28 de junio (1973)

Recuerdo un sol naranja, huyendo más allá del oasis de En Gedi, en la costa oeste del mar Muerto…

Recordaba los relojes de la nave…

Señalaban las 21 horas del jueves, 28 de junio de 1973.

Me hallaba de nuevo en mi tiempo…

Pronto oscurecería.

¡Habíamos fallado!

La «cuna» acababa de precipitarse a las aguas del mar de la Sal. Yo salté primero. Mejor dicho, Eliseo, mi compañero, me empujó. Y me hundí…

Después, contemplé la nave, espantado. Se hundía y se perdía hacia las profundidades.

¿Qué había sucedido?

El módulo debería de haber aterrizado en lo alto de la meseta de Masada. Eso era lo programado. Pero fallamos…

Pensé en el combustible. Se agotó…

No, no era exacto. Pudimos posarnos en la «piscina»…

¿Por qué no lo hicimos?

Yo me hallaba medio inconsciente. Era Eliseo quien pilotaba.

No lograba comprender…

Miré a mi alrededor.

Negativo.

Ni rastro de mi compañero.

«Es listo —traté de tranquilizarme—. Seguramente habrá nadado hacia la orilla»…

Me sentía sin fuerzas.

«¿Dónde estaba?»

Quise orientarme, pero lo conseguí a medias.

Reconocí la costa oriental del mar Muerto (actual Jordania). Eso fue todo. Me hallaba a unos doscientos metros.

Lo lógico hubiera sido nadar en sentido opuesto y buscar la orilla judía. Desistí. Era mucha distancia. Casi quince kilómetros.

Después lo supe: la «cuna» cayó al mar frente a la desembocadura del wadi Mujib. En esa zona del mencionado mar Muerto —entre Mujib y En Gedi—, la profundidad es máxima: alrededor de trescientos metros. La nave, probablemente, había ido a parar al fondo; un lecho de fango de cien metros de espesor. Auténticas y peligrosísimas arenas movedizas. Todo lo que cae en esa zona desaparece para siempre[1]

Traté de nadar. No lo logré. Estaba agotado.

Me dejé arrastrar por el viento y por la corriente. No tenía alternativa.

El viento soplaba sin demasiado convencimiento, pero soplaba. Me empujaba hacia el sureste.

Yo sabía que en esa época del año, coincidiendo con el verano, los vientos se presentaban antes del mediodía y morían poco antes del crepúsculo. En cuanto a las corrientes, en el mes de junio eran suaves: del orden de quince centímetros por segundo y siguiendo la dirección contraria a las agujas del reloj[2]. Por la noche, dichas corrientes se hacían más intensas y superaban el medio metro por segundo. En definitiva, viento y corrientes me empujaban, sin remedio, hacia la citada costa este, y concretamente al sur del wadi Mujib.

Ahora, al escribir esta parte de los diarios, comprendo. Eliseo, que conocía estas circunstancias, lo tenía todo calculado… Pero debo ir paso a paso.

Reparé entonces en el traje de astronauta. El instinto me previno. Tenía que desembarazarme de él. Si los judíos o jordanos terminaban por localizarme, ¿qué podía decirles? ¿Qué hacía un yanqui, vestido de astronauta, en la árida costa del mar Muerto?

Me deshice del pesado y llamativo traje y allí quedó, flotando en las rojizas aguas.

El sol desapareció a las 21 horas y 36 minutos.

Y el silencio, curioso, me miró desde lo alto. La luna hacía rato que se había mudado…

Sentí tristeza. Una profunda e intensa tristeza…

Todo había terminado. La operación Caballo de Troya era humo. Él ya no estaba…

Eché la cabeza atrás y me puse en las manos del Padre Azul, una vez más. Él sabía. Y recé: «¡Padre, recíbeme! Me consagro a ti ahora, en el tiempo»…

Y el dulce oleaje, casi de juguete, me consoló.

«¿Qué había pasado…? Jesús de Nazaret… El Maestro alzó el brazo izquierdo y agitó la mano… Se despedía de quien esto escribe… Nunca más volvería a verle».

Era todo lo que recordaba.

* * *

Entrada la noche alcancé la orilla…

Todo era silencio y negrura. Las luces más cercanas se hallaban en la zona judía, agazapadas aquí y allá. Nadie parecía haberse percatado de la presencia, y posterior hundimiento, de la «cuna». Pero no debía fiarme…

Acaricié las piedras que formaban la playa. Se mostraron tibias y dóciles. Lo agradecí. Estaba exhausto. Necesitaba un poco (un mucho) de ternura. Mi corazón también había saltado por los aires… Tampoco a ella la volvería a ver… Mi querida Ruth…

Exploré con la vista cuanto tenía a mi alcance, pero fue una inspección casi inútil. A mi espalda se alzaban los negros acantilados que yo conocía bien. Algo más arriba, hacia el norte, adiviné el cauce seco del Mujib, sembrado de desolación y de serpientes. En lo alto, en blanco y negro, un firmamento espectacular.

Permanecí tumbado en la orilla —no sé decir cuánto tiempo—, en un vano intento de ordenar ideas y sentimientos. Todo era confuso y oscuro, como aquel mar de muerte.

«¿Qué debía hacer? ¿Cómo ponerme en contacto con la gente del proyecto…? ¿Cómo explicar lo que ni yo mismo sabía…? ¿Trataba de llegar a Masada…? Estábamos en junio. Lo más probable es que los hombres de Caballo de Troya ya no estuvieran en la meseta. Tenía un problema, sí… ¿Uno?».

Reí sin querer…

Luché por incorporarme, y lo hice varias veces.

No lo conseguí. Las fuerzas se habían quedado por el camino…

Y allí continué, desmantelado, y con la única compañía de mí mismo.

Presté atención a la superficie del lago. Quise ver u oír a mi compañero, pero sólo fue eso: pura buena fe. Allí no había nadie. El mar se mantenía ligeramente rizado y hostil.

Me hubiera gustado llorar la muerte de Eliseo, pero tampoco fue posible. No quedaban lágrimas.

Las estrellas, como antaño, sí comprendieron. Algunas brillaron con más intensidad, dándome a entender que también se sentían solas y desamparadas. Lo agradecí y terminé acurrucándome en el lecho de piedras y en la voluntad del Padre.

Fue así como me quedé dormido, profundamente dormido.

Lo necesitaba.

Y me vi asaltado por una serie de absurdas y angustiosas pesadillas.

Una de ellas se me antojó especialmente dura y macabra…

En la ensoñación, la «cuna» se hundía en el mar de la Sal…

Yo ascendía hacia la superficie. Nadaba con premura…

Entonces le vi.

Era Eliseo, mi hermano… Se hallaba en el interior de la nave… Miraba por uno de los ojos de buey… Vomitaba sangre…, y sonreía con maldad.

Se hundía hacia la negrura…

Quise nadar al encuentro del módulo, pero no fue posible. La salinidad, como una sirena, tiraba de quien esto escribe hacia lo alto.

En otra de las ventanillas apareció el general Curtiss, jefe de la misión.

También me miraba.

En la mano izquierda mostraba el cilindro de acero que contenía las muestras de sangre y cabello del Maestro, de la Señora, de José, el padre terrenal de Jesús, y de Amós, el hermano del rabí. En la derecha sostenía uno de aquellos enormes cigarros habanos…

¿Qué hacía Curtiss en la «cuna»? No era su lugar…

Y el general gritó en el sueño:

«¡Se terminó el plazo, maldito chupatintas!».

Lo supe. Se refería al ultimátum que me dio Eliseo el 24 de diciembre del año 26. Tenía el plazo de un mes para devolver el dichoso cilindro.

Y grité, también en la pesadilla:

—¿Y si no lo hago?

Curtiss clamó:

—Entonces regresaré sin ti…

Eso era lo que había replicado Eliseo en aquella oportunidad[3]. ¿Cómo podía saber?

¡Qué absurdo!

Nunca regresé a Beit Ids, ni pensaba hacerlo. El cilindro de acero lo robó la niña salvaje. Quise gritárselo, pero la nave se perdió en el fondo.

Nadé en el sueño, con desesperación. Quería huir de aquel lugar. Me ahogaba…

La salinidad seguía tirando de mí, como una criatura infernal.

Conseguí alcanzar la superficie y nadé hacia la orilla oriental del lago.

Estaba oscureciendo. Ese 28 de junio de 1973 —yo lo sabía— el sol se escondería a las 21 horas, 36 minutos y 53 segundos. ¿Cómo podía saber una cosa así en plena ensoñación?

Pero, al poco, la salinidad se volvió en mi contra. Me atrapó por los pies y sentí cómo tiraba de quien esto escribe.

¡Me hundía!

No era posible… En el mar Muerto no sucede eso. Al contrario. Además, la salinidad no actúa así… Tragué agua… Era amarga, sin vestigio de sal… ¡Oh, Dios!

Me hallaba a un paso de la orilla…

Noté cómo las fuerzas me abandonaban. Y ella continuaba arrastrándome.

Entonces escuché una risa lejana. Era la de Curtiss. Procedía del fondo…

Creí llegada mi hora.

Y a punto estaba de desaparecer bajo las aguas cuando le vi en la orilla. Me hizo señas con los brazos. ¡Era él, otra vez!

Me lanzó un cabo y me aferré a la cuerda.

Pero la salinidad se percató de la maniobra y tiró de este explorador con mayor violencia. Me hundí de nuevo…

Continué agarrado al salvador cabo, y con todas mis fuerzas. Noté cómo la cuerda tiraba de mí hacia la superficie.

Y a mi alrededor surgieron cientos de burbujas. Procedían de las profundidades. Llegaban con prisa.

¡Dios mío!

En el interior de cada burbuja flotaban las diabólicas sonrisas de Eliseo y del general. Estaban por todas partes…

Pero la salinidad terminó vencida y la cuerda fue jalándome hacia la costa.

Allí estaba él…

Recuperó el cabo y, sin mediar palabra, dio media vuelta y se alejó.

Era el hombre de dos metros de altura… ¡El tipo de la sonrisa encantadora!

Quedé perplejo.

Al poco, aquel fascinante personaje se giró hacia quien esto escribe, me miró, y oí una voz en mi cabeza. No le vi mover los labios. Y la «voz» dijo: «Regresarás»…

La sonrisa era increíble. Espectacular. Lo llenaba todo en el sueño.

Y repitió:

«Regresarás con él»…

Después se alejó, saltando ágil entre las rocas.

No tardaría en oscurecer en el sueño…

* * *

Desperté bien entrada la mañana.

El sol, tibio, me acarició con delicadeza. Era como si supiera.

Permanecí un rato sin moverme. Y de la memoria regresaron algunas de las imágenes vividas (o sufridas) en una de las pesadillas de la noche anterior.

¿Por qué el tipo de la sonrisa encantadora había tirado de mí, salvándome? Yo ya no jugaba ningún papel… Y, sobre todo, ¿qué quiso decir con aquel «regresarás con él»? Más aún: ¿por qué he escrito «él» con minúscula? ¿No se refería a Jesús de Nazaret?

Desestimé las reflexiones. Sólo se trataba de un sueño. Un mal sueño… ¿O no? Y recordé igualmente la recomendación del Maestro: «Busca la perla en cada sueño»…

¿Qué quiso transmitir el hombre de dos metros?

La realidad tocó mi hombro y me obligó a descender al presente.

El mar continuaba azul y quieto, como si no hubiera pasado nada.

Me puse en pie con dificultad y verifiqué lo que ya sospechaba: me encontraba muy cerca de la desembocadura del wadi o cauce seco del río Arnon (Mujib). A cosa de cincuenta metros, al sur.

Busqué con la mirada, ansiosamente.

Ni rastro de Eliseo, o de la «cuna».

Y el presentimiento (?) (no sé cómo llamarlo) se hizo pesado como el plomo. Debía hacerme a la idea: mi compañero se hallaba en el fondo del mar de la Sal, muerto.

La memoria seguía negándome la información. Recordaba los vómitos en la playa de Saidan. Recordaba a Zal, corriendo hacia el Maestro. Recordaba el despertar en la nave y, finalmente, el empujón del ingeniero. Eso era todo.

De pronto escuché algo.

Era el típico y tranquilo campanilleo de un rebaño.

En efecto, eran cabras. Buscaban y hacían equilibrios entre las piedras naranjas que se derramaban en el wadi.

No tardé en descubrir al pastor.

Era un niño.

Se hallaba en cuclillas sobre uno de los peñascos, observándome. Portaba un bastón.

¿Cuánto hacía que me contemplaba? ¡Y qué importaba eso…!

Traté de pensar a gran velocidad. ¿Qué debía hacer? ¿Solicitaba ayuda? Quizá el muchacho supiera…

Terminé alzando la mano derecha y gritándole. Lo hice en inglés…

No hubo respuesta. Mejor dicho, sí replicó, a su manera.

Comprendió que algo extraño sucedía, y que aquel anciano larguirucho y semidesnudo necesitaba auxilio. Se incorporó y se alejó, a la carrera. Lo vi desaparecer hacia el Mujib. Allí quedaron las cabras, indiferentes.

Y me senté en la orilla, decepcionado.

Tenía que hallar una solución.

Traté de caminar. Sólo di tres pasos. Tuve que detenerme. Aquel insoportable dolor en el estómago regresó y me dobló. Caí de rodillas. Empecé a sudar copiosamente. Y volvieron los escalofríos.

Los vómitos de sangre no tardarían en aparecer…

Pero el corazón fue tranquilizándose y el dolor se alejó, de momento. Permanecí inmóvil. Sabía qué clase de mal me rondaba y eso multiplicó la angustia.

Al rato oí voces.

Me alcé, como pude, y distinguí al pastor. Se acercaba. Con él, igualmente presurosos, se aproximaban tres hombres. Parecían árabes. Vestían las amplias dishashas (túnicas beduinas) y sendos turbantes blancos. Era probable que estuviera ante una familia badawi (nómadas).

Se detuvieron a escasa distancia y me observaron. Comprendí su extrañeza.

Dos de los hombres eran jóvenes. El tercero andaba por los cincuenta. Era grueso y de baja estatura. Me recorrieron con la vista, de arriba abajo, y yo hice otro tanto. Los jóvenes mostraban en el cinto las khanjas, unas dagas curvas y anchas, más que temibles.

Conversaron entre ellos, pero no alcancé a escuchar. El niño se mantuvo en silencio. De vez en cuando se hacía con una piedra y enderezaba los malos pasos de las cabras.

Sinceramente, no me gustaron.

El más bajo avanzó y se situó a cosa de tres metros de quien esto escribe. Volvió a recorrerme con la mirada y preguntó, en árabe, quién era y qué había ocurrido.

Tenía los ojos enrojecidos, como si no hubiera dormido, y la barba negra y cerrada.

No respondí. No sabía qué decir…

El árabe, sin alterarse, preguntó de nuevo. Esta vez en inglés.

Tampoco contesté. Trataba de pensar, pero la mente estaba en blanco. Me encogí de hombros.

Creo que el hombre grueso percibió mi angustia y dejó de interrogarme. Regresó junto a los otros y parlamentaron. Uno de los jóvenes me señaló y me llamó «viejo loco». Siguieron discutiendo, y a voz en grito.

El que me había llamado «loco» pretendía dar media vuelta y abandonarme a mi suerte. El de la barba cerrada se lo recriminó, acusándole de falta de humanidad. E invocó al Dios de los cristianos. ¿Me hallaba ante un grupo de árabes cristianos?

La discusión se prolongó por espacio de unos minutos.

No había forma de que se pusieran de acuerdo.

Y, de pronto, uno de los jóvenes (el que menos hablaba) se distanció del grupo. Caminó hacia este desconcertado explorador y, al llegar a mi altura, se detuvo y extrajo la daga de acero.

La khanja avisó con un par de destellos.

E instintivamente di un paso atrás.

¿Qué pretendía? Me hallaba desnudo. No tenía nada de valor…

El árabe de baja estatura gritó al de la daga, advirtiéndole de que no hiciera ninguna tontería.

El de la khanja no prestó atención. Siguió mudo, observándome; mejor dicho, observando mi cuello. En esos críticos momentos no caí en la cuenta…

Y el segundo joven siguió los pasos del primero.

Se situó a mi espalda, pero no dijo nada. Al pasar observé la khanja, desafiante. Continuaba en la cintura del árabe.

Eché de menos la «piel de serpiente»…

Carecía de fuerzas. Me hallaba desarmado. Aquellos miserables podían degollarme, por el simple placer de hacerlo.

No tenía salida…

El que portaba la daga siguió con la vista fija en mi cuello. Parecía interesado en la chapa de latón, mi placa de identidad. Eso creí… Pero no.

De pronto habló y, en árabe, dijo algo sobre una perla.

No supe a qué se refería. No disponía de ninguna perla.

Mi silencio le irritó.

Movió la khanja, lentamente, y la punta fue a buscar el cordón del que colgaba la chapa metálica.

El árabe de corta estatura volvió a gritar, amenazante. Y ordenó que los de las dagas se retiraran de inmediato.

No obedecieron.

—¡Quiero la perla! —reclamó de nuevo el que tenía ante mí.

Negué con la cabeza, pero el árabe malinterpretó el gesto. Sólo pretendía decir que no tenía ninguna perla…

El segundo árabe, el que permanecía a mi espalda, me insultó, y aconsejó que hiciera caso a su compinche.

—¡La perla…!

La daga levantó el cordoncillo y agitó la chapa. Fue entonces cuando la «perla» tintineó al contacto con la placa de latón. Fue entonces cuando la vi…

No había reparado en ella; mejor dicho, en «ello».

Aparecía colgando del referido cordón, merced a una diminuta argolla de oro.

—¡La perla, maldito extranjero!

Noté la segunda daga en mi espalda.

Y ambos reclamaron la «perla» que colgaba de mi cuello. Una «perla» negra, de reducidas dimensiones… ¿Cómo llegó hasta mí? No recordaba…

—¡Por última vez, entréganos la perla!

El que se hallaba frente a mí aproximó la khanja, y la hundió levemente en la piel.

Levanté la cabeza e intenté decir algo. No podía explicarles. Hubiera sido inútil y absurdo.

Pensé que había llegado mi hora…

Finalmente balbuceé:

—No es una perla…

Fue entonces cuando el tercer árabe, el de baja estatura, lanzó un grito y se precipitó hacia nosotros.

Sus compañeros le miraron, desconcertados.

Y el de la barba negra y cerrada se situó a la altura del que amenazaba con la daga en el cuello.

Portaba un revólver en la mano derecha.

Actuó con rapidez y precisión.

Apuntó el arma a escasos centímetros de la sien izquierda del individuo de la khanja y conminó a los dos sujetos para que guardaran las dagas y regresaran al campamento.

Dudaron.

Era un revólver que no olvidaré jamás. Tenía las cachas de marfil. Probablemente era un Smith & Wesson, calibre .44 Magnum, con un cañón enorme, de 8 5/8 pulgadas.

La mano del que cargaba el .44 Magnum no tembló en ningún momento. El hombre sabía lo que quería y, sobre todo, sabía cómo hacerlo…

Amartilló el revólver y el cilindro giró, obediente. Era un tambor de seis balas. El alza era ajustable, con un clic micrométrico.

Los árabes se miraron, temerosos.

Entonces reparé en el dedo índice del que sostenía el temible .44 Magnum. Acariciaba el gatillo por la parte baja del mismo, haciendo palanca. Eso significaba que estaba listo para hacer fuego…

No fue necesario.

Los árabes comprendieron, guardaron las dagas y se retiraron, mascullando maldiciones y obscenidades.

Se alejaron hacia el Mujib.

Mi salvador guardó el revólver de la empuñadura de marfil y sonrió brevemente. Sudaba.

* * *

Fue en esas circunstancias como acerté a conocer a Marcos, el árabe que empuñaba el Magnum; un hombre literalmente bueno.

Muy posiblemente, como digo, me salvó la vida.

Marcos, en efecto, era árabe cristiano. Era guía de profesión. Residía habitualmente en Belén, pero se le podía encontrar en cualquier parte del mundo. Hablaba siete idiomas.

Se hallaba en el wadi Mujib —según dijo—, preparando una expedición arqueológica conjunta en la que participaban la Asociación de Expediciones de Israel y el Departamento de Antigüedades de Amman (Jordania). Había sido contratado por un viejo amigo, el célebre arqueólogo judío Dan Urman (en esos momentos en la Galilea). Los arqueólogos pretendían excavar cuatro de las grandes cuevas del nahal o río Arnon. Para ello montaron un pequeño campamento en el referido cauce seco del Mujib. Marcos era el jefe en esos momentos. La campaña de excavaciones se iniciaría en el otoño.

El buen árabe intercambió algunas palabras con quien esto escribe. Me tranquilizó y le hice ver que no me encontraba bien. Solicitó calma. Regresó al wadi y lo vi retornar, al poco, con una mula y otro árabe, tan anciano como yo, sin dientes y sin habla. Era mudo.

Me ayudaron a montar en la caballería y me trasladaron al referido campamento.

Allí me proporcionaron ropa y leche.

El dolor se había quedado en la orilla del mar de la Sal. Eso creí…

Conversamos durante un rato y Marcos llegó a la conclusión de que se hallaba ante un yanqui que, quizá, había sufrido un accidente y padecía amnesia transitoria.

No le proporcioné muchas explicaciones. Tampoco hubiera tenido sentido y, además, estaba prohibido. La idea de la amnesia me pareció oportuna y muy aproximada. Ahí lo dejé.

Marcos sugirió que descansara y me recuperase. Tiempo había para ponerse en contacto con las autoridades y decidir sobre mi suerte.

Agradecí el nuevo gesto de generosidad y me dediqué a observar a cuantos me rodeaban. Allí estaban los sujetos de las dagas. De vez en cuando me contemplaban con desprecio… El resto de los árabes, contratado por el Departamento de Antigüedades, era igualmente badawi (beduinos). La mayoría pertenecía a la familia Di’ Ab, del clan de los Hamaideh, asentados en la región del Arnon desde tiempo inmemorial. Eran pastores y contrabandistas. En la zona del Mujib vivían también los Haweitat, los Sararat, los Atawneh, los Sehour, los Gahalin y los Azazmeh, entre otras tribus que no recuerdo. Se odiaban y se soportaban, a partes iguales.

Marcos dio una escueta orden a Daher, el jefe de la familia Di’ Ab. Nadie debía molestarme. Y la voz corrió por el campamento. El «yanqui loco» era amigo de Marcos. Es decir, intocable…

Así transcurrieron cinco días.

Traté de recuperarme, pero sólo lo conseguí a medias.

Cada mañana acudía al mar de la Sal y esperaba, en vano, una señal de los cielos. De la «cuna» y de Eliseo no detecté rastro alguno.

Pero creo que estoy olvidando algo importante: la mal llamada «perla»…

¿Qué hacía allí? Alguien, obviamente, la colgó de mi cuello…

Pero ¿quién?

La pregunta era estúpida. Si no fui yo (al menos no lo recordaba) sólo pudo ser el ingeniero…

La acaricié y quedé sumido en otro mar de dudas.

Como insinué, la «perla» (me gusta el nombre que le dio el árabe) no era tal. En realidad se trataba de un «DR», un Dream Reader o «lector de sueños», en el argot de los hombres de Caballo de Troya.

El «DR» era un delicadísimo dispositivo (miniaturizado), de 5 milímetros de diámetro, esférico, con un brillo negro (de ahí la confusión con una perla negra) y de 4 gramos de peso.

Que yo tuviera conocimiento, nunca fue utilizado en las diferentes misiones.

El interior, como digo, no tenía relación alguna con una perla.

En palabras comprensibles: era (y es) un revolucionario descubrimiento (de origen militar) que podríamos definir como «captador de ensoñaciones», con el correspondiente archivo-memoria.

En suma: en un «DR» puede ser almacenada la totalidad de los sueños, y de las memorias, de un mamífero (a lo largo de su vida).

Al conectar la «perla» al cráneo, un complejo sistema magnético (relativamente similar a los «nemos») busca los «almacenes» de las memorias (en especial los recuerdos codificados en los millones de neuronas del hipocampo), las copia y las transfiere al archivo del «lector de sueños». Memorias y ensoñaciones son almacenadas como si de una videoteca se tratase[4].

La velocidad de captación del «DR» es de 12,5 milésimas de segundo. Es el tiempo que necesita un pensamiento para formarse (me gusta más la expresión «recepción del pensamiento»[5]).

La «perla», sin embargo, no fue incluida en el bagaje científico de la «cuna» con la única misión de conocer los sueños y memorias de los personajes que debíamos seguir y estudiar. Lo que verdaderamente interesaba del «DR» era su capacidad de memoria, similar a la de los cristales de titanio[6] que formaban la esencia del fiel ordenador central, «Santa Claus», con la ventaja de su mínimo volumen. No aburriré al hipotético lector de estas memorias con datos técnicos sobre el «lector de sueños». Diré, simplemente, que su capacidad de almacenamiento de información es ilimitada. La llamábamos memoria «Alfabit»; es decir, con principio y sin final. Alcanzaba (teóricamente) el millón de micabytes (1010 brontos). En otras palabras: un billón de veces las letras contenidas en la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de Norteamérica. La potencia de transmisión era escalofriante: mil millones de operaciones por femtosegundo (un fem, como se recordará, es equivalente a 10-15 segundos), con una «latencia» inferior a 0,01 fem.

La memoria sin final del «DR» era igualmente ilimitada en el tiempo, pudiendo mantenerse intacta y limpia por espacio de miles de años (en teoría hasta un millón de años[7]). Fue blindada. Podía resistir temperaturas de 1200 grados Celsius, así como inmersiones en ácidos o en aguas especialmente salinas.

Sí, la acaricié y la contemplé durante mucho tiempo…

¿Qué contenía la «perla»? ¿Por qué apareció colgada de mi cuello? ¿Por qué en esos críticos momentos?

Mi mente naufragó, una vez más.

No lograba recordar. No sabía…

Y el mar de dudas terminó tragándome. El Mujib no era el lugar idóneo para despejar semejantes interrogantes. Lo único claro en mi memoria es que el «DR» no fue utilizado por quien esto escribe. A no ser que lo hiciera durante el tiempo que no lograba ponerse en pie.

Me debatí en la confusión.

¿Y por qué iba a utilizar un «lector de sueños»? No le vi sentido…

Pobre idiota. Nunca aprenderé.

* * *

Así vi discurrir aquellas jornadas, montado en el miedo.

Sentía miedo a todo, y por cualquier motivo.

Miedo al dolor… Sabía que regresaría.

Miedo al Destino… ¿Qué me tenía reservado?

Miedo a los que me rodeaban… Miedo a la soledad…

Yo había vivido a su lado… Me había acostumbrado… ¿Sería capaz de vivir sin Él?

¡Cómo lo añoraba!

Sentado en los acantilados, con el mar de la Sal a mis pies, pensé y pensé…

En primer lugar, ¿qué hacía con mi vida? ¿Regresaba a la base de Edwards, en California? La idea no me tentó. Después de averiguar las verdaderas intenciones de los militares de mi país, en relación al proyecto Caballo de Troya, sinceramente, no me sentí atraído[8]. Odiaba a Curtiss y a toda su gente…

Pensé en desaparecer. Podía huir. No era difícil conseguir una identidad falsa. Buscaría un lugar remoto y apacible y allí esperaría el final. Según todos los indicios no se hallaba muy lejano…

La idea fue conquistándome.

Y me dejé llevar por la imaginación.

Tenía algunos ahorros. Sería suficiente. Y dedicaría el tiempo a escribir nuestra experiencia con el Hijo del Hombre. Nadie había vivido una aventura semejante. Tenía que hacerlo. Era mi obligación. Era preciso que lo diera a conocer al mundo.

Ésa era la clave: la verdad sobre la vida y el mensaje de Jesús de Nazaret no debía permanecer oculta. La historia y la tradición son unos traidores…

Lo recordaba todo (o casi todo). Mi memoria era panorámica…

Pero, al tiempo que me dejaba arrastrar por estas fantasías (¿o no eran tales?), en mi mente se materializaba también la cruda y triste realidad: ellos te buscarán y darán contigo…

Sonreí para mis adentros y escuché en mi interior la voz cálida del Maestro: «Deja que Ab-ba haga su trabajo»…

¿Contar la vida del Galileo tal y como fue?

Me gustó el desafío… De hecho ya había empezado. Ahí estaban los diarios.

Pero ¿qué estaba pensando? Los diarios se hallaban en la base de datos de «Santa Claus». La nave estaba perdida…

No importaba —me dije a mí mismo—. Empezaría de cero. Buscaría ese refugio y me entregaría, en cuerpo y alma, a la misión de escribir.

Y el Padre Azul, supongo, sonrió con benevolencia.

Sí, todo está medido y bien medido…

Y los pensamientos volvieron a la «cuna» y al desastre final.

Curioso Destino…

Recordaba cómo había planeado la destrucción de la nave, en el caso de que las muestras de sangre y de cabello del Maestro y de su familia hubieran retornado a nuestro tiempo. Recordaba lo dicho a Eliseo en aquel agosto del año 25 de nuestra era: «—Llegado ese momento…, cuando la nave despegue del Ravid, no deberás preguntar sobre lo que veas. Sencillamente, acéptalo».

Sí, extraño Destino…

Nada de eso ocurrió. El cilindro de acero, como dije, fue robado por la niña salvaje de Beit Ids y la «cuna», muy a mi pesar, se hundió en el mar de la Sal…

Durante aquellos días en el Mujib, la mirada y los pensamientos volaron también a lo alto de la meseta de Masada. Podía verla desde aquella orilla. Se hallaba relativamente cerca. Era de suponer que los israelitas continuaban en la «piscina», al mando de la estación receptora de fotografías (vía satélite[9]). Nuestro retorno fue programado para la noche del 19 al 20 de marzo de ese año, 1973. Lo pactado establecía que los militares judíos estrenarían la recepción de imágenes el día 1 de abril. Lamentablemente (?), nuestro regreso se produjo el 28 de junio: casi tres meses después de lo fijado por Caballo de Troya…

Supuse que Curtiss, y el resto de los equipos, resistieron al máximo, hasta el último momento. Después calcularon lo peor: habíamos muerto o nos hallábamos atrapados en el pasado…

Comprendí la dramática situación. Curtiss y los suyos no tuvieron alternativa. No debían desvelar su secreto a los judíos. Desmantelaron el instrumental «clasificado» y regresaron al desierto de Mojave.

La operación Caballo de Troya había fracasado.

Acerté en todo, excepto en algo. Caballo de Troya terminó, pero no fue un fracaso. No para mí y, mucho menos, para él… Él supo mover los hilos a la perfección.

Pero quien esto escribe, en esos momentos, estaba ciego. No supe ver…