20 de agosto

Ese lunes, el sol asomó a las 5 horas y 18 minutos.

Y lo hizo tímidamente y en amarillo, como si supiera lo que iba a suceder.

Hacía rato que miraba por la ventana. Lo esperaba, ansioso.

Yo también intuía algo.

Ese 20 de agosto (1973) resultaría más importante de lo que imaginaba…

Lo pensé con detenimiento.

La forma más rápida y eficaz de solventar el enojoso asunto de las múltiples combinaciones era someter las coordenadas a uno de los potentes «washington». Así llamábamos a las computadoras del Dryden, el Centro de Investigación de Vuelos de NASA.

En segundos, la máquina ofrecería la relación completa de los lugares sugeridos por los números (siempre respecto a las posiciones Norte y Este).

Aguardé en la calle, nervioso.

Abrieron las puertas y a las 7 de la mañana irrumpí en el centro.

Disponía de un par de contactos entre el personal. Ellos me ayudarían con los «washington».

Pero, al cruzar el hall, en dirección al elevador, alguien me salió al encuentro.

¡Era la bella del cabello hasta la cintura!

Quedé sorprendido.

¡Qué madrugadora!

¿Qué hacía en el Dryden?

Allí todo era técnica y razón pura. Ninguno de aquellos científicos trabajaban con la intuición. Es más: según ellos era una criatura poco recomendable…

Pasó a mi lado y, sin detenerse, susurró:

—Nada de ordenadores…

Me volví, desconcertado.

Ya no estaba.

La forma de presentarse, y desaparecer, me tenía trastornado. No soy sincero. Su trasero también me desmantelaba…

Dudé.

El proceso de búsqueda de las coordenadas, a la manera tradicional, con escuadra, cartabón y paciencia, era un suplicio.

Y, sobre la marcha, decidí no seguir el consejo de la bella.

Estaba impaciente. Seguro que la intuición lo comprendería.

Tomé el ascensor y me presenté en la planta de los «washington».

Pero…

No había dado ni cinco pasos cuando, de frente, encontré a Slimy, el director que babeaba.

Conversaba con dos científicos.

Slimy mostraba unas fotografías.

Las reconocí: eran las del cadáver del astronauta.

¿Cómo habían llegado a él?

Eso no importaba.

Me vieron.

Nos saludamos y, todavía no sé cómo, di media vuelta y huí por las escaleras.

La bella llevaba razón, como siempre…

No permitiría que Slimy, ni nadie, metiera las narices en mi búsqueda.

Me hice con mapas, y con el material necesario, y me refugié en una de las salas de reuniones, a cubierto de cámaras de seguridad y de miradas indiscretas.

Eran las 7 horas y 20 minutos cuando inicié el histórico rastreo.

Y la mañana se fue, volando…

Fueron horas de suspense, empeñado en una artesanal búsqueda de no se sabía qué.

Pero el entusiasmo y la intriga eran tales que limaron toda suerte de asperezas.

A lo largo de los primeros escarceos, ninguna de las coordenadas dijo nada.

Parecían mudas o se dejaban caer en lugares remotos y absurdos.

Aquello no guardaba relación con lo que sabía o con lo que intuía…

Y continué las anotaciones.

Fue a las 12 horas y 20 minutos cuando casi me caí de la silla.

Era la búsqueda número 171.

Mire y remiré, atónito.

No daba crédito a lo que tenía a la vista…

Era lo último que hubiera imaginado.

Palidecí.

Comprobé y comprobé.

Examiné el cartabón y la escuadra. Todo en orden.

No había error.

La posición detectada en el mapa estaba OK.

Y leí por enésima vez:

31° 27’ 025’’ Norte

35° 33’ 34’’ Este

—¡Imposible! —repetía—. ¡Imposible!

¿Estaba soñando? ¿Era otra de mis asombrosas ensoñaciones?

Me pellizqué, como un tonto.

No soñaba. ¡Era real!

Volví a movilizar el instrumental y la escuadra y el cartabón lo clavaron.

¡Exacto!

Pero, terco y escéptico, me negué a aceptar la evidencia.

Abandoné la sala y busqué nuevos mapas.

¡Qué burro!

El resultado fue el mismo, naturalmente.

Ya no había duda.

«Aquello» era obra de Eliseo…

Los «errores» fueron planificados por el ingeniero.

Noté cómo temblaba.

Lo verifiqué una vez más.

¡Idéntico…! ¡Idéntico!

La combinación 171 proporcionó una ubicación en…

¡Maldita sea! Necesitaba una lupa…

El aire acondicionado hizo lo que pudo, pero no fue suficiente. Empecé a sudar.

Tenía necesidad de saltar, de gritar… Me contuve.

¿Cómo era posible? Nadie tenía una lupa en el Dryden.

Suele pasar…

Tuve que volver al pabellón de oficiales y suplicar.

Joco me contemplaba, atónito.

Subí, bajé, corrí, discutí, regateé…, y terminé pagando cien dólares por una lente de aumento de tres al cuarto.

No sé quién me la vendió.

¡Pilotos, ladrones!

Regresé al Dryden y las letras del mapa bailaron, animadas por la lupa.

¡Increíble!

Allí estaba, como un regalo…

¿Un regalo? Todo dependía…

Las coordenadas en cuestión señalaban un punto en el mar Muerto, al oeste del cabo Ras el Ghor, en la orilla jordana. Concretamente a poco más de cuatro kilómetros de la costa, frente a la confluencia de los wadi Mujib y Heidan.

¡Asombroso!

¡Ése era un lugar cercano al punto en el que se hundió la «cuna» el 28 de junio!

Las imágenes de los satélites, como se recordará, ubicaron la hipotética posición de la nave frente al referido Mujib, a cosa de 330 metros de profundidad.

¡Increíble!

Tuve que hacer un considerable esfuerzo para proseguir el trabajo de ubicación de las restantes coordenadas.

Ni qué decir tiene que ninguna de las combinaciones aportó nada interesante.

El pescado estaba vendido…

El «séptimo error» había sido aclarado.

Tomé notas, devolví el material y los mapas, y me aislé en mi habitación, en el pabellón de oficiales.

Me sentía bien, muy bien…

Más que eso: me sentía lleno hasta el borde del alma.

Pero la felicidad se agotó rápido.

Al repasar el código, los fuegos artificiales se consumieron conforme leía:

«Y cada error conduce a la luz».

Comprendido.

«También el séptimo».

¡Eran las coordenadas!

«Cien atardeceres después de muerto».

Eso me llevaba, supuse, al 6 de octubre. Pero ahí concluía el asunto.

«Vivirás lo no vivido».

Ni idea.

Seguía en blanco.

Y empecé a venirme abajo.

«Será el día del relámpago».

Nada. Cero.

No lograba entender el significado de las últimas frases, pero sabía que estaban ahí por algo…

Comprendí: faltaba mucho camino. El código no estaba resuelto, ni muchísimo menos.

Traté de calmarme.

Tomé papel y lápiz e hice balance de lo que había conseguido. Esto fue lo que dibujé:

1. Era evidente que Eliseo tuvo acceso a los diarios. Y lo hizo en el Ravid.

2. El ingeniero, hábilmente, deslizó una serie de errores y anomalías en los referidos diarios. Todos se engarzaban en un código.

3. Si la «perla» hubiera caído en otras manos, los lectores habrían tenido dificultades para detectar dichas anomalías. Sólo yo estaba capacitado para descubrirlas y mi hermano lo sabía.

«Y cada error conduce a la luz»…

Y me pregunté por enésima vez: «¿Qué luz? ¿A qué se refería el ingeniero?».

Aquello no era un juego…

Eliseo perseguía algo. Pero ¿qué?

Era una situación insostenible.

De pronto se presentaba la esperanza, pero, al instante, las fotos de un cadáver la ponían en fuga.

Y la razón y la intuición volvieron a pelearse en mi interior:

—¡Estás loco! —proclamaba la razón—. ¡Eliseo ha muerto!

—¡No! —gritaba la bella desde alguna parte.

Demasiadas complicaciones. Demasiada tensión. Demasiadas incógnitas.

Yo no lo sabía en esos críticos momentos, pero todo obedecía a un porqué.

El Destino es sabio…

Y a las 15 horas y 20 minutos llamaron a la puerta.

¡Oh!

¿La intuición, de nuevo?

Echaba de menos su elegante caminar de puntillas, los cabellos negros, su oportunidad…, y otras cosas.

* * *

Era un policía militar.

¡Qué decepción!

El PM me condujo al hangar rojo.

Curtiss me reclamaba.

Domenico se encogió de hombros. No sabía qué deseaba el general.

—Siéntate —ordenó el jefe del proyecto desde el sillón giratorio.

Me reuní con el sofá negro y acolchado; el de los muelles montunos.

Nixon ni me miró. Se pasaba el día sonriendo a la nada, como un estúpido.

El general fue directo:

—¿Qué opinas de las fotos?

Supuse que se refería a las del cadáver del astronauta, encontrado en una playa del mar Muerto.

—No sé —pensé a toda velocidad, en un vano intento de ir más allá de las palabras de Curtiss—. Sería bueno inspeccionar el cuerpo y confirmar si se trata de Eliseo…

Miré al general y proseguí con la verdad:

—Tengo dudas…

—Estamos en ello —cortó el general—, pero los jordanos no dan facilidades.

—¿Qué pasa?

—Ésos del Pentágono son unos candilones. Creen que todo el monte es orégano…

—No entiendo.

—Los jordanos son árabes, pero no tontos. Piden explicaciones… Por ejemplo: ¿qué hacía un astronauta norteamericano flotando en sus aguas?

Los jordanos llevaban razón, pensé:

Curtiss prosiguió las aclaraciones:

—El Pentágono ha exigido la repatriación del cadáver, pero esos miserablones de Amman se niegan… ¡Son campurreños!

—¿Campurreños?

Curtiss me contempló con benevolencia y aclaró:

—¿En qué mundo vives…? Un campurreño es un cateto.

—¡Vaya!

Y manifesté lo que pensaba:

—Es natural que los jordanos soliciten una explicación.

—Explicaciones las que sean necesarias —intervino Curtiss—, pero no dinero…

Y acompañó las palabras con el gesto internacional, agitando los dedos índice y pulgar de la mano derecha.

—Además —añadió—, exigen que la autopsia sea compartida y en territorio jordano.

—¿Por qué?

La pregunta sobraba.

—No se fían. Recuerda que estamos al borde de una guerra y que nosotros apoyamos a sus enemigos, los judíos.

—Por cierto, ¿lo sabe Israel?

El general sonrió, pícaro, y proclamó:

—Ésos lo saben todo, antes de que suceda…

Y regresé al tema de la autopsia:

—¿Qué pensáis hacer?

El general no respondió. Se levantó. Caminó hacia el cuadro de La Anunciación, de Fra Angélico, y allí permaneció unos segundos, contemplando a la Señora, embelesado.

No pareció que se fijase en el libro abierto que sostenía María sobre la pierna derecha. Como se recordará, en dicho libro había sido escrito: «Marte, alerta».

Finalmente retornó al sillón giratorio, incendió un habano y dejó escapar el humo con furia.

Y clamó:

—Esos cagarrutas ordenan que vaya a Amman, de inmediato, que controle la autopsia y la repatriación de Eliseo…

Deduje que hablaba de los jefazos del Pentágono. Yo no hubiera sido tan benevolente a la hora de calificarlos…

—¿Quieres que te acompañe? Puedo ser de utilidad…

Dudé, pero lo solté:

—Aunque no creo que se trate del cadáver de Eliseo.

Me miró, como miran los generales, pero no dijo nada, de momento.

Dejó bailar al humo blanco, a su antojo, y empezó a expulsar aros.

Curtiss disfrutaba con el suave balanceo de aquellas criaturas…

Entonces replicó:

—Sé que serías de utilidad, pero no, gracias… Quiero que te mantengas al margen de todo esto.

Lanzó nuevos aros y gruñó:

—¡Estamos vareando estiércol!

—No te entiendo…

—No importa. Continúa con lo tuyo. Nadie te molestará.

Y retomó el tema del cadáver de Eliseo:

—Así que tienes dudas…

Asentí y el general continuó en silencio y pensativo.

A partir de esos instantes, todo se precipitó.

De pronto apareció la bella.

¿Por dónde entró?

Qué pregunta tan tonta…

Llegó a mi lado, se inclinó hacia quien esto escribe, y susurró:

—Háblale del código.

Nixon, lo sé, trató de verle los pechos.

Y la bella intuición desapareció.

¿Cómo lo hacía?

El general tampoco la vio. ¡Qué misterio!

Y respondí:

—Sí, mi general, tengo serias dudas sobre la muerte de Eliseo.

—No entiendo. El astronauta lleva su nombre en el pecho.

Me decidí. Caminé hacia el escritorio de caoba y busqué algo donde escribir.

¡Vaya!

Todo, sobre la mesa, eran papeles y carpetas confidenciales.

Dudé.

Curtiss adivinó mis intenciones, y las dudas, e invitó a que escribiera sobre una de las carpetas: la más cercana a mí.

Así lo hice.

Y, mientras procedía a escribir el código, leí de reojo en la citada carpeta: «Alto secreto: GOG».

¡Vaya!

Curtiss me seguía con curiosidad.

«Y cada error conduce a la luz.

También el séptimo.

Cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido.

Será el día del relámpago».

Las coordenadas me las guardé, por si las moscas…

Le entregué la carpeta y aclaré:

—Tengo serias dudas…, por esto.

Curtiss tomó la no abultada carpeta y leyó el código.

—¿Qué significa?

Y expliqué hasta donde consideré conveniente.

Oyó, atentísimo.

El humo blanco y traidor casi me ahoga.

—… E interpreto —continué— que la frase «cien atardeceres después de muerto» podría conducirme al 6 de octubre.

Noté que palidecía.

Y pensé: «Tanto tabaco lo matará»…

—¡Repite! —ordenó con un hilo de voz.

—¿Qué?

—¡Que repitas, coño!

Y hablé de nuevo del 6 de octubre próximo.

—El resto del código —añadí— está sin resolver. «Vivirás lo no vivido» y «será el día del relámpago» no tienen sentido para mí.

Estrella y Pablo VI seguían la conversación como un partido de tenis.

Nixon, en las alturas, sonreía.

Joco tenía razón: era un farfolla; es decir, un tonto enterado (lo peor de lo peor).

—¡Repite! —ordenó de nuevo el general.

Me alarmé.

¿Qué le sucedía?

—El código dice «y cada error»…

—No, esa parte no —cortó en seco—. Me refiero a lo del 6 de octubre… ¡Repite!

Me esmeré. Quizá no me había explicado con claridad.

—La frase «cien atardeceres después de muerto» podría equivaler a cien días desde la precipitación de la «cuna» en el lago salado… En otras palabras: el 6 de octubre que viene.

Guardé silencio, a la expectativa.

Curtiss apremió:

—¡Sigue…, sigue!

Tuve que repetir:

—El resto del código, como digo, está sin descifrar. «Vivirás lo no vivido» y «será el día del relámpago»…

No me dejó terminar.

—¡Eso!… ¡El día del relámpago!

—¿Cómo dices?

Y exclamó, casi para sí:

—¡Seis de octubre: el día del relámpago!

—Claro —insinué con timidez.

Se puso en pie.

La palidez era importante. Pensé que estaba enfermo.

Dejó caer la carpeta sobre la sufrida mesa de caoba y caminó, despacio, concentrado en sus pensamientos, hacia el sofá de los muelles salvajes.

Algunos de los documentos contenidos en «GOG» medio escaparon de la carpeta.

No puede evitarlo.

La vista los recorrió con avidez.

«Uno era un mapa militar».

Reconocí las islas del Caribe y el sur de Florida. Este último aparecía circunscrito en un círculo rojo.

Y leí: «Zona del doble impacto».

En una esquina del mapa, alguien había escrito, a mano: «29 de agosto 2027».

Esta vez fui yo quien palideció.

Otro de los documentos era un segundo mapa, también de origen militar (muy detallado), en el que se veía el arco volcánico de Indonesia.

En rojo se leía: «Erupción total».

Devolví los papeles a la carpeta y dediqué mi atención al general.

Lo logré a medias.

La mente continuaba atrapada en «GOG».

¿2027?

Eso quedaba lejos…

Y, de pronto, pensé en el hipotético lector de estas memorias.

Como decía el Maestro, «quien tenga oídos que oiga»…

* * *

Curtiss despegó el retrato de Nixon de la pared.

¡Vaya!

Otra tapadera…

Y apareció una caja fuerte ignífuga, de combinación mecánica y algo simple y tontorrona.

El general la abrió y enredó en el interior.

Extrajo un papel, lo leyó por encima y, una vez seguro, regresó al sillón giratorio.

La caja quedó abierta, impúdica, mostrando lo más íntimo.

¡Ay Dios!

No quería volver a pasar por lo mismo…

Me entregó el papel y ordenó:

—Lee, pero recuerda: sólo para tus ojos…

Permanecí en pie, junto al escritorio.

Estrella y Pablo VI estiraban los cuellos, desde las fotos, pero no alcanzaban a leer. Mala suerte, hermanos.

El documento —breve— lucía el sello circular de la presidencia de los Estados Unidos de Norteamérica, con el águila, las estrellas y la leyenda: «President’s eyes only» (Sólo para los ojos del Presidente).

La información en cuestión no podía ser copiada. No constaba numeración, ni registro de ningún tipo. Los servicios de Información lo llaman fly («documento que vuela»). Presentaba una franja de color azul en el borde derecho.

La primera lectura —rápida y en triángulo— me atornilló al suelo.

No era posible…

Levanté la vista por encima del papel.

El general practicaba su deporte favorito: aros de humo blanco.

Parecía hallarse en otro mundo…

Pensé en preguntar sobre la credibilidad de lo que tenía ante mí. No lo hice. Hubiera sido una imprudencia.

Se trataba de un documento fly, para Nixon.

Eso era lo importante.

Lo conocían cuatro militares, Kissinger, y poco más.

Los aros flotaban, aburridísimos.

Nadie respiraba en el «ahumadero». Yo tampoco.

Y llevé a cabo una segunda lectura, más reposada.

Mi cerebro entró en zona roja.

¡Dios santo!

Empecé a comprender…

El documento —en 26 líneas— anunciaba a Nixon que el inicio de la cuarta guerra árabe-israelí sería el 6 de octubre (1973).

¡Seis de octubre! El día del Yom Kippur o del Perdón; una jornada sagrada para los judíos.

Estaba perplejo.

¡El código hablaba del 6 de octubre!

Hora del ataque, casi simultáneo, de egipcios y sirios contra Israel (Hora «H»): 13.58 (local en El Cairo, Jerusalén y Damasco). El cruce del canal de Suez sería a las 14 horas.

Origen de la información: generales árabes Ismaíl, Baha el-Din Nofal y Mustafá Tlas.

¡Malditos militares!

Todo estaba diseñado y pactado…

Ataques iniciales: Canal de Suez y altos del Golán.

No me sorprendió la fecha; sí la relación con el código.

Sabíamos, desde hacía meses, que se preparaba una guerra.

Curtiss habló en lo alto de Masada del llamado Rapto de Europa, un diabólico plan para hundir las economías de Japón y del viejo mundo. El desencadenante era un conflicto armado entre árabes y judíos. Deduje que en febrero de ese año (1973), Curtiss ya sabía la fecha del inicio de la cuarta guerra[105] árabe-israelí.

Obviamente, si el general la conocía, Eliseo también.

No debía olvidar quién era el ingeniero y a qué organización pertenecía…

La información secreta contemplaba igualmente el número de bajas en ambos bandos: entre 2000 y 3000 muertos en el ejército judío y quizá 10.000 en el paso del canal, entre los egipcios.

Duración del conflicto: 30 a 45 días (máximo).

Puentes aéreos y marítimos: la URSS participaría con 3500 millones de dólares; Estados Unidos «invertiría» 2200 millones, también en armas, equipamiento, aviones, tanques, etc. Los «Antonov 22» rusos aterrizarían en El Cairo y en Damasco. Los barcos soviéticos cruzarían el Bósforo y desembarcarían los equipos de muerte en Alejandría y Latakía, entre otros puertos. Los «Galaxy C5» llevarían abastecimiento a Israel. En total, USA tenía previsto «ayudar» a sus aliados con 22.000 toneladas de armas y municiones.

Nombre en clave de la operación militar: «Baṛq» (Relámpago).

Había leído perfectamente.

¡Baṛq!

Las rodillas me temblaban de tal forma que tuve que apoyarme, disimuladamente, en la mesa.

Curtiss seguía en su mundo.

¡Seis de octubre: el día del relámpago!

Y el código tronó en la memoria:

«Será el día del relámpago».

El alto el fuego fue previsto para finales de ese mes de octubre.

Todas las fuerzas (soviéticas y norteamericanas) pasarían al estado de «alerta 3» (situación de emergencia nuclear).

Nota final: Kissinger deseaba una derrota moderada del ejército judío («remontable»), para apaciguar el «orgullo árabe herido».

¡Malditos políticos! ¡Todos…!

Lo vi con la claridad que provoca el relámpago.

El código estaba casi resuelto.

«Y cada error conduce a la luz».

Afirmativo.

«También el séptimo».

Las coordenadas… Afirmativo.

«Cien atardeceres después de muerto».

¡Seis de octubre!

«Vivirás lo no vivido».

Negativo.

Seguía a oscuras…

«Será el día del relámpago».

¡El estallido de la cuarta guerra árabe-israelí!

¡Seis de octubre!

Una pista decisiva…

Sólo faltaba por despejar «vivirás lo no vivido».

Curtiss —estoy seguro— percibió mi emoción, pero se mantuvo en un discreto silencio.

Se lo agradecí en lo más íntimo.

La conversación estaba siendo providencial…

Le devolví el documento y añadí, emocionado:

—Mensaje recibido, mi general… ¡Gracias!

—Tú no podías saberlo —comentó Curtiss, al tiempo que se alzaba y se dirigía de nuevo a la caja fuerte.

Guardó el papel, movió el retrato del casposo y retornó al sillón.

E insistió:

—Tú no podías saber eso…

—En efecto, mi general.

Y llevé a cabo una restricción mental: «Pero Eliseo, otro “oscuro del infierno”, sí lo supo»…

Y el general desembocó en el asunto capital:

—Así que consideras que Eliseo puede estar vivo…

No esperó respuesta, y exclamó mientras contemplaba uno de aquellos sutiles aros de humo blanco cubano:

—Interesante…

Y sonrió, malicioso.

¿En qué pensaba?

En nada bueno, supuse…

* * *

El resto de la conversación fue igualmente instructiva; sobre todo para quien esto escribe.

Curtiss deseaba hablar de los diarios.

Era otra de las razones de su llamada.

Al parecer los había concluido y resumió así la experiencia:

—¡Fascinante…, sea o no cierto!

Me molestó el comentario.

—Lo es, mi general. En los diarios cuento la verdad; al menos la que presencié y de la que he tenido conocimiento.

—¿Crees, en serio, que Jesucristo fue así?

—Jesús de Nazaret…

—Eso…

—El Jesús de los diarios, mi general, es más lógico y deseable que el que venden las iglesias…

Curtiss negó con la cabeza y replicó con cierto cansancio:

—Para alguien con mi fe, eso es lo de menos.

No era mi intención entrar en esa rueda; lo aprendí del Maestro.

Y el general prosiguió con lo que verdaderamente le interesaba:

—Quiero hacerte…

Dudó.

—Quiero hacerte —¿cómo decirlo?— un par de sugerencias y algunos comentarios, en relación a los diarios.

La palabra «sugerencias» la cargó de dinamita.

Fui todo oídos y cautela.

Y empezó por la «sugerencia» de menor calado:

—No estaría de más que añadieras una nota con el fallecimiento de tu compañero…

Me quedé de piedra, pero repliqué:

—¿Por qué iba a hacer una cosa así? No tenemos la certeza de que Eliseo esté muerto.

Y disparé, con bala:

—Puede que esté vivísimo, como acabas de comprobar…

Curtiss sonrió con suficiencia. Y contestó:

—Y eso qué importa…

—No entiendo.

—Si esos diarios ven la luz pública —cosa que evitaré mientras sea general—, y Eliseo no estuviera muerto, tu vida correría peligro…

Me miró fijamente durante cinco o seis segundos.

Después preguntó:

—¿Me he explicado con claridad?

En esos instantes no capté el doble filo de la advertencia.

Sería después, al suceder lo que sucedió, cuando comprendí.

Olvidaba con frecuencia que Eliseo era un «oscuro».

—Lo digo por tu bien —subrayó Curtiss.

El instinto tocó en mi hombro.

Debía aceptar…

Y prometí pensarlo.

—Y ya que hablamos de tu seguridad —comentó el general— no olvides, por favor, lo que te recomendé en la casa de campo…

Me sorprendió el «por favor». No era el estilo de Curtiss.

Tampoco supe a qué se refería.

—Pase lo que pase —aclaró—, y veas lo que veas, no renuncies a «Rayo negro»…

¡Qué obsesión!

Dije que sí, por decir algo…

El habano, fallecido hacía rato, fue resucitado por segunda vez.

Curtiss aspiró con ansiedad, como si le fuera en ello la misma vida, y fue liberando palabras y humo a un tiempo:

—¡No renuncies! ¡Es una orden!

¿Qué demonios sucedía con «Rayo negro»?

—Por cierto —recordó el general súbitamente—, hablando de esa maldita nave, mañana, a primera hora, preséntate en el despacho de mi ayudante.

Sonrió, malévolo, y redondeó:

—Tiene una sorpresa…

¡Vaya! Las sorpresas de Curtiss me horrorizaban.

Segunda sugerencia.

Se puso serio, me señaló con el puro, y soltó sin el menor pudor:

—Deberías encerrarte en el «avispero», hasta nueva orden, y modificar los diarios…

—¿Cómo dices? ¿Cambiarlos?

Asintió en silencio y esperó mi reacción.

Permanecí pensativo.

¿Qué pretendía aquel miserable?

Me observó con fiereza y prosiguió:

—Eso he dicho. Cambiar los diarios en todo aquello que atenta contra los principios de la santa madre iglesia, y en especial, que lastime a la Santísima Virgen.

Pensé a toda velocidad.

Si me negaba estaba muerto…

Tenía que ganar tiempo.

Necesitaba resolver el código.

El acceso al «avispero» era vital.

Nadie debía molestarme.

¿Era capaz de simular que trabajaba en los «retoques»?

Lo era.

Estaba decidido: le diría que sí…

Pero hice como que me resistía:

—Mi general, eso no sería correcto.

—¡Hombre de Dios! ¿Y quién se va a enterar?

—Yo, mi general… Yo me enteraré.

—Insisto: esos diarios nunca verán la luz. No tienes por qué preocuparte.

—En ese caso —presioné—, ¿qué necesidad hay de cambiar nada?

—Yo me quedaré más tranquilo…

Y añadió, convencido:

—La Virgen merece otro trato.

De repente le llegó una idea y clamó, triunfante:

—Además, si los diarios fueran publicados, te crucificarían.

—Yo no soy el protagonista…

—Es igual. Quien se atreva a sacarlos a la luz será crucificado. El poder de la santa madre iglesia viene de arriba.

—Tienes razón en algo. Primero lo crucificaron a Él. Después crucificarán al que los haga públicos[106].

Y lamenté:

—¿Qué importa engañar al mundo por segunda vez?

Curtiss se regocijó.

—Veo que, por fin, comprendes. En el mundo sólo hay buñoleros.

Entendí que se refería a pelagatos. Y prosiguió:

—¡El mundo! ¿Qué sabe el mundo?

Indicó con el puro la caja fuerte y comentó, esta vez cargado de razón:

—Esos don nadie nacen, malviven, pagan impuestos y mueren sin saber que políticos y militares los engañan. Se avecina una guerra preparada —como todas— y no se enteran… El pueblo es un chinerío.

Tenía, como digo, toda la razón. Pero ocultaba algo: los militares mandan sobre los políticos.

No quise enredar la madeja y silencié los pensamientos.

—¡Manos a la obra! —ordenó Curtiss, dando por hecho que aceptaba las «sugerencias»—. ¡Tienes mucho trabajo! ¡Hay que cambiar los diarios!

Y advirtió, sutilmente:

—Cuando concluyas las «reformas» volveré a leerlos…, en su totalidad.

Mensaje recibido.

Y Curtiss pasó a otro asunto.

—Tengo una duda…

Percibí que no sabía cómo plantearla.

—Tú dirás…

—¿Por qué cambias de estilo al final de los diarios?

Creí saber a qué se refería, pero me hice de rogar.

—¿Cómo dices?

—Los últimos capítulos —matizó— no tienen nada que ver con los primeros…

—¿Puedes ser más explícito? Los diarios cuentan una sola historia.

—Sí y no… Hasta Beit Ids, y el torvo ese de «Matador», todo es denso, con un mismo estilo. Después, los diarios cambian. Hablan de cosas frívolas, como la Chipriota, los dados de Tomás o la segunda esposa de Mateo…

Y Curtiss arriesgó:

—Pareces distraído…

—¿Distraído? No conocerás a nadie más atento que yo, y más obsesionado por el dato…

—Quizá no he utilizado el término correcto. Yo me entiendo… No es que sea bueno o malo… Es tu estilo, pero me ha llamado la atención. Eso es todo.

—Sabes que no soy escritor —me justifiqué—. Lo mío es la física cuántica…

Y me pregunté, indignado conmigo mismo: ¿Por qué me justificaba ante aquel mentiroso y traidor?

—¡Ah, eso no…! También eres bueno en tintes y pinturas, en tomar referencias y en pelirrojas…

Palidecí.

Creí que había suprimido las alusiones a mi amor por Ruth.

Quizá no fue así.

Tenía que andar con pies de plomo.

Curtiss era rápido como una cobra.

—No sé —improvisé—. Quizá pensé que un estilo más desenfadado podía ser del agrado de todos, incluido el Maestro.

Me miró, atónito. Y preguntó:

—¿El Maestro ha leído los diarios?

No me permitió responder. Y añadió:

—¿Le has hablado de mí a Jesucristo?

Negué con la cabeza, estupefacto.

—Disculpa —rectificó—, Jesús de Nazaret…

Y siguió enroscado en aquel absurdo:

—Entonces ¿has hablado del general Curtiss al Salvador?

Me sentí atrapado.

El propio general llegó en mi auxilio:

—Comprendo: eso lo has dejado para el final… ¿Y qué dirás?

Me hallaba con la boca abierta, desconcertado.

—¿Hablarás de mis puros?, ¿de Estrella?, ¿del retoño de olivo?, ¿de mi decisiva actuación en Caballo de Troya?, ¿de cómo sacamos los diarios del «avispero»?, ¿de mi devoción por la Santísima Madre del Redentor…?

—Es posible.

—Lo daré por bueno mientras no utilices conmigo esas licencias literarias…

Y soltó una carcajada.

—Así que el Maestro construyó un barco en las colinas de Beit Ids…

Asentí.

—Y la tal Rebeca se enamoró de Él…

Dije que sí.

—Y Juan era un soberbio y un fatuo…

Me puse serio.

—Y a Yehohanan le metieron el pene en la boca…

Le interrumpí:

—No son licencias literarias. Nunca miento, mi general.

Y disparé a la línea de flotación:

—No he sido entrenado para mentir…, como otros.

Curtiss no se dio por aludido, o lo dejó pasar.

—Bueno, tampoco es grave… Además encaja con lo que te propuse…

—No recuerdo.

—Te dije que trataras de restar credibilidad a la historia… Pues bien, con ese estilo «desenfadado» lo has conseguido. ¡Bravo!

Guardé silencio. Discutir no era provechoso.

Y Curtiss sonrió, agradecido. Aparentemente, quien esto escribe había aceptado todas las sugerencias.

Sí, aparentemente…

Y saltó a otro asunto:

—Y ahora responde a algo que me consume.

Aún podía ser peor… Y me apreté los machos.

—Lo intentaré, mi general.

—Háblame de la muerte…

Temblé.

—Él te explicó, según he leído.

—Lo hizo en varias oportunidades…

—Sé que era un tema de especial interés para Eliseo.

—Lo era y lo es…

Percibí miedo en la mirada del general. Y recordé las palabras de Estrella, la esposa, en la mañana del sábado 11, mientras cocinábamos: «Curtiss teme por su vida».

Traté de huir:

—Todo, o casi todo, está en los diarios…

No lo permitió:

—Lo sé, lo sé… Pero tú le has visto…, resucitado.

Asentí.

—Y es la mejor prueba —añadí— de que hay vida después de la muerte…

—¡Háblame! Dame detalles…

—¿Qué detalles?

—¿Me garantizas que seguiré vivo tras la muerte?

Los ojos se le humedecieron.

Buscó, tembloroso, otro habano y le prendió fuego sin dejar de mirarme.

—Según Él, sí… Tras la muerte despiertas a la realidad.

—No quiero filosofía —replicó—. Dame respuestas claras y sencillas…

—La realidad espiritual no es filosofía. Tiene su propia gravedad…

—Pero ¿cómo es eso de la muerte? ¿En qué consiste? ¿Cuál es el procedimiento?

Me eché a reír.

—No hablamos del manual… Pero sé que la muerte es un dulce sueño.

Y utilicé las palabras del Hombre-Dios:

—La muerte, mi general, es simple, como todo lo genial. Te duermes, como digo, y, de pronto, despiertas en un lugar que no conoces.

—¿Cómo de rápido?

—No hay tiempo…

—¿Y sabes que estás muerto?

—Al principio no… Ellos te lo hacen comprender.

—¿Ellos?

—Digamos que los ángeles, aunque no son tales.

—¿Y quién me juzga?

—Nadie. No se muere para ser juzgado…

—Pero la santa madre iglesia dice…

—Nadie juzga a nadie. En los mundos MAT se ingresa para otros menesteres[107].

—Sí, el invento de Eliseo.

—¡Bendito invento! Debería ser enseñado en las escuelas…

Asintió mecánicamente, pero dudo que alcanzara a comprender el total significado de mis palabras.

—Entonces, los comunistas…

—Tampoco serán juzgados, mi general. No es necesario. ¿Recuerdas el «regalo»?

—La pizarra, sí…

Pero Curtiss seguía erre que erre:

—¿Me garantizas que no iré al infierno, con los rusos?

—Te garantizo que estarás con los rusos, pero no en el infierno. Ese lugar no existe y tampoco el purgatorio o el limbo. Son inventos humanos para meter miedo y esclavizar. El Padre Azul no necesita venganza. El amor no la utiliza.

—Entonces, si no hay infierno, ¿qué hay?, ¿qué hacemos con los comunistones?

Sonreí con desaliento.

Ni en mil años hubiera asimilado el mensaje de esperanza del Hijo del Hombre.

En fin, era su «contrato».

—Después de la muerte, mi general, hay vida, conocimiento, aventura, amor, no tiempo, sorpresas, hermandad espiritual, asombro infinito, gratitud y bellinte.

—¡Bellinte! La belleza y la inteligencia del Padre a la hora de crear…

—Afirmativo.

—¿Y me garantizas que veré a Jesucristo después del dulce sueño de la muerte?

Se dio cuenta y rectificó:

—Jesús de Nazaret…

—Lo que sé, porque Él me lo dijo, es que lo verás a su debido tiempo, aunque allí no podemos hablar de tiempo, en sentido convencional. Recuerda: es la realidad…

No escuchó.

—Pero la santa madre iglesia dice que veré a Dios nada más morir, si he sido bueno…

¡Dios mío, necesitaba paciencia!

—No es eso, Curtiss, no es eso…

Y ensayé otra aproximación:

—No estamos preparados para ver al Padre Azul, cara a cara, de la misma manera que no debemos aproximarnos al sol.

—Entiendo, pero ¿le veré?

—Ése es nuestro penúltimo objetivo. Te lo garantizo.

—¿Me garantizas, entonces, que seré feliz después de muerto?

—Garantizado al ciento por ciento, mi general.

Me asombré. ¿De dónde sacaba tanta seguridad?

¡Qué pregunta tan tonta!

—¿Y Estrella? ¿Estará a mi lado?

«Quién sabe —pensé—. Ella es más lista que tú».

Pero tiré por un camino menos comprometido:

—Eso no importa, Curtiss. La felicidad no es asunto de uno o de dos, sino de todos.

—¿Te lo dijo Él?

—Así es…

—No recuerdo haberlo leído en los diarios…

Sonreí, malévolo.

—¡Tú te guardas cosas!

—Pero no me las llevaré a la tumba, mi general.

Curtiss era obsesivo:

—Soy un pecador… La santa madre iglesia dice que tenemos que hacer penitencia y arrepentirnos… ¡No me salvaré, Jasón!

No tenía sentido discutir. Curtiss no era culpable. Su «contrato» era su «contrato».

Pero grité:

—¡Serás feliz! ¡Hagas lo que hagas y pienses lo que pienses!

Estaba asombrado. Era la primera vez que le gritaba a un general…

Y replicó, mansamente:

—¿Tan fácil?

—Tenemos que desaprender, mi general. El Padre Azul no es lo que venden.

Dejé correr unos segundos y soplé en su mente:

—El Padre es nuestro navegante… ¿Volarías con alguien del que no te fías? El Número Uno no es lo que crees… Es el TODO, elevado a la enésima potencia. Ya te ha salvado. Dispones de un alma inmortal. Esto, la vida, es un asomarse a la imperfección. Después continuarás la aventura y volarás hacia Él, más que supersónico. ¡Disfruta de lo que tienes porque, tras la muerte, todo será distinto!

* * *

Y la conversación derivó hacia lo inmediato.

Al día siguiente, 21 de agosto, Curtiss volaría a Washington D. C.

Allí se reuniría con los sayones del Pentágono.

No mencionó a Kissinger.

Y ultimaría los preparativos para las reuniones con los sátrapas de Amman.

Prometió mantenerme informado sobre las peripecias que corriera el cadáver del supuesto Eliseo, tanto si se llevaba a cabo la autopsia como si no.

Nuestro enlace sería Domenico.

Yo, mientras tanto, me ocuparía de lo «acordado»: rectificaría los diarios y ajustaría el contenido al sentir y a los dogmas de la santa madre iglesia…

Eso prometí, aunque no era mi intención cambiar una sola coma.

Nadie me molestaría.

Seguiría disponiendo de las llaves del «avispero» y de una escolta.

Sería mi única ocupación, hasta nueva orden.

Curtiss revisaría los diarios a su regreso de Jordania.

Dije a todo que sí. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Y el Destino sonrió, burlón.

Nos despedimos.

Caminé hacia la puerta y, cuando me disponía a salir del «ahumadero», el general me reclamó.

Se había puesto en pie.

En la mano izquierda sostenía el rosario de plata.

La voz se presentó humillada.

Me alarmé.

Saludó militarmente, con el habano, y exclamó:

—Ha sido un placer trabajar contigo.

Sonreí y correspondí al saludo:

—¡Gracias, mi general!

Noté fuego en el estómago.

Otra vez aquella sensación…

Parecía un aviso.

Curtiss, entonces, sin dejar de saludar, añadió:

—¡Que Él te bendiga…, pase lo que pase!

Tuve un presentimiento.

Oscurecía cuando la policía militar me dejó en el pabellón de oficiales.

El sol huyó ese día a las 18 horas y 36 minutos.

Fue otra jornada para no olvidar, sin duda.