Dormí profundamente.
Y amaneció aquel fin de semana, inolvidable.
Decisivo, diría yo, en la presente historia.
Tras desayunar y pasear un rato por el bosque de Josué me encerré de nuevo en el pabellón de oficiales.
De Curtiss no tuve noticias. Mejor…
Y, más sereno, dediqué el tiempo a algo que había arrinconado conscientemente; no sé si por miedo o por dejadez. Supongo que por lo primero.
Y pensé: ¿«Por qué no me enfrenté a aquella última parte del código mucho antes»?
Hubiera ahorrado tiempo, energía y, sobre todo, disgustos.
Quién sabe…
El Destino no mide como nosotros.
Lo que llamé «séptimo error» (en el código) se presentó ante mí en la tarde-noche del sábado, 18 de agosto de 1973.
Pero iré paso a paso…
Tomé papel y lápiz y me dispuse a desenmascararlo.
El texto en cuestión, como se recordará, decía así:
«Ese domingo, 17 de noviembre, el orto solar se registró a las 3,1 horas, 27 minutos y 025 segundos (Número)».
Algo más allá continuaba de la siguiente forma:
«La luna aparecería a las 3,5 horas, 33 minutos y 34 segundos (Ezequiel)».
Sentí un pálpito.
Allí se escondía algo…
¡Qué torpeza! ¡Hasta un ciego lo hubiera visto!
Situé el código —en colores— a la vista y empecé a marear la perdiz.
Comparé.
Lo traje y lo llevé.
Suprimí palabras.
Añadí otras…
Fue trabajo en vano.
Así discurrieron varias horas.
El «error» parecía de hierro. No fui capaz de arañarlo.
Y, aburrido, pensé en abandonar.
El especialista en números era Eliseo… Nunca mejor dicho.
Y en ésas me hallaba, a punto de tirar la toalla, cuando llamaron a la puerta.
¡Era la bella intuición!
No entró.
Estaba hermosísima…
Y susurró desde el pasillo:
—¡Los números!
¿Los números?
Y la bella se alejó, de puntillas.
Cerré la puerta de la imaginación y centré mi inteligencia (?) en los números que aparecían en el referido «séptimo error».
Olvidé las palabras, dispuse los números en hilera, tal y como se presentaban en el «error», y leí:
17-3,1-27-025-3,5-33-34
Miré y remiré.
Seguí a oscuras.
¡Qué hombre tan torpe!
Permuté dígitos.
Invertí el orden.
Empecé por el final…
Nada de nada.
Casé unos números con otros.
Los divorcié.
Hice todas las diabluras que se me ocurrieron, y alguna más.
No dijeron ni mu.
Eran números dóciles y sufridos…
Y las combinaciones, cálculos y especulaciones provocaron una humareda en mi cerebro.
Lógico.
Me rendí por segunda vez.
Opté por dejarlo, de momento, y dar otro paseo.
Comí algo y ventilé la mente.
Al poco me hallaba de nuevo en mi habitación.
Era asombroso.
Algo tiraba de mí, y por la nariz.
Y siguieron las cábalas, las anotaciones, los quebraderos de cabeza y el humear de la sesera.
Nada.
El «séptimo error» era incombustible.
¿Me había equivocado al considerarlo una anomalía?
De lo único que estaba seguro es que no era un fallo mío.
Y, de pronto, cuando el sol se alejaba, aburrido, recibí aquella especie de chispazo.
¡Qué burro!
¿Por qué no lo vi antes?
Por seguridad, empecé de cero. Rescaté los seis primeros «errores» y observé, con alivio, que los números que acompañaban a las falsas citas bíblicas eran los mismos que estaba mareando desde la mañana.
¡Vaya!
Y leí, aturdido: «Zacarías 2,7 - Zacarías 3,1 - en el año 025 - Semihazah 3,5 - (será el día del relámpago) (3,4) y Éxodo (3,3)».
Entonces recordé el susurro de la bella intuición:
¡«Los números»!
Extraje los dígitos de las referidas falsas citas bíblicas y los dispuse en hilera (por orden de aparición):
2,7-3,1-025-3,5-3,4-3,3
¡Vaya y revaya!
Estos números eran casi idénticos a los que figuraban en el «séptimo error». A saber:
17-3,1-27-025-3,5-33-34
El 17 era el único que no se repetía.
Lo suprimí.
Y ambas hileras quedaron así:
2,7-3,1-025-3,5-3,4-3,3 (citas bíblicas).
3,1-27-025-3,5-33-34 («séptimo error»).
Quedé embobado.
De no haber sido por las comas, los números, prácticamente, eran gemelos.
Aquello no tenía pinta de casualidad, ni muchísimo menos.
El 3,1 de la primera hilera se cruzaba, en aspa, con el 3,1 de la segunda. Y lo mismo sucedía con el 2,7 y el 27.
El 025 y el 3,5 mantenían idénticas posiciones en ambas hileras.
En la «cola» volvía a repetirse el cruce en aspa.
¡Asombroso!
En criptografía, el doble cruce en aspa es denominado «ratificación bailada» (!).
¿Casualidad? Lo dudo.
¡Vaya! La frasecita me sonaba…
Y llegué a una brillante conclusión: yo, torpe hasta decir basta, hubiera necesitado mil años (?) para alcanzar una construcción así.
Sencillamente, me pareció simple y ardua.
El autor era un genio.
Pero no lo había visto todo…
Presentí que estaba acariciando algo. Lo sentí en las puntas de los dedos…
Alguien trataba de comunicarse con quien esto escribe.
Pero ese alguien sólo podía ser Eliseo…
¿Eliseo?
¡Dios mío! Acababa de ver su cadáver… Mejor dicho, el supuesto cadáver.
Y los cielos tuvieron piedad de mí. ¿Qué otra cosa puedo pensar?
En eso volvieron a llamar a la puerta.
Era la bellísima, de nuevo.
Parpadeó, emocionada, y sugirió:
—Las comas…
Y se alejó en la penumbra del pasillo.
¡Qué maravilloso y emocionante trasero!
Olvidé la banalidad y caí de nuevo sobre el código.
¡Vaya y revaya!
Suprimí las comas, como aconsejaba la intuición, y esto fue lo que apareció:
27 31 025 35 34 33
31 27 025 35 33 34
Las parejas de números, idénticas, aunque en posiciones diferentes, pivotaban en torno al 025 y al 35.
Y los cruces, en aspa, surgieron en todo su esplendor.
Lo dicho: quien esto escribe no hubiera logrado algo así ni en mil años…
No fue un escalofrío lo que experimenté. Fue una cadena de escalofríos.
«Alguien» se acercaba, sigilosamente…
Y fue al contemplar la doble secuencia —de forma panorámica— cuando mi cerebro de piloto reaccionó…
¡Dios santo!
¿Cómo no lo había visto mucho antes?
¿Y yo era aviador?
¡Un pendejo! Eso era…
Miré el reloj.
Marcaba las 21 horas.
Y escribí, triunfante:
27° 31’ 025” - 35° 34’ 33”
31° 27’ 025” - 35° 33’ 34”
¡Se trataba de coordenadas geográficas!
Estaba flotando…
¡Lo había logrado!
Para ser exacto: casi lo había logrado.
Eran coordenadas, pero faltaba algo vital: la longitud y la latitud.
¿Qué indicaban? ¿Tenía que buscar algo en particular en ese punto? ¿Qué punto? ¿Por qué unas coordenadas?
Fue tal la emoción que la mente quedó encharcada.
No pude dar un paso.
Quería llorar, pero no sabía cómo.
Lo dejé y corrí al bar de Joco.
Alguien, en efecto, había llegado hasta mí.
Al fin…
* * *
La bella intuición jamás traiciona, ni se equivoca, como afirmaba el añorado Maestro.
Los supuestos errores no eran tales.
Alguien deslizó «anomalías» en los diarios, y con toda intención.
Ese «alguien» —yo lo sabía— era Eliseo, el ingeniero.
Y siguió latiendo aquel pensamiento: ¡Vive!
Pero, si era así, ¿por qué? ¿Qué sentido tenía todo aquello? ¿Qué trataba de comunicarme? ¿Por qué no dijo nada cuando nos hallábamos en la nave? Hubiera sido más sencillo…
Eso ya no tenía solución. Estaba donde estaba.
Y me dormí, inquieto.
Tuve ensoñaciones absurdas.
La bella que caminaba de puntillas se presentó en los sueños y repitió, obsesivamente:
—«Número… Ezequiel… Número»…
La palabra «Número» (no comprendí por qué hablaba de «Número» en lugar de «Números») la repitió 226 veces.
Era agotador.
Me perseguía, allá donde fuera, se inclinaba hacia mí, y susurraba las citadas palabras.
«Ezequiel» la pronunció 137 veces.
Al inclinarse le veía los pechos. Eso me consolaba.
El domingo, 19, puse la habitación patas arriba y comprobé, con espanto, que no disponía de un solo mapa en el que estudiar las coordenadas.
Me resigné.
Tampoco conocía la información clave: las referidas longitud y latitud.
Sin ellas no había nada que hacer.
Debería esperar al lunes. Entonces acudiría al Dryden (Centro de Investigación de Vuelos de NASA), ubicado cerca del pabellón de oficiales, y resolvería el asunto.
¿Resolver el asunto?
Era más tonto de lo que aparentaba.
Primero tenía que despejar la incógnita de la longitud y de la latitud.
Y aun así…
Contemplé de nuevo las coordenadas:
27° 31’ 025” - 35° 34’ 33”
31° 27’ 025” - 35° 33’ 34”
Aquello admitía múltiples combinaciones.
Demasiadas…
Y recordé los sueños.
¿Por qué la bella insistió en las palabras «Número» y «Ezequiel»? ¿Por qué las repitió 363 veces?
El instinto avisó.
Allí se escondía algo.
Y recordé el consejo del Hijo del Hombre: «busca siempre la perla de los sueños».
«Números» (no «Número») es el cuarto libro del Pentateuco (como un estúpido me empeñé en «Números»).
«Ezequiel», por su parte, es el quinto de los libros proféticos del Antiguo Testamento.
¿Y qué relación tenían con lo que buscaba?
En apariencia ninguna.
Pero ensayé y ensayé cuantas fórmulas planearon en mi mente.
Traté de encajar «Números» y «Ezequiel» entre las coordenadas.
Aquello era mezclar agua y aceite.
El desastre fue total.
«Números» es el relato del peregrinaje de los judíos por el desierto.
Bueno, lo mío también era un peregrinaje…
En cuanto a «Ezequiel», ya se sabe: la visión del carro de fuego y del libro…
Y, de pronto, recordé algo, contenido en el referido texto de Ezequiel (2, 8): «Y tú, hijo de hombre, escucha lo que voy a decirte, no seas rebelde como esa casa de rebeldía. Abre la boca y come lo que te voy a dar».
Ahora, sabiendo lo que sé, «aquello» resulta mágico y portentoso.
Y otra frase, también de Ezequiel (2, 3), trompeteó en la memoria: «Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a la nación de los rebeldes, que se han rebelado contra mí».
Lo dicho: mágico…
El esfuerzo se prolongó toda la mañana.
Negativo.
«Números» y «Ezequiel» no tenían pinta de latitud y longitud…
Me equivoqué, claro.
Y durante un tiempo me dejé caer en la cama, perdido.
No sabía por dónde tirar.
Y volvieron a golpear la puerta.
Salté, emocionado.
¡Socorro!
Era la bella, bellísima, del trasero emocionante.
Tampoco quiso pasar. Me miró y aclaró:
—Sobran letras…
Y desapareció en la penumbra de la imaginación.
¡Vaya!
¿Cómo que sobran letras?
Volví a la mesa y revisé el desastre.
«Números»…
Y llamaron de nuevo a la imaginación.
Era ella, la intuición.
No me permitió preguntar.
Estaba seria.
Y exclamó:
—Número, en singular…
Se alejó.
Esta vez ni me fijé en el trasero.
¿En singular?
Repasé el llamado «séptimo error» y caí en la cuenta.
Estaba equivocado.
En la «anomalía» no se hablaba de «Números», en plural, sino de «Número».
La bella fue muy explícita: «Sobran letras».
Y a ello me dediqué, al ciento por ciento de mi capacidad.
«Sobran letras»…
Y fui eliminándolas de las palabras «Número» y «Ezequiel».
Y en éstas estaba cuando, súbitamente, vi la luz.
¡Vaya y revaya!
«Número» contenía la «n», de norte y la «e» de este. El resto de las letras sobraba.
Quedé gratamente desconcertado.
«Ezequiel», a su vez, reunía la inicial de este (tres veces). El resto sobraba, igualmente.
Comprendí.
De haber manejado «Números», en plural, me habría encontrado con la «s», de sur, y todo se hubiera embrollado un poco más[104].
El corazón dio un salto.
«N», con mayúscula, y «E», igualmente en mayúscula.
¡Norte y Este!
Y la ratificación, siempre obligada en criptografía: la letra «e» (este) se repetía tres veces.
No tuve duda.
Podía ser una pista…
El problema, ahora, eran las múltiples combinaciones que se derivaban de las secuencias numéricas que interpreté como coordenadas geográficas.
Tenía que armarme de paciencia y buscar.
Una de las combinaciones tenía que decirme algo.
Tenía que guardar algún tipo de conexión con el código. Ésa era la clave.
Los seis «errores» y el séptimo tenían que formar un todo.
Y recordé: «Cada error conduce a la luz. También el séptimo».
Mensaje recibido.
Seis «errores» y unas coordenadas…
Sé que iba por buen camino.
Un código y unas coordenadas.
Pero las dudas, salvajes, atacaron por la espalda:
¿Y para qué servía aquel misterio…? Si Eliseo estaba vivo, ¿qué pretendía…? ¿Y si quien esto escribe no era capaz de resolver el enigma?
Por supuesto, a esas alturas, el código formaba parte de mí mismo:
Y cada error conduce a la luz.
También el séptimo.
Cien atardeceres después de muerto vivirás lo no vivido.
Será el día del relámpago.
(Coordenadas).
¡Qué misterio!
El resto de la jornada me comí los puños, de impaciencia. Paseé. Zarandeé al código, para que hablase, e imaginé.
La del culo emocionante no dio señales de vida.
Lástima…
En el bar de Joco se rumoreaba algo sobre una conjura para matar a Nixon.
No hice caso.
Y me dormí entre coordenadas, al sur de la razón…