A Dermot no le gustaban algunas cosas del carácter de Celia y ella las fue conociendo.
Le molestaban, por ejemplo, sus muestras de desaliento o de incapacidad.
—¿Por qué me pides que haga por ti lo que tú puedes hacer perfectamente?
—Oh, Dermot, es que me gusta tanto que tú hagas ciertas cosas por mí…
—Tonterías. Si yo actuara así, te pondrías cada vez más exigente.
—Sí; creo que tienes razón —repuso Celia con cierta tristeza.
—Porque eres capaz de hacer las cosas bien. Eres una mujer sensata, inteligente y nada torpe. No veo por qué has de dejar esas virtudes sin ejercitar.
—Supongo que esos rasgos de mi carácter van con mi tipo de mujer victoriana. Hacen juego con mis hombros caídos. Soy de esas que buscan instintivamente pegarse… como la hiedra.
—Pues tendrás que cambiar —afirmó Dermot con buen humor—. A mí no vas a pegarte, por la sencilla razón de que nunca te lo permitiré.
—¿Te importa mucho, Dermot, que me guste soñar e imaginar situaciones y hechos como si realmente sucedieran? Tú sabes que soy aficionada a fantasear y a pensar en lo que haría si, lo que invento, sucediera.
—Oh, no. No me importa. Hazlo, si eso te divierte.
Dermot no era de los que pretenden que los demás les imiten y tampoco se interesaba por imitar él a los demás. Tenía un carácter independiente y respetaba la independencia ajena. Probablemente tuviera sus propias ideas sobre las cosas, pero jamás se refería a ellas y, mucho menos, esperaba que los demás las compartiesen con él.
Lo malo era que a Celia le gustaba compartir todo. Si el almendro que crecía en el patio, debajo de ellos, estaba en flor, sentía una infinita delicia al contemplarlo; la invadía un extraño picor y anhelaba llevar a Dermot a la ventana para que, desde allí, contemplara el árbol y sintiese lo mismo que ella. Pero Dermot odiaba que le llevasen de la mano donde fuera. En realidad, le disgustaba que le tocasen, a menos que se encontrara de talante claramente amoroso.
Una vez, Celia se quemó una mano al retirar una fuente del horno e inmediatamente después se pilló un dedo con la ventana de la cocina. Ansiaba apoyar su cabeza en el hombro de él y oír palabras de cariño. Pero aunque Dermot estaba en casa, se contuvo. Pensó que aquélla era, precisamente, la clase de situaciones que le ponían nervioso. Lo cual era perfectamente cierto. Se sentía muy incómodo si ella se acercaba mucho a él en busca de consuelo. No le atraía, en absoluto, la idea de compartir los sentimientos de los demás, ni de participar en sus emociones.
De modo que Celia luchó con todas sus fuerzas entre su pasión de participar en todo y contra su deseo de ser acariciada y mimada.
Se dijo a sí misma que era una mujer inmadura y un poco tonta. Amaba a Dermot y él la amaba. La amaba tal vez más que ella a él, puesto que le pedía menos muestras de cariño y se declaraba conforme con las que ella le brindaba.
Dermot le ofrecía su apasionamiento y su camaradería. Era absurdo que también le diera afecto. Grannie hubiese comprendido mejor aquella situación. «Los hombres» tienen su modo de ver las cosas.
Los fines de semana solían ir al campo. Preparaban una cesta con bocadillos y cogían un tren o un autobús hasta algún lugar tranquilo. Caminaban por el bosque, o a través de los campos, y luego volvían a Londres.
Durante toda la semana, Celia se pasaba rogando por que el fin de semana hiciera buen tiempo. Dermot solía llegar muy cansado de su trabajo en la City. No era raro que le doliese la cabeza o que se sintiera mal del estómago. Después de cenar, le gustaba sentarse en su sillón preferido y leer un rato. A veces le contaba algo de lo que le había ocurrido durante la jornada; pero lo más frecuente era que no lo hiciese, prefiriendo leer en silencio. Ocasionalmente traía a casa algún libro técnico, que estudiaba con gran cuidado, después de pedir a Celia que no le interrumpiera.
Era durante los fines de semana cuando Dermot se transformaba en camarada. Al caminar por los montes se hacían bromas ridículas e infantiles y, a veces, mientras subían por una colina, Celia le decía:
—Sabes, Dermot, me gustas mucho.
Y deslizaba la mano bajo su brazo, porque a él le gustaba ir muy deprisa y Celia se quedaba sin aliento. En tales casos, a Dermot no le disgustaba que le cogiera del brazo, dado que el gesto tenía su utilidad.
En cierta ocasión Dermot sugirió que ambos deberían jugar al golf. Reconocía que era muy mal jugador, pero se trataba de hacer ejercicio. Celia preparó sus palos y, al limpiarlos (porque los hierros estaban ligeramente oxidados) pensó en Peter Maitland. Ah, qué bueno, qué bueno era Peter… El cálido afecto que por él había sentido, la iba a acompañar durante toda la vida. Peter era parte de las cosas…
Encontraron un campo de golf poco frecuentado, donde no era caro jugar. A Celia le divertía volver a la práctica de aquel deporte. Cierto que nunca había jugado bien y que ahora lo hacía todavía peor, por falta de práctica; pero, en verdad, Dermot no la aventajaba. Sus salidas eran vigorosas. Lamentablemente, la pelota se desviaba hacia la derecha o hacia la izquierda, mientras volaba, yendo a parar a incómodos lugares, de los que era difícil sacarla.
No obstante, era muy divertido aquel programa.
No lo fue por mucho tiempo, sin embargo.
Dermot, tanto en el juego como en el trabajo, era un fanático de la eficiencia y no escatimaba esfuerzos para lograr que las cosas le salieran bien. Se compró un libro y se puso a estudiarlo a fondo. Practicaba swings en la sala, usando pelotas especiales de corcho.
Cada vez con más frecuencia, Dermot prefería no salir al campo de juego y quedarse tirando pelotas desde el mismo sitio, situado junto a la casa del club. Si Celia le pedía que jugara, él la invitaba a entrenarse duramente.
Dermot se fue apasionando cada vez más por el golf y Celia trató de seguirle, pero sin mucho éxito.
Su juego progresó a pasos agigantados, mientras que el de Celia permanecía igual. A veces deseaba ardientemente que Dermot se pareciera un poco a Peter Maitland…
Sin embargo, pensaba, se había enamorado de Dermot porque tenía lo que a Peter le faltaba: entusiasmo y deseos de hacer las cosas bien.
Una noche, Dermot le dijo al llegar:
—Mira, pienso ir a Dalton Heath a jugar al golf con Andrews el próximo domingo. ¿Te parece bien?
Celia dijo que le parecía bien.
A la vuelta estaba entusiasmado.
El golf era un deporte maravilloso, cuando se jugaba en un campo de primera clase. Celia tenía que acompañarle la próxima semana para ver lo que era Dalton Heath. Las mujeres no podían jugar allí los fines de semana pero podría acompañarle mientras él lo hacía.
Solo fueron dos o tres veces más al campo barato, porque a Dermot ya no le interesaba jugar en él. Decía que aquel lugar no le atraía.
Al mes siguiente le dijo que se iba a hacer socio de Dalton Heath.
—Sé muy bien que es caro; pero, a fin de cuentas, puedo economizar en otras cosas. El golf es el único entretenimiento que practico y esto me va haciendo diferente. Mi juego mejorará mucho. Andrews y también Weston son socios de allí.
—¿Y yo qué? —repuso Celia muy serena.
—Oh, no vale la pena que te asocies. Las mujeres no pueden jugar allí los fines de semana y supongo que no tendrás interés en ir hasta allá los demás días.
—Quiero decir que no sabré qué hacer los fines de semana, puesto que tú estarás jugando con Andrews, Weston y el resto de tus amigos.
—Naturalmente: sería tonto asociarse a un club así y no aprovecharlo.
—Pero es que tú y yo hemos pasado siempre los fines de semana juntos.
—Ah, ya veo. Bueno, pues podrías hacer programas con tus amigas, ¿no es así? Amigas no te faltan.
—Sí que me faltan. Tuve amistades en otros tiempos, pero ya no. Y las pocas que eran de Londres están casadas. Algunas ni siquiera viven ya en la ciudad.
—¿Y qué hay de Doris Andrews y de la señora Weston y de todo ese grupo?
—Pues que ninguna de ellas, a decir verdad, es amiga mía. Son las mujeres de tus amigos, que no es lo mismo. Por otra parte, el problema no radica ahí, sino en el hecho de que me gusta estar contigo y hacer planes juntos. Me encantaban nuestros paseos por el bosque y la cesta con bocadillos. Apreciaba jugar al golf contigo. Todo eso me parecía magnífico. Trabajas toda la semana y no quiero que salgamos por la noche, porque llegas a casa muy cansado. Pero hasta ahora, siempre contaba los días que faltaban para que llegase el sábado y rezaba para que el tiempo fuese bueno. Oh, Dermot, me hace tanta ilusión estar junto a ti. Ahora ya nunca más nos divertiremos juntos.
Hubiese querido que su voz no temblara al hablar; le hubiese gustado que las lágrimas no acudiesen a sus ojos. ¿Se estaba conduciendo como una insensata? ¿Era tan poco razonable lo que decía? ¿No se enfadaría su marido? Acaso estaba comportándose como una egoísta. Se pegaba, sí. Se pegaba a él como la hiedra. Y a él no le gustaba eso.
Dermot hacía lo posible por mostrarse paciente y comprensivo.
—Sabes, Celia, pienso que lo que dices no es justo. Yo nunca pongo peros cuando a ti se te ocurre hacer algo y lo deseas con intensidad.
—Pero no deseo hacer nada sin ti.
—Pues a mí no me importaría si así fuera. Si los fines de semana me dijeras que te ibas por ahí con Doris Andrews o con quien fuera, me sentiría completamente feliz con que lo pasaras bien. Recuerda que cuando nos casamos convinimos en que cada uno sería libre de hacer lo que le viniese en gana y que el otro no debía interponerse.
—Pero Dermot, nunca se habló de eso entre nosotros. Solo nos enamoramos el uno del otro y pensamos que sería estupendo estar siempre juntos.
—Así son las cosas, Celia. No es que haya dejado de quererte. Por el contrario, te amo como siempre. Sin embargo a los hombres nos gusta hacer planes entre nosotros. Y yo necesito hacer un poco de ejercicio. Si lo que yo anhelara fuera hacer programas con otras mujeres, podrías quejarte. En cambio, jamás he mirado a otra mujer desde que nos casamos. Es más, no quiero saber nada con ellas. Lo que me gusta es jugar un buen partido de golf con tíos que sepan. Creo, realmente, que no eres muy razonable.
Sí. Acaso no fuese muy razonable.
Lo que quería hacer Dermot era tan inocente… tan natural…
Se sintió avergonzada…
Pero Dermot no comprendió lo mucho que Celia iba a echar de menos aquellos fines de semana, en los que tan feliz era ella… No le bastaba con tener a Dermot en su lecho por las noches. Le amaba aún más como compañero de juegos que como amante…
¿Sería cierto aquello que con tanta frecuencia había oído decir a las mujeres? ¿Que los hombres solo quieren a sus esposas como compañeras de cama y como amas de casa? ¿No habría otra alternativa?
Acaso la tragedia del matrimonio fuera que las mujeres pretenden que sus maridos sean sus compañeros y que ellos se aburren.
Algo de esto dijo y Dermot, como era habitual en él, respondió con franqueza.
—Creo, Celia, que hay algo de verdad en ello. Las mujeres siempre quieren estar continuamente con sus maridos. Pero los hombres prefieren la compañía de otros hombres cuando de pasar el rato se trata.
Pues bien, se lo habían dicho sin equívocos posibles. Dermot tenía razón y ella, no. Pensó que no había actuado razonablemente y, al reconocerlo, su rostro se despejó.
—Eres tan bondadosa, Celia… Espero que a la larga comprendas y también tú saques partido de la situación. Ya verás como encuentras personas para salir, a quien les guste discutir sobre ideales y sentimientos afines. Sé que no valgo nada cuando esas conversaciones se plantean. Estoy seguro de que entonces seremos muy felices. Por otra parte, solo pretendo jugar al golf los sábados o los domingos, no los dos días, así que el día que no juegue lo dedicaré por entero a ti. Podremos salir al campo y divertirnos, como antes.
Al sábado siguiente se fue a jugar, muy contento, y el domingo le propuso hacer una excursión. La idea fue suya y Celia aceptó de inmediato.
Pero ya no fue igual. Dermot se mostró extremadamente considerado y bondadoso; sin embargo, ella sabía que sus ansias estaban en Dalton Heath. El día anterior Weston le había invitado a jugar y él se había negado.
Tenía plena conciencia de haber realizado un generoso sacrificio.
Al siguiente fin de semana, Celia le pidió que dedicase los dos días al golf y él aceptó alegremente.
Tendré que volver a mis juegos solitarios, pensó Celia, o conocer a otras personas.
Siempre había menospreciado a las mujeres que, al casarse, se transforman en amas de casa y por ello la camaradería con Dermot la enorgullecía. Esas hembras domésticas, dedicadas por entero a sus niños, sus sirvientes y sus casas se sentían muy aliviadas cuando sus Tom, Dick o Fred se marchaban a jugar al golf los fines de semana. De ese modo no alborotaban la casa.
—La ausencia de los hombres facilita mucho el trabajo de la servidumbre, querida —decían las amas de casa.
Los hombres eran necesarios para traer el dinerillo a casa, no para que se quedasen en ella.
Tal vez, a fin de cuentas, el de ama de casa fuese el mejor papel…
Así lo parecía.