16. PÉRDIDA

Miriam estaba enferma. Cada vez que Celia veía a su madre después de una temporada, aunque ésta no hubiera sido demasiado larga, su corazón sufría un ligero escalofrío.

Su madre parecía pequeñita y presentaba un aspecto patético.

Estaba tan sola en aquella casa… Celia había querido que se fuese a vivir con ellos; pero Miriam siempre se había negado rotundamente.

—Nunca da buenos resultados. No sería justo para Dermot.

—Pero mamá, le he preguntado que qué le parecía el proyecto y me ha dicho que está enteramente de acuerdo.

—Es muy amable de su parte. De la mía, ni hablar. La gente joven ha de vivir a su aire, sin intromisiones de la familia.

Lo dijo con vehemencia. Celia no quiso seguir discutiendo el punto.

Miriam continuó diciendo:

—Hace tiempo que quería decirte algo. Que estaba equivocada sobre Dermot. Cuando te casaste con él, no le tenía confianza. Ni siquiera pensaba que fuese honesto y leal… Pensé que tarde o temprano aparecerían en escena otras mujeres.

Celia se rió.

—Oh, no lo creas, mamá. Dermot solo mira con interés las pelotas de golf.

Miriam esbozó una sonrisa cansada.

—Estaba equivocada… Me alegro… Ahora veo que, cuando muera, te dejo con alguien que cuidará de ti.

—Siempre lo ha hecho y lo seguirá haciendo.

—Sí… Estoy satisfecha… Es muy atractivo… Es muy atractivo para las mujeres. Recuerda siempre eso, Celia…

—Pero le gusta mucho quedarse en casa, mamá.

—Sí; felizmente es así. Por otra parte, quiere verdaderamente a Judy, que se parece muchísimo a él. Poco tiene de ti la chiquilla, sabes. Es el vivo retrato de su padre.

—Lo sé.

—Me tranquiliza saber que es bondadoso contigo. No lo pensé así al principio. Me parecía un poco cruel, poco considerado…

—Nada de eso. Es extraordinariamente bueno y siempre lo ha sido, antes y después de nacer Judy. Pero no puede decir frases sentimentales, aunque lo intente. Todo se lo guarda. Es como de roca.

Miriam suspiró.

—Yo estaba celosa. Fueron los celos los que me impidieron reconocer sus buenas cualidades. Deseo con tantas fuerzas que seas feliz…

—Es que lo soy, mamá querida. Lo soy.

—Sí; creo que lo eres.

Se produjo un silencio durante un minuto o dos.

—Solo hay una cosa que desearía: tener otro hijo —murmuró Celia—. No me importaría que fuera niño o niña.

Pensaba que su madre secundaría su deseo, pero ésta frunció el entrecejo.

—Me pregunto si sería sensato, hija. Dermot significa tanto para ti… Ten en cuenta que los niños te apartan necesariamente del marido. Dicen que sirven como vínculo de unión, pero no estoy de acuerdo con esta idea. No. No unen.

—Pero papá y tú…

—Era muy dificultoso… Que te dejen a un lado y de otro… Es dificultoso. Suspiró.

—Pero fuisteis muy felices, hasta que él murió… —dijo Celia.

—Sí; pero me preocupaba. Me preocupaban muchas cosas. Renunciar a programas o a planes por culpa de los niños era algo que le contrariaba sobremanera. Cierto que os quería muchísimo, tanto a ti como a Cyril; pero nuestros momentos de suprema felicidad eran cuando nos íbamos de vacaciones él y yo solos… Nunca dejes a tu marido muchos días, querida. Recuerda que los hombres tienen una extraña capacidad para olvidar.

—Papá nunca pensó en otra mujer más que en ti.

Miriam la contempló meditativamente.

—Sí; creo que llevas razón. Pero en verdad, yo vigilaba sin cesar. Teníamos una doncella, una chica alta y muy hermosa, que tenía precisamente el aspecto que siempre elogiaba tu padre al hablar de mujeres. Cierto día, tu padre estaba ocupado con una pequeña faena de bricolaje y ella le tendía el martillo y los clavos cuando él se los solicitaba. En cierto momento, como por azar, la mano de ella fue a posarse sobre la de él. Aunque acaso no fuera por azar. El hecho es que tu padre, apenas lo advirtió, dejó ver un gesto de sorpresa. No creo que pensara que la chica había actuado premeditadamente; ¡los hombres son tan ingenuos…! Pero yo, que había visto la escena, despedí a la mujer en cuanto se me presentó la ocasión. Le di una carta con excelentes referencias, pero le dije que no me servía.

Celia estaba sorprendida.

—Pero papá nunca…

—Tal vez no. Pero yo no estaba dispuesta a correr riesgos. He visto tantas cosas… Cuando una mujer está enferma y una institutriz o dama de compañía la suple en la casa, entonces hay peligro, Celia; sobre todo si la empleada es joven y bonita. Prométeme, Celia, que cuidarás mucho el aspecto que pueda tener la institutriz de Judy.

Celia se echó a reír y besó a su madre.

—No contrataré a ninguna chica alta y guapa, mamá —le prometió—. La que se cuide de Judy tendrá que ser flaca, vieja y con gafas.

Miriam murió cuando Judy tenía ocho años. En aquel momento, Celia no estaba en Inglaterra, porque Dermot había logrado obtener diez días de descanso y la invitó a aprovecharlos viajando por Italia. A Celia no le atraía en aquellos momentos viajar al extranjero, porque el médico de Miriam le había dicho que la salud de su madre empeoraba. Tenía una asistenta que cuidaba de ella y Celia iba a verla siempre que podía, aunque a veces se pasaba semanas sin poder hacerlo.

Pero su madre jamás hubiera querido que Celia dejase a Dermot viajar solo. Así se lo dijo y se trasladó a Londres con la prima Lottie, que era ya viuda. Ambas colaboraban con la niñera de Judy en la tarea de cuidar a la pequeña.

En Como, Celia recibió un telegrama, en el que se la aconsejaba volver. Así que se apresuró a coger el primer tren. Dermot quiso acompañarla, pero ella le persuadió para que se quedara en Italia hasta el fin de sus vacaciones. Necesitaba, realmente, un cambio de aires y de escenarios.

Mientras cenaba en el vagón comedor del tren, cuando éste atravesaba Francia, una sensación extraña, como de frío, la invadió.

Seguro que ya nunca volveré a verla con vida, pensó. Ha muerto.

Al llegar, supo que Miriam había fallecido aproximadamente en el mismo momento en que había tenido aquel presentimiento doloroso.

Su madre… su querida madre… tan valerosa…

Yacía ante los ojos de Celia, inmóvil y extraña, entre flores, rodeada de blancura. Su rostro frío era apacible…

Su mamá, con sus arranques de alegría y sus depresiones súbitas, con sus encantadores cambios de aspecto y de talante, con toda su capacidad de amar y de proteger, estaba allí, ante ella, muerta.

Ahora estoy sola, pensó Celia.

Dermot y Judy le resultaban, en aquellos momentos, dos extraños…

Ya no tengo, como antes, a quien recurrir, pensó. Estoy sola.

La invadió momentáneamente el pánico. Pero luego sintió como un remordimiento…

Cuánto le habían ocupado Dermot y Judy durante los últimos tiempos… Había pensado tan poco en su madre… Y sin embargo entonces estaba viva, estaba allí… Su presencia latía, discreta, detrás de cada pensamiento.

Conocía muy bien a Miriam, y ella conocía a su hija.

De pequeña encontraba a su madre encantadora y servicial y así siguió siendo siempre.

Pero ahora ya no estaría más.

El mundo de Celia se veía desfondado, privado de base y estructura. Su mamá…