—¿Y luego? —pregunté a Celia—. ¿Qué hizo usted? El tiempo ha pasado, desde entonces.
—Sí. Diez años. Bueno, he viajado. He visto lugares que deseaba ver. He hecho muchas amistades, he vivido aventuras. En resumidas cuentas, creo haberme divertido bastante.
Pero al hablar así, no parecía muy inclinada a puntualizar.
—Estaban, además, las vacaciones de Judy, naturalmente. Siempre me sentí culpable ante ella y creo que la pequeña lo advertía, aunque nunca mencionó el hecho. Pienso que, en el fondo, me guardaba rencor porque me consideraba la culpable de la pérdida de su padre… Y, desde luego, llevaba toda la razón. Cierta vez me dijo: «Es a ti a quien papá no quería. Conmigo se llevaba muy bien». Fui yo, pues, quien le hizo aquel mal. Una madre tiene la obligación de mantener el cariño de su esposo; no solo por ella, sino también, y sobre todo, por sus hijos. Éste es uno de los deberes de una madre y yo lo olvidé. Aunque Judy era a menudo cruel conmigo, su actitud era inconsciente. De todos modos, me hizo bien. Siempre fue franca en cualquier circunstancia.
»Sin embargo, no sé si en realidad fracasé rotundamente con Judy. Aunque, a decir verdad, ignoro asimismo si ella me quiere o no. Le di mucho, pero más que nada cosas materiales. No fui capaz de darle otras, que son las que en verdad más importan. Pero aquí he de decir que, si no se las di, no se debió a que me negara a dárselas, sino a que no parecía necesitarlas. Hice, pues, lo que pude; y, como la quería, opté porque ella hiciera lo que quería hacer. No podía someterla a la violencia de imponerle mis puntos de vista. Creí mejor dejarle ver que estaba allí, si llegaba a necesitarme. Pero, sabe usted, no pareció sentir necesidad de mí. La clase de persona a la que pertenezco sirve de poco al tipo de persona que ella es. Sólo para cosas materiales… La quiero. Tanto como quise a su padre. Pero no puedo decir honradamente que la entiendo. Traté de dejarla en libertad, aunque sin darle la impresión (que no era cierta) de que, si me conducía así, era por cobardía. Nunca sabré si llegué a serle de utilidad. Creo y espero… que así haya sido. La quiero tanto…
—¿Dónde está ahora?
—Se casó. Por eso he venido aquí. Quiero decir que antes no era del todo libre, puesto que debía velar por ella. Se casó a los dieciocho años. Su marido es un hombre muy simpático —bastante mayor que ella— y puede decirse que lo tiene todo: es honrado, bondadoso, rico y posee muy buen carácter. Yo hubiese preferido que esperara un poco, como es natural; pero Judy no quiso saber nada. Es imposible hacer esperar a personas como ella y su padre. Las cosas han de hacerse como ellas quieren y cuanto antes. Por otra parte, ¿quién podría decir que yo tenía razón y no ella? Acaso yo hubiese arruinado su vida tratando de hacerle un bien. No creo que sea bueno interferir…
»Vive lejos. En África oriental. A veces me escribe. Cartas breves, alegres. Se parecen a las de Dermot. Solo narran hechos, no pensamientos. Pero a mí me parece muy bien que así sea.
—Y entonces —dije— vino usted aquí. ¿Por qué?
Me miró serenamente.
—No sé si lograré que usted me entienda… Algo que un hombre me dijo cierta vez me causó una impresión duradera. Yo le había narrado algo de mi vida. Era una persona comprensiva. De pronto me dijo: «¿Y qué hará usted con su vida? Es una mujer joven». Le repuse que tenía a mi hija y que el mundo estaba lleno de lugares dignos de verse.
»Entonces me dijo: «Eso es insuficiente. Necesita un amante. O varios. A usted le corresponde decidir».
»Y me asustó un poco porque yo sabía que llevaba la razón…
»La gente, quiero decir, el común de la gente, me decía: «Pero querida, ya te volverás a casar algún día. Con algún hombre que te hará olvidar lo que has pasado». Pero me aterraría volver a casarme. En la actualidad, ya nadie puede causarme daño. Excepto un marido.
—Pero —interrumpí yo— no quería decirle que su futuro tuviera necesariamente que ver con los hombres…
—Sin embargo, aquel hombre me asustó… Aún no soy vieja… no lo soy del todo… Pensé que acaso, si solo fuese mi amante… Un amante nunca es tan temible como un marido, porque una no depende tanto de él. Son las innumerables intimidades compartidas con un marido las que le quitan a una mujer sus defensas y hacen insufrible la separación. Con un amante solo se tienen encuentros ocasionales. Grandes sectores de la personalidad de una mujer permanecen intactos…
»Son mejores los amantes. Siempre se está más segura con ellos…
»Sin embargo, también traté de evitar eso. Esperaba aprender a vivir sola. Y traté…
Guardó silencio unos instantes. Había dicho que trató; y aquella palabra contenía muchas eventualidades.
—¿Y…? —dije yo al fin.
—Cuando Judy tenía quince años conocí a alguien… Se parecía un poco a Peter Maitland… Bondadoso… no muy inteligente… Se enamoró de mí. Me decía que todo cuanto yo necesitaba era bondad y ternura. Fue muy considerado conmigo. Su esposa había muerto al dar a luz el primer hijo, que también murió con ella. Por tal motivo, su vida había sido desde entonces muy desgraciada y podía comprenderme.
»Lo pasamos muy bien. Parecía que fuéramos capaces de compartirlo todo y a él le gustaba mi modo de ser. Quiero decir, que podía manifestar mi alegría, mostrarme entusiasta… Yo sabía que él no me consideraría tonta por eso. Era…, parece raro cuando se describe la situación con palabras… Era como una madre para mí. Una madre, no un padre. Tan amable…
Su voz parecía apagarse. Su rostro era el de una niña feliz y confiada.
—Quería casarse conmigo y yo le dije que no tenía intención de volver a casarme. Le aseguré que había perdido para siempre la ilusión. También fue capaz de entender eso…
»Desde entonces han pasado tres años, durante los cuales hemos sido amigos. Fue un amigo maravilloso. Siempre estaba allí cuando yo lo necesitaba. Me sentía amada… Se trata de un sentimiento maravilloso…
»Casada Judy, volvió a pedirme que me casara con él.
»Sostenía que ya podía confiar plenamente en él y que cuidaría de mí. Me propuso que volviéramos a la casa que había sido mi hogar de pequeña y que había estado a cargo de un casero durante todos aquellos años. Yo no podía soportar la idea de volver y, sin embargo, algo parecía llamarme. Se hubiese dicho que la casa me esperaba… que me esperaba… Me dijo que podríamos volver, allí y que todos aquellos años de sufrimiento se desvanecerían como un mal sueño.
»Pensé que tenía razón… Pero, por algún extraño motivo, no me decidí. Le dije que, si quería, podíamos ser amantes. Ahora que Judy se había casado, no me importaba. Además, en cuanto quisiera tendría su libertad. Yo nunca sería un obstáculo para él, de modo que jamás tendría oportunidad de odiarme porque yo me interpusiera en su camino, si decidiera casarse con otra mujer.
—Pero no quiso aceptar mi proyecto. Fue muy amable, pero categórico. Era médico, sabe usted, cirujano. Bastante conocido. Insistía en que yo debía vencer mis temores…, que en cuanto estuviese casada con él, todo marcharía bien…
»Hasta que finalmente accedí a su petición.
—Nos prometimos y me sentía muy feliz —dijo Celia después de una larga pausa—. Verdaderamente feliz.
»Otra vez en paz y con la impresión de hallarme segura…
»Hasta que sucedió aquello. El día antes de la boda.
»Habíamos salido de la ciudad, para ir a cenar a una posada de los alrededores. La noche era calurosa y estábamos sentados en el jardín, que daba al río. Besándome, me dijo que estaba encantadora… Tengo treinta y nueve años y me siento gastada y vieja. Pero él me decía que estaba encantadora.
»De pronto dijo algo que me aterrorizó, que rompió de golpe el sueño.
—¿Qué fue?
—Dijo: «No dejes nunca de ser hermosa». El acento de su voz era idéntico al de Dermot cuando pronunciaba esta misma frase, años atrás.
De nuevo se produjo un silencio.
—No espero que usted me entienda. Nadie podría… De nuevo estaba ante el hombre del fusil…
»Todo era felicidad y paz, y de pronto sentí que él estaba ante mí…
»Volví a tener miedo, terror… No podía enfrentarme a aquello otra vez… Ser feliz durante unos años… y un día sentirme enferma, o algo así… y volver a revivir aquel miserable episodio…
»No podía correr el riesgo de que todo volviera a comenzar.
»Creo que me sentía incapaz de enfrentarme nuevamente a la misma situación, de tener que pasar por todo aquello otra vez, de sentir cada día más y más miedo. No hubiese podido soportar la incertidumbre.
»De modo que huí. Le dejé. No creo que Michael lo comprendiera, aunque recuerdo que murmuré alguna excusa. Corriendo atravesé el edificio de la posada. Pregunté por la estación de ferrocarril, supe que estaba a diez minutos de allí y, al llegar, cogí el tren. Ya en Londres, me fui rápidamente a casa, donde me apoderé del pasaporte y de algunas ropas. De inmediato, me dirigí a la estación Victoria y, sentada en un banco, esperé a que amaneciera. Temía que Michael me encontrara y lograra persuadirme de mi irracionalidad, lo cual no podía costarle mucho trabajo, puesto que yo le amaba… Había sido siempre tan bueno conmigo…
»Pero es que no podía enfrentarme a la perspectiva de pasar de nuevo por todo aquello.
»No puedo.
»Es terrible vivir con miedo…
»Y también lo es sentir que ya no le queda a una la capacidad de confiar…
»No puedo confiar en nadie… Ni siquiera en Michael.
»Nos esperaba un verdadero infierno. A él y a mí.
»Eso fue hace un año.
»Nunca le escribí…
»No le di explicación alguna…
»Le traté tan desconsideradamente…
»Pero no me importa. Desde lo de Dermot, he sido dura… No me ha importado herir o no a la gente. Cuando te han herido tan en lo hondo, pierdes la capacidad de sufrir por los demás.
»Desde entonces he viajado, tratando de interesarme en diversas cosas y en rehacer mi propia vida…
»La verdad es que no lo he logrado. No puedo vivir sola… Ni tampoco puedo inventar historias sobre otras personas. Ya nada se me ocurre.
»Esto significa que he de vivir sola para siempre; sola aun estando en medio de una muchedumbre.
»No puedo vivir ya con nadie… Tengo tanto miedo… Estoy herida, magullada…
Celia suspiró. Sus párpados se cerraban…
—Recordé este lugar y de inmediato vine hasta aquí. Es muy bonito…
»Qué historia tan larga… Qué pesada… Creo que he hablado tanto… seguro que ya es de día.
Se quedó dormida…