El martes, 31, a primerísima hora, me encerré en el «avispero».
Walter, y los otros, se ocuparon de nuevo de la protección.
Tenía que darme prisa, y ser prudente y eficaz.
Esa misma tarde-noche, con toda probabilidad, el equipo director y Curtiss estarían de regreso en la base.
Todo debía estar ultimado antes del atardecer.
¿Antes del atardecer?
En una hora había liquidado el «negocio»…
Los habitantes del «avispero» miraban y no daban crédito.
Ventajas de la supertecnología…
Pero, a lo que iba.
«Calenté» las máquinas y preparé los «tóner».
Todo se hallaba dispuesto para la reproducción, en papel, de los diarios. Mejor dicho, todo menos lo previamente acotado. Más adelante (?), si el Destino lo estimaba oportuno y si los diarios debían ser difundidos, restituiría los pasajes censurados.
Visto y no visto.
A las 7 horas y 2 minutos, la computadora entró en acción y la copia vio la luz en seis segundos (!).
¡Asombroso!
Al principio lo interpreté como un error.
Revisé. Miré. Volví a mirar.
Todo OK. De primera clase.
No había fallos.
Allí estaban los diarios, casi al completo.
La caja de caudales felicitó a los «tóner», y éstos, a su vez, a la computadora. La mesa lloró de emoción. Las de Seattle, ya se sabe, siguieron silenciosas y estúpidamente verticales.
La sugerencia del ordenador dio resultado.
Al imprimir por las dos caras, el número de folios se redujo a la mitad. Aun así, el volumen era considerable: miles de hojas.
Total de espacios, según la computadora: 11.627.204.
Acaricié el papel con emoción.
Allí estaba la casi totalidad de mis vivencias y conversaciones con el Hijo del Hombre.
En efecto: un tesoro…, que no era de mi propiedad, ni tampoco de la USAF.
Ordené los mazos de papeles, los envolví en las bolsas de plástico, y procedí a amarrarlos con mimo.
Acto seguido fui a depositarlos en las cajas de madera.
Necesité cinco.
Perfecto.
Y les llegó el turno a los melocotones romanos…
Los cálculos fueron exactos.
Coloqué nueve en lo alto de cada bolsa negra y camuflé así el verdadero contenido. Ahora sí parecían cajas de fruta…
En un posible control, la policía militar pensaría que se trataba de melocotones.
Y, de pronto, aquella vieja conocida, la duda encorvada y chillona, se plantó ante quien esto escribe y me arrojó a la cara:
—¿Crees que los policías militares son estúpidos?
¡Vaya!
Nuevos problemas.
¿Cómo sacaba los diarios de la zona restringida?
Y me puse a cavilar…
Pero el éxito, de momento, se había mudado de lugar.
No supe cómo resolver la cuestión.
Necesitaba un vehículo, naturalmente, y una excusa que hiciera mirar hacia otra parte a los policías.
¿Qué excusa?
No tenía ninguna…
Contemplé las cinco cajas y empecé a desesperarme.
Tanto trabajo para nada…
La caja fuerte movió la cabeza con preocupación, y comentó:
—Sí, tienes un problema…
Las de Seattle hablaron, finalmente, y compararon el «avispero» con un palenque y con un contubernio (en sentido figurado, supongo).
Por cierto, sobraron 14 melocotones.
Y proseguí la lectura de los diarios en la pantalla del ordenador.
De vez en cuando miraba las cinco cajas y sentía un escalofrío. La operación Riverside estaba en marcha, pero…
Y me pregunté: ¿A qué obedecían los escalofríos? ¿Al creciente temor o a los 5 grados Celsius del «avispero»?
* * *
A eso de las 13 horas golpearon la puerta.
¡Vaya!, lo olvidé… Hora de almorzar.
Pues no…
Al abrir me encontré un Walter pálido y nervioso. Temblaba hasta el subfusil.
La patrulla observaba a corta distancia.
Parecían consternados.
—¿Qué sucede?
El cabo bajó el tono de la voz.
¡Qué ridiculez! Estábamos en mitad de la nada…
—Dicen en la Fog que Curtiss —rectificó sobre la marcha—… dicen en la Fog que el general Curtiss ha muerto.
Necesité segundos para reaccionar.
Había oído perfectamente, pero pregunté:
—¿Qué?
Walter asintió con la cabeza, mecánicamente.
La color del rostro iba y venía.
También el M3A1, boca abajo, parecía muy afectado. Ni brillaba…
Zarandeé al cabo, exigiendo una explicación.
El muchacho replicó como Dios le dio a entender:
—Dicen que volaba en ese avión que se ha estrellado en Boston…
Le miré, incrédulo.
—¿Qué avión? ¿De qué hablas?
—Boston —repitió sin tino— Boston… Boston…
De ahí no pude sacarlo.
Allí los dejé.
Y emprendí una loca carrera por el desierto, en dirección al hangar rojo.
Segundos después me detuve.
«¿Qué hacía? ¿Por qué corría?».
El hangar se hallaba a tres kilómetros…
Y recordé: ¡había dejado abierta la puerta del «avispero»!
¡Mi «tesoro»!
Volví sobre mis pasos, y a idéntica velocidad.
La patrulla se había movilizado y se dirigía, en el jeep, hacia quien esto escribe. A juzgar por la polvareda, a toda velocidad.
Llegaron a mi altura, y frenaron.
No me detuve.
Continué a la carrera y me perdí entre el polvo.
Imaginé las caras de los escoltas, desconcertados.
Y oí gritos.
Era Walter. Me reclamaba.
No hice caso.
Llegué al «avispero» y, sin pensarlo, cerré la puerta.
Fue entonces cuando me di cuenta.
¡Maldito idiota!
¡Había dejado las llaves sobre la mesita! ¡No tenía cómo abrir!
No hubo tiempo para nada más.
El jeep dio marcha atrás y se situó frente al «avispero».
Yo seguía mirando la puerta como lo que era: un perfecto inútil.
—¡Mayor! —gritó el cabo—. ¡Vamos!
La voz de Walter me devolvió a la realidad…
«Curtiss»…
Salté al vehículo y volamos —literalmente— hacia los pabellones de la Fog.
Aquellos escasos minutos fueron interminables.
Traté de pensar a gran velocidad.
«Si el general había muerto, ¿qué debía hacer…? ¿Huía…?¿Intentaba sacar la copia de los diarios de la base…? ¿Cómo…?Necesitaba ayuda… Sí, huiría al fin del mundo… Yo no pintaba nada en aquel desierto… Tenía que difundir el gran mensaje… Ése era el objetivo… Los “halcones” terminarían conmigo… Lo dicho: era preciso salir de Edwards»…
Noté agitación en los pabellones.
Mal asunto…
Algunos miraban por las ventanas.
Observé corrillos.
Nos contemplaban al pasar.
Sentí un nudo en el estómago.
Otra vez aquella familiar sensación…
Y pensé en la úlcera péptica.
¡Dios mío, otra vez no!
Corrí al despacho del ayudante del general.
Domenico se asustó al verme.
—¿Qué sucede?, preguntó alarmado.
Tomé aliento y le miré, sin saber cómo plantear la cuestión.
Y me dije: ¿«Por qué Domenico aparece tan tranquilo»?
—¿Qué pasa? —preguntó de nuevo el ayudante.
—Eso es lo que quiero saber…
—Entiendo. Has oído el rumor…
Fue en esos instantes cuando descubrí que todo se debía a uno de los malditos bulos que corrían, a diario, por la base.
Le expuse lo que acababa de oír sobre Curtiss y sonrió con desgana.
—Lo sé. El teléfono no para de sonar…
Y el ayudante me tranquilizó.
Se había registrado un nuevo accidente aéreo, sí, pero el vuelo procedía de Canadá.
El general Curtiss, y los directores, volaban en esos momentos hacia Los Ángeles.
Me dejé caer en una de las sillas, desarmado.
Y allí permanecí hasta bien entrada la tarde.
Olvidé el «avispero»…
Con el paso de las horas, los ánimos, en la Fog, se fueron remansando, relativamente.
El avión siniestrado era un McDonnell Douglas DC-9-31.
Se había estrellado por la mañana en el aeropuerto Logan, en Boston (Massachusetts). La niebla, al parecer, provocó que el aparato, con 89 personas a bordo, se estrellara contra un muro existente al final de la pista. El DC-9 terminó incendiándose.
De momento fueron recuperados dos supervivientes.
Tras el impacto, los restos del avión se precipitaron a la bahía de Boston.
El vuelo, de la compañía Delta Air Lines, procedía de Montreal (Canadá).
Domenico, paciente y eficaz, me proporcionó otro juego de llaves del «avispero».
Me despedí de la escolta y me dirigí al pabellón de oficiales.
Lo sucedido esa jornada debía servirme de lección.
Si Curtiss moría, o renunciaba, quien esto escribe tenía que saber qué hacer.
No me fiaba de nadie.
Lo vi claro: mi retirada de la USAF se aproximaba… Pero antes tenía que apoderarme de la copia de los diarios.
Y seguí maquinando y maquinando…
«¿Cómo sacarla de Edwards…? Tenía que lograrlo antes de que los “halcones” se percataran de la existencia del “DR”… Quizá lo sabían ya… Eso no era posible… La “perla” era un secreto entre Curtiss y yo… Lo intuí: el miércoles, 1 de agosto, podía ser clave en aquel laberinto… ¿Miércoles? Eso era al día siguiente… Debía permanecer alerta»…
Esa noche del martes, 31, el bar de Joco era un hervidero de habladurías.
Unos acusaban a Nixon del nuevo siniestro aéreo.
No tenían idea de lo que decían.
Otros aseguraban que los atentados continuarían. Curtiss —decían— era un peligro para Nixon. Sabía demasiado.
En eso llevaban razón.
El general era una bomba de relojería para el presidente.
Curtiss lo pronosticó: «”Watergate” será su tumba política».
Y los rumores se propagaron como una mancha de aceite.
«Curtiss tenía los días contados»…
La mayor parte de estos bulos era puro chisme, pura falsedad. Pero no todos…, a juzgar por lo que sucedió 28 días después.
Esa noche dormí poco y mal.
Tomé papel y lápiz e intenté dibujar la segunda parte de la operación Riverside. Al igual que Einstein, sólo comprendo lo que puedo dibujar…
Pero esa segunda fase —sacar los diarios de la zona restringida— se resistió.
No daba con la tecla.
¿Solicitaba ayuda a Domenico? ¿Utilizaba un vehículo oficial? ¿Cortaba la alambrada y huía con la copia…?
Olvidé lo más importante: a Curtiss.
Terminé dormido sobre la mesa, con el lápiz en la mano.