaban 19 días para el 6 de octubre y aún me quedaba trabajo en mi país…

Joco regresó a Edwards en la tarde del domingo, 16 de septiembre.

Le vi feliz e intrigado.

Al entregarme las llaves de su cabaña, en Hawai, manifestó:

—No soy cristiano… Algún día deberías hablarme de Él. Me lo debes.

Se lo prometí.

Nos abrazamos.

Tardaría mucho en volver a verlo.

Él sabía que no me proponía descansar en Hawai…

Y el lunes, 17, acudí al banco y retiré parte de mis ahorros.

Después busqué un lugar en el que poder anillar los folios que había sacado del «avispero». Uno de los mozos del hotel me ayudó a cargar las bolsas negras en un taxi. E introduje en el vehículo la maleta marrón, recién comprada.

Un par de horas después, hacia el mediodía, todo estaba listo.

Regresé al Florencia.

Deposité la maleta marrón, con los diarios anillados, bajo la cama y repasé el plan.

Eché mano de la maleta naranja y la llené con todo lo que se cruzó en mi camino, incluidas dos macetas. Lo sentí por las violetas…

Y a eso de las 15 horas —maleta en mano— me encaminé hacia la puerta del Dragón, el arco de entrada a Chinatown. La avenida de Grant se hallaba muy concurrida.

Aquel anciano, arrastrando una llamativa maleta naranja, era el foco de atención de los transeúntes.

De eso se trataba…

De vez en cuando me detenía y hacía como que descansaba.

Si alguien me seguía lo tenía sumamente fácil.

Como digo, eso pretendía: que el supuesto vigilante conociera mi destino.

Hubo caminantes que se brindaron a ayudarme. Lo agradecí, pero no.

Era preciso que continuara a pie y que me hiciera notar.

Me detuve seis o siete veces en el barrio chino.

Hice como que contemplaba escaparates.

Di un par de vueltas por la plaza de Portsmouth, tomé sake y contemplé una partida de ajedrez chino.

No fui capaz de averiguar si me seguían.

Una vez en el cuchitril deposité la maleta en el piso, tras la puerta de entrada, y en una posición determinada, formando un ángulo de 45 grados con una de las paredes.

Si alguien entraba en el apartamento, en mi ausencia, la maleta resultaría derribada o desplazada.

Si el intruso volvía a colocarla en su lugar, lo más probable es que no acertara con el ángulo original.

Eso demostraría que me estaban siguiendo.

Después de lo descubierto con el C-141 tenía que ser especialmente precavido.

Así terminó aquella jornada.

Regresé al hotel y me instalé, cómodamente, en el bar Norcini.

Repasé el «Bella 1».

Todo iba saliendo según lo dibujado.

Tomé un delicioso cóctel: un «ruso» (a base de vainilla, kahlúa y vodka).

Esa noche dormí como un bebé.

En mi mente bullían otras ideas. Pero era pronto para activar la segunda fase de «Bella 1».

Tenía que ser paciente y despierto al mismo tiempo.

Lo más importante, por supuesto, era la cita con el mar de la Sal.

Pero todo tenía su momento…

Y el martes, 18, tomaba tierra en Hilo, la capital de la isla de Hawai.

¿Por qué estaba allí?

Supuestamente para tomar una importante decisión.

Necesitaba calma.

Mi equipaje lo formaban dos maletas y una bolsa.

Una de las maletas —color sangre— contenía los diarios encuadernados en azul, y entregados por Estrella, a petición de su marido.

La otra —marrón oscuro— guardaba la segunda copia, anillada en Francisco.

Y me dispuse para la nueva y, aparentemente, apacible aventura.

El Destino —lo sé— sonrió burlón…

* * *

Joco, prudentemente, me hizo un pequeño y rústico plano.

Llegar a su cabaña era fácil, pero no tanto…

¿He dicho cabaña?

Contraté los servicios de un taxi e hice acopio de víveres. No sabía cuánto tiempo me quedaría en la isla.

Después buscamos un negocio en el que vendieran máquinas de escribir.

Pretendía poner al día los diarios.

No había mucho donde elegir.

Terminé comprando una anciana Underwood (posiblemente del Paleolítico) de carro ancho y teclado español. Tenía 40 años, como poco, pero reía cada vez que la pulsaba.

Me hice con papel; mucho papel…

Acto seguido nos dirigimos al extremo norte de la isla.

Allí se levantaba un hotel de lujo, construido por el mismísimo Rockefeller en 1965.

Lo llamaban Mauna Kea Beach.

Era una de las referencias en el mapa de Joco.

Fin del viaje en automóvil.

Allí tenía que contratar los servicios de alguien que conociera el camino.

No fue difícil.

Dos mozos se pelearon por llevar los bultos.

Tuve que poner orden.

Tomaron el camino de la playa y me guiaron a la cabaña.

El hotel se hallaba a 800 metros del hogar de Joco. Era cuestión de bajar a la arena y seguir hacia el sur. No tenía pérdida.

La broma me costó 100 dólares…

Al pisar la arena blanca, el océano Pacífico, desconfiado, se montó en las olas e intentó averiguar quién era el nuevo inquilino.

No lo consiguió.

Las olas eran ridículamente pequeñas y morían antes de nacer.

Se quedó con las ganas.

¿Por qué me cae tan mal el Pacífico?

La cabaña (?) de Joco se alzaba en la costa oeste de Hawai, a cierta distancia de Kalaoa, una población de pescadores y cultivadores de caña de azúcar.

Era pura madera de acacia, embreada de forma desigual, y con un solo lujo: un porche enamorado de las puestas de sol.

Los días claros —si uno miraba hacia el este— se distinguía la silueta verdinegra del Mauna Kea, un volcán apagado de 4208 metros de altitud, visitado con frecuencia por una familia de nubes blancas, achaparradas y de origen poco recomendable (posiblemente nacidas en el odiado Pacífico).

El resto era selva de colores y ríos de lava negra que buscaban la mar inútilmente.

Vi relámpagos azules, rojos, amarillos y verdes.

Eran papagayos.

Al pie de la cabaña se estiraba —indolente y femenina— una playa de 1200 metros. Vestía una arena blanca, harinosa y perfumada de algas, que moría en el hotel de Rockefeller.

Y a las 17 horas —al fin— tomé posesión de la cabaña de marras.

¡Maldito bribón!

El japonés no me advirtió…

La cabaña consistía en una sola habitación, sin luz y sin agua, y sostenida, malamente, sobre maderos carcomidos.

En lo alto bostezaba un ventilador de madera, obviamente inservible.

¿Y qué decir de las paredes?

Quedé atónito.

Las inspeccioné, incrédulo.

A Joco se le había ido la olla…

Yo sabía que adoraba a los Beatles, pero no tanto…

Conté 240 fotografías en blanco y negro.

¡Todas de los Beatles!

Desde los comienzos, en 1960, hasta 1972.

Los Beatles cantando. Los Beatles comiendo. Los Beatles huyendo. Los Beatles contemplando coches en miniatura. Los Beatles con sus novias. Sin las novias. Los Beatles con el dúo cómico formado por Morecambe y Wise. En el show de Ed Sullivan. Con Cassius Clay. Lennon con Eleanor Bron…

En fin, todo.

Algunas de las imágenes aparecían firmadas por gente que no conocía: Dave Sheppard, Alan Pinnock, Steve Torrington y Richard Jones, entre otros.

No quedaba un hueco en las paredes.

En realidad no era la cabaña de Joco, sino la de sus amantes, los Beatles.

En el centro de la sala habitaba una mesa y, sobre ella, una lámpara de petróleo de la guerra de Secesión, como poco.

No había sillas. No había cama. No había ducha. No había platos…

Juré que lo estrangularía con mis propias manos.

Miento.

En un rincón flotaba una hamaca de nudos blancos, llegada de no se sabe dónde.

Nos miramos, pero no hicimos comentarios. Todo estaba dicho y más que dicho…

El fregadero y la letrina se hallaban en la parte de atrás de la casa, entre las palmeras.

Las ventanas carecían de cristales. El viento, los mosquitos y los papagayos entraban y salían a su antojo.

Aquello era el desastre de los desastres…

No me desanimé.

Estaba allí por lo que estaba. A saber: para trabajar.

Me organicé.

Utilicé la maleta marrón como asiento y entronicé a la Underwood sobre la mesa. La lámpara de petróleo se puso contentísima.

Y esa misma noche empecé a pensar y a dibujar.

Por las mañanas, tras el baño en la mar, escribía, y lo hacía febrilmente.

Puse al día los diarios (hasta la llegada a Hawai).

La Underwood se portó como una profesional.

Por las tardes era otro cantar.

Me dejaba caer en la hamaca y hacía girar en mi mente los nombres de los periodistas más prestigiosos de Estados Unidos.

Tenía que elegir uno.

Tenía que decidir a quién entregar los diarios…

Ésa era la gran duda.

Y así vi escapar los siguientes cinco días.

* * *

Poco antes del anochecer caminaba por la arena y me dirigía al Mauna Kea Beach.

Allí, entre pacientes budas de piedra y papagayos incansables, disfrutaba del único lujo del día: un cóctel helado, servido por Kawai, un barman de piel cobriza y ojos achinados.

Mi favorito era el «ketel», bien trabajado con vodka, amaretto y zumo de naranja.

Allí pensaba y pensaba…

El retorno a la cabaña, siempre por la costa, era inquietante.

La selva se envolvía en la noche y emitía sonidos indescifrables.

El Pacífico me espiaba desde lo alto de las olas.

Yo no le dirigía la palabra.

Y el asunto de la selección del periodista fue enredándose.

No era una labor sencilla.

Esbocé una relación de periódicos que podrían publicar los diarios (quizá por entregas): The New York Times, The Washington Post, Newsday (de Long Island), New York Post, Daily News (de Nueva York)…

¿O debería pensar en la televisión?

En aquellos momentos, las cadenas líderes eran cuatro: ABC, PBS, CBS y NBC.

Conforme avanzaba, el panorama resultaba poco convincente.

Algo no terminaba de gustarme…

Hice otra lista con los periodistas que sobresalían en 1973[140].

Negativo.

A la mayoría sólo le interesaba la política, la corrupción o los escándalos sexuales.

Muchos de aquellos periodistas, además, eran confidentes de la CIA o agentes de los servicios de Inteligencia Militar de los Estados Unidos (o de los soviéticos).

No debía fiarme.

Si entregaba las memorias a la prensa norteamericana, la historia podía terminar en la basura, o en un sitio peor…

Y las dudas me devoraron.

¿A quién le interesaba un viaje en el tiempo y la verdadera historia del Hijo del Hombre?

Lo que les importaba era despedazar a Ricardito, el tramposo…

Existía, además, otro peligro, ya apuntado por el general Curtiss: según en qué manos cayeran, los diarios podían ser manipulados.

Terminaba siempre la jornada con dolor de cabeza…

Pensé, incluso, en algunos «anti-Nixon[141]» a la hora de entregar mi «tesoro». Pero no.

Y empecé a desesperarme.

Lograr la publicación de los diarios de quien esto escribe no era tarea sencilla. Además eran miles de páginas.

Aunque parezca increíble, no era una operación oportuna.

Y en ésas me hallaba —sin saber qué partido tomar— cuando se presentó el atardecer del lunes, 24 de septiembre.

Los cielos lo tienen todo diseñado…, al milímetro.

No termino de hacer mío el consejo que me brindó el Maestro: ¡«Confía»…!

Soy humano, lo sé…

* * *

Ese día, a las cinco, lo dejé todo y me dirigí al hotel.

Estaba harto.

No daba con el nombre del periodista.

Mis intenciones eran sencillas: disfrutaría del ocaso, charlaría un rato con alguien, y bebería un buen cóctel.

Mientras caminaba por la playa me consolé: «Aparecerá, no lo dudes»…

Y ya lo creo que apareció, pero no como imaginaba…

El Mauna Kea Beach se asomaba al Pacífico desde una posición desahogada.

Al pie del edificio, en mitad de una terraza, se alzaba una amistosa palapa de madera y bambú. Allí me refugiaba a diario. Allí esperaba la magia del crepúsculo y allí pensaba y dibujaba.

Pues bien, esa tarde, cuando el ocaso tejía las primeras sombras, la vi.

¡Era ella!

¿Cómo había llegado hasta el Mauna Kea?

Qué pregunta tan tonta…

Caminé despacio hacia la palapa.

Los bambúes la miraban, extasiados. Y otro tanto le sucedía a Kawai, el barman.

No les culpo.

Era bellísima.

Estaba sentada en uno de los altos taburetes.

Al principio no me vio.

Sostenía una copa vacía entre los largos y delicados dedos.

Entonces me fijé.

¡Vaya!

Lucía un arco iris en cada uña.

No sabía de esa moda…

Kawai le sirvió un «mai tai»: mango, amaretto y zumo de piña, bien ligados, y fríos.

Me puse a su altura.

El cabello negro aparecía esta vez recogido en la nuca.

El cuello era interminable.

Vestía las gasas azules y transparentes que me volvían loco.

Bebió un sorbo, descendió del taburete, y caminó de puntillas hacia quien esto escribe.

El barman me preguntó si deseaba algo.

No respondí.

Aquella criatura me transportaba…

Kawai insistió:

—¿Qué le sirvo, señor?

La bella llegó hasta mí, depositó su copa entre mis manos, y susurró, muy seria: «No pienses más en el periodista. Nosotros te diremos quién es… Para eso ha nacido».

—¿Qué va a tomar? —insistió el barman.

No contesté.

Y la bella se perdió en ninguna parte.

¡Qué formidable trasero!

—No sé —tartamudeé, al fin—. Lo dejo a tu elección.

El muchacho se esmeró.

Deposité la copa sobre el bar y permanecí un rato en silencio, contemplándola.

¡Uñas arco iris!

Kawai me sirvió un «azul» (helado): ron, curasao azul y piña colada.

¡Fantástico!

Continué ausente mientras el camarero confesaba el secreto del «azul»: las cáscaras de naranja tenían que ser «delicadamente olorosas».

No terminaba de entender la recomendación de la bella.

¿Quiénes eran «ellos»?

¿Quién era ese periodista, nacido para recibir mi legado?

¿Podía fiarme de la intuición?

Por supuesto.

Pues bien, ahí terminó la búsqueda del periodista.

Ella sabía…

Cené algo en el hotel y, entrada la noche, cumplí el ritual: acaricié un buda de piedra arrodillado, y me encaminé hacia la playa.

En esta ocasión fui yo quien se dejó besar por la mar.

Ella iba y venía entre mis pies desnudos. La dejaba hacer.

Tenía razón el Hombre-Dios: la intuición es un ángel; actúa por pura misericordia…

Pero las sorpresas no habían terminado esa noche… No señor.

* * *

Podían ser las diez.

La luna, en decreciente, rodaba en mitad de la oscuridad.

Al fondo, entre la maleza, distinguí la danza azul de la lámpara de petróleo.

No tenía sentido continuar en la isla.

Recogería mis cosas y activaría la última fase del plan.

Próxima parada: Washington D. C.

Faltaban once días para el 6 de octubre.

No debía descuidarme.

Entré en la cabaña y el quinqué me hizo un guiño.

Estaba cansado.

Pensar agota más que una pala y un pico…

La lámpara se esforzó y volvió a guiñarme un ojo.

Fue entonces cuando me aproximé a la mesa y lo descubrí.

Alguien lo había depositado entre las blancas y sumisas teclas de la Underwood.

Traté de memorizar…

«Aquello» no era mío.

¡Alguien había entrado en la cabaña!

Lancé una mirada a mi alrededor.

Negativo.

No vi a nadie.

Tomé la lámpara y me paseé por la habitación, cada vez más inquieto.

Negativo, negativo…

Todo se hallaba en su sitio. Aparentemente no faltaba nada.

Regresé a la mesa y contemplé de nuevo a la Underwood. La pobre no supo aclarar el misterio. Escribía pero no hablaba.

Entre el teclado, como digo, aparecía un sobre, idéntico a los recibidos en otras ocasiones.

¡Maldita sea!

Alguien me estaba siguiendo…

Examiné el lacre.

Era igual al que conocía: una estrella de cinco puntas, invertida…

Alguien se hallaba al tanto de mi estancia en la cabaña de Joco.

Pero ¿quién lo sabía?

Sólo el japonés…

Abrí el sobre y hallé otra cartulina blanca.

Como las anteriores presentaba un emblema azul, en relieve, en el ángulo superior izquierdo. La estrella de cinco puntas, también invertida, lucía un círculo rojo en el centro. Alrededor de la estrella se leía la ya familiar leyenda: «Ultra fidem» («Más allá de la fidelidad»).

En el centro de la cartulina, alguien había escrito (a máquina y en inglés): «La Biblia triunfará».

Quedé desconcertado.

Por debajo de la frase destacaban dos gotas rojas, de 2 y 4,4 centímetros de diámetro, respectivamente.

Parecía sangre.

No encontré remitente ni tampoco sellos…

Alguien, obviamente, se había tomado la molestia de viajar a Hawai, esperar a que saliera de la cabaña, entrar en la choza, y depositar el sobre.

Era el cuarto anónimo.

Aquello no me gustó.

Y recordé el resto de las «advertencias» (?): «Marte, alerta-blasfemia-renuncia, traidor y la Biblia triunfará».

¿Qué estaba pasando?

¿Por qué me seguían?

¿Cómo supieron…?

Y lo más importante: ¿qué representaban aquellas amenazas?

¿Tenían algo que ver con el derribo del C-141?

Recorrí los alrededores de la cabaña, lámpara en mano, pero no vi nada extraño. (En realidad no se veía un carajo.)

Tampoco oí nada raro, salvo el cotorreo de los papagayos.

El Pacífico martilleaba a lo lejos.

No aprecié luces en la mar.

Todo era negrura.

Regresé al interior e intenté pensar con rapidez.

¿Corría peligro? ¿Corrían peligro los diarios?

¡Los diarios!

Revisé de nuevo mis cosas.

Las maletas se hallaban cerradas y las llaves en mi poder. Nunca me separaba de ellas.

Las abrí y verifiqué que todo estaba en orden.

La confusión se apoderó de mí.

Me senté sobre la maleta marrón y esperé la claridad del amanecer.

Tenía que actuar, y rápido.

Y actué, naturalmente.

Mi estancia en Hawai tocaba a su fin…

El alba se presentó, puntual y violeta, y me acompañó.

Me deslicé a la parte de atrás de la casa y examiné los pilotes que la anclaban a la costa.

No tardé en encontrar lo que buscaba.

En una de las esquinas, la arena había cegado el hueco existente bajo el suelo de la cabaña.

Excavé con furia hasta que conseguí un hoyo de aceptables dimensiones.

Después busqué la maleta roja y la introduje en el boquete, cubriéndola de arena.

Contemplé la «sepultura» y quedé satisfecho.

¿Por qué hacía algo así?

No lo sé; lo hice, sin más.

Grabé una marca en el poste más cercano y retorné al interior de la vivienda.

Aparentemente nadie vigilaba mis movimientos.

Digo bien: aparentemente…

Y tomé la decisión de abandonar el lugar.

Lo dejé todo, incluida la fiel Underwood, y cargué, únicamente, la maleta marrón, con los diarios anillados en Francisco.

Y me dirigí al hotel Rockefeller.

Pero, cuando había caminado una docena de pasos, me detuve.

Regresé a la cabaña y me situé frente a una de las fotografías de los Beatles.

En la imagen se veía a George Harrison en la compañía de Ravi Shankar, un gran músico de sitar. Era una foto tomada en septiembre de 1970 en el Royal Albert Hall. A finales de ese año, Harrison publicó un triple álbum titulado All Things Must Pass («Todo debe suceder»).

Pues bien, no sé por qué razón, escribí al pie de la fotografía: «Todo sucede, pero nada es lo que parece».

Y firmé.

Después seguí mi camino.

Me despedí de la mar con una intensa mirada y despegué de Hilo, rumbo al continente.

* * *

Aterricé en la capital federal a última hora de la tarde del martes, 25 de septiembre de 1973.

Llevé a cabo dos escalas, en un intento de despistar a los posibles seguidores.

¡Pobre ingenuo!

Llegué molido.

No salí de la habitación del hotel.

Y dediqué el tiempo a dos menesteres, a cual más importante.

En primer lugar repasé lo que quedaba por hacer.

«Bella 1» había dado resultado, hasta cierto punto.

Faltaba la elaboración de un código que debería entregar al periodista finalmente seleccionado.

Después me dediqué, con atención, a la situación nacional e internacional.

Leí, detenidamente, la prensa que fui capaz de atrapar y permanecí pegado a la pantalla del televisor.

En mi ausencia, el doctor Kissinger había sido ratificado por el Senado como secretario de Estado. Votos a favor: 78. En contra: 7.

«Malo para mí —pensé— y también para Eliseo, suponiendo que siga vivo».

Por cierto, la semana anterior, desde México, la viuda de Salvador Allende había hecho unas declaraciones explosivas: su marido, el legítimo presidente de Chile, no se suicidó; lo asesinaron. Presentaba heridas de bala en el pecho y en el estómago.

Joco y los militares de Edwards lo dijeron: «Allende fue suicidado».

Kissinger tuvo mucho que ver en aquel golpe de estado.

En cuanto a Oriente Medio, los cascos de la guerra se oían ya al otro lado de la habitación…

La tensión estaba a punto de romper la cuerda.

La guerra era inminente.

El 18 de septiembre, el rey Hussein, de Jordania, hizo un anuncio esclarecedor: liberaría a todos los acusados de delitos políticos[142].

Tenía que actuar con rapidez.

Era preciso que ingresara en Israel a la mayor brevedad.

El 6 de octubre era la fecha clave.

«El día del relámpago —recordé— vivirás lo no vivido».

¿A qué se refería Eliseo?

Algo estaba claro: si estallaba la guerra, y no me hallaba en el mar Muerto, adiós al código y, quizá, adiós a todo.

Tenía que entrar en Israel antes de ese 6 de octubre.

¡Dios mío!

¡Faltaban 10 días!

Estuve a punto de saltarme lo establecido y volar a Tel Aviv.

Me contuve.

La elaboración del código también era importante.

Eso tenía en mente.

El plan era simple y complicado al mismo tiempo.

Deseaba construir una clave, un código, al estilo de Eliseo, y entregárselo al hombre o a la mujer elegido como depositario de los diarios. Si no resolvía el código no tendría acceso al «tesoro».

Lo interpreté como una prueba de interés por el asunto y de fidelidad a quien esto escribe.

Pero no deseo adelantarme a los acontecimientos. Debo ir paso a paso.

Al día siguiente, miércoles, 26 de septiembre, puse en marcha la última fase de «Bella 1».

Ingresé, muy de mañana, en el cementerio nacional de Arlington, en Washington D. C., y llevé a cabo una primera comprobación: ¿estaba Eliseo sepultado en aquel camposanto? Eso, al menos, era lo que aseguraba el Pentágono.

Yo sabía que el ingeniero no podía estar enterrado en aquel lugar, pero dejé que el funcionario lo comprobara.

En efecto: Domenico llevaba razón.

Los cagacirios habían hecho su trabajo.

Allí constaba la inhumación de mi compañero, y recientemente.

¡Malditos bastardos!

Lo tenían todo bajo control. Bueno, casi todo…

Me indicaron cómo llegar a la tumba y caminé, sorprendido, entre los álamos y los robles.

Los cortejos fúnebres no tardarían en presentarse y en incomodar a las palomas con los disparos de los rifles[143].

Finalmente encontré la tumba.

El nombre real del ingeniero aparecía grabado en la lápida blanca.

Fecha de la muerte: 1973 (sin más).

Y me pregunté: ¿«Quién estaba sepultado en aquel lugar»?

¡Malditos mentirosos!

Permanecí en la zona un buen rato, intentando esclarecer las maquinaciones de los malnacidos del Pentágono.

No lo conseguí.

Al atardecer, un modesto níspero regalaba su sombra a la tumba.

Me paseé por Arlington durante cuatro días.

Volví a la sepultura del supuesto Eliseo.

Hice mediciones.

Hice cálculos.

Medité ante la tumba del soldado desconocido.

Estudié al centinela.

Sumé sus pasos…

Recé ante la losa gris que cubre la sepultura de Kennedy.

Sumé las letras que forman los nombres y el apellido del presidente.

Y, poco a poco, fui construyendo el código que necesitaba.

El número «21» resultó clave.

Y el viernes, 28, me presenté en el cuartel general de la U. S. Postal Service (Servicio de Correos).

Ahí recibí un jarro de agua fría…

Necesitaba contratar un apartado de correos —exactamente el «21»—, pero no fue posible. El «21» tenía dueño.

Sólo pude rellenar una solicitud y esperar a que dicho apartado quedara libre.

No me preocupó excesivamente.

Lo del «21» no era prioritario, de momento.

Esperaría.

El código se hallaba prácticamente ultimado. Decía así:

«El centinela que vela la tumba te revelará el ritual de Arlington.

Llave y ritual conducen a Benjamín.

Abre tus ojos ante John Fitzgerald Kennedy.

El hermano duerme en 44-W. La sombra del níspero le cubre al atardecer.

Pasado y futuro son mi legado».

La segunda frase —«llave y ritual conducen a Benjamín»— quedó en suspenso, a la espera del «21».

Leídas en vertical, las primeras palabras del código formaban una frase, confirmando así la clave[144].

También lo aprendí de Eliseo…

Y me dispuse para la gran aventura: Israel.

¿Qué sucedería el 6 de octubre en el mar Muerto?

Revisé las cajas metálicas, y el equipaje, y el 30 de septiembre, domingo, abandoné la capital federal, rumbo a Tel Aviv.

La suerte estaba echada…