Dermot tenía la intención de ser bondadoso. Odiaba los problemas y las desgracias, pero quería ser bondadoso. Le escribió desde París proponiéndole que fuese allí a pasar dos o tres días, con el fin de levantarle el ánimo.
Tal vez fuera bondad. O quizá solo buscara esquivar la responsabilidad de hallarse presente en una casa enlutada…
Eso era, sin embargo, lo que su deber le imponía.
Llegó a su casa poco antes de la cena. Celia estaba echada en la cama, esperándole con apasionada intensidad. Las tensiones, que habían seguido a la muerte y al funeral, ya habían pasado y durante todo aquel doloroso período hizo cuanto estuvo en sus manos para que la pequeña Judy no sintiera una atmósfera de dolor y pesadumbre. La niña debía de conservar su alegría y seguir ocupada en sus importantes asuntos… Cuando se enteró de la muerte de su abuela, lloró, pero al poco tiempo parecía haber olvidado todo. Así tenía que ser. Los niños deben olvidar.
Pronto estaría Dermot allí y así ella se podría consolar.
Qué maravilloso es tener a Dermot, pensó. Si no fuera por él, no tendría ahora ningún deseo de seguir viviendo.
Cuando llegó, Dermot estaba nervioso. Y los nervios fueron los que le hicieron entrar en la habitación, donde Celia le esperaba, exclamando:
—Bueno, bueno ¿cómo estáis todos? ¿Alegres y contentos?
En otra ocasión Celia hubiera comprendido el motivo que le había hecho hablar con tal inoportunidad y desapego. Pero, en aquel momento, la actitud de Dermot le sentó como una bofetada.
Dándose la vuelta, estalló en sollozos.
Dermot, sin saber qué hacer, le pedía disculpas, tratando de explicarse.
Finalmente, Celia se quedó dormida reteniendo entre las suyas una mano de su marido. Éste la extrajo con alivio al ver que ella dormía.
Saliendo del dormitorio, fue en busca de Judy, que estaba en la habitación de los juguetes. La niña le saludó agitando en el aire una cuchara. Estaba bebiendo una taza de leche.
—Hola, papá. ¿A qué jugaremos?
A la pequeña no le gustaba perder el tiempo en cortesías y convencionalismos.
—A algo que no sea demasiado ruidoso —repuso su padre—. Mamá duerme.
Judy asintió comprensivamente.
—¿A la solterona?
Jugaron pues a la solterona.
La vida continuó, casi igual.
Celia, ocupada con sus tareas habituales, no demostraba ninguna señal de dolor. Pero, por el momento, parecía haber perdido toda vivacidad. Dermot y Judy notaron el cambio y no les gustó.
Quince días más tarde Dermot quiso invitar a unos amigos a pasar un fin de semana con ellos. Celia, sin poder contenerse, exclamó:
—¡Oh, por ahora no! ¡Por muchos esfuerzos que hiciera, no podría hablar con mujeres que no conozco!
Sin embargo, no tardó en arrepentirse, de modo que fue en busca de Dermot para decirle que no había sido su intención ser brusca. Por supuesto, podía convidar a sus amigos. Éstos aceptaron, pero la visita no tuvo mucho éxito.
Días después, Celia recibió carta de Ellie Maitland. Su contenido la sorprendió y la afligió mucho:
Mi querida Celia:
Creo que será mejor que yo misma te cuente lo que ha sucedido con Tom, antes de que te lleguen versiones disparatadas, que sin duda te llegarán. Mi marido me abandonó por una chica que conocimos en el barco cuando veníamos de vuelta a Inglaterra. Como podrás imaginarte, eso me sorprendió y me dolió mucho. Éramos muy felices y Tom adoraba a los niños. Me parece que estoy viviendo una pesadilla. Siento que se me ha destrozado el corazón y no acierto a saber qué conducta asumir. Tom era el marido perfecto. Nunca llegamos a reñir, ni siquiera por motivos accidentales.
A Celia le afectó mucho la desgracia de su amiga.
—Qué cantidad de cosas tristes tiene la vida —dijo a Dermot.
—El marido de tu amiga tiene que ser un cerdo —repuso éste—. Sé que a menudo piensas que yo soy egoísta, Celia. Pero te pudieron caer encima cosas mucho peores. Al menos soy un marido decente, franco e incapaz de engañar a su mujer. ¿O no es así?
Había un acento cómico en su voz. Celia se echó a reír y le besó.
Tres semanas más tarde fue a casa de su madre, llevando a Judy con ella. Tenía que levantar la casa y ocuparse de cuanto Miriam había dejado inconcluso. Nadie más que ella podía llevar a cabo aquel trabajo.
La que fuera su casa por tanto tiempo ya no sería nada sin su madre que, sonriente, le daba la bienvenida. Si Dermot quisiera acompañarla…
No podía; pero, dentro de lo posible, trató de animarla.
—Verás como no te resulta tan triste, Celia. Encontrarás muchas cosas que habías olvidado. Y en esta época, el campo es encantador. Te sentará muy bien un cambio de aire. Piensa que yo no puedo darme ese lujo y he de permanecer todo el día en el despacho.
Dermot era tan poco oportuno… Reiteradamente mostraba desconocer la tensión emocional a que ella estaba sometida. Parecía querer evitarla a todo trance.
Por una vez, Celia se enfadó.
—¡Hablas como si fuera a divertirme! —exclamó.
Dermot dirigió su mirada hacia otra parte.
—Bueno —dijo—. Así será, en cierto modo.
Qué poco bondadoso es, pensaba Celia. Qué poco delicado…
Una gran ola de soledad pareció azotarla en su interior. Se sintió asustada…
¡Qué frío era el mundo sin su madre!
Recuerdos…
La casa estaba muy sola y extraña.
Miriam no estaba…
Solo baúles repletos de ropa vieja, cajones llenos de cartas y fotografías…
Era doloroso… Terriblemente doloroso.
Una caja japonesa, con una cigüeña en la tapa, que ella había querido tanto de niña. Dentro, cartas cuidadosamente dobladas. Una era de la propia Miriam. «Mi queridísimo cariñito, corderito mío…». Ardientes lágrimas brotaron de los ojos de Celia, y corrieron por sus mejillas…
Un vestido de seda color rosa, con pequeños ramitos de pimpollos, metido de cualquier manera en un baúl por si algún día pudiera ser «renovado»… estaba allí, completamente olvidado. Uno de sus primeros vestidos de noche… Celia recordaba haberla visto con él; recordaba la última vez que se lo había puesto…
Las cartas de Grannie ocupaban un baúl entero. Seguro que su abuela las había llevado, al dejar su casa de Wimbledon e instalarse en la de Miriam.
El retrato de un grave caballero sentado en un banco, en un balneario. «Siempre tu devoto admirador». Y abajo, unas letras ininteligibles a modo de firma. Grannie y «los hombres»… Siempre con los hombres en la mente, aunque éstos estuvieran tratándose con aguas termales…
Un pichel, con dos gatos dibujados, que Susan le había regalado una vez por su cumpleaños…
El recuerdo era lejano y vivo.
¿Por qué era tan doloroso?
¿Por qué era tan abominablemente doloroso?
Si, al menos, no se encontrara completamente sola en la casa… Si Dermot estuviese allí con ella.
Pero Dermot hubiese dicho: «¿Por qué no quemas todo sin mirar?».
Claro que tendría razón, pero ella no hubiese podido seguir su consejo.
Siguió abriendo baúles.
Poemas, hojas y hojas con poemas escritos con letra minuciosa y fluida… la letra de su madre cuando era muy joven. Celia les echó un vistazo.
Eran versos sentimentales, altisonantes, retóricos; versos de una generación que se estaba muriendo. Pero aquí y allá un rápido pensamiento, la súbita originalidad de una frase, eran típicas de su madre, de aquella mente rápida, inesperada como el vuelo de un pájaro joven.
«Poema para John en su cumpleaños».
Su padre; su jovial padre, cuya barba se elevaba por los aires al reír.
Aquí un daguerrotipo suyo, tomado cuando era un joven lampiño y algo solemne.
Ser joven, crecer, envejecer… qué misterioso proceso. Qué temible. ¿Había algún momento en la vida en el que uno fuera más uno mismo que en algún otro?
El futuro… ¿Dónde estaba? Y sin embargo Celia se encaminaba hacia él…
En principio, el futuro, estaba claro: Dermot se enriquecería más y más, cambiarían la casa por otra mayor, vendría otro hijo, o quizá dos, habría enfermedades infantiles, preocupaciones, Dermot se volvería más y más egoísta, más difícil, más impaciente ante los obstáculos interpuestos en su camino, Judy se haría mayor y se iría haciendo más hermosa, más lúcida y decidida, más intensamente viva.
Dermot y Judy… En cambio, Celia se iría desvaneciendo, engordaría y ellos dos la tratarían con divertido desdén: «Madre, ¿sabes que eres en verdad un poco ingenua?». Si, a medida que su belleza se esfumara, más tonta parecería y ellos no tendrían reparos de decir lo que pensaban al respecto. (Un pensamiento fugaz, una frase: «Prométeme que siempre serás tan hermosa como ahora, Celia»). Ahora, frases como aquélla ya no tenían sentido. Habían vivido juntos el tiempo suficiente como para quitarles todo sentido. Dermot estaba en su sangre y Celia en la de él. Se pertenecían a pesar de ser esencialmente distintos. Ella le amaba porque era diferente; porque, aunque supiese cómo reaccionaría ante cada episodio o cada frase, nunca había sabido, y nunca sabría, por qué reaccionaba de aquel modo. Acaso él pensara lo mismo de su mujer. Pero no, Dermot aceptaba las cosas tal como eran, sin pensar nunca en motivaciones ni sacar conclusiones. Eso sería perder el tiempo. Es lo acertado, pensaba Celia. Sin duda, lo más acertado es casarse con el hombre al que una quiere. El dinero y todo lo demás no cuentan. Siempre sería feliz con Dermot, aunque tuvieran que vivir en una casita y hubiera de encargarse de cocinar y de hacer todo el trabajo doméstico. Pero, de todas maneras, Dermot sabía evitar la pobreza. Nunca sería pobre porque, desde que había nacido, era un ganador y porque siempre ganaría. Era de esa clase de hombres. Pero sus digestiones… Eso, naturalmente, empeoraría con los años. Seguiría jugando al golf en Dalton Heath o en otra parte… entretanto, ella nunca iba a ver realizado su deseo de viajar. Jamás pasearía por la India, China, Japón o Beluchistán, ni contemplaría las maravillas de Persia, donde los nombres geográficos sonaban a música: Ispahan, Teherán, Shiraz…
A Celia, pequeños escalofríos le recorrieron el cuerpo… Si los seres humanos llegaran a ser realmente libres… Si nada les atara a nada… Si pertenencias, casas, familias y niños no obrasen como ataduras que retienen el corazón…
Deseo huir, pensó Celia.
El mismo pensamiento que tantas veces había asaltado a su madre.
Amaba a su marido y a sus hijos; pero solía pensar en huir…
Celia abrió otro cajón. Cartas. Cartas de su padre a su madre. Cogió la primera. Estaba fechada el año anterior a su muerte.
Mi querida Miriam:
Espero que pronto te encuentres en condiciones de reunirte conmigo. Mamá está muy bien y en excelente estado de espíritu. Su vista decrece cada vez más, a pesar de lo cual sigue tejiendo calcetines para sus galantes y maduros amigos.
Tuve una larga charla con Armour acerca de Cyril. Sostiene que el chico no tiene nada de tonto, que solo se muestra indiferente. Mantuvo, asimismo, una seria conversación con Cyril y, según creo, consiguió causarle cierta impresión.
A ver si podemos estar juntos desde el viernes, mi amor, para festejar nuestro vigésimo segundo aniversario de bodas. No sé cómo expresar en palabras todo cuanto has significado en mi vida. Has sido la más bondadosa y devota mujer que un hombre haya podido soñar jamás. Humildemente doy gracias a Dios por su bondad, puesto que Él fue quien te puso en mi camino, querida.
Besos a nuestra muñequita.
Tu fiel marido,
JOHN
De nuevo las lágrimas inundaron los ojos de Celia.
Algún día, ella y Dermot contarían veintidós años de casados. Cierto que Dermot jamás le escribiría una carta como aquélla, pero acaso, en el fondo de su corazón, se dijera frases parecidas a las que acababa de leer.
Pobre Dermot. Sin duda le había resultado triste tener durante el mes anterior a su mujer tan abrumada e infeliz. Le disgustaba la desgracia. En cuanto terminara con todo aquello que la había llevado a casa de su madre, pensó Celia, trataría de dejar atrás sus pesares. Cuando vivía, Miriam jamás se había interpuesto entre ella y Dermot. Ahora que estaba muerta, tampoco hubiera querido hacerlo.
Dermot y ella seguirían adelante… felices y disfrutando de las cosas de este mundo.
Eso era lo que su madre hubiese deseado más.
Sacó del cajón todas las cartas de su padre y, llevándolas hasta el hogar, les prendió fuego. Pertenecían a los muertos. Solo guardó las que había leído.
Al coger las cartas, vio algo en el fondo del cajón. Era una vieja libreta, cuyas tapas estaban bordadas con hilos dorados. Dentro, había una hoja doblada, muy vieja y gastada. En ella se leía: «Poema enviado por Miriam el día de mi cumpleaños».
Sentimiento…
El mundo de ahora despreciaba el sentimiento… Sin embargo, para Celia, en aquel momento, el papel era casi intolerablemente dulce…
Celia cayó enferma. La soledad de la casa le afectaba los nervios. Hubiese querido tener a alguien con quien hablar. Cierto que estaban allí Judy y la señorita Hood, pero pertenecían a un mundo tan distinto, que estar con ellas le aportaba más tensión que alivio. Celia ansiaba, por otra parte, que sus propios dolores no empañaran la alegría de la pequeña, siempre vivaz y llena de entusiasmo. Cuando estaba con la niña Celia trataba de mostrarse animosa y bien dispuesta. Las dos se extenuaban jugando a la pelota, al escondite y a la gallina ciega.
Pero después de que Judy se acostaba, el silencio de la casa la envolvía como una mortaja y sentía un gran vacío.
Ya no quedaba nadie con quien hablar…
Las cartas de Dermot eran escasas y breves. Le decía que había hecho setenta y dos golpes en el campo, que su compañero había sido Andrews y que Rossiter estaba allí con su sobrina. Felizmente, Marjorie Connell había aceptado formar pareja para jugar cuatro y fueron a Hillborough, que era un campo pesado y malo. En parte, este hecho se debía a que las mujeres eran una molestia para jugar. Esperaba que Celia lo pasara bien y le pedía que agradeciera a Judy la carta que le había mandado.
Celia comenzó a llorar y ya no pudo contenerse. Los recuerdos del pasado no le permitían dormir. A veces despertaba en medio de la noche, muy atemorizada, sin saber qué era lo que tanto la había asustado. Se contempló en el espejo y comprendió que estaba enferma.
Decidió escribir a Dermot, pidiéndole que fuera a pasar con ella el fin de semana.
Él contestó en estos términos:
Querida Celia:
He mirado los horarios de los trenes y no me vienen bien. Tendría que volverme a Londres el domingo por la mañana o el lunes de madrugada, a eso de las dos. El coche no va muy bien en estos momentos y tengo que llevarlo a revisar. Espero que comprendas que después de trabajar tanto durante toda la semana, me siento extenuado y no es lógico pasarme el sábado y el domingo en los trenes.
Dentro de tres semanas me tocan vacaciones. Pienso que tu idea de ir a Dinand es excelente. Escribiré para que nos reserven habitaciones en algún hotel bueno. No trabajes demasiado y trata de tomar el aire.
¿Recuerdas a Marjorie Connell, aquella morena, bastante simpática, sobrina de los Barrett? Pues acaba de perder su empleo, pero creo que podré obtenerle uno en la oficina. Me parece una persona sumamente eficiente. La llevé al teatro la otra noche para ver si la animaba.
Cuídate mucho y no te tomes las cosas por la tremenda. Creo que harías bien en no vender la casa por ahora. La situación económica, en general, parece tender a una mejoría y tal vez consiguieras un precio mejor más adelante. Por mi parte, no creo necesario ni importante guardarla para nosotros; pero, si te sientes sentimental, quizá valiera la pena cerrarla o poner a cargo de ella a una persona de confianza. En este caso, podrías dejarla amueblada. El dinero que sacas con tus libros bastará para mantenerla e incluso para pagar a un buen jardinero. Te ayudaré en la búsqueda del personal requerido, si así lo deseas. Trabajo muchísimo. La mayor parte de las noches vuelvo a casa con dolor de cabeza.
Será estupendo largarnos de vacaciones.
Cariños a Judy.
Te quiere,
DERMONT
La última semana, Celia decidió visitar al médico y pedirle que le recetara algo para poder dormir. Le conocía de toda la vida. El hombre le hizo unas cuantas preguntas, la examinó cuidadosamente y luego dijo:
—¿No puedes tener a alguien que te acompañe?
—Mi marido llegará la semana que viene. Haremos un viaje al extranjero, juntos.
—¡Excelente! Porque has de saber, niña, que si esto no cambia, te arriesgas a sufrir un ataque de nervios. Estás muy deprimida a causa del shock que te produjo la muerte de tu madre y, desde entonces, no creo que hayas descansado realmente. Todo muy lógico y natural, pero malo para tu salud. Sé perfectamente lo unidas que estabais Miriam y tú. Una vez que salgáis de viaje, te sentirás como nueva.
Le dio unas palmaditas en el hombro, le extendió la receta y Celia salió de su consultorio.
Celia contaba, uno por uno, los días que faltaban para la llegada de Dermot. En cuanto estuviese allí, todo iría bien. Debía llegar el día antes del cumpleaños de Judy. Tendrían que celebrarlo adecuadamente. Luego saldrían rumbo a Dinand.
Una nueva vida… Pesares y recuerdos quedarían atrás… Dermot y ella se encaminarían hacia el futuro.
Cuatro días después llegaría él…
Tres días…
Dos…
¡Hoy!
Algo iba mal… Dermot llegó; pero no parecía ser Dermot, sino un extraño que la miraba rápidamente de reojo y luego dirigía la mirada hacia otra parte.
Algo le sucedía…
Estaría enfermo…
Tendría problemas…
No; era algo diferente…
Era… un extraño…
—¿Te sucede algo, Dermot?
—¿Qué habría de sucederme?
Estaban los dos en el dormitorio de Celia, que preparaba los regalos para Judy. Los envolvía en papeles de colores, atando los paquetes con cintas.
¿Por qué se sentía Celia tan aterrada? ¿A qué se debía aquella sensación de pánico?
Los ojos de él, aquellos ojos movedizos e indagadores, la miraban de pronto y enseguida se dirigían a otra parte, para volver a contemplarla.
No parecía Dermot. Dermot era erguido, guapo, sonriente…
En cambio, el que estaba allí, era un ser furtivo. Un hombre que parecía agobiado y nervioso. Parecía… casi… un criminal.
—Dermot, ¿no sucederá algo con el dinero? —le preguntó Celia—. Quiero decir que no habrás hecho nada que…
¿Cómo expresarlo en palabras? Dermot, que era un hombre honorable, ¿podía haberse metido en algo turbio? Era algo increíble, inverosímil…
Pero aquella mirada evasiva e inquieta…
Era la de alguien que se siente culpable por lo que ha hecho.
La miró sorprendido.
—¿Dinero? Oh, no. Todo lo que tiene que ver con dinero va perfectamente.
Celia sintió alivio.
—Pensé… Bueno, pensé algo absurdo.
—No obstante, sí, sucede algo, Celia, que espero tú sepas ya, o que intuyas.
Pero Celia no acertaba a intuir nada y no sabía de lo que Dermot hablaba. Si no se trataba de problemas económicos (por un momento temió que la firma, para la cual trabajaba, hubiese quebrado), no podía imaginar de qué podía tratarse.
—Dime.
¿Una enfermedad, tal vez? No, no podía ser…
¿Cáncer? No; sin embargo, a veces atacaba a la gente joven y fuerte.
Dermot se puso en pie. Cuando habló, su voz tenía un eco extraño y rígido.
—Se trata… bueno, de Marjorie Connell. La he visto bastante estos últimos tiempos. Le tengo mucho afecto.
¡Qué alivio! No era cáncer. Pero ¿qué tenía que ver Marjorie Connell con ellos? ¿Acaso Dermot, que nunca se había detenido a mirar a una mujer…?
—No importa, Dermot, que te hayas conducido un poco tontamente —le dijo con suavidad.
Un flirt. Dermot no estaba acostumbrado a flirtear. Sin embargo, Celia se sentía intrigada. Intrigada y también herida. De modo que, mientras ella sufría en casa de su madre, esperando a Dermot para que acudiese a consolarla con su presencia, él salía a divertirse con Marjorie Connell… Marjorie era muy simpática y muy guapa. Grannie no se hubiese sorprendido, pensó, y le pasó por la cabeza la idea de que Grannie realmente había llegado a conocer bien a los hombres.
—No entiendes —exclamó Dermot violentamente—. Las cosas no son como tú piensas. No ha habido nada… nada…
Celia se sonrojó.
—Naturalmente. Nunca pensé que…
—No sé cómo hacer para que entiendas —continuó Dermot—. No ha sido culpa de ella… Se siente desolada por ti, por ti. ¡Oh, Dios!
Dejándose caer en un sillón, sepultó la cabeza entre sus manos.
—Te atrae, ya lo veo —dijo Celia, sin pensar mucho en sus palabras—. Oh, Dermot, me apenas tanto…
Pobre Dermot. La pasión lo dominaba. Sería tan desgraciado. Era preciso que ella no se mostrara cruel; eso, sobre todo. Tendría que ayudarle para que superara aquella situación. No era cuestión de hacerle reproches, puesto que no era culpable. Celia no estaba allí, él se había sentido muy solo… Era muy natural…
Se mostró serena.
—Lo siento tanto por ti…
Dermot volvió a ponerse en pie.
—Sigues sin entender. No necesitas tener piedad de mí. Soy un cerdo. Me siento vil. Soy un hombre ruin y despreciable, que no ha sido capaz de portarse decentemente contigo. Ya no te serviré de nada. Ni a Judy.
—¿Quieres decir —preguntó Celia, mirándole intensamente— que ya no me amas? ¿Que todo ha terminado entre nosotros? Pero si hemos sido tan felices juntos… tan felices…
—Sí, en cierto modo. De una manera tranquila y serena… Pero esto es diferente.
—Yo creía que el amor sin sobresaltos era el mejor del mundo.
Dermot hizo una mueca.
—¿Quieres dejarnos? ¿Es eso lo que quieres? —preguntó Celia asombrada—. ¿No quieres vernos más, ni a Judy ni a mí? Pero tú eres el padre de la pequeña… y ella te quiere.
—Lo sé y eso me tortura. Pero no hay remedio. Nunca he servido para hacer lo que no tengo ganas de hacer. No podría portarme adecuadamente siendo tan desgraciado. A pesar mío, he de comportarme brutalmente…
—¿De modo que piensas irte con ella? —le interrumpió Celia.
—No, claro que no. No es de esa clase de mujeres. Nunca le propondría algo así.
Parecía ofendido.
—No lo entiendo —siguió Celia—. ¿Quieres dejarnos, pero no irte con ella?
—No os merezco. No os serviría de nada. Solo ensuciaría vuestras vidas.
—Pero si hemos sido tan felices… tan felices…
—Sí, claro que lo hemos sido —exclamó él con vehemencia—. Lo hemos sido, en el pasado. Pero hace once años que estamos casados. Y tras once años, un hombre necesita cambios.
Ella retrocedió un poco.
Dermot continuó hablando. Su voz se hacía más familiar y persuasiva.
—Estoy ganando bastante dinero, de modo que te pasaría una buena cantidad para la educación de Judy. Y como tú, por tu parte, también te lo ganas, podrías viajar y hacer realidad todos los proyectos que tú siempre quisiste hacer.
Celia levantó una mano como para evitar que siguiese golpeándola.
—Estoy seguro de que os divertiríais. Seríais más felices que conmigo…
—Oh, detente, Dermot…
Se hizo un silencio. Tras un minuto, Celia habló.
—Fue una noche como la de hoy, hace nueve años, cuando nació Judy. ¿Lo recuerdas? ¿No significan nada para ti esos recuerdos? ¿No hay una diferencia entre yo y esa amante a la que piensas dedicarte?
—Ya he dicho que lo siento muchísimo por Judy… Pero tú y yo siempre hemos estado de acuerdo en que cada uno sería libre, si el otro…
—¿Cuándo hicimos tal acuerdo?
—No recuerdo cuándo, pero sé que así lo convinimos. Es el único modo aceptable de encarar el matrimonio.
—Yo diría que lo único verdaderamente aceptable es que, cuando se ha traído un niño al mundo, se actúe en consecuencia y con constancia.
—Muchos amigos míos —dijo Dermot— opinan que el matrimonio ideal sería aquél en el que la libertad no saliese perjudicada.
Celia se rió. Sus amigos. Qué gracioso era Dermot. Ahora traía a colación a sus amigos.
—Eres libre. Puedes dejarnos, si así lo quieres… Pero ¿por qué no esperar un poco? Un espacio de tiempo para asegurarte de que actúas del único modo posible. Son once años de felicidad contra un mes de pasión. Espera un año… asegúrate antes de tirar tres vidas por el aire.
—No quiero esperar. No podría soportar la tensión de una espera.
De pronto Celia extendió el brazo, cogiendo el picaporte de la puerta, para no caerse.
Nada de aquello era real… No podía ser real…
—¡Dermot! —exclamó.
La habitación pareció quedar en tinieblas. Todo giraba en torno a ella.
Cuando recobró la conciencia, se hallaba tumbada en la cama. Dermot estaba junto a ella, con un vaso de agua en la mano.
—No quise trastornarte —dijo él.
Celia se reía histéricamente… En cuanto pudo, cogió el vaso y bebió un poco.
—Estoy bien —dijo—. Bueno. Haz lo que quieras. Puedes irte ahora mismo, si así lo deseas. Yo estoy bien. Procede como quieras. Pero que Judy tenga mañana su fiesta de cumpleaños.
—Sí, claro… Si crees estar bien…
Se marchó lentamente, encaminándose a su habitación. Una vez en ella, cerró la puerta tras de sí.
Mañana sería el cumpleaños de Judy…
Nueve años antes, ella y Dermot habían paseado lentamente por el jardín, para separarse luego. Ella para enfrentarse al dolor y al miedo, él para debatirse en la ansiedad.
Ciertamente, nadie en el mundo podía ser más cruel que Dermot… Elegir precisamente aquel día para decirle todo aquello…
Nadie, nadie, más que Dermot…
Cruel… cruel… cruel…
Su corazón exclamó apasionadamente:
—¿Cómo es posible, cómo puede ser tan cruel conmigo?
Judy debía de tener su fiesta de cumpleaños.
Regalos, desayuno especial, picnic, vestido especial para la noche, cena en la mesa, juegos…
Nunca pasaré un día tan interminable, pensaba Celia. Nunca. Otro día como éste y me volvería loca. Si al menos Dermot fingiera un poco mejor…
Por suerte, Judy no advirtió nada. Solo veía los regalos, la risa, la rapidez con que todos atendían sus deseos.
Era muy feliz. Su inconsciencia desgarraba el corazón de Celia.
Al día siguiente de la fiesta, Dermot se marchó.
—Te escribiré desde Londres. ¿Te quedarás aquí por ahora?
No. Aquí no…
¿Aquí, sola, en medio de la soledad y el vacío, sin Miriam para consolarla?
Oh, mamá, mamá… vuelve a mí, mamá…
Si estuvieses aquí, conmigo…
¿Quedarse aquí, en esta casa llena de recuerdos felices, de recuerdos de Dermot?
—Prefiero volver a casa. Mañana emprenderemos el viaje de regreso.
—Como quieras. Yo me instalaré en Londres. Pensaba que preferirías quedarte aquí, en esta casa que siempre te gustó tanto.
Celia no respondió. A veces ocurre que no hay nada que responder.
Cuando Dermot se hubo marchado, jugó un rato con Judy. Le dijo que, a fin de cuentas, no irían a Francia. La niña aceptó la decisión con calma, sin interés.
Celia se sentía enferma. Le dolían las piernas y tenía vértigos. Se sentía como una mujer muy, muy vieja. La cabeza le dolía y el dolor se fue acentuando hasta tal punto que pensó que iba a gritar. Tomó aspirinas, pero fue inútil. Sentía náuseas y solo pensar en la comida la enfermaba más.
Celia temía, sobre todo, dos cosas: la locura y el hecho de que Judy llegara a darse cuenta…
No sabía si la señorita Hood estaba enterada de algo. Era tan tranquila, que resultaba reconfortante tenerla cerca. Nunca se sobresaltaba y carecía de curiosidad.
Fue la señorita Hood la encargada de preparar el viaje de vuelta. Seguramente pensaría que era normal que el matrimonio hubiese renunciado a efectuar el viaje a Francia.
Celia se sintió feliz al verse nuevamente en la casita de campo. Me siento mejor aquí, pensó. No creo que me vuelva loca.
Su cabeza estaba mejor y su cuerpo peor. Se sentía como si la hubiesen apaleado. Tanto le dolían las piernas que, por momentos, pensaba que sería incapaz de andar. Eso y las mortales náuseas la hacían parecer muy vacilante y extremadamente débil.
Pensó que se iba a poner muy enferma. ¿Por qué la mente llegaba a afectar tanto al cuerpo?
Dermot volvió dos días después de llegar ella.
Pero no era Dermot… Era extraño aquello de encontrar a otro hombre dentro del cuerpo de tu propio marido…
Tan asustada estaba Celia al verle que sentía deseos de gritar…
Dermot estaba tenso, habló rígidamente de temas intrascendentes.
Como si viniera de visita, pensó Celia. Pero de pronto dijo:
—¿No crees que es lo mejor? Quiero decir, lo de separarnos.
—¿Lo mejor para quién?
—Mujer, para ambos.
—No creo que sea lo mejor para Judy ni para mí. Ya sabes cuál es mi punto de vista.
—Todos tenemos derecho a ser felices —dijo Dermot.
—La verdad es que tú te dispones a ser feliz, mientras que Judy y yo, no… Lo que no logro comprender es por qué ese derecho solo te beneficia a ti. Oh, Dermot, ¿no puedes irte y dejarnos? Te viste en la necesidad de elegir entre Marjorie y yo. O tal vez no sea así y simplemente te aburriste de mí. Tal vez sea culpa mía. Debí sentir que algo, como lo que ha sucedido, se avecinaba; debí haber luchado. Pero estaba tan segura de que me querías… Creía en ti como en Dios. Era una tontería, como me hubiera dicho Grannie. Ahora pienso que la elección que te tocaba realmente hacer era entre Marjorie y Judy. Tú quieres a Judy, porque es de tu propia sangre. Yo nunca podré ser para ella lo que tú. Existe un vínculo entre vosotros dos que no existe entre ella y yo. La quiero, pero no la comprendo. Es por eso que no quisiera que la abandonaras, su vida entera podría resultar perjudicada. No lucharé por mí, pero sí por la pequeña. Abandonar a un hijo es algo sumamente ruin. Creo que si lo haces, nunca podrás ser feliz. Dermot, querido Dermot, ¿pensarás en lo que te digo? ¿Estás seguro que no quieres probar un año de espera? Si al término del mismo crees que no puedes seguir y que has de volver a Marjorie, entonces debes irte con ella. Pero por lo menos sabremos que has luchado.
—No quiero esperar… Ya te lo he dicho. Un año es demasiado tiempo.
Celia esbozó un ademán de desaliento.
(Si al menos no se sintiera tan mareada y débil…).
—Muy bien —dijo por fin—. Has elegido. Pero si algún día quisieras volver, nos encontrarás esperándote. No te haré reproches… Anda y sé… feliz. Acaso algún día vuelvas con nosotras. Creo que así será… Pienso que debajo de tu pasión, Judy y yo somos aún lo más importante para ti. Y también pienso que, más allá de todo eso, eres un hombre recto y leal…
Dermot se aclaró la garganta. Parecía muy confundido.
Celia deseaba que se fuese ya. Aquel hablar incesante a nada conducía. Le amaba tanto que sufría con solo mirarle. Mejor sería que se marchara de una vez y que hiciera lo que tanto deseaba aparentemente. Era doloroso prolongar aquella agonía inútil.
—Ahora lo importante —dijo Dermot— es saber cuándo podré tener mi libertad.
—Eres libre. Puedes tomártela ya.
—Creo que no entiendes lo que quiero decir. Los amigos, con quienes he consultado la situación, me dicen que debería iniciar los procedimientos de divorcio. Y que he de hacerlo cuanto antes.
Celia le miró.
—Creía haberte oído decir que no había… que no había motivos de divorcio.
—Claro que no los hay. Marjorie es en estas cosas tan decente como la que más.
Celia tuvo que contener sus súbitos deseos de estallar en carcajadas.
—¿Y bien? —se limitó a decir.
—Nunca le he hablado de este tema, pero creo… creo que si fuese libre, se casaría conmigo.
—Pero tú estás casado conmigo… —repuso Celia, intrigada.
—Pues es precisamente por eso por lo que ha de tramitarse el divorcio. Todo podría llevarse a efecto con la mayor claridad y rápidamente. No tendrías que molestarte y todos los gastos correrían de mi cargo.
—¿De modo que Marjorie y tú os vais juntos, después de todo?
—¿Qué? ¿Crees que arrastraría a una chica como ella por los tribunales en el proceso del divorcio? No. Todo el asunto puede llevarse adelante sin esas violencias. Y su nombre no ha de salir para nada a la luz.
Celia, repentinamente, se puso en pie. Sus ojos relampagueaban de ira.
—¿Quieres decir…? ¿Quieres decir…? ¡Oh, creo que todo esto es verdaderamente repugnante! Si yo amara a un hombre en tu situación no me importaría lo que me pudiera suceder, ni pensaría en mi nombre, bueno o malo. Acaso yo le quitara el esposo a una mujer, aunque no sé si se lo quitaría con un hijo suyo, porque le amara por encima de todo en el mundo, pero actuaría con franqueza y a cara descubierta. No me quedaría en la sombra esperando a que los demás hicieran el trabajo sucio por mí, mientras yo asumo el papel de la intocable. Creo que tanto tú como Marjorie sois repulsivos, verdaderamente malvados. Si realmente os amarais y no pudieseis vivir el uno sin el otro, por lo menos, os respetaría. No creo que me opusiera en absoluto al divorcio, aunque no soy, en principio, partidaria de él. Pero no contéis conmigo para mentir, ni para que os saque las castañas del fuego.
—Tonterías. Es lo que todo el mundo hace.
—Pues no me importa.
Dermot fue hacia ella.
—Óyeme bien, Celia. Estoy dispuesto a divorciarme. Ya he decidido no esperar y, cuando tomo decisiones, me atengo a ellas, como tú sabes. He decidido que no habrá dilaciones y también que Marjorie no será arrastrada ante los tribunales. Así que tendrás que dar tu consentimiento.
Celia fijó sus ojos en los de él.
—Pues no lo daré.