Dermot prosperaba. Ahora ganaba cerca de dos mil libras al año. Celia y él eran muy felices. Aquélla fue una época particularmente grata de recordar. Ambos estaban de acuerdo en que debían comenzar a ahorrar, pero no enseguida.
Lo primero que hicieron fue comprar un coche de segunda mano.
Celia anhelaba vivir en el campo. Allí era el aire muy saludable y sería conveniente para Judy. Por otra parte, ella odiaba Londres y las grandes ciudades. Hasta entonces Dermot se había negado a darle ese gusto, invocando razones de dinero. Vivir en el campo significaba gastar más, no solo en ferrocarril, sino también en la comida, puesto que ésta era más barata en Londres.
Pero ahora admitió que la idea le gustaba. Buscarían una casita que no estuviera muy lejos del campo de golf de Dalton Heath.
Por fin encontraron un pabellón dentro de una enorme finca que había sido fragmentada por sus dueños, con vistas a edificar viviendas. El campo de golf de Dalton Heath estaba a quince kilómetros. También compraron un perro. Un adorable sealyham al que llamaron Aubrey.
Denman rehusó acompañarlas al campo. Había sido un verdadero ángel mientras duraron las dificultades, pero al llegar la prosperidad se convirtió en un demonio. Era brusca con Judy, no hacía caso cuando se le pedía algo y terminó diciendo que se marchaba porque algunas personas que ella conocía habían cambiado con la riqueza.
En la primavera se cambiaron de casa. Para Celia lo más apasionante del lugar era la gran cantidad de lirios que por allí había. Se veían a millares y los había de todos los colores: malva, púrpura… Al recorrer por la mañana el jardín, seguida de Aubrey, Celia pensaba que de pronto la vida se había vuelto casi perfecta. No más suciedad, polvo, humo ni niebla. Estaba en su nuevo hogar, lejos de todo cuanto detestaba.
Le deleitaba la vida en el campo y aquellos largos paseos con el perro. Judy iba a una pequeña escuela rural que había por allí cerca y se encontraba como pez en el agua. Aunque era tímida con las personas, individualmente consideradas, se sentía a sus anchas cuando eran muchas.
—¿Podré ir a un colegio grande en el futuro, mamá? ¿Donde haya centenares y centenares y más centenares de niñas? ¿Cuál es el más grande de Inglaterra?
Celia tuvo un pequeño altercado con Dermot a la hora de distribuir las habitaciones. Una de las que daban al frente sería el dormitorio de ellos; y Dermot quería la otra para él. Celia insistió, en cambio, que ésta debía transformarse en el cuarto de juguetes de la pequeña.
Dermot se fastidió mucho.
—Haz lo que quieras —terminó por decir—. Pero ten en cuenta que seré el único en esta casa que nunca tendrá un poco de sol para él solo.
—Es bueno para la salud de Judy tener una habitación soleada.
—Tonterías. Se pasa todo el día al aire libre. La habitación del fondo es amplísima. Tendría todo el espacio que quisiera.
—Pero allí no hay sol.
—No entiendo por qué el sol ha de ser más necesario para Judy que para mí.
Pero Celia, por una vez, se mantuvo en sus trece. Hubiese querido que Dermot se quedara con aquel cuarto, pero no quiso dar su brazo a torcer.
De todos modos, Dermot resultó ser buen perdedor. Consideró el episodio como una derrota dolorosa, pero recobró de inmediato el buen humor, pretendiendo que era un marido avasallado y un padre de segunda clase.
Tenían muchos vecinos por los alrededores que tenían muchos hijos. Todo el mundo era sumamente amable con ellos y les invitaban a menudo. Pero a Dermot no le apetecían las cenas.
—Mira, Celia, llego cada noche de Londres completamente agotado y espero que no me obligues a vestirme para volver a salir y llegar a casa después de medianoche. Aunque quisiera, no puedo.
—No digo que lo hagas todas las noches. Solo una vez por semana.
—No. Ve tú sola si quieres.
—No puedo ir sola, porque se invita a la pareja. Por otra parte, quedaría mal que yo anduviese diciendo por ahí que tú no sales por las noches. Al fin y al cabo no eres viejo.
—Estoy seguro de que podrías arreglártelas sin mí.
Pero no era tan fácil. En el campo, como Celia le había dicho, la gente acostumbraba invitar parejas, no a individuos. Pero comprendía que Dermot llegaba cansado. Y dado que era él quien traía el dinero a casa, las cosas habían de hacerse como él decía. De modo que rehusaba las invitaciones y se quedaban las noches en casa. Dermot leía libros sobre economía y administración de empresas y Celia cosía, o simplemente se quedaba sentada cerca de él, con las manos enlazadas. En esas ocasiones pensaba en su familia, la de los pescadores de Cornualles.
Celia deseaba otro hijo.
Dermot, en cambio, no.
—En Londres decías que no teníamos sitio suficiente y que no nos alcanzaría el dinero. Ahora la situación ha cambiado por completo. Espacio es lo que sobra aquí. Por lo demás, dos niños no dan más trabajo que uno.
—No. Pero no quiero más críos, por ahora. Déjame de embrollos, llantos y biberones.
—Creo que siempre pensarás igual.
—Pues te equívocas. Quisiera tener dos hijos más, pero no enseguida. Tiempo es lo que nos sobra, puesto que ambos somos jóvenes. Los tendremos cuando comencemos a cansarnos de la rutina. Por ahora, a divertirnos. No creo que tengas ganas de volver a las náuseas.
Hizo una pausa.
—Te aseguro que he estado esperando este día.
—¿Qué sucede?
—Un coche. Ese de segunda mano estaba hecho un asco. Davis me puso sobre la pista de otro que… Se trata de un coche deportivo, que solo ha recorrido trece mil kilómetros. Nada, para un auto así.
¡Cómo le quiero!, pensaba Celia. Es como un chaval. Tan imaginativo y turbulento… Por otra parte, ha trabajado mucho. ¿Por qué no había de tener lo que le apetece? Ya vendrán otros niños más adelante. Entretanto, que se divierta con su nuevo coche. Por otra parte, él me importa más que todos los niños que podamos tener…
A Celia le intrigaba que Dermot nunca invitase a sus amigos a pasar unos días en la casa.
—Antes eras tan amigo de Andrews…
—Sí; pero ahora casi nunca le veo. Hemos perdido contacto. En la vida uno cambia y también los demás.
—¿Y Jim Lucas? Erais inseparables en la época en que nos comprometimos.
—Oh, me aburren los viejos camaradas del ejército.
Un día Celia recibió carta de Ellie Maitland, o Ellie Peterson, como se llamaba ahora.
—Dermot, mi vieja amiga Ellie Peterson ha vuelto de la India. Yo fui dama de honor cuando ella se casó. ¿Podría invitarles a ella y a su marido a pasar con nosotros este fin de semana?
—Sí, naturalmente, si así lo quieres. ¿Sabes si él juega al golf?
—No lo sé.
—Pues si no juega, no será muy divertido. De todos modos, es lo mismo. Aunque no pretenderás que me quede en casa y les agasaje, ¿verdad?
—¿No podríamos jugar al tenis?
Existían por allí unas cuantas pistas de tenis, destinadas a los que vivían en la urbanización.
—Ellie jugaba muy bien antes de casarse y sé que Tom, su esposo, también. Creo que era muy bueno.
—Mira, Celia, a mí no me apetece jugar al tenis. Y además, el tenis no va bien con el golf. Es malo para el pulso. Y dentro de tres semanas se celebra el campeonato de copa de Dalton Heath.
—Se diría que el golf es lo único que te importa. Me pones las cosas difíciles, Dermot.
—¿No te parece que la vida sería mucho más cómoda si cada uno hiciese lo que le gustara? A mí me gusta el golf y a tu amiga el tenis. Les invitas, vienen, y cada uno practica el deporte que le atrae más. Ya sabes que nunca me interpongo en lo que tú deseas hacer.
Era cierto, absolutamente cierto. Pero aquellas certezas complicaban la vida de Celia. Al casarse, pensaba, la mujer queda tan atada a su marido… Nadie parece considerarla como una entidad en sí misma. Todo estaría bien si Ellie viniese sola; pero algo habría que hacer con su marido.
Después de todo, cuando Davis (con quien Dermot jugaba al golf casi todos los fines de semana) les visitaba con su mujer, Celia tenía que dedicar a la señora Davis todo el día. No era mala persona. Por el contrario; pero sí muy aburrida. Se sentaba en el living y era preciso hablarle y hablarle.
Pero no dijo nada de todo aquello a Dermot, porque sabía que detestaba las discusiones. Limitándose a invitar a los Peterson, esperó lo mejor.
Ellie apenas había cambiado. Las dos se divirtieron mucho, hablando de los viejos tiempos. Tom era un hombre muy tranquilo. Tenía ya algunas canas en las sienes y parecía ser un hombre excelente, según Celia. A menudo estaba en las nubes, pero siempre era simpático.
Dermot se comportó admirablemente. Explicó que debía jugar necesariamente un partido de golf el sábado (el marido de Ellie no jugaba), pero que el domingo lo dedicaría íntegramente a sus huéspedes. Así fue. Los llevó al río y allí pasaron la tarde. El programa era uno de los que más odiaba Dermot y Celia lo sabía perfectamente; sin embargo, no lo demostró en ningún momento.
Cuando se marcharon, le dijo a Celia:
—Dime, ¿he estado bien? ¿Me he portado noblemente o no?
«Noble» era una palabra muy propia de Dermot y, al oírla, Celia se reía.
—Muy noblemente. Como un ángel.
—Bueno, pues ya he cumplido por un tiempo, ¿no te parece?
Celia asintió. Dos semanas después sintió la tentación de invitar a, otra amiga con su marido, pero como sabía que él no jugaba al golf, decidió no estropear a Dermot otro fin de semana.
Era difícil, pensaba Celia, vivir con alguien que se sacrifica. Como mártir, Dermot era más bien malo. Resultaba mejor aprovechar su alegría…
De todos modos, no le interesaban los viejos amigos, aunque fueran los suyos. En opinión de Dermot, las viejas amistades eran más bien aburridas.
También en esto Judy se parecía a su padre. Cuando, días más tarde, Celia le mencionó a Margaret, la pequeña la miró extrañada.
—¿Quién es Margaret?
—¿No recuerdas a Margaret? Solías jugar con ella en el parque, cuando vivíamos en Londres.
—No, no recuerdo. No creo haber conocido nunca a nadie llamada así. Bromeas.
—Pero Judy, tienes que recordarla. ¡Si hace apenas unos años!
Pero Judy no recordaba a ninguna Margaret, ni tampoco a nadie con quien hubiera jugado en Londres.
—Solo conozco a mis amigas del colegio —afirmó.
Algo bastante gracioso iba a suceder. Todo empezó cuando la llamaron por teléfono para preguntarle si quería ocupar el lugar de una persona, que había fallado en el último momento, en una cena.
—Pensé que no te importaría, Celia…
No, no le importaba. Por el contrario, la divertía.
Fue a la cena y se divirtió mucho.
Ya no era tímida y le resultaba fácil charlar de cualquier tema. No tenía por qué preocuparse de si se comportaba o no torpemente, puesto que los ojos críticos de Dermot no la estaban juzgando.
A veces sentía como si hubiese vuelto a la infancia, libre de vigilancias molestas.
A su derecha estaba sentado un hombre que había viajado mucho por los países del Lejano Oriente. Por encima de todo, Celia soñaba con viajar.
Se le ocurría pensar a veces que, si se le presentara la oportunidad de hacerlo, era capaz de dejar a Dermot, a Judy y a Aubrey, para lanzarse a vagabundear por el mundo.
El hombre hablaba de Bagdad, Cachemira, Ispahan, Teherán, Shiraz… Encantadores nombres, hermosos de oír, aunque carecieran de sentido concreto para ella. También le contó que había viajado por Beluchistán, país que pocos viajeros conocían.
Era un hombre maduro, muy amable. Le gustaba la joven y radiante criatura sentada a su lado, que le contemplaba con la admiración pintada en el rostro, mientras él se refería a remotos y encantadores lugares.
Algo tenía que ver con libros, según ella creyó entender, de modo que le narró, en tono de broma, lo de su novela fracasada. El hombre le repuso que quería ver el manuscrito y Celia tuvo que decirle que se trataba de algo muy malo.
—De todos modos sí me gustaría echarle un vistazo. ¿Me lo enviará usted?
—Si así lo desea, pero le aseguro que es algo sumamente torpe.
El hombre la observó, pensando que lo más probable era que estuviese diciendo la verdad. Aquella mujer de aspecto escandinavo, de hermoso pelo rubio, no parecía una escritora. Pero como se sentía atraído por ella, deseaba ver aquel manuscrito.
Celia volvió a casa a la una de la madrugada y encontró a Dermot profundamente dormido. Tan excitada se sentía que le despertó.
—Dermot, lo he pasado tan bien… Me he divertido muchísimo. Estaba sentada en la mesa junto a un hombre que me habló de sus viajes por Persia y Beluchistán. Es editor. Y después de cenar me pidieron que cantara. Por cierto que lo hice muy mal, pero nadie pareció darse cuenta. Luego salimos al jardín y con el editor fui hasta el estanque, que estaba rodeado de lirios. Fíjate que quiso besarme… Pero en un plan puramente amistoso… Todo fue estupendo, con la luna, los lirios y demás… Casi le dejo que me besara, pero luego me contuve, porque pensé que a ti no te gustaría.
—Bien —dijo Dermot.
—No te importa, ¿verdad?
—Oh, no. Me alegro de que te hayas divertido. Lo que no entiendo es para qué me has despertado.
—Para decirte que me divertí tanto… —le dijo en tono de disculpa—. Aunque ya sé que a ti te disgusta que te lo diga.
—No me disgusta. Simplemente me parece todo un poco tonto. Creo que uno puede divertirse mucho sin tener necesidad de decirlo.
—Pues yo debo decirlo —exclamó Celia, muy decidida y con acento franco—. Si no lo digo, me parece que reventaría.
—Bueno —repuso Dermot dándose la vuelta—. Pues ya me lo has dicho.
Y volvió a dormirse.
Así era él, pensó Celia mientras se desvestía. Un poco brusco, pero bondadoso…
Celia había olvidado enviar su libro al editor, a pesar de que así se lo había prometido. Con gran sorpresa, a la tarde siguiente le vio llegar. La visitaba porque quería leer lo que había escrito.
Se puso a buscar en el desván, donde creía haber escondido el manuscrito. Tras mucho trabajo, dio con él y lo puso en manos del hombre, reiterándole que se trataba de algo realmente sin importancia.
Quince días más tarde recibió una carta, en la que el editor le pedía que fuera a la ciudad para hablar con él.
Desde detrás de una mesa, desordenada y cubierta de papeles de toda clase, la contempló alegremente a través de sus gafas.
—Creí entender que había escrito usted un libro, pero aquí tengo poco más de la mitad. ¿Dónde está el resto? ¿No lo habrá perdido?
Intrigada, Celia cogió el manuscrito.
Abrió la boca, desolada.
—Es que le he dado uno equivocado. Éste es el viejo, que quedó sin concluir.
Enseguida pasó a explicarle lo sucedido y el hombre escuchó con gran atención. Luego pidió que le enviara la versión revisada. De momento guardaría la primera.
Pasó una semana y Celia recibió otra carta solicitándole que volviera a casa del editor. Esta vez los ojos del hombre brillaban.
—La segunda versión no es buena —afirmó—. Nunca encontrará usted un editor que se la publique. En cambio, la original me interesa. ¿Piensa usted que podría terminarla?
—Pero está muy mal… contiene una serie de defectos y de errores…
—Mire usted, querida niña. Le hablaré con toda la franqueza del mundo. No es usted probablemente uno de esos genios enviados por el cielo. No creo que jamás llegue a escribir lo que se llama una obra maestra. En cambio, usted es, sin ninguna duda, una narradora de historia nata. Habla de espiritismo y de médiums que se encuentran con predicadores galeses, rodeándolo todo de un aura romántica. Es probable que, cuanto usted dice, sea absolutamente inverosímil; pero como el noventa y nueve por ciento de los lectores coinciden con usted en las mismas ignorancias, el punto en contra se convierte en punto a favor; usted ve todo eso igual que el noventa y nueve por ciento. Y eso es lo que importa. Por otra parte, ese porcentaje no se interesa por los hechos reales meticulosamente tratados. De ser así, leería libros especializados. Si prefiere lo que usted narra es porque le gusta la ficción, y la ficción no es más que mentira plausible. Observe que digo plausible, es decir digna de atención y, de algún modo, verosímil. Si escribe usted sobre esa familia de pescadores de Cornualles, tenga esto presente. Escriba el libro, pero no vaya usted a viajar a Cornualles, por favor, ni se interese de momento en la forma de vivir de los pescadores de esa zona. Ya podrá ir, si eso le interesa, una vez que el libro esté concluido. Por ahora dé usted al público la clase de seudorrealismo que la gente considera buena cada vez que se habla de pescadores de Cornualles o que lee sobre éstos. No debe ir allí por ahora, porque podría descubrir que son personas como todo el mundo y que se parecen mucho a los fontaneros de Walworth, lo cual no encajaría con la opinión general. Usted nunca escribirá bien sobre nada que conozca realmente, porque es una persona sincera y honesta, de la clase de seres que pueden ser deshonestos con la imaginación, pero no en los hechos. Nunca podría escribir mentiras sobre algo que conoce. En cambio, sí que es capaz de contar las más espléndidas mentiras sobre algo que ignora. Tiene que escribir sobre lo fabuloso (es decir, fabuloso para usted) y no sobre lo real. Vaya y ponga manos a la obra.
Un año más tarde se publicaba, por fin, la primera novela de Celia. Llevaba por título Puerto solitario. El editor se cuidó de suprimir algunas incorrecciones demasiado evidentes.
A Miriam le resultó maravilloso y a Dermot, terrible.
Celia sabía que Dermot llevaba toda la razón; pero estaba agradecida a su madre, por el estímulo que le brindaba.
Ahora, pensaba, se supone que pretendo ser una escritora. Creo que es un poquito más extraño que hacer las veces de esposa y madre.