12. PAZ

El armisticio le llegó como una gran sorpresa. Celia se había acostumbrado tanto a la guerra, que le parecía que nunca tendría fin…

Era parte de su vida cotidiana…

¡Y ahora había terminado!

Antes, hacer planes para el futuro parecía algo inútil y carente de sentido. Era preciso dejar que el porvenir se definiera por sí mismo y vivir al día. Lo único sensato era esperar y rezar para que Dermot no volviera a ser enviado a Francia.

Pero ahora era diferente.

Dermot concebía un proyecto tras otro. No quería permanecer en el ejército porque en él no veía un futuro deseable. Cuanto antes lo desmovilizaran, mucho mejor. Quería trabajar en la City y sabía que había una posibilidad en cierta firma, muy prestigiosa.

—Pero ¿no es más seguro permanecer en el ejército, Dermot? Quiero decir, que allí tienes un sueldo y otros beneficios —le dijo Celia.

—No. En el ejército vegetaría. ¿Y de qué nos sirve un pequeño sueldo? Lo que yo deseo es ganar dinero, mucho dinero. No te importa que corra el riesgo, ¿verdad que no, Celia?

No. A Celia no le atemorizaban los riesgos y aquella disposición para enfrentarlos era uno de los rasgos de Dermot que ella más admiraba. No sabía lo que era el temor ante la vida.

Dermot nunca daría la espalda a los hechos. Los enfrentaría y, de ser posible, les haría comportarse de modo que le sirviesen a su voluntad.

Temerario. Tal era la expresión que la madre de Celia le aplicaba; y lo cierto era que, en general, acertaba. Era verdaderamente temerario. Ninguna consideración sentimental le hubiese podido detener. Sin embargo, para con ella era sumamente tierno y considerado. Mientras esperaba a Judy, siempre se había mostrado comprensivo y bondadoso…

De modo que Dermot corrió el riesgo.

Dejó el ejército y entró a trabajar en una empresa financiera de la City londinense. Comenzó con un salario relativamente bajo, pero las perspectivas para el futuro eran buenas.

Celia se preguntaba si no encontraría monótono el trabajo rutinario de la oficina. Sin embargo, Dermot parecía muy satisfecho con la nueva vida que había elegido.

A él le gustaba hacer nuevas cosas.

Y también conocer nuevas caras.

Celia se sorprendía de que nunca manifestara deseos de ver a sus tías, que vivían en Irlanda y que, en realidad, eran quienes le habían criado.

Solía mandarles regalos y escribirles con cierta regularidad. No obstante, nunca mostraba deseos de volverlas a ver.

—¿No les tenías cariño, Dermot?

—Oh, sí, claro. Especialmente a la tía Lucy. Fue como una madre para mí.

—¿Y no sientes deseos de verla? Podríamos invitarlas a pasar unos días con nosotros.

—Oh, no. Serían un estorbo.

—¿Un estorbo? ¿No dices que les tienes cariño?

—Es que sé que se encuentran perfectamente. Muy felices y todo eso. No siento, precisamente, deseos de verlas. Después de todo, cuando uno se hace hombre, pierde contacto con su familia. Así es la naturaleza y así sus leyes. Ni la tía Kate, ni la tía Lucy significan gran cosa para mí hoy en día. Al crecer, he perdido contacto.

Dermot era un poco extraño, pensó Celia.

Pero tal vez él pensara que la rara era ella, por permanecer vinculada de manera tan intensa a lugares y personas, que conocía de toda la vida.

Sin embargo, no era así. En realidad, Dermot no la consideraba extraña, porque nunca se había detenido a pensar en los afectos permanentes y antiguos de Celia. Él nunca se preocupaba de los gustos e inclinaciones de las personas, ni juzgaba sus caracteres. Hablar y pensar sobre caracteres o temperamentos era, para él, una pérdida de tiempo.

Le gustaban las realidades, no las ideas.

A veces, Celia le hacía algunas preguntas muy personales.

«¿Qué harías si me fuese con otro hombre?».

O también:

«¿Qué harías si yo muriese?».

Dermot nunca sabía qué responder a semejantes requisitorias. ¿Cómo podían saber algo que solo era una posibilidad en abstracto?

«¿Pero no eres capaz de imaginar la situación?».

Pues no, no era capaz. Imaginar cosas que no sucedían era algo que solo llevaba a perder tiempo.

Lo cual era, por cierto, la verdad.

Sin embargo, Celia volvía de tanto en tanto con sus preguntas hipotéticas. Ella era así.

Cierto día Dermot hirió los sentimientos de Celia.

Habían asistido a una fiesta. Celia no se sentía particularmente atraída por esas diversiones. Seguía teniendo miedo de verse atacada por aquella inclinación a quedarse callada que tanto la martirizara de soltera. En realidad, todavía le sucedía aquello de vez en cuando.

Pero en esta ocasión, pensaba, todo había transcurrido perfectamente bien. Sí que había permanecido callada demasiado tiempo. Pero sólo al principio. Luego había conversado como la que más. Todos habían reído y hablado mucho y Celia entre ellos. Dijo frases que, a su modo de ver, eran graciosas y agudas. Algunos de los presentes parecieron, en verdad, compartir esta opinión suya.

Lo cierto es que, de vuelta a casa, estaba de excelente humor.

—No soy tan apocada. No soy tan apocada después de todo —murmuraba para sí misma.

Ya en la sala le dijo a Dermot:

—La fiesta me resultó muy agradable. Me divertí mucho. Suerte que pude evitar que me siguiera corriendo este punto en la media.

—No estuvo mal.

—Oh, Dermot, ¿no te has divertido?

—Sí; pero algo me cayó un poco pesado.

—Te traeré un poco de bicarbonato. ¡Qué lástima!

—No, no. Ya estoy bien. Pero ¿qué pasaba contigo esta noche?

—¿Conmigo?

—Sí. Estabas distinta.

—Supongo que serían las circunstancias. ¿Diferente en qué sentido?

—Es que, en general, eres muy sensata y tranquila. Pero en la fiesta hablabas y reías de un modo que no es el habitual en ti.

—¿Eso te ha parecido? Pues la verdad es que lo he pasado muy bien.

Una sensación extraña y fría comenzó a invadir su interior.

—Bueno; pero se te veía un poco tonta, eso es todo.

—Sí —repuso Celia con calma—. Creo que he estado un poco tonta… Pero a la concurrencia pareció gustarle lo que decía. Todos reían mucho.

—¡Oh, la gente!

—Y sabes, Dermot, también yo me he reído… Por terrible que te parezca, creo que me gusta comportarme tontamente de vez en cuando.

—Si es así, no he dicho nada.

—Pero cambiaré, si no te gusta.

—La verdad es que no me gusta mucho verte diciendo tonterías. No me gustan las mujeres bobas.

Sus palabras la herían. La herían mucho.

Era una tonta, se repetía a sí misma. Claro que lo era. Lo sabía desde el principio. Pero pensó que a Dermot no le importaría, que tomaría la cosa… ¿cómo expresarlo? Que la tomaría con ternura. Cuando uno ama a una persona, sus defectos y fallos la hacen aún más querida. Dice: «Bueno, ¿no es cierto que parecías esto o lo otro?». Pero lo dice con ternura, no con la irritación que delataba el tono de Dermot.

Aunque es cierto que la ternura no suele ser el punto fuerte de los hombres…

Una ligera sensación de temor asaltó a Celia.

No, los hombres no eran tiernos…

No eran como las madres…

Una súbita nostalgia la invadió.

En realidad, ella no sabía mucho de los hombres. Le parecía que, incluso, conocía poco al propio Dermot.

«¡Hombres!». Las frases de Grannie le venían a la mente. Ella sí que sabía muy bien lo que a los hombres les gustaba o no les gustaba.

Pero Grannie, naturalmente, no se comportaba como una tonta… Se había reído muchas veces de su abuela, pero desde luego no tenía un pelo de boba.

En cambio, ella… Siempre lo había sabido. Pero había pensado que con Dermot todo sería diferente. Y ahora comprendía que no; que era igual.

En la oscuridad de la estancia, las lágrimas corrieron por sus mejillas, incontenibles…

Dejaría que corrieran allí, en la sombra. Mañana todo habría cambiado. Nunca más se comportaría tontamente en público.

Había sido malcriada. Ésa era la verdad. Todo el mundo la había mimado en demasía…

Pero no quería que Dermot volviera a pensar jamás que era majadera. Ni por un momento.

Recordó algo. Algo que había sucedido mucho tiempo atrás…

No, no podía concretarlo.

Pero ya se cuidaría de no parecer tonta otra vez.