Naturalmente, Dermot había cometido la gran equivocación.
Si hubiera acudido a Celia poniéndose a su merced —pensaba— y diciéndole que amaba a Marjorie, que la deseaba y que no podía vivir sin ella, Celia se hubiera amedrentado y plegado a todo cuanto él solicitaba, por mucho que con ello contrariara sus propios sentimientos. Seguro que ella no quería ver a su marido sufrir. No lo habría resistido. Siempre, hasta entonces, le había otorgado todo lo que él le había pedido y, en esta ocasión, hubiera actuado del mismo modo.
Estaba del lado de Judy contra él. De haber elegido Dermot el camino adecuado, Celia acaso hubiera sacrificado a la pequeña por la felicidad del hombre que ambas amaban, aunque, al hacerlo así, se hubiera odiado a sí misma.
Pero Dermot optó por una vía completamente distinta. Exigía lo que él deseaba, como si solo de su derecho se tratara, intentando obligarla a someterse a su voluntad.
Su mujer se había mostrado siempre tan suave y contemporizadora, que Dermot no esperaba aquella súbita actitud de resistencia. Celia prácticamente no comía ni dormía. Sus piernas apenas podían sostenerla y constantemente sufría neuralgias y jaquecas. Sin embargo, permaneció firme en su decisión y Dermot no consiguió su consentimiento.
Le dijo que se estaba comportando de manera poco noble, que su actitud era vulgar, que trataba de conservar junto a sí a alguien que no la amaba, que debiera avergonzarse y que él mismo sentía vergüenza de ella. Pero todo fue inútil.
Su actitud irreductible era pura apariencia, pues interiormente sus palabras la herían como afilados cuchillos. Le dolía que Dermot pensara así de ella…
Celia comenzó a preocuparse en serio por su salud. A menudo perdía el hilo de lo que estaba diciendo y sus propios pensamientos eran confusos.
A veces despertaba en medio de la noche, aterrorizada. Pensaba que Dermot se disponía a envenenarla para quitarla de su camino. Al llegar el día, lograba darse cuenta de que aquello era puramente fantástico; pero llegó a encerrar bajo llave el veneno que se guardaba en el cobertizo del jardín, destinado a combatir plagas y ratones. Mientras lo hacía, no dejaba de pensar que su conducta no era la de una persona en su sano juicio; sin duda, se estaba volviendo loca.
Otras veces se levantaba en plena noche y vagaba por la casa, buscando algo que ella misma ignoraba. Hasta que un día supo que buscaba a su madre…
Tenía que encontrarla. Se vistió, se cubrió con un abrigo, se puso el sombrero y, buscando una fotografía de Miriam, la colocó en su bolso. Iría al puesto de policía más próximo para pedir que la buscaran. Su madre había desaparecido, pero ellos podrían encontrarla. Y una vez que lo lograran, todo marcharía bien…
Bajo la lluvia y contra el viento, anduvo largo rato. Poco a poco fue olvidando el motivo por el cual obraba así. Oh, sí, buscaba el puesto de policía. ¿Dónde estaba el puesto? Sin duda en la ciudad, no en pleno campo, donde ella estaba.
Dio la vuelta y empezó a caminar en dirección contraria.
La policía se mostraría bondadosa y servicial. Le daría el nombre y la dirección de su madre… Pero ¿cuál era el nombre de su madre? Curioso, no lograba recordarlo… ¿Cómo se llamaba ella misma?
¡Qué aterrador! No podía recordar…
Sybil… Ivonne… Era terrible no poder recordar la propia identidad.
Tenía que acordarse de su propio nombre…
Tropezó en una zanja…
La zanja estaba llena de agua…
Te puedes ahogar en el agua…
Sería mejor ahogarse que colgarse de una cuerda… Si te dejas caer en el agua…
Oh, qué frío… No era capaz de dejarse caer allí…
Tenía que encontrar a su madre. Ella, como siempre, arreglaría todo…
Celia le diría:
—Casi me ahogo en una zanja.
Y su madre le respondería:
—Eso hubiese sido una tontería, hija.
Una tontería, eso es; una tontería. Dermot la consideraba tonta, hacía ya tiempo. Entonces recordó algo.
¡Naturalmente! ¡El hombre del fusil!
Ahora comprendía el horror del hombre del fusil. Desde el principio Dermot había sido el hombre del fusil.
El terror la paralizó.
Tenía que volver a casa… Era preciso esconderse… El hombre del fusil estaba tras su pista… Dermot la perseguía…
Por fin llegó a su casa. Eran las dos de la madrugada y todos dormían…
Subió las escaleras…
¡Horror! ¡El hombre del fusil estaba allí, detrás de la puerta! Podía escuchar su respiración… Dermot, Dermot era el hombre del fusil…
No se atrevió a entrar a su dormitorio. Dermot quería deshacerse de ella. Acaso caminaba sigilosamente hacia ella…
Se precipitó hacia las escaleras. La señorita Hood, la institutriz de Judy, estaba allí.
—Que no me encuentre, que no me encuentre…
La señorita Hood se mostró admirablemente bondadosa y comprensiva.
Bajó con ella y la condujo a su dormitorio, quedándose a su lado.
Celia sintió que el sueño se apoderaba de ella. Pero antes murmuró súbitamente.
—Qué tonta soy… Salir en busca de mamá. Ahora recuerdo que está muerta…
La señorita Hood llamó al médico, un hombre bueno y comprensivo, aunque algo enfático. Celia debía ponerse al cuidado de la señorita Hood.
Luego tuvo una entrevista con Dermot, durante la cual le notificó que Celia se encontraba muy enferma. Le advirtió que algo fatal podría sucederle y que sería preciso ahorrarle cualquier preocupación.
La señorita Hood cumplió su tarea con gran eficiencia. Siempre que le era posible evitaba que Celia y Dermot quedasen solos. Celia se aferraba a ella. Con la señorita Hood se sentía segura… Era tan buena…
Un día Dermot fue a verla, situándose junto al lecho.
—Lamento verte enferma —dijo.
Era Dermot quien hablaba, no el extraño.
Sintió que se le anudaba la garganta…
A la mañana siguiente, la señorita Hood entró en la habitación. Parecía atribulada.
—Se ha ido, ¿no es así? —preguntó Celia.
La señorita Hood asintió en silencio. La actitud pacífica de Celia la tranquilizaba.
Permaneció inmóvil. No sentía pesar ni dolores. Solo paz…
Se había marchado…
Algún día habría de levantarse para continuar su vida… con Judy…
Todo había terminado…
Pobre Dermot.
Durmió. Durmió casi ininterrumpidamente durante un par de días.
Hasta que Dermot volvió.
Era Dermot, no el extraño.
Dijo que lamentaba mucho todo, que en cuanto se hubo marchado se había dado cuenta de lo miserable que había sido. Agregó que Celia llevaba la razón y que su deber era el de permanecer junto a ella y Judy. Al menos intentaría hacerlo.
—Pero ante todo has de reponerte. No puedo soportar las enfermedades… y tampoco la desgracia. En parte, fue porque tú eras desgraciada por lo que este verano hice amistad con Marjorie. Necesitaba una compañera de juegos…
—Lo sé. Debí «preservar la belleza», como tú me lo has pedido siempre.
Celia se detuvo, vacilante.
—¿Estás dispuesto a probar? Quiero decir que, por mi parte, no puedo más… Si quieres intentarlo de buena fe durante tres meses… Al final, si no puedes…, todo quedará terminado. Pero… pero…, ayúdame, temo enloquecer otra vez…
Dermot aceptó el plazo de tres meses. En el transcurso de ellos no vería a Marjorie. Dijo que lamentaba aquella situación.
Pero las cosas no quedaron así.
La señorita Hood, Celia lo sabía, no había visto con buenos ojos la vuelta de Dermot.
Y, como más tarde tuvo que admitirlo, la institutriz tenía razón.
Empezó gradualmente.
Dermot se mostraba malhumorado.
Celia se daba cuenta, lo sentía muchísimo, pero prefirió no decir nada.
Las cosas fueron haciéndose, poco a poco, peores.
Si Celia entraba en una habitación, Dermot se marchaba.
Si le hablaba, él no respondía.
Solo hablaba con Judy y, con menos frecuencia, con la señorita Hood.
A Celia nunca le dirigía la palabra. Ni siquiera la miraba. A veces se llevaba a la pequeña a dar una vuelta en coche.
—¿No viene mamá? —preguntaba Judy.
—Sí, si lo desea.
Cuando Celia estaba lista, Dermot parecía perder el interés.
—Será mejor que mamá te lleve. Estoy ocupado.
A veces Celia decía que le era imposible acompañarles porque estaba ocupada. Entonces Judy y su padre salían.
Increíblemente Judy no percibió nada. O, al menos, eso era lo que su madre creía.
Sin embargo, a veces decía frases sorprendentes.
Había estado hablando de Aubrey y de la necesidad de ser bondadosa con él. El perro era ahora el ser más popular en la casa.
—Tú eres bondadosa… muy bondadosa —dijo de pronto la pequeña—. Papá es alegre, pero no bueno.
Otro día habló con aspecto reflexivo.
—A papá no le gustas mucho.
Y luego agregó con gran satisfacción:
—Pero yo sí que le gusto.
Cierta vez, Celia decidió hablarle.
—Judy, tu padre quiere dejarnos. Cree que sería más feliz si viviese con otra persona. ¿Piensas que lo más indicado sería dejarle ir?
—¡No quiero que se marche! —repuso Judy prestamente—. Por favor, mamá; por favor ¡no le dejes ir! A papá le gusta mucho jugar conmigo. Y por otra parte…, por otra parte, ¡es mi padre!
«Es mi padre…». Había tanto orgullo, tanta certidumbre en aquella frase…
¿Judy o Dermot?, pensaba Celia. He de decidirme por uno de los dos bandos. Pero Judy no es sino una niña. He de estar a su lado.
Sin embargo, no se sentía con fuerzas para permanecer junto a Dermot mucho más tiempo. «Es tan seco y hostil… De nuevo me parece perder la cabeza… Estoy asustada».
El Dermot de antes había desaparecido. Ahora era otra vez un extraño. La contemplaba a veces con ojos agresivos y duros.
Es terrible que la persona a quien más se ama en el mundo te mire así. Celia podía entender la infidelidad, pero era incapaz de comprender que el efecto de once largos años se transformase de pronto —casi de la noche a la mañana— en animosidad.
La pasión podía desvanecerse, pero ¿no había habido entre ellos otra cosa? Celia le había amado, juntos habían vivido y le había dado una hija. Juntos habían pasado momentos de estrechez… y ahora Dermot se mostraba dispuesto a no verla nunca más… Era horrible, verdaderamente horrible…
Ella era el obstáculo… Si muriese…
Dermot desearía verla muerta…
Tenía que desearlo. De otro modo, ella no se sentiría tan asustada…
Celia miró desde la puerta del dormitorio de Judy. La pequeña dormía profundamente.
Cerró la puerta con cuidado y, volviendo a la sala, se encaminó a la puerta exterior.
Aubrey iba tras ella.
Hola, parecían decir los ojos del perro. ¿Una vueltecita? ¿A esta hora de la noche? Bueno, pues no me opongo…
Pero su dueña pensaba de otro modo. Cogió la cabeza de Aubrey con ambas manos y le besó en la nariz.
Quédate en casa, perrito. No puedes venir con tu ama.
No podía ir con su ama. Verdaderamente, no. Nadie podía ir adonde iba su ama…
Ahora sabía que era incapaz de soportar la situación por más tiempo. Necesitaba escapar…
Se sentía exhausta y también desesperada. Tenía que escapar…
La señorita Hood estaba en Londres. Había ido a la ciudad a recibir a una hermana que llegaba del extranjero y Dermot aprovechó su ausencia para «aclarar bien las cosas».
Comenzó por admitir que había seguido viéndose con Marjorie. Cierto que le había prometido a Celia no verla, pero fue incapaz de mantener su promesa.
Nada de aquello importaba, pensaba Celia. Lo que se le hacía insoportable era la actitud de Dermot con ella. La hería constantemente.
No recordaba ahora exactamente sus procedimientos. Palabras crueles, hirientes… Aquellos extraños y hostiles ojos… Dermot, a quien ella amaba, la odiaba…
Y ella no podía soportar su odio…
Conocía el camino que debía tomar…
Cuando él le había dicho, poco antes, que se marchaba pero que volvería, ella le repuso que quizá no la encontrara ya.
Por la expresión de sus ojos, Celia comprendió que sabía a lo que se estaba refiriendo…
Con rapidez le había respondido:
—Bueno, naturalmente; si quieres marcharte…
Celia no había contestado… Más tarde, cuando todo hubiese pasado, podría explicar a todo el mundo (e incluso convencerse a sí mismo) que no había comprendido lo que ella había querido decir… Así sería más fácil…
En aquel momento lo supo… Celia vio en sus ojos un relámpago de esperanza. Acaso ni él mismo se apercibió; pero el relámpago estaba allí, en sus ojos.
Naturalmente que él no deseaba su fin. Lo que a Dermot le hubiese agradado, hubiera sido que ella hubiese preferido «un cambio». Quería que también Celia deseara la libertad. Que ambos hiciesen lo que les viniera en gana y que las ganas de Celia coincidieran con las suyas. De esta manera, todo hubiese resultado cómodo. Hubiera querido, por ejemplo, que ella se dedicara a viajar y encontrara en ello alegría y placer. Si hubiera sido así, habría podido exclamar: «¡Hemos encontrado la solución ideal! ¡La solución mejor para ambos!».
Dermot quería ser feliz y para ello necesitaba estar en paz con su conciencia. No quería afrontar las cosas como eran, sino como él quería que fuesen.
Pero la muerte era realmente la solución… Dermot no tendría que echarse culpas, podría decir que ella no había estado nunca bien desde la muerte de su madre. Era tan hábil para engañarse a sí mismo…
Celia jugó momentáneamente con la idea de que Dermot se sentiría desolado, de que sería víctima de remordimientos… Como una niña, pensó: Cuando yo haya muerto, se arrepentirá.
Pero de inmediato rechazó el pensamiento. Sabía que no iba a ser así… Si hubiese tenido que admitir, solo por un momento, que él era culpable, hubiese sufrido un gran golpe; pero se salvaría pensando que él nada tenía que ver. Y al pensar así, se engañaría…
Huiría de todo y para siempre.
No podía soportar más la vida.
Era demasiado dura…
Ya no pensó en Judy. Todo lo había superado. Ahora solo importaba su propia suerte y su inmenso anhelo de escapar…
El río…
Mucho tiempo atrás había un río que atravesaba cierto valle, donde abundaban las flores silvestres… Hacía mucho tiempo… Antes de que sucediera todo aquello…
Había caminado con rapidez. Llegó hasta donde el camino desembocaba en el puente.
El río corría allí abajo…
No se veía a nadie…
Se preguntó dónde estaría Peter Maitland. Casado, sí. Poco después de la guerra. Había sido bueno con ella. Con él hubiera sido feliz… y también hubiese llevado una vida segura.
Pero nunca hubiese podido amarle como a Dermot…
Dermot… Dermot…
Tan cruel…
Todo el mundo era, en realidad, cruel. Cruel y traicionero…
El río era mejor…
Subió al parapeto y saltó…