14. HIEDRA

¡Qué felicidad estar en casa! Celia se tumbó cuan larga era sobre el césped. Estaba deliciosamente verde y vivo…

El haya dejaba oír ligeros susurros sobre su cabeza.

Verde, verde. ¡El mundo entero era verde!

Llevando con ella un caballo de madera, Judy se acercaba, subiendo dificultosamente la ladera.

Era adorable, con sus piernecitas firmes, las mejillas sonrosadas y los ojos azules. Su cabello era trigueño y le crecía muy rizado. Judy era su pequeñita. De ella. Como Celia lo fuera de Miriam.

Solo que, ciertamente, Judy era bastante distinta.

No le interesaba que le contaran historias ni cuentos fantásticos, lo cual era una lástima, porque Celia podía imaginar montones de cuentos sin esfuerzo alguno. Pero a Judy no le atraían los cuentos.

No era crédula ni parecía interesarse por las ficciones. Cuando Celia le contó que ella se imaginaba que el césped era una mar y su aro, un caballo marino que lo cruzaba, Judy la había contemplado con asombro.

—Pero esto es pasto, mamá. Y los aros son para hacerlos rodar. No te puedes montar sobre un aro.

Parecía evidente que pensaba en lo tontuela que su madre había sido de pequeña. Celia se sintió descorazonada. Era mejor no proseguir. ¡Dermot ya pensaba que era un poco tonta y ahora lo pensaba también su hija!

Aunque solo contaba cuatro años, Judy rebosaba sentido común. Y el sentido común, pensaba Celia, puede a menudo resultar deprimente.

Además, el sentido común de Judy surtía efectos adversos sobre Celia. Tenía que esforzarse por resultar sensata a los ojos de la pequeña —aquellos ojos claros y críticos—, con lo que a menudo solo conseguía parecerle más tonta aún de lo que realmente era.

Judy era un perfecto enigma para Celia. Todo cuanto a ella le había deleitado a su edad, parecía aburrir a su hija. No podía jugar sola tres minutos en el jardín. De inmediato estaba de vuelta en la casa, diciendo que afuera «no había nada de qué ocuparse».

Lo que le gustaba era jugar a cosas reales. Si nunca dejaba de divertirse en el piso de Londres era porque podía sacar brillo a las mesas, ayudar a hacer las camas y colaborar con su padre cuando se ponía a limpiar sus palos de golf.

Padre e hija se transformaron de pronto en amigos inseparables. Entre ellos se estableció una comunicación cada vez mayor. Aunque a veces manifestaba todavía preocupación por las redondeces de Judy, Dermot se sentía muy feliz al constatar el gozo de la pequeña cuando estaba a su lado. Hablaban entre ellos con la mayor seriedad, como si Judy fuera una persona adulta. Si Dermot daba a su hija uno de sus palos de golf para que lo limpiase, estaba seguro de que la pequeña desempeñaría su trabajo a conciencia. Si Judy le pedía su parecer sobre algo que acababa de realizar —una casa que hubiese hecho con ladrillos, una pelota de lana o una limpieza— Dermot nunca respondía favorablemente, a menos que así lo creyera. No era raro que le indicara errores u omisiones.

—La desalentarás —decía Celia.

Pero no. No la desalentaba en absoluto y nunca hería sus sentimientos. Prefería estar con su padre, porque él era más difícil de complacer que su madre. Le atraían las empresas difíciles.

Dermot era brusco y no tenía cuidado al jugar con Judy. Cuando lo hacía, era frecuente que la pequeña resultase víctima de alguna pequeña herida o golpe. Al final siempre era preciso vigilar atentamente los juegos de ambos, porque chichones, raspaduras o pinchazos eran casi la norma. Pero a Judy aquello no la desalentaba. Por el contrario, le gustaba más que los juegos sencillos de su madre.

Solo cuando estaba enferma prefería que fuese su madre quien la cuidara.

—No te marches, mamá; no te marches de mi lado —le decía—. Quédate conmigo. Que no entre papá. No quiero que venga papá ahora.

A Dermot le parecía perfecto que su hija no le necesitara en aquellas circunstancias. No le agradaba la gente enferma. Cualquiera que estuviera enfermo o fuese desgraciado le causaba embarazo.

Judy se parecía a su padre en su oposición a que la tocasen. Odiaba que la besaran o la cogieran en brazos. Con que su madre le diese un beso por las noches, ya estaba bien. En cuanto a su padre, el problema ni se planteaba, porque jamás la besaba. Para desearse las buenas noches les bastaba con un intercambio de sonrisas.

Con su abuela se llevaba perfectamente. A Miriam le atraían la vivacidad y la inteligencia de la niña.

—Es tan lista, que me deja siempre sorprendida —decía a su hija—. No es preciso explicarle nada dos veces. Capta las ideas de inmediato.

El viejo amor de Miriam por la enseñanza revivió. Le gustaba enseñar a Judy a leer y escribir. Tanto abuela como nieta lo pasaban muy bien estudiando.

A veces Miriam decía a Celia:

—Pero se te parece muy poco, hija.

Lo decía como si quisiera excusarse por su interés en los seres jóvenes. Miriam se sentía siempre muy atraída por la juventud y experimentaba la alegría del maestro ante una mente que despierta. Judy representaba para ella una fuente de constante interés, aunque su corazón siguiera siendo siempre de Celia. El afecto entre Miriam y su hija era mayor que nunca.

Cuando llegaba de visita a su casa, Celia encontraba a su madre envejecida, pequeñita, de mal color y algo encorvada. Su pelo era ya de un gris claro. Pero uno o dos días después, Miriam parecía revivir. El buen color le volvía a las mejillas y sus ojos comenzaban a brillar como siempre.

—Aquí está mi pequeña otra vez —decía con intensa felicidad.

Al convidarles, siempre hacía extensiva la invitación a Dermot. Y siempre que éste se excusaba, su satisfacción era evidente. Prefería tener a Celia para ella sola, aunque fuera por unos días.

En cuanto a Celia, le llenaba de gozo encontrarse otra vez en su viejo hogar y sentir de nuevo la dulce protección que su madre irradiaba. Sabía que ella la amaba con todo su corazón… que formaba parte de su vida…

Para Miriam, su hija era sencillamente la perfección. No deseaba, ni por un momento, que fuese diferente… Solo la quería tal como era.

Y era tan tranquilizador ser una misma…

No tenía que preocuparse de hacer o no hacer algo; de decir o no decir determinadas palabras. Solo dejarse llevar y obrar como le pareciese bien.

Podía exclamar:

—Soy feliz.

Y no por ello tenía que arrepentirse de su exclamación, al notar el ceño fruncido de Dermot, a quien le disgustaba sobremanera que alguien manifestase libremente sus sentimientos. Consideraba que era una actitud que tenía mucho de indecente…

Pues bien, en su casa, en la de Miriam, Celia podía ser tan indecente como le viniese en gana…

Podía sentir y expresar con toda libertad lo feliz que era con Dermot y lo mucho que amaba a Judy…

Y luego, al volver a Londres, tras aquellos ejercicios de extroversión, podía comportarse como una mujer adulta y sensata, una mujer independiente y pudorosa con sus sentimientos, tal como a Dermot le gustaba que fuese su mujer.

Oh, querido hogar de su infancia, con su haya y su extensión de césped… Le gustaba tumbarse en el suelo y apoyar su mejilla sobre el pasto húmedo y fresco.

Está vivo, se decía Celia. Es como un gran animal verde… Toda la tierra es, en realidad, un gran animal verde, bondadoso, lleno de afecto y de vida… Soy tan feliz… Soy tan feliz… Tengo todo cuanto deseo en la vida…

Dermot entraba y salía alegre y fácilmente de sus pensamientos. Era como un leitmotiv en la gran melodía de su vida. A veces le echaba mucho de menos.

—¿Recuerdas a menudo a tu padre? —preguntó cierto día a Judy.

—No; nunca.

—Pero a ti te gustaría que estuviese aquí, con nosotras, ¿no es cierto?

—Bueno, sí. Supongo que sí.

—¿Qué? ¿Acaso no estás segura? Tú quieres tanto a papá…

—Sí, claro. Pero está en Londres.

Y Judy prefería dejar así las cosas.

Cuando volvieron a la ciudad, Dermot pareció muy contento de ver nuevamente a Celia. Aquélla fue una noche feliz. Una noche de amantes.

—Te he echado mucho de menos —murmuró ella en cierto momento—. ¿Y tú?

—Bueno, he tratado de pensar lo menos posible en tu ausencia.

—¿Quieres decir que no has pensado en mí?

—Eso mismo. ¿Para qué? Con pensar, no iba a traerte de vuelta.

Lo cual era, sin duda, innegable y sumamente sensato.

—De todos modos, estás contento de verme aquí de nuevo, ¿verdad?

Su respuesta la satisfizo.

Pero más tarde, mientras él dormía, ella dejaba volar sus ideas.

Era terrible; pero hubiese preferido que, de vez en cuando, Dermot fuese un poco menos realista y hasta algo mentiroso. De haberle dicho que la había echado terriblemente de menos, Celia se hubiese sentido reconfortada, segura… No le habría importado mucho que no fuese cierto.

Pero así era Dermot; su gracioso y terriblemente sincero Dermot. Y Judy era igual que su padre…

Mejor sería no hacerles preguntas cuando, lo que pretendiese, fuera una fantasía.

Me pregunto si no llegaré a sentirme celosa de Judy algún día, pensaba tristemente Celia. Ella y su padre parecen entenderse tan bien… Mucho mejor que conmigo…

Creía haber advertido que Judy, por su parte, tenía celos de su madre, como si quisiera que toda la atención de su padre le estuviese reservada solo a ella.

Era algo que hacía reflexionar a Celia.

¡Qué extraño! Dermot tenía celos de la pequeña antes de que ésta naciera y aun después. Resultaba curioso constatar que las mismas causas pueden producir resultados diferentes y hasta opuestos…

Querido Dermot… querida Judy… Tan parecidos, tan graciosos, tan dulces, tan de ella… Pero no. No eran de ella. Ella era de ambos. Al comprender esto, pensó que era mejor así. Le resultaba más grato y cálido pertenecer a ellos que sentirse su dueña.

Celia inventó un nuevo juego. Se trataba, según creía, de una variación del de «las chicas». «Las chicas» estaban moribundas. Celia había tratado de reanimarlas, dándoles hijos, casas elegantes rodeadas de parques o prestigiosas carreras, pero no consiguió el fin deseado. «Las chicas» no querían volver a la vida.

Inventó un nuevo personaje, llamado Hazel. Siguió su vida desde la niñez con interés particular. Se trataba de una niña muy desgraciada, pariente pobre de cierta familia prestigiosa. La servidumbre le había colgado una siniestra reputación por su hábito de canturrear:

—Algo va a suceder, algo va a suceder.

Y algo, en verdad, ocurría. Algo desagradable que, aunque a menudo fuese de poca monta (como, por ejemplo, que la cocinera se pillase un dedo), bastaba para que se la considerara como la bruja de la familia. En consecuencia, Hazel creció con el convencimiento de que resultaba sumamente fácil engañar a los crédulos.

Celia la siguió con gran interés en su mundo de espiritismo, adivinación, quiromancia y cosas por el estilo. El final, Hazel terminaba instalándose como clarividente en una casa situada en Bond Street, el barrio elegante de Londres, adquiriendo gran renombre.

Por entonces se enamoró de un joven oficial de marina gales. Ocurrieron episodios extraños en diversas aldeas de Gales y, al poco tiempo, comenzó a resultar evidente para todos, menos para la propia Hazel, que junto a sus fraudulentas prácticas, ejercitaba realmente un don genuino.

Cuando Hazel comprendió que así era, se horrorizó. Quiso mentir y engañar a conciencia, pero cuanto más lo intentaba, más reales resultaban sus increíbles profecías. Los poderes habían hecho presa de ella y no le dejaban salida.

Owen, su novio, era más nebuloso, pero poco a poco se fue transformando en un charlatán.

En cuanto Celia tenía algunos minutos para ella, o bien cuando llevaba a Judy al parque, desarrollaba la historia en su mente.

Hasta que un día se le ocurrió escribir lo que le pasaba por la cabeza…

Podría, en realidad, escribir un libro…

Compró unos cuantos cuadernos de seis peniques y muchos lápices, puesto que tenía tendencia a olvidarlos en todas partes, y comenzó.

Pudo advertir, apenas entregarse a la tarea, que ésta no se presentaba tan sencilla. Su mente corría desordenadamente y con frecuencia resultaba que su mano iba más lenta. Buscaba entonces volver a la situación, pero la imagen ya no tenía la misma vivacidad y las palabras aptas para describirla volaban de su cabeza.

Sin embargo, practicando, comenzó a notar progresos. Cierto que el resultado no guardaba a menudo gran semejanza con lo imaginado, pero ya comenzaba a resultar coherente y comprensible. Aprendió a separar el relato en capítulos.

Poco después tuvo que comprar seis cuadernos más.

Nada dijo de su actividad a Dermot durante algún tiempo, hasta que se produjo la batalla, de la que salió victoriosa. Tuvo que luchar a brazo partido con un predicador gales que atacaba a Hazel y que, al final, terminó reconociendo las dotes de la heroína y la verdad de lo que ésta «había testificado».

El capítulo, en el que se operaba la transformación de los puntos de vista del pastor, le salió mejor de lo que se hubiera atrevido esperar. Se sentía tan eufórica que necesitaba participar a alguien de los resultados a los que había llegado.

—Dermot —dijo—. ¿Crees que sería capaz de escribir un libro?

Dermot se divirtió mucho.

—Creo que has tenido una idea excelente. Si yo fuera tú, lo intentaría.

—Bueno, de hecho… he comenzado ya. Mejor dicho, estoy por la mitad.

—Magnífico —repuso Dermot.

Había dejado en la mesa un libro sobre economía de mercado, cuando Celia había comenzado a hablarle. Terminado para él el diálogo, volvió a cogerlo.

—Tiene que ver con una chica que posee dotes de médium —prosiguió Celia— sin saberlo. Se mete a adivina profesional y así estafa a mucha gente con falsas «sesiones» espiritistas. Luego se enamora de un individuo de Gales; cuando se traslada a la tierra de su novio, comienzan a pasar cosas extrañas.

—¿Es algo así como un relato?

—Sí, claro. Pura imaginación. Pero no sé expresarme adecuadamente en términos de palabra escrita.

—¿Sabes algo sobre médiums y sesiones espiritistas?

—No —repuso Celia, un poco sorprendida.

—¿No es, pues, algo arriesgado escribir sobre personajes cuya actividad desconoces? Y según creo, tú jamás has estado en Gales, ¿verdad?

—No.

—Creo que sería mejor que escribieras sobre algo que realmente conocieras. Londres, por ejemplo. O la zona donde estaba tu hogar, siendo pequeña. Yo diría que estás haciendo las cosas más difíciles de lo que son.

Celia se sintió alicaída. Como siempre, Dermot tenía razón. Sé había conducido como una simplona. ¿Por qué diablos tenía que elegir temas y lugares que desconocía por completo? Y aquella escena del predicador… Ella nunca había asistido a una prédica religiosa, ni conocía a ningún predicador. ¿Cómo iba a describir a uno?

De todos modos, ya no podía renunciar a Hazel y a su novio Owen. Estaban allí. De todas maneras, debía hacer algo con ellos.

Durante todo un mes, leyó una serie de obras sobre espiritismo, sesiones, médiums, poderes mágicos y prácticas falsas de brujería. Al terminarlos, volvió a redactar la primera parte de su libro, aunque la tarea no le divirtió nada. Todas las frases quedaban entrecortadas y cayó con gran frecuencia en complejos dilemas gramaticales.

Llegado el verano, Dermot accedió, muy comprensivo, a pasar las vacaciones en Gales. Irían allí quince días y Celia podría así observar usos y costumbres que darían a su novela el «color local». Cumplieron con lo proyectado, instalándose en Gales; pero Celia encontró que el color local se hacía extraordinariamente difícil. Llevaba una pequeña libreta para anotar lo típico o sorprendente, pero esta práctica no le aportó resultados sustanciales, porque era persona poco dada a la observación minuciosa. Pasaba días enteros sin tomar un solo apunte.

Sentía una gran tentación por abandonar Gales o transformar a Owen en escocés, cambiando su nombre por el de Héctor y ubicándole en los Highlands.

Pero a esto último Dermot puso la objeción de que resurgiría la misma dificultad anterior, pues ella no sabía nada de los Highlands.

Al final, muy desalentada, resolvió abandonar el proyecto. No quería saber nada más con Hazel y sus rarezas. Lo malo era que en su mente comenzaba ya a esbozarse la historia de una familia de pescadores de la costa de Cornualles…

Amos Polridge se había convertido para ella en un personaje muy familiar…

Esta vez no dijo nada a Dermot, puesto que se sentía incursa en la misma culpa que la vez anterior: no sabía nada sobre pescadores, ni de su vida, ni del mar, ni de Cornualles. De nada valdría ponerse a escribir otra vez, así que se limitó a divertirse, imaginando una trama con aquellos personajes. Entre ellos había una vieja abuela, sin dientes y siniestra…

Otras veces imaginaba finales distintos para el libro sobre Hazel. Owen bien podía llegar a ser un charlatán empleado en la Bolsa londinense de valores…

Lo malo era que, a su modo de ver, Owen no se sentía inclinado a ese tipo de trabajos…

Tanto que comenzó por mostrarse malhumorado y poco a poco se fue desvaneciendo.

Celia había llegado a acostumbrarse a una vida de recursos económicos limitados. Vivía con lo justo.

Dermot esperaba hacer mucho dinero algún día. Más que esperar, estaba seguro de que así iba a ser. En cambio, Celia nunca se imaginó que llegaría a ser rica. Se sentía feliz con lo que tenían, aunque comprendía lo importante que para Dermot podría ser el triunfo económico.

Lo que ninguno de los dos esperaba era que se produjera una crisis negativa, es decir un colapso financiero. Fue, sin embargo, lo que sucedió. Al auge que había seguido a la guerra siguió la depresión.

La firma donde trabajaba Dermot se declaró en suspensión de pagos y él se quedó sin empleo.

Haciendo recuento, se encontraron con que tenían cincuenta libras al año de Dermot y cien de Celia, más doscientas en bonos de guerra. Como último recurso, quedaba el refugio de la casa de Miriam para Celia y Judy.

Los tiempos eran malos y lo más triste para Celia era considerar la situación de Dermot. No quería aceptar el golpe adverso porque lo consideraba injusto. Había trabajado mucho y con ilusión. Lo que le caía encima era inmerecido. Como consecuencia, su humor se transformó. Se hizo casi intratable y siempre se le veía de mal genio. Celia despidió a Kate y a Denman, proponiéndose cuidar por sí misma de la casa. La primera se marchó. En cambio, Denman no quiso hacerlo.

Con firmeza y acento colérico dijo:

—No acepto y de nada vale discutir. No estoy dispuesta a dejar a «mi» pequeña.

De modo que se quedó, asegurando que podía esperar por su sueldo, y, junto con Celia, hacía todos los trabajos de la casa, además de los que le daba Judy. Celia y Denman alternaban sus funciones; mientras una hacía la faena, la otra llevaba a Judy al parque.

Curiosamente, encontró tolerable y hasta divertido el cambio de situación. Le gustaba tener cosas que hacer y por las noches su imaginación volaba a encontrarse con Hazel. Terminó su libro, apoyándose en las notas que había tomado en Gales, y se propuso enviarlo a un editor. Así lo hizo finalmente. Acaso surgiera algo de él.

Pero no. Poco tardaron en devolvérselo, de modo que Celia lo metió en un cajón y no intentó nada más.

Su verdadera preocupación era Dermot, que se mostraba muy poco razonable. Tan sensible se había puesto sobre lo que él consideraba su fracaso, que la vida a su lado se hizo poco menos que intolerable. Si veía a Celia de buen humor le echaba en cara que no se diera cuenta de las dificultades por las que atravesaban. Si la veía silenciosa, le decía que bien podría tratar de alegrarle un poco la vida.

Celia consideraba que, con la ayuda de Dermot, podrían mezclar todos sus problemas y luchar alegremente contra la adversidad. Y reír un poco era el mejor método para vencerla o, al menos, para aliviarla.

Pero ahora Dermot no se reía nunca. Se consideraba herido en su orgullo.

Por antipático y desconsiderado que se mostrara, Celia no se sentía herida como aquella vez, a la vuelta de la fiesta, porque comprendía lo mucho que él estaba sufriendo y, particularmente, por ella.

A veces hasta llegó a mostrarse un poco extrovertido.

—¿Por qué no os vais de aquí tú y Judy? Lo mejor sería que os fuerais a casa de tu madre. Por ahora no sirvo de nada y sé perfectamente que no he nacido para vivir esta clase de situaciones. Ya te he dicho en otras oportunidades que no sirvo para enfrentar las cosas desagradables. No puedo soportarlas.

Pero Celia no creyó conveniente dejarle. Hubiese deseado hacerle más fáciles las cosas, pero parecía no haber nada que sirviese para ello.

Entretanto pasaban los días y Dermot continuaba sin encontrar trabajo. Su humor se volvía cada vez más sombrío.

Por fin, cuando Celia pensaba que su valor ya no les serviría para resistir más y consideraba seriamente el consejo de Dermot de que se fuese a vivir con su madre, la situación cambió súbitamente.

Cierta tarde, Dermot volvió a casa presentando un aspecto muy diferente. Parecía otro hombre. De nuevo le brotaban los impulsos juveniles tan característicos de él. Sus ojos oscuros relampagueaban.

—¡Celia! Algo magnífico ha sucedido. ¿Recuerdas a Tommy Forbes? Pues esta tarde fui a visitarle… Solo para ver qué sucedía… Y él me saltó literalmente encima. Precisamente estaba buscando a un hombre como yo. Ochocientas libras al año, para empezar. Dentro de un año o dos, podría ganar más de mil quinientas. Tal vez dos mil. Salgamos a celebrarlo.

¡Qué velada tan feliz! Dermot estaba tan distinto, tan juvenil y lleno de excitación… Insistió en comprarle un vestido nuevo.

—Ése, de color azul malva, te queda estupendamente. Te sigo queriendo muchísimo, Celia.

Amantes. Sí, seguían tratándose como amantes.

Aquella noche, antes de dormirse, Celia pensó que esperaba ardientemente el éxito de Dermot. Las cosas tenían que irle bien, pues de lo contrario sufría enormemente.

—Mamá —dijo de pronto Judy al día siguiente—. ¿Qué es una «amiga en la prosperidad»? Denman dice que tiene una en Peckham que es de esa clase.

—Significa que es una de esas amigas que sólo lo son cuando las cosas van bien.

—Ah, ya lo veo —repuso la pequeña—. Como papá.

—No, Judy, eso no es cierto. Papá no se siente feliz ni alegre cuando está preocupado; pero si tú o yo estuviésemos enfermas o fuésemos desgraciadas, papá haría lo que fuera por cualquiera de las dos. Es el hombre más leal del mundo.

Judy miró a su madre con expresión reflexiva.

—No me gusta la gente que se pone enferma. Tiene que meterse en cama y no puede jugar. A Margaret le entró algo en un ojo ayer, mientras jugábamos en el parque, y tuvo que dejar el juego. Se sentó en un banco y quería que yo la acompañase. Pero yo no quise.

—Pues no fuiste bondadosa, Judy.

—Sí que lo fui. No me gusta estar sentada sin hacer nada. Quiero jugar y correr.

—Pero si hubieses sido tú la que te hubieras hecho daño, bien que hubieras querido qué alguien te acompañara y te contara algo para distraerte, ¿no es así?

—No, no necesitaría a nadie… De todos modos, no fui yo, sino Margaret, la que se hizo daño en el ojo.