21 de agosto

De acuerdo a lo ordenado por el jefe del proyecto Swivel, a primera hora de la mañana del martes, 21 de agosto (1973), me presenté en el despacho del ayudante del general Curtiss.

Domenico, como siempre, lo tenía todo bajo control.

Curtiss volaba esa mañana hacia Washington D. C.

Lo acompañaban tres directores de la malograda (?) operación Caballo de Troya.

Slimy, el babeante, era uno de ellos.

Aquélla, sin dudarlo, fue otra jornada emocionante…

Domenico las mostró.

Las contemplé, asombrado.

El ayudante sonrió, complacido, y me animó para que las colgara en el pecho, sobre la camisa azul.

No eran deslumbrantes, como suponía, pero allí estaban…

Curtiss jamás olvidaba.

Y Domenico manifestó:

—Debemos esperar a que funcionen los smoker.

Tomamos café y hablamos de trivialidades.

En el fondo, los dos estábamos asustados.

Domenico manifestó su preocupación.

Deseaba cambiar la tapicería del «Renegade» pero no sabía qué hacer.

Y me consultó:

—He pensado en un rojo cereza, pero también me gusta la manta de león siberiano… ¿Qué puedo hacer, Jasón?

Acaricié las nuevas «tssc», las credenciales prometidas por Curtiss (rojas y violetas) que autorizaban el acceso a la «ciudad subterránea», y le recomendé que no hiciera tonterías. Los asientos de piel de cebra eran muy atractivos.

«¡La “ciudad subterránea”! —pensé—. Nunca la había visitado»…

Era el corazón de la Fog, la zona restringida de Edwards.

Mis credenciales habituales —nivel 4 azul— no daban para tanto…

Los smoker fueron activados a las 12 horas y 28 minutos.

La zona restringida se cubrió con una niebla densa y molesta.

Depositamos las pertenencias personales en el despacho del ayudante (en especial las metálicas) y nos encaminamos al exterior del hangar rojo.

La PM aguardaba en un jeep.

Todo había sido minuciosamente programado por Domenico y por los servicios de seguridad de la Fog.

Y el vehículo se dirigió, veloz, hacia el hangar número 5, en el ángulo oriental de la zona restringida. En el «5» se hallaba uno de los accesos a la «ciudad subterránea».

Las órdenes del ayudante, recibidas de Curtiss, eran precisas: mostrarme «Rayo negro», la nave que debería ser transportada a Jordania y, desde allí, «lanzada» a la búsqueda de la «cuna», una vez terminada la cuarta guerra árabe-israelí.

Ignoraba en qué nivel de la «ciudad subterránea» se hallaba «Rayo negro».

Domenico tampoco hizo comentarios.

Y la tensión fue en aumento.

Había escuchado rumores sobre la misteriosa nave, pero no sabía qué era en realidad. Las habladurías aseguraban que la tecnología era mágica y que habría hecho palidecer la de la «cuna».

Quien esto escribe le tomó cariño a la «cuna».

Fue nuestro hogar durante un tiempo.

Allí habitaba el fiel «Santa Claus». Le debía la vida…

Y, no sé por qué, sin verlo, me posicioné en contra de «Rayo negro».

Entramos en el «5» y nos dirigimos a la zona del doble elevador que llevaba a la «ciudad subterránea».

Domenico se situó frente a una de las puertas y descolgó un teléfono de pared. Lo activó, pulsando un teclado. Leí la secuencia «5 + 5 = 1».

Esperó, inquieto.

Yo había visto esa secuencia numérica.

Los policías militares se mantenían a una prudencial distancia, atentos.

Alguien respondió al otro lado del hilo telefónico, y el ayudante replicó con una contraseña, al tiempo que asentía con la cabeza:

—Clave de sol…

¿Clave de sol?

Entonces recordé.

Tanto la secuencia numérica (5 + 5 = 1), como las claves de sol, aparecían pintadas en la tulipa existente sobre la mesilla de noche, en la habitación que me fue adjudicada en la casa de campo de Curtiss, en la bahía de Pablo, cerca de la ciudad de San Francisco.

No supe qué pensar.

Era todo muy raro…

Diez segundos después se abría una de las puertas del doble ascensor.

Domenico me invitó a pasar en primer lugar.

Lo hice y quedé desconcertado.

La PM permaneció en el exterior.

Olía a ozono.

Era un olor intenso, picante e inconfundible.

No logré explicar el origen[108]; no en esos momentos…

No tuve tiempo de tomar referencias, aunque, la verdad sea dicha, no había tales.

El elevador era especial.

Nunca vi nada parecido.

Era puro aluminio, sin pulsadores, sin señales de alarma, sin letreros ni indicaciones, sin llaves de seguridad o de emergencia… Todo pulido como un espejo. Seis caras inmaculadas en las que nos reflejábamos por todas partes.

No supe qué hacer.

Domenico no hizo ningún movimiento.

Nadie pulsó nada.

Pero ¿qué íbamos a pulsar?

Supongo que me hallaba con la boca abierta, como un paleto.

A nuestro regreso al hangar rojo, el ayudante me proporcionó algunas explicaciones sobre aquellos singulares ascensores; únicos, diría yo…

Trabajaban sin motores. Los cables tractores tradicionales, en acero, fueron reemplazados por láseres sólidos. Dichos «cables» se hallaban conectados al ordenador que dirigía una «maquinaria» inexistente. Las órdenes se ejecutaban por control remoto. Disponían de sistemas magnéticos que detectaban los seísmos segundos antes de que se registraran. Eso hacía posible que abrieran las puertas y el personal pudiera evacuarlos de inmediato. Se desplazaban a razón de 10 metros por segundo pudiendo variar la velocidad, según las circunstancias.

Nadie podía acceder a ellos sin el permiso de la computadora. Era inviable la entrada con cámaras, armas, o con un simple lápiz. Cualquier material que no fuera el programado previamente hacía saltar las alarmas y el elevador quedaba bloqueado. Un caramelo o una goma de mascar en la boca eran detectados por el ordenador y la máquina se detenía. La seguridad era tal que, antes de autorizar el ingreso en la «ciudad subterránea», la computadora chequeaba las prótesis o los implantes dentarios del invitado.

En definitiva, si alguien intentaba burlar las normas, el sistema lo descubría y el traidor era expulsado de inmediato y, lo que era peor, condenado al aislamiento, de por vida, en un penal arábigo.

La traición, en la Fog, equivalía a suicidio.

Domenico miraba al techo del elevador. Mejor dicho, se contemplaba.

¿Por qué en los ascensores todo el mundo mira al suelo o al techo?

El «viaje» se prolongó cinco segundos.

Fue como volar.

No hubo ruidos o brusquedades.

Después hice cálculos.

Descendimos a cosa de cincuenta metros.

Era el nivel «9».

Se abrió la puerta y el olor a ozono se hizo más intenso; casi sofocante.

Los ojos empezaron a lagrimear.

Allí mismo arrancaba un largo y estrecho pasillo, de apenas un metro de ancho, con las paredes y la techumbre igualmente de aluminio.

Y bloqueando dicho pasadizo, dos tipos enormes, de unos dos metros de altura.

Quedé estupefacto.

Vestían unas singulares indumentarias transparentes, posiblemente de plástico, confeccionadas en una sola pieza.

Portaban sendas escafandras, también transparentes.

Bajo los protectores se distinguían unos trajes parecidos a los de los submarinistas, también en una sola pieza.

Podía tratarse de neopreno[109].

Eran de color violeta.

En el pecho lucían unas letras grandes, de unos tres centímetros cada una, de color dorado.

Supuse que se trataba de las iniciales de los nombres y apellidos. Pero no. Al instante me di cuenta: las letras eran las mismas: DSR.

Ni idea…

En las muñecas derechas sobresalían unos «relojes» (?) enormes, de unos 10 centímetros de diámetro, sin agujas ni dígitos.

También me extrañó.

No observé botellas de oxígeno a las espaldas y tampoco los habituales dispositivos respiratorios existentes en los trajes de astronautas o en los buzos.

Uno de ellos, el que se hallaba delante, algo más viejo que el segundo, se dirigió a Domenico y le habló.

La voz surgió metálica y distorsionada:

—Venus… 635.

Cada vez que hablaba se encendían unos «pilotos» (?) rojos, ubicados en los laterales de la escafandra (a la altura de las orejas).

Y el ayudante se apresuró a responder:

—Clave de sol…

Aquello era surrealista.

El de la escafandra asintió con la cabeza, avanzó un paso, y se fijó en mis «tssc».

Las dio por buenas e indicó que los acompañáramos.

Dieron media vuelta y avanzaron por el largo y rectilíneo pasillo.

El olor a ozono era insoportable.

Tomé referencias, como siempre.

El pasadizo se hallaba perfectamente iluminado. Del piso salía una luz amarillenta que se reflejaba en el techo y en las paredes.

Era estrechísimo, como decía. Dos personas se hubieran cruzado con dificultad.

Traté de descubrir el final, pero no lo logré. Podía tener más de cien metros.

Y el pobre Domenico empezó a estornudar.

Uno de los «vigilantes» —porque de eso se trataba— se volvió y ordenó silencio.

Domenico se reprimió como Dios le dio a entender. Y tuvo que echar mano del pañuelo.

Los estornudos terminaron escapando por las orejas.

Los vigilantes caminaban muy despacio, casi a cámara lenta, midiendo cada movimiento y pisando con delicadeza.

Necesitamos diez minutos para salvar los cien metros.

Creí que nunca llegábamos.

El ayudante estaba en las últimas…

Finalmente alcanzamos una puerta, también metálica.

Allí moría el corredor. No había otra salida.

Uno de los vigilantes dijo algo —no alcancé a oír— y la puerta se abrió de abajo arriba, en absoluto silencio.

Y entramos…

* * *

Domenico no me había advertido.

No me habló de la «ciudad subterránea» ni tampoco de «Rayo negro».

Eran las órdenes de Curtiss. Después lo supe.

Y fuimos a parar a una especie de vestuario, todo en aluminio, provisto de «duchas», cabinas para el cambio de ropa, aseos y taquillas.

No faltaba de nada.

El vigilante número «1», el que solicitó el santo y seña, habló de nuevo y ordenó que nos desnudáramos…, «por completo».

Así lo hicimos.

¡Vaya!

Domenico usaba braga…

Una vez desnudos nos acompañaron a las «duchas» y allí fuimos rociados (la expresión correcta sería pulverizados) con un producto incoloro e inodoro. Parecía un desinfectante, pero no estoy seguro.

Se evaporaba con rapidez.

Curiosamente, la piel se mantenía seca.

No nos perdieron de vista ni un segundo.

Las luces de las escafandras pulsaban sin cesar.

Deduje que hablaban entre ellos o con un tercero.

Estaban muy interesados en nuestras manos. No dejaban de observarlas. No sé por qué motivo…

El ayudante continuaba con los estornudos.

La «ducha» se prolongó un par de minutos.

Ordenaron salir y señalaron las cabinas. Allí esperaban dos trajes de neopreno, similares a los que vestían, pero en color negro teléfono.

Debíamos embutirnos en ellos, pero antes era preciso orinar.

Insistieron, y mucho.

Y lo hicimos, claro.

Eran, como digo, trajes de neopreno, pero sin iniciales.

Examiné el mío con desconfianza.

Era un material de dos milímetros de grosor, muy liviano. Deduje que el neopreno había sido tratado con algún tipo de «spandex» (quizá un «superflex 2»), proporcionándole mayor flexibilidad. Al regresar a la superficie, Domenico confirmó la sospecha, añadiendo que el neopreno contenía nitrógeno puro. El proceso se llevaba a cabo durante la fabricación. El aire era expulsado y, en su lugar, se inyectaba el referido nitrógeno. Eso lo convertía en incorruptible.

En la Fog cuidaban hasta el último detalle…

Después nos entregaron los protectores de plástico y me ayudaron a encajar la escafandra. No supe cómo llegaba el oxígeno al interior del protector.

El ayudante de Curtiss tuvo problemas.

Se notaba que hacía mucho que no volaba.

Tuvieron que auxiliarle a la hora de embutirse en el neopreno y en el protector.

No me autorizaron a prestarle ayuda.

Y me mantuve a corta distancia, observando.

Si deseábamos hablar —explicaron— podíamos hacerlo libremente, pero sin alzar la voz. Insistieron también en ello: «nada de gritos».

—¿Listos? —preguntó el número «1».

Levantamos los pulgares y abandonamos el vestuario.

El «1» se colocó en cabeza y el vigilante «2» cerró la pequeña comitiva.

Y me pregunté, una vez más: «¿Adónde diablos íbamos? ¿Qué era “Rayo negro”? ¿Por qué nos obligaban a utilizar aquellos trajes? ¿Por qué la escafandra?».

El instinto tocó en el hombro.

¡Atención!

Recorrimos otro angosto pasillo —de unos cinco metros—, igualmente trabajado en aluminio y con idéntica iluminación, y fuimos a topar con una segunda puerta metálica.

Allí terminaba el pasadizo.

Aquello era como una ratonera.

El «1» habló con alguien (supongo que advirtió de nuestra presencia) y, al momento, la puerta se alzó. Lo hizo en un segundo y sin ruido.

Entonces se presentó una claridad azul…

Permanecí unos instantes deslumbrado.

Fue un par de segundos.

El número «2», a mi espalda, terminó empujándome sin miramientos.

Y desemboqué en un balcón o mirador, todo acristalado.

¡Dios mío!

¡Allí estaba «Rayo negro»!

Quedé atónito.

No sabía adónde mirar…

Domenico lo había visto con anterioridad, pero también permaneció asombrado.

Los vigilantes tomaron posiciones, uno a cada lado de aquellos desconcertados visitantes.

Y el «1» aclaró:

—Disponen de seis minutos… ¡Nada de preguntas!

Intenté serenarme.

Como digo, no supe adónde mirar.

Todo era nuevo para quien esto escribe.

Y me dije: «Sólo es una observación, sin más».

Conté otros cinco vigilantes, también altísimos, en el foso de arena que rodeaba aquella «cosa». Vestían como los que nos acompañaban, con las mismas iniciales en el pecho.

Ninguno portaba armas.

¿Para qué? Aquello era un búnker inexpugnable…

Absorbí con la vista cuanto pude, que no fue mucho.

Nos hallábamos, como digo, en una suerte de plataforma (aislada por un material plástico), y a cosa de 14 metros de un enorme cubo de cristal (?), de unos 50 o 60 metros de lado.

¡Dios de los cielos!

¿Qué era aquello?

—Cinco minutos…

La voz del vigilante sonó 5 por 5 en el interior de la escafandra.

Y continué tomando referencias…

El formidable cubo me recordó una «pecera». Aparecía lleno, hasta arriba, con un líquido (?) espeso, de color azul índigo.

En el recipiente flotaba una esfera, de unos 40 metros de diámetro.

Era oscura y brillante, como el grafito, y se balanceaba de forma casi imperceptible.

Los vigilantes que caminaban por la arena que rodeaba el enorme cubo de cristal se acercaron al balconcillo.

Nos hallábamos casi al nivel del foso.

Observé cómo parpadeaban los pilotos rojos de las escafandras.

Hablaron entre ellos.

No pude entender por qué no les oíamos.

Nos contemplaron, curiosos, y terminaron retirándose a sus posiciones.

Eran, como decía, muy altos, y jóvenes. Ninguno era negro.

El nivel «9» era inmenso.

Pero no quise distraerme con el entorno.

Y me centré de nuevo en «Rayo negro».

Deduje que la nave se hallaba sumergida en ozono líquido: de ahí el permanente olor que lo inundaba todo.

Quedé maravillado.

El ozono líquido es altamente inestable.

¡Aquello era una bomba!

¿Cómo se las arreglaban para domesticarlo?

No tenía idea de cómo lo fabricaban[110].

Pensé que actuaba como desinfectante. El ozono disfruta de una capacidad muy alta, como bactericida (superior, incluso, al cloro).

Pero ¿qué era lo que protegía? ¿Qué era «Rayo negro»? ¿Qué contenía la esfera?

Nadie dio una explicación. Ni una sola palabra…

Sinceramente, sentí miedo.

«Rayo negro» no me gustó.

—Tres minutos…

No localicé ventanillas, ni motores, ni sistemas de propulsión que yo conociera…

Nada.

La esfera era lisa, con una característica que me dejó confundido. Al fijar la mirada en un punto de la referida esfera —no importaba cuál—, de la superficie en cuestión nacía un breve rayo curvo, con los colores del arco iris. El rayo curvo (?) no iba más allá de las paredes de la gran «pecera».

Domenico, al regresar a su despacho, confirmó la observación, pero tampoco supo interpretarla.

¿Se trataba de un efecto óptico, sin más?

Jamás vi cosa igual…

Mirase hacia donde mirase, allí aparecía el rayo curvo con los colores del arco iris.

Duraba tanto como la observación.

Al parpadear, el arco iris desaparecía. Y vuelta a empezar.

Era un espectáculo bello, pero agobiante.

—Fin del tiempo —intervino el número «1»—. Síganme…

Los vigilantes nos obligaron a abandonar el lugar y retornamos al vestuario.

Allí procedimos al cambio de ropas y deshicimos el camino previamente andado.

Los vigilantes nos escoltaron hasta el final.

No hubo despedidas, ni saludos, ni una miserable sonrisa.

Eran témpanos de hielo.

No alcancé a ver nada más en el fugaz recorrido por el nivel «9» de la «ciudad subterránea», en la Fog.

Y no fue poco…

* * *

A las 15 horas nos sentábamos de nuevo en el despacho de Domenico, en el hangar rojo.

Devolví las «tssc» y cambiamos impresiones sobre lo que habíamos visto en la «ciudad subterránea».

Domenico aclaró algunas dudas; no muchas.

Dijo no saber nada sobre el interior de «Rayo negro».

No le creí, y seguimos hablando de otros asuntos.

La nave, al parecer, estaba lista para partir.

No lo saqué de ahí.

Y sonrió, malicioso, cuando presioné.

Mensaje recibido.

En el proyecto trabajaban 1086 personas, entre técnicos y científicos. Diez veces más que en Caballo de Troya.

Todos juraron fidelidad a Curtiss y firmaron el «protocolo 4[111]».

Pregunté también sobre las iniciales que lucían los vigilantes en el pecho: «DSR».

De manera igualmente confidencial, el ayudante vino a decir que los tipos de dos metros de altura integraban un selecto «club» al que llamaban «Servicio de Custodia Directa», o algo así. Eran militares (hijos y nietos de militares). Sólo blancos. Sólo gente religiosa. Sólo solteros. Prestaban servicios especiales en lugares especiales. Los contratos eran de por vida.

E insinuó algo que me dejó perplejo: una vez retirados del servicio «DSR», casi todos fallecían…, «inexplicablemente».

—Y no preguntes más —suplicó Domenico.

Me retiré de la Fog al atardecer y con un amargo sabor de boca.

¿Por qué Curtiss había solicitado que no renunciara a «Rayo negro»? ¿Qué se escondía tras aquel proyecto?

¡Vaya!

Era 21 de agosto…

Y me dormí con la imagen del Hijo del Hombre, allá, en la lejanía del yam, con el brazo en alto, despidiéndose de quien esto escribe.

Un día como aquél, en Belén, hacía 1979 años, nacía en la Tierra el Hombre-Dios.

¡Cómo lo añoraba!

Y también a ella…

Descubrí el amor demasiado tarde y en el lugar equivocado.

No importaba. La amaría siempre.

Era asombroso…

La aventura parecía un lejano y brumoso sueño. Pero yo sabía que no fue un sueño.

El resto de la semana fue relativamente tranquilo.

Me encerré en el «avispero».

Revisé los diarios hasta la última línea.

No encontré nuevos «errores» o «anomalías».

Y la vieja convicción se hizo fuerte en mi interior.

¡Eliseo estaba vivo!

No sabía cómo ni dónde, pero vivía…

Y repasé el código, una y otra vez:

«Y cada error conduce a la luz. También el séptimo. En cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido. Será el día del relámpago».

Fue en esos días de agosto cuando me lo propuse seriamente: tenía que viajar a Jordania o Israel y presentarme el 6 de octubre en el lugar indicado por el código.

Coordenadas:

31° 27’ 025’’ Norte

35° 33’ 34’’ Este

Tenía que hallar una excusa y abandonar la base de Edwards.

Pero ¿cuál?

Podía decirle a Curtiss la verdad.

No me pareció buena idea. No me fiaba de él.

El general conocía el código, pero no las coordenadas.

Y el Destino, lo sé, sonrió burlón desde una de las esquinas de la vida.

Todo estaba minuciosamente calculado…

¿Cuándo aprenderé?

Esa semana fue intensa en el bar de Joco.

Los rumores circulaban como locomotoras sin freno.

El FBI, el Servicio Secreto y la policía de Nueva Orleans habían descubierto una conjura —eso decían— para acabar con la vida del presidente. Naturalmente, Nixon se partió de la risa al conocer la noticia. Joco lo llamó empecinado.

El 22, miércoles, Nixon, el tronado, como lo llamaba también el japonés, hizo otra de las suyas: designó a Henry Kissinger como nuevo Secretario de Estado. Los que sabíamos algo sobre los venenosos tentáculos de Henry nos echamos a temblar.

Kissinger sustituía a William Rogers, otra «víctima» del caso «Watergate».

El nombramiento de Nixon debería ser aprobado por el Senado. Puro trámite.

Y me pregunté: «Con Kissinger en lo más alto, ¿qué sería de Curtiss? Ambos se odiaban»…

Joco llamó a Kissinger troncho, zángano y zampabollos.

Yo, sin querer, me acordé de Henry, el perro amarillo y cobardón del general.

El 24 de agosto, viernes, Domenico me puso al corriente de las actividades de Curtiss en Jordania.

El general y jefe del proyecto Swivel había viajado a Amman en la compañía de tres directores de Caballo de Troya y dos forenses militares.

Los jordanos no daban su brazo a torcer.

Reclamaban dinero a cambio de la repatriación del cadáver del astronauta, así como una explicación oficial por parte de nuestro gobierno y, como dije, una autopsia compartida.

Domenico me enseñó el télex.

Quedé estupefacto.

Amman exigía dinero y un cargamento de armas. Concretamente: un millón de dólares USA y un avión cargado de granadas.

—Están locos —proclamó el ayudante.

—Y Curtiss, ¿qué piensa hacer?

Domenico se encogió de hombros.

La decisión era asunto del Pentágono.

—Por cierto —aclaró innecesariamente—, están que trinan…

El cadáver del supuesto Eliseo había sido trasladado a la base aérea jordana de Muwaffaq Salti, en la región de Azraq, al este de Amman.

Allí aguardaban Curtiss y el resto.

El general, según Domenico, bramaba contra todos.

A los del Pentágono los llamaba cagacirios. A los árabes los calificaba de trinconeros…

Según los comunicados del general, el equipo desplazado a Jordania había tenido acceso al cadáver. La inspección —muy superficial y siempre bajo vigilancia jornada— resultó negativa.

La putrefacción, al parecer, era intensa y eso dificultaba las labores de identificación.

—Necesitarán muestras —precisó Domenico—. Sobre todo de la dentadura… Después compararán con las fichas de la USAF.

El ayudante seguía convencido: aquel cadáver era el de Eliseo.

Yo no estaba tan seguro…

Al día siguiente, sábado, 25 de agosto, Domenico me reclamó a primera hora de la mañana.

Novedades.

Los del Pentágono se habían movido, rápido, y autorizaron la entrega de las armas.

Un «Galaxy» volaba ya hacia la base de Muwaffaq Salti, sede de la célebre Legión Árabe (ALAF).

Transportaba 10.000 granadas de mano (ofensivas) y 5000 del tipo anticarro.

Era un cargamento «diezmado».

El ayudante de Curtiss explicó, satisfecho: las granadas fueron manipuladas por la División de Investigación y Desarrollo del Ejército. En eso, los del «RD» eran unos manitas…

Dado que Jordania se hallaba posicionada en el bando árabe y que, presumiblemente, se uniría a Egipto y a Siria en la cercana guerra contra Israel, el Pentágono dio la orden de «modificar» el armamento requerido por Amman.

En las granadas de mano, el sistema de ignición, que habitualmente funciona «a tiempos», fue anulado. Eso significaba que, al retirar el pasador de seguridad y accionar la palanca de disparo, la granada estallaba de forma inmediata.

El lanzador resultaría muerto o mutilado.

Con las anticarro sucedía algo parecido. Investigación y Desarrollo puso en marcha el protocolo «TE», alterando así el dispositivo eléctrico de magneto.

Resultado: el proyectil hacía explosión en la cara del lanzador.

Ni pregunté qué era «TE». Me sentí asqueado.

El «Galaxy» llegaría esa noche a la base jordana de Azraq.

De las 15.000 granadas «regaladas» por USA, 1500 fueron descompuestas.

Los cagacirios y Domenico preferían el término «diezmadas».

El ayudante me hizo un guiño y clamó, feliz:

—Como dice Curtiss, ¡ahí va eso, sátrapas!