A las 7 horas de aquel miércoles, 1 de agosto de 1973, me hallaba nuevamente en el «avispero».
El instinto advirtió.
El general llegaría de un momento a otro.
Así fue.
Revisé la caja de melocotones.
Todo aparecía en perfecto estado de revista…
Y esperé, pegado a la pantalla del primo de «Santa Claus».
Quedaba mucho por revisar…
Y a las 8 horas llamaron a la puerta.
Al abrir encontré a la escolta en posición de firmes y pálida como el papel de fumar.
Frente al búnker descubrí el «Wagoneer» blanco e impecable del general.
Todavía rugía.
Era un potente vehículo militar, con 155 caballos y unos faros sonrientes.
Lo había contemplado muchas veces, pero hablábamos poco.
Lo conducía Domenico.
Curtiss descendió del «Wagoneer» y caminó, decidido, hacia la puerta en la que me hallaba.
El ayudante lanzó un saludo.
El cabo me observó de reojo y preguntó con la mirada: «Y ahora qué»…
Comprendí.
Era la primera vez que todo un general de la USAF pasaba revista a su tropa de juguete.
Lo tranquilicé con un gesto.
No sirvió de nada. Walter continuó temblando, y también el subfusil.
El general pasó por delante de la escolta y, como sospechaba, ni miró.
Había empezado a preparar uno de sus habanos.
Saludé y Curtiss correspondió, pero con el cigarro.
Y se coló, rápido, en el búnker.
Cerré y le ofrecí asiento. Las de Seattle se sintieron recompensadas, al fin.
El general fue directo:
—¿Qué tienes?
Guardé silencio.
Me dirigí a la caja número uno. Retiré los melocotones, desanudé la cuerda, abrí la bolsa de plástico, y extraje un mazo de hojas.
Curtiss miraba, atónito.
Deposité los folios sobre la mesa y le invité a leer:
—La «perla» es de primera, mi general…
Curtiss se dispuso a incendiar el habano. No lo permití.
Refunfuñó y terminó mordisqueándolo.
La computadora y los «tóner» me hicieron un guiño. De nada…
Y la lectura de los diarios lo atrapó.
Pregunté si deseaba café.
No respondió.
Eso significaba que sí.
Salí y solicité un termo al jefe de la escolta.
Aproveché para cambiar impresiones con Domenico.
El ayudante no resolvió mis dudas.
Desconocía las intenciones del general respecto a seguir o no al frente del proyecto Swivel. Las desconocía o no quiso comprometerse…
Y anunció lo que sabía: Kissinger había dado luz verde a «Rayo negro» y el equipo director trabajaba, a toda máquina, en la puesta a punto del mismo.
Insistí.
—¿Seguirá Curtiss como jefe del proyecto?
Domenico se encogió de hombros y esquivó mi mirada.
Eso no me gustó.
Domenico ocultaba algo.
La lectura de los diarios se prolongó toda la mañana.
El ayudante del general estaba perplejo. Curtiss no había salido a fumar ni una sola vez…
Yo proseguí con lo mío, atento a la pantalla del ordenador.
De vez en cuando observaba a Curtiss.
Se hallaba inmerso en la lectura. Él mismo rescataba los folios de la caja de fruta y volvía a sentarse.
Del puro no quedaba nada. Se lo había comido, literalmente.
A las 13 horas levantó la vista del papel. Me contempló como si fuera la primera vez que me veía, y declaró:
—¡Buen trabajo!
No supe a qué se refería, exactamente.
Tampoco indagué.
Lo que me preocupaba era otro asunto…
El general se puso en pie, guardó los folios, y se entretuvo en amarrar la cuerda. Después, encantado de la vida, fue colocando los nueve melocotones sobre la bolsa negra, disimulando el contenido de la caja.
Terminada la maniobra, reconoció, sonriente:
—Ha sido la mejor desobediencia de tu vida…
—Sí, mi general… —balbuceé.
Permaneció serio, con la mirada perdida en las cinco cajas. Al poco regresó a la realidad y comentó:
—Hay que sacar esto de aquí… Sobre todo ahora.
¿Qué quiso decir?
Me quedé con la primera frase.
¡Era lo que buscaba!
—¿Se te ocurre algo? —intervino Curtiss.
Negué con la cabeza.
Dije la verdad.
Estaba seco…
Curtiss caminó en silencio junto a los «tóner». Los acarició con las puntas de los dedos y terminó reuniéndose con quien esto escribe, frente a la mesa y a las de Seattle.
Me miró fijamente y proclamó:
—Creo que sé cómo hacerlo…
No dio explicaciones. Y yo, como un tonto, tampoco pregunté.
Consultó su reloj:
—¿A qué hora oscurece?
Tecleé en la computadora y repliqué:
—A las 18 horas, 54 minutos y…
No me permitió terminar. Sonrió, complacido, y sentenció:
—No tienes arreglo…
Abrió la puerta y, cuando se disponía a salir, ordenó:
—Espera mi regreso…
—Sí, mi general, pero…
—Estaré de vuelta al anochecer.
Puso un pie en el exterior y, de pronto, como si recordara algo importante, se volvió y añadió:
—Por cierto, ¿no crees que merezco unas vacaciones?
No supe qué decir.
¿Vacaciones? ¿A qué venía esa pregunta?
—Supongo, mi general…
Fue lo único que acerté a ensamblar.
¿Qué se proponía?
—Recuerda —concluyó—. No te muevas…
Señaló las cajas de melocotones y reconoció, bajando el tono de voz:
—Esa «perla» es realmente valiosa. Tenías razón. Conviene tasarla y conservarla como Dios manda.
—Sí, mi general…
* * *
Aguardé, volcado en el monitor azul del ordenador.
No detecté nuevas anomalías.
Eso me tranquilizó, en parte.
¿Qué maquinaba el general? ¿Cómo pensaba sacar las cinco cajas de folios del «avispero» y, sobre todo, de la zona restringida?
Era cuestión de esperar…
A las 18 horas y 57 minutos golpearon la puerta.
El sol acababa de ponerse.
Era Walter.
Señaló hacia los pabellones.
Por el camino de polvo cabeceaba un 4 por 4.
Traía los faros encendidos.
La luz violeta y rasante del desierto lo perseguía, inútilmente.
Era un viejo y chirriante hardtop del 64; un CJ6 verde oliva, con siete ventanas de plexiglás, y capaz para ocho humanos.
Frenó, con ganas, frente al «avispero».
No podía creerlo…
¡Curtiss aparecía al volante!
Lo acompañaba Domenico.
¿Qué diablos tramaba?
Me paseé, intrigado, alrededor del vehículo militar.
Era antiguo, pero voluntarioso.
Los asientos de la parte de atrás habían sido retirados.
Recordé las características: carga útil, 372 kilos; par motor, 11,75 kg; velocidad mínima sostenida (en TT), 5 km/h; peso máximo, 590 kilos; frenos hidráulicos; tracción de árbol delantera con un transfer de dos velocidades; montura para ametralladora de 30 milímetros…
¿Dónde había conseguido aquella antigualla?
El general saltó del hardtop y saludó.
¡Dios santo!
Vestía uniforme de campaña, con gorra de béisbol[72], y todas sus medallas (!), incluidas la DFC y la DSM[73].
Estuve a punto de soltar una carcajada, pero Domenico me fulminó con la mirada.
La escolta imaginó lo peor, con razón.
Walter susurró al oído:
—Mayor, ¿han desembarcado los rusos?
Le seguí la supuesta broma:
—No, Walter… Es Pearl Harbor, otra vez…
La tropa estaba alucinada.
Y el cabo, que no bromeaba, insistió:
—Pero, mayor, ¿qué vamos a hacer? Casi no tenemos balas…
Quise tranquilizarlo.
Curtiss era muy teatral.
Y recordé la que montó en Masada, con los beduinos[74]…
El general se dirigió al cabo y ordenó:
—¡Acompáñame, hijo!
Y marcharon hacia el «avispero».
Corrí tras ellos.
¿Qué se proponía?
Al ver las cajas, con los melocotones, el cabo quedó perplejo.
El general indicó que llamara a sus hombres y que las cargaran en la parte de atrás del hardtop.
Walter me miró, confuso.
Asentí con la cabeza y el cabo, aturrullado, olvidó la orden y se dispuso a levantar la primera de las cajas. Pero el subfusil se deslizó desde el hombro y fue a estrellarse contra el pavimento. Poco faltó para que se disparase…
Y, por un momento, imaginé: Curtiss herido en un pie… Todo lleno de sangre… Una investigación… Alguien descubre la copia de los diarios… El general en el hospital y yo en presidio…
Borré los negros pensamientos y me centré en lo que tenía que centrarme.
Recordé la orden del general y el cabo, serenándose, salió a la búsqueda de sus hombres.
Curtiss estaba lívido.
Hizo ademán de fumar, pero volví a prohibírselo.
Y la escolta terminó cargando las cajas de melocotones romanos y trasladándolas al vehículo.
«Fue una operación militar rápida y brillante», en palabras del general.
Y añadió feliz:
—Como en Corea…
El general tenía los ojos brillantes…
Deduje que hablaba en serio.
Concluida la «operación militar», Curtiss dio otro par de órdenes: la escolta debería abrirnos paso, con el jeep, hasta la barrera de salida de la Fog, y quien esto escribe acompañaría al general y a su ayudante en el hardtop.
Walter me miraba, descolocado.
Adiviné sus pensamientos.
«¿De dónde salieron las cinco cajas de melocotones? Él me proporcionó diez, pero vacías. Ahora habían transportado cinco, pero llenas»…
No sé si era creyente y si pensó en la multiplicación de los panes y los peces…
En esa escena no estuve.
Tampoco aclaré nada. Para qué…
Colgué la «perla» del cuello, cerré el «avispero», y coordiné con el cabo para vernos al día siguiente, en el lugar y a la hora acostumbrados.
Domenico se instaló de nuevo en el asiento del copiloto.
No tuve opción.
Me introduje en la parte de atrás del hardtop y me acomodé, como pude, en el suelo del vehículo.
Los 45 melocotones me miraban, redondos.
Y con las primeras estrellas asomadas a Mojave —nadie quería perderse una escena como aquélla— alcanzamos la barrera y el control de la policía militar.
Me eché a temblar.
Había llegado el momento de la verdad…
Los melocotones romanos me vieron sudar y siguieron redondos, de puro susto.
Los policías reconocieron al «conductor».
Y se cuadraron.
Un cabo se aproximó a la ventanilla del general, saludó militarmente, e introdujo una potente linterna en la cabina.
Domenico parpadeó, molesto, pero permaneció impasible.
El cabo identificó igualmente al ayudante y repitió el saludo.
Domenico replicó, rápido.
Nadie preguntó, ni hubo comentario alguno.
El policía caminó entonces por el costado izquierdo del vehículo y enfocó la linterna a través del plástico de las ventanillas.
Me descubrió en un rincón.
Me iluminó durante varios segundos y saludó.
Correspondí, más muerto que vivo…
Seguía sudando, de terror.
La luz se paseó después entre las cajas de fruta y, finalmente, se apagó.
Los melocotones, y quien esto escribe, respiraron.
El cabo hizo una señal al de la barrera y el soldado procedió a levantarla.
La PM (policía militar) volvió a cuadrarse y Curtiss aceleró bruscamente.
Tuve que sujetar las cajas.
Aquel hombre no sabía conducir. Frenaba o aceleraba sin medida y sin razón. El pobre hardtop resoplaba.
Las medallas del general y las estrellas de Mojave tintinearon, descompuestas.
Los melocotones empezaron a marearse.
Mi corazón también tuvo que agarrarse…
El único impasible era Domenico.
E imaginé los comentarios de la PM: «Esto es el fin del mundo, tan anunciado por los mayas… Y ésta es una señal: los generales robarán melocotones a la tropa».
Traté de distraerme.
¡Lo había conseguido! ¡La copia de los diarios estaba en mi poder!
Ahora tenía que planear dónde esconderla.
Pensé en el pabellón de oficiales.
Negativo.
Quizá…
Y recordé que no tenía familia ni amigos.
¿Dónde entonces?
Bueno, eso no importaba. Encontraría dónde.
¿Y después?
Pensé en encuadernarla. Era lo más cómodo y lo más práctico.
Después dejaría pasar un tiempo.
Reuniría el material en una maleta. Mejor en dos. No, mejor en un baúl…
Y llegaría el momento decisivo: haría público mi «tesoro».
¿Lo hacía en el Vaticano?
¡«Estás loco»!
Debería buscar a un periodista. En Washington los hay y muy buenos…
Pero, de pronto, aquellas especulaciones se vieron interrumpidas.
Oí hablar a Curtiss, aunque no entendí las palabras.
El ayudante respondió, pero tampoco acerté a comprender.
Hablaban en otro idioma…
Afiné los oídos y escuché:
—Ave María, grácia plena… Dóminus tecum…
¡Oh!
Y Domenico replicó:
—Benedíta tu in muliéribus et benedíctus fructus ventris tui…
¡Coño, era latín!
Después prosiguieron, en inglés:
—Dios te salve, María… Llena eres de gracia… El Señor es contigo… Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús…
O mucho me equivocaba o aquello era un rosario.
El general iniciaba las llamadas «decenas» y Domenico completaba.
Pensé que lo había visto todo, pero no.
Y al voluntarioso hardtop se lo tragó la noche.
* * *
A las 19 horas y 43 minutos de aquel importante 1 de agosto (1973), el vehículo frenaba violentamente frente al pabellón de oficiales.
Todos respiramos, aliviados.
Miré a los melocotones romanos y me pregunté: ¿«Cómo me las arreglaré para subir las cajas a mi habitación»?
Descendí del hardtop y esperé órdenes.
«Quizá Domenico y Joco pudieran ayudarme»…
No me agradó la idea.
Joco haría preguntas, con seguridad.
Podía descubrir el artificio.
Ése no era el camino…
«Yo las subiré. Lo haré despacio, caja por caja».
Tampoco me pareció buena idea.
Mientras subía una de las cajas, las otras cuatro tendrían que permanecer abandonadas.
¡Ni hablar!
Curtiss seguía al volante. El ayudante y el general hablaban…, o rezaban.
¿«Y qué alternativa queda»?
El general, finalmente, salió del vehículo.
Aparecía feliz.
Había empezado a fumar.
Avanzó hacia quien esto escribe y, sin más, me abrazó.
El gesto me confundió.
No entendía…
Noté las medallas, frías. ¿O fue el corazón de Curtiss?
Y declaró:
—Sigue con lo tuyo, en el «avispero». Mi ayudante te mantendrá al corriente…
Indicó con el puro hacia el hardtop y exclamó, sonriente:
—Tengo mucha lectura atrasada…
Saludó con el habano y el humo dibujó una especie de señal de interrogación en la noche. No supe leer la advertencia del Destino…
Dio media vuelta y regresó al hardtop, pero por la puerta de la derecha.
Domenico se había movido y ocupaba ahora el asiento del conductor.
Lo comprendería después…
Todo fue meticulosamente planificado por el general.
¡Maldito bastardo!
Y el vehículo se alejó, sin protestas.
* * *
Allí quedé, como un estúpido, sin mi «tesoro».
Se lo robé a la USAF y Curtiss, a su vez, me lo robó.
Nunca aprenderé.
Me hallaba tan confuso y rabioso que necesité tiempo para descender a la realidad.
Cuando lo logré me encontraba sentado en la barra del bar de Joco.
El japonés hablaba y hablaba, pero no sé de qué.
«¿Qué se proponía el general? ¿En qué lugar pensaba depositar los diarios? ¿Qué intenciones tenía?».
Aquello olía a venganza…
Era lógico suponer que no regresaría a la Fog con la copia.
Entonces…
Tuve que desistir. Los pensamientos terminaron enredados y hechos un nudo.
Fue entonces cuando presté atención a las palabras de Joco.
Hablaba de lo último…
A saber: de la reciente reunión entre Kissinger y Curtiss, en Washington D. C., celebrada el lunes, 30 de julio.
«Rayo negro» estaba en marcha. Había comenzado la cuenta atrás.
Una nueva tripulación fue designada.
Oí, perplejo.
—Regresarán —aseguró el japonés—, localizarán la «cuna» y la traerán de vuelta a casa…
Y subrayó:
—Con Eliseo o sin él.
Los «halcones», al parecer, habían empezado a calcular los detalles.
—¿Y Curtiss?
Joco se encogió de hombros. Después llevó la mano derecha al cuello y simuló el gesto del degüello.
—Nadie da un centavo por él… Está maldito por partida doble. Nixon lo odia y Kissinger…
—Pero —interrumpí— ¿quién se hará cargo del proyecto[75]?
Joco no sabía, pero prometió informarse.
Pregunté la fecha y el lugar del «lanzamiento».
—Antes de Navidad y, posiblemente, en Jordania.
El japonés se curó en salud:
—Es lo que he oído…
¿Navidad? Faltaban cinco meses.
¡Bastardos! Nadie tenía la certeza de que Eliseo siguiera vivo…
E intenté penetrar de nuevo en la mente de Curtiss.
«¿Qué pensaba hacer con la copia? ¿La leería? Posiblemente… ¿Y después?».
Imaginé que terminaría en algún rincón de su casa o, lo que era más probable, como combustible de chimenea.
Pensé que me volvía loco.
¿Cómo fui tan necio? ¿Por qué confié en aquel cínico meapilas?
¡Jordania!
Lo leí en la gran pizarra de la sala de las «tormentas».
Pero ¿por qué ese país?
Recibí un pensamiento: la guerra en Israel se acerca… La tensión es máxima.
Pensé en presentarme ante el general Curtiss y exigir lo que era mío.
Reí para mis adentros.
En primer lugar, los diarios, aunque escritos por mí, no eran de mi propiedad.
Segundo: si exigía algo así, Curtiss montaría en cólera y yo terminaría en el desierto arábigo (lugar favorito del jefe del proyecto).
Pasé parte de esa noche en la compañía de Joco y del güisqui.
¡A paseo la úlcera péptica!
¿Qué debía hacer?
Disponía de la «perla» y de las llaves del «avispero».
Curtiss ordenó que «siguiera en lo mío»; es decir, con la revisión de los diarios.
Podía imprimirlos nuevamente e intentar sacar la copia de la base.
Lo primero no era difícil. En cuanto a lo segundo…
¿Riverside 2?
¿Cómo? ¿Otra vez en cajas de melocotones?
¡Ni pensarlo! Dos bombas no caen en el mismo cráter…
Podía involucrar a Walter…
Y así desfilaron las horas, mareadas en la mente calenturienta de quien esto escribe.
* * *
El jueves, 2, al ingresar en el «avispero», me esperaba otra sorpresa.
Nunca imaginé algo así…
Sobre la mesa apareció un sobre de color naranja, cerrado y lacrado.
Dudé.
¿Lo olvidó Curtiss mientras la escolta transportaba las cajas de melocotones?
El general no traía nada en las manos, salvo el puro.
Además, Curtiss no era de los que olvidaba…
En el sobre leí mi nombre completo, mecanografiado. Las tildes fueron colocadas correctamente.
La USAF nunca acertaba con dichas tildes.
El lacre me resultó familiar…
En él se apreciaba una estrella de cinco puntas, invertida.
Yo había recibido algo similar en mi habitación, en el pabellón de oficiales, nada más ingresar en la base de Edwards.
Alrededor de la misteriosa estrella se leía la misma frase: «Más allá de la fidelidad».
¿Qué demonios era aquello? ¿Quién lo enviaba? ¿Por qué a mí?
Lo abrí, desconcertado.
Estaba claro que alguien lo depositó en el búnker a lo largo de la noche anterior, siempre y cuando no hubiera sido Curtiss…
Volví a rechazar la idea. El general no portaba ningún sobre naranja en las manos. Lo hubiera visto. ¿O lo traía oculto?
Pero, si no fue Curtiss, alguien disponía de una copia de las llaves del «avispero»…
Recordaba bien.
Lo había cerrado.
¿Cómo era posible?
¿Fue Domenico?
Él tenía acceso a las llaves…
Rechacé igualmente la idea.
No veía al comedido ayudante del general embarcado en una aventura así.
La puerta de plomo del «avispero» constaba de tres cerraduras, tipo go back[76]. El intruso tenía que estar en posesión de tres llaves. De lo contrario no podía abrir.
Y seguí preguntándome: si alguien estaba capacitado para entrar, ¿descubrió la copia de los diarios cuando se hallaba oculta en las cajas?
Era muy posible…
En el interior del sobre descansaba una cartulina blanca, idéntica a la que recibí en la ocasión anterior.
En la esquina superior izquierda brillaba el mismo emblema (?), integrado por una estrella de cinco puntas, en relieve, en color azul oscuro, e invertida. En el centro lucía un círculo rojo.
Alrededor de la estrella, también en relieve, se leía:
«Ultra fidem».
Aquello, obviamente, no era casual…
Alguien trataba de comunicarme algo.
Pero, insisto, ¿por qué a mí?
No conseguía entender el galimatías.
Leí, perplejo…
Revisé la cartulina y el sobre.
Negativo.
Ni una sola pista.
Llegué a olerlos.
No tenía idea de quién o quiénes eran los autores de la «broma». ¿O no era tal?
Y otro asunto que me intrigó: ¿por qué este segundo sobre no fue depositado en mi habitación, en el pabellón de oficiales, fuera de la zona restringida? Penetrar en la Fog era arriesgado…
Si era un loco, evidentemente, le gustaba jugar.
En el centro geométrico de la cartulina —como en el caso precedente— había sido mecanografiada una palabra.
Me hallaba en blanco.
No supe…
¿Qué quería decir? Mejor dicho, ¿qué tenía que ver conmigo?
Era una expresión en hebreo.
El que lo había escrito, sin duda, era alguien culto.
Decía: «Jilûl hashêm».
Significa: «blasfemia».
Me senté y contemplé el «mensaje».
La palabra, además, fue escrita boca abajo.
Eso lo entendí menos.
¿«Blasfemia»? ¿Por qué? ¿A qué se refería el autor? Yo no me consideraba un blasfemo, y mucho menos en lo escrito sobre el Hombre-Dios.
Estaba especulando. Quizá la «broma» (?) encerraba otra intención…
Recordé la primera cartulina. Decía: «Marte, alerta».
«Marte, alerta» y «Blasfemia».
Ni idea.
No fui capaz de poner en pie un solo pensamiento coherente.
Volví a repasar, en la memoria, lo sucedido la tarde-noche anterior:
Oscurecía cuando llamaron a la puerta.
Eran las 18 horas y 57 minutos.
La «brillante operación militar» se demoró 33 minutos.
Cerré la triple cerradura del «avispero» a las 19 horas y 31 minutos, aproximadamente.
Y partimos hacia el control de entrada y de salida de la Fog.
En consecuencia, el intruso tuvo que penetrar en el búnker a partir de las 19 horas y algo.
Conclusión: alguien se hallaba al tanto de nuestros movimientos.
Pudo entrar a lo largo de la noche.
Lamentablemente, ninguno de los habitantes del «avispero» quiso hablar. O no sabían o sabían demasiado.
Y lo que era peor: ese «alguien» podía hallarse al corriente de la existencia de la «perla» y, por supuesto, de la copia de los diarios.
La imaginación me arrastró lejos: ese «alguien» lo sabía todo…
Fue inevitable.
Me vino a la mente el recuerdo de los dark-darn, los agentes especiales del DRS (Servicio de Investigación de la Defensa), al que pertenecía Eliseo.
¡Los «oscuros del infierno»!
Y me pregunté: ¿exageraba?
Eliseo, en su confesión, reconoció que el número de «oscuros» infiltrados en la operación Caballo de Troya ascendía a 52[77].
Terminé ahogado en mis propias reflexiones.
Opté por dejarlo…
Ya veríamos.
Y me concentré en la lectura de los diarios.
Quedaba mucho por revisar.
Fue así como olvidé —a medias— el segundo sobre lacrado y la «pérdida» de la copia de mi «tesoro».
* * *
Al atardecer me reclamó Domenico.
Sentí curiosidad.
¿Qué suerte había corrido la copia?
Pero no pregunté.
Me limité a escuchar.
Y el ayudante fue informándome:
1. El general había decidido tomar unas «merecidas vacaciones».
Curtiss lo insinuó, en efecto.
Domenico repitió las palabras del general: tiene lectura atrasada.
Comprendí, aunque no supe si el ayudante estaba al tanto del verdadero contenido de las cajas de melocotones.
No pregunté, como digo.
2. El general se hallaba en su casa de campo, en la bahía de Pablo, cerca de la ciudad de San Francisco[78].
No supo concretar cuándo regresaría a Edwards.
3. Los «halcones», con la reticencia de dos directores, trabajaban sin descanso en la puesta a punto de «Rayo negro».
También lo sabía.
Las órdenes de Curtiss eran claras: no mezclarme en ese asunto.
Domenico insistió:
—Obedecerás, únicamente, al general… ¿Has comprendido?
Asentí.
Y el ayudante añadió:
—Si te ofrecen participar en ese trabajo —que lo dudo—, recházalo…
Me miró fijamente y repitió:
—Estás a las órdenes directas del jefe del proyecto.
Poco faltó para que preguntara sobre las diferencias entre Curtiss y Kissinger, pero la prudencia me tapó la boca.
En esos instantes no imaginaba que sería el propio Curtiss quien me hablaría del asunto…
Sí interrogué al ayudante sobre la fecha del «lanzamiento» de la segunda nave.
Domenico no estaba seguro o simuló:
—Quizá en Navidad…
También lo sabía, gracias a Joco.
4. De momento, hasta nueva orden, continuaría en el «avispero», entregado a lo mío.
«Rayo negro» se hallaba en marcha, pero debía ignorarlo.
* * *
Los siguientes nueve días transcurrieron en calma. Una tensa calma…
Algo se cocía en la Fog y en el Pentágono.
Algo muy grave…
Los «halcones» no me reclamaron y yo me alegré por ello.
Se reunían a todas horas.
La Fog echaba humo, literalmente.
Y empezaron a circular apuestas en el bar de Joco.
La tripulación de «Rayo negro» —todavía desconocida— atraparía al traidor.
Era asombroso.
Todo el mundo daba por hecho que Eliseo seguía con vida.
Que yo supiera, los satélites no habían vuelto a suministrar ningún dato relevante.
Domenico no me reclamó en el hangar rojo hasta la mañana del lunes, 6 de agosto. Pero antes ocurrió algo notable, aunque este torpe explorador siguió ajeno a la trascendencia de lo que iba descubriendo. Afortunadamente, todo está escrito. Maravillosamente dibujado por esa inteligencia no humana que nos imagina.
Sucedió el sábado, 4.
A eso de las 10 horas detecté un nuevo error en los diarios de quien esto escribe.
Me irrité.
En realidad, la irritación tenía otros orígenes, ya comentados con anterioridad.
De pronto, al releer el texto en el que este explorador visitaba por primera vez (julio del año 26) el llamado torreón de las «Verdes», y en la compañía del fiel sais negro Tarpelay[79], reparé en «aquello»…
Leí, desconcertado.
¡Otra vez!
Originalmente, cuando fue escrito en el Ravid, dicho pasaje decía: «Decidí acercarme al torreón.
»Y al llegar frente a la puerta descubrí un par de inscripciones, grabadas sobre el dintel. Una, en a’rab, decía: “Allat me protege. Pero ¿quién me protege de mí mismo?”.
»Allat era una diosa árabe, identificada posteriormente con Afrodita.
»La segunda grabación, también en la piedra, aparecía en griego: “En buena suerte. Zeus Oboda ayuda a Abdalgos que construyó esta torre bajo nuevos presagios, en el año 188, con la ayuda del maestro de obras Wailos y Eutiques”».
Pues bien, lo que tenía en pantalla era lo mismo, pero diferente…
Leí una segunda y una tercera vez.
No tuve duda.
Era otro error…
«Aquello» no era lo que recordaba y lo que había escrito con la ayuda de «Santa Claus».
El texto que aparecía ante mí rezaba así:
«… Zeus Oboda ayuda a Abdalgos que construyó esta torre en cien atardeceres, en el año 025, con la ayuda del maestro de obras Wailos, Eutiques y Turing».
Quedé perplejo.
¿Cómo podía ser tan torpe?
¿«Cien atardeceres»?
No recordaba haber escrito nada parecido…
¿«Año 025»?
Francamente, no comprendí el error ni tampoco la forma de expresar la fecha.
Me explico.
Yo nunca hubiera escrito «025», sino «25».
Además, en lo redactado en lo alto del «portaaviones» me refería al año 188 (a. de J. C.). Mi visita al torreón, como manifesté, fue en julio del 26 y verifiqué que la construcción era antigua. Era imposible que datara del año anterior.
Lo de Turing, finalmente, me descabalgó.
¿Estaba borracho cuando lo describí?
Por supuesto que no.
Entonces…
¿Cómo es que había deslizado el nombre de aquel genio de la computación[80] en una leyenda, en piedra, existente hacía más de 2000 años?
Por más vueltas que le di no logré aclararlo.
¡Era absurdo!
Yo admiraba el trabajo de Turing, y Eliseo mucho más, pero eso no justificaba su presencia en los diarios.
Era la tercera anomalía…
No supe qué pensar.
¡Pobre idiota!
Cuándo aprenderé que Dios se divierte cuando imagina…
Tomé nota.
Probablemente, como dije, me estaba volviendo viejo.
¡Otra estupidez!
Viejos son los trapos… Yo era un anciano.
El resto del fin de semana lo encadené sin mayores sobresaltos.
Di de beber a Josué. Bebí pensamientos. Bebí en el bar de Joco y hubiera deseado beber, una vez más, en la compañía del Hijo del Hombre y de la pelirroja…
Los rumores continuaban: «Rayo negro» se hallaba listo… La inminente guerra entre árabes y judíos lo mantenía en la «ciudad subterránea»… Habían sido designados cuatro tripulantes, pero los nombres eran meras conjeturas. Yo no figuraba en esa lista…
La impaciencia me consumía.
No sabía nada de Curtiss y, mucho menos, de los diarios.
Todo apuntaba a que el general continuaba leyéndolos. Pero no podía fiarme…
En cuanto a la operación Riverside 2, sinceramente, no avancé nada.
Me hallaba bloqueado.
Está claro que tengo mucho que aprender… El Destino no funciona con parámetros humanos.
El lunes, 6 de agosto, fui reclamado de nuevo por el ayudante del general.
Volé al hangar rojo.
Curtiss nos invitaba el próximo fin de semana a su casa de campo, en la bahía de Pablo, al noroeste de Mojave.
Y cuando digo «nos», me refiero a Domenico y quien esto escribe.
—No puedes rechazar algo así —trató de convencerme mi colega, el mayor.
No necesitaba ayuda.
Acepté, encantado.
De regreso al «avispero», en frío, pensé: «¿A qué obedecía la invitación? Curtiss era celoso de su intimidad. Ninguno de sus subordinados, que yo supiera, era invitado a la casa de la bahía de Pablo».
Algo sucedía.
Y me preparé.
El instinto tocó en mi hombro…
«Un fin de semana da para mucho —me dije—. Permaneceré vigilante».
Y empezó el baile de las suposiciones: «¿Me devolvería Curtiss la copia de los diarios? ¿Deseaba alguna aclaración? Le preguntaría sobre “Rayo negro”. ¿Por qué este explorador no participaba en la nueva operación? Nadie conocía el “terreno” como yo…».
Y me sorprendí a mí mismo: «¿Qué insensateces pensaba? Eliseo, posiblemente, estaba muerto… ¿Qué importaba “Rayo negro”?».
Y la realidad se impuso.
Deseaba ser cortés, y corresponder a la gentileza de Curtiss, en la medida de mis posibilidades.
¿Qué podía llevarle?
Sabía poco sobre los gustos del general.
Pregunté a Joco.
El japonés, sabedor de la furibunda antipatía de Curtiss hacia los comunistas, sugirió que le regalase una caja de habanos.
Y rió, divertido.
Lo mandé a paseo pero, poco a poco, la idea se me antojó acertada.
El general era un fumador compulsivo, pero sólo de cigarros puros.
Indagué en la base y los contrabandistas de turno aconsejaron y proporcionaron lo mejor de lo mejor: una caja de puros «upmann», llegada directamente de Cuba. Eran los favoritos de Fidel (?).
«La capa madura —rezaba el envoltorio— acentúa el sabor y el aroma».
Los «upmann» —aseguraban— eran propios de varones y de mujeres valientes. Son dulces y picantes al mismo tiempo.
Y pensé: ¿«Fidel Castro es dulce y picante a la vez»?
No sé…
Y lo más importante: «¿Cómo se lo tomaría el general? ¿Me tiraría el regalo a la cara? Quién sabe»…
Y me dispuse para la singular oportunidad.
No la olvidaría jamás…