El bebé de Celia nació en julio, en la misma habitación donde ella misma lo hiciera veintidós años antes.
Afuera, las ramas verde oscuro del haya golpeaban contra la ventana.
Superando sus temores que, curiosamente, eran muy grandes, Dermot observaba los gestos y acciones de una madre inminente como algo sumamente cómico; y nada en el mundo podía ayudar tanto a Celia a pasar el trance. Hasta los últimos días había sufrido mareos, a pesar de lo cual continuaba activa, tratando de ser útil.
Tres semanas antes de que su bebé naciera, decidió irse a vivir con su madre. Al cabo de ese tiempo, Dermot consiguió un permiso especial de una semana y se apresuró a correr junto a ella. Celia esperaba que el bebé naciera en aquella semana, pero su madre prefería que lo hiciese después. Los hombres, estimaba Miriam, estorban más que otra cosa en circunstancias como aquéllas.
La enfermera llegó, y tan jovial y tranquilizadora se mostraba que sus esfuerzos solo consiguieron atemorizar aún más a Celia.
Una noche, mientras cenaba, Celia dejó caer los cubiertos de su mano, exclamando:
—¡Enfermera!
La ayudaron a salir del comedor. La mujer volvió un minuto más tarde. Hizo señas a Miriam.
—Muy puntual —dijo sonriendo—. Una paciente modelo, en verdad.
—¿No va usted a llamar al médico? —preguntó Dermot con vehemencia.
—Oh, no hay tanta prisa. No tendría nada que hacer hasta pasadas unas cuantas horas.
En efecto, Celia volvió al comedor y continuó cenando. Luego, Miriam y la enfermera salieron de la estancia. Algo dijeron sobre sábanas y toallas. Se oyó un ruido de llaves.
Celia y Dermot se miraron como desamparados. Hasta entonces habían reído y bromeado. Ahora, sus temores se agolpaban, más urgentes a cada momento que transcurría.
—Todo saldrá bien —dijo Celia—. Estoy segura de que todo irá bien.
—Naturalmente que sí —repuso Dermot con acento emocionado.
Se miraron para darse valor mutuamente.
—Eres muy fuerte —dijo Dermot.
—Muy fuerte. Por otra parte, millones de mujeres tienen hijos cada día.
Un espasmo doloroso cruzó por su rostro.
—Celia —exclamó Dermot.
—No es nada —repuso ella—. Salgamos un poco. Esta casa parece un hospital.
—Esa maldita enfermera…
—Pero si es encantadora…
Salieron al jardín. En aquella noche de verano se sentían curiosamente aislados. Dentro de la casa menudeaban los preparativos, las agitaciones. Oyeron a la enfermera telefonear al médico.
—Sí, doctor… No, doctor… Oh, sí, a eso de las diez creo que estará muy bien.
La noche estaba un poco fresca… Las hojas del haya murmuraban.
Dos niños solitarios vagabundeaban en la noche, cogidos de la mano, sin saber qué hacer para enfrentar las cosas con valor…
—Quisiera decirte —irrumpió bruscamente Celia—. Oh, no porque algo vaya a suceder… Pero en caso de que sucediera, quisiera decirte que he sido maravillosamente feliz a tu lado y que nada en el mundo importa. Me prometiste hacerme feliz y lo has conseguido… Nunca imaginé que se pudiera llegar a serlo tanto en esta vida.
—Yo te he metido en esta situación —replicó él con un dejo de amargura.
—Sé que esto es más difícil para ti que para mí; pero es que yo soy muy feliz en estos momentos. Todo me hace tan feliz… Y cuando tengamos al bebé —agregó— siempre nos amaremos. Siempre.
—Sí, siempre. Durante toda la vida.
La enfermera llamó desde la casa.
—Será mejor que entre.
—Ya voy.
Los hechos se precipitaban y se hubiese dicho que, cuando más necesitaban estar juntos, con más violencia eran separados. Aquel momento era, probablemente, el peor, pensó Celia: tenía que dejar a Dermot para que encarara sin su compañía un episodio trascendental de su vida.
Se abrazaron fuertemente. Todo el temor de la separación se expresaba en aquel beso.
Celia pensó que nunca jamás olvidaría aquella noche.
Era un catorce de julio.
Entró en la casa.
Tan cansada… tan cansada…
La habitación giraba y era como una gran nube que ocultaba los objetos que en ella había. Hasta que se fue aclarando el panorama y la realidad comenzó a hacerse presente. La enfermera sonreía mientras el médico se lavaba las manos en una esquina de la habitación. Conocía a Celia de toda la vida y le habló con tono alegre.
—Bueno, querida Celia, ya tienes un bebé.
¿Ella, un niño?
No parecía importante.
Estaba tan cansada…
Tan cansada…
Se hubiese dicho que todos estaban esperando a que dijese algo.
Pero no podía.
Solo quería que la dejasen sola…
Descansar…
Pero había algo… alguien…
—Dermot —murmuró.
Estaba adormecida. Cuando abrió los ojos, pudo ver que Dermot estaba a su lado.
Pero ¿qué le había sucedido? Se le veía distinto, extraño. Estaba preocupado. Sin duda acababa de recibir alguna mala noticia.
—¿Qué sucede? —preguntó.
—Una hijita —repuso él con voz extraña y poco natural en él.
—Pero quiero decir, ¿qué te sucede a ti?
Hundió su cabeza. Todo su cuerpo se agitaba ligeramente. Lloraba. ¡Dermot lloraba!
—Todo ha sido tan terrible, tan largo —dijo Dermot con voz quebrada—. No puedes imaginarte lo tremendo que ha sido todo.
Se puso de hinojos junto al lecho, sepultando su rostro en las sábanas. Celia le acarició la cabeza.
¡Cuánto se preocupaba por ella!
—Querido mío —dijo—, ya ha pasado todo.
Allí estaba su madre. Instintivamente, al ver aquel dulce rostro sonriente, Celia se sintió mejor, más fuerte. Como cuando era niña, sintió que «todo iba bien, porque ahora mamá estaba allí».
—No te vayas a marchar mamá.
—No, hijita. Voy a sentarme a tu lado.
Celia volvió a quedarse dormida, con la mano de su madre en la suya. Al despertar dijo:
—Oh, mamá, me parece maravilloso no sentir más los mareos.
Miriam rió.
—Ahora verás a tu niña. La enfermera va a traértela.
—¿Estás segura de que no es un niño?
—Oh, completamente —repuso Miriam sonriendo—. Será mejor así, Celia. Las niñas son mucho más graciosas. Tú siempre estuviste más unida a mí que Cyril.
—Pues yo estaba segura de que sería un varón… Bueno, Dermot estará contento. Era él quien quería una niña. Así que ha salido a su gusto.
—Como siempre —agregó Miriam con acento seco—. Bueno, aquí llega la enfermera.
La mujer entró muy tiesa y almidonada, sintiéndose importante. Llevaba algo sobre una almohada.
Celia decidió enfrentar la situación con coraje. Los recién nacidos eran feos, horriblemente feos. Debía estar preparada.
—¡Oh! —exclamó gratamente sorprendida.
¿Era suya aquella criatura? Sintió un escalofrío delicioso cuando la enfermera puso a la pequeña en el hueco que formaba su brazo recogido. También estaba un poco asustada. ¿Qué era aquella indiecita de piel roja con su matita de pelo negro? No tenía el aspecto de esos trozos de carne cruda que, según ella creía, era el habitual en los recién nacidos. Por el contrario, mostraba una carita adorable, sonriente y cómica.
—Tres kilos ochocientos —dijo la enfermera con la satisfacción pintada en el rostro.
Como otras veces en su vida, Celia sentía que aquella situación tan real carecía de realidad. Se encontraba desempeñando el papel de la joven madre en una pieza teatral.
No se sentía aún ni madre ni esposa. Más bien era una niña pequeña que vuelve a casa después de asistir a una fiesta divertida pero agotadora.
Decidieron llamar a la niña Judy, no porque les gustara del todo el nombre, sino porque fue lo mejor que se les ocurrió luego de llamarla Punch durante varios meses.
Judy era una niñita muy buena. Aumentaba cada semana el peso justo y lloraba muy poco. Aunque, en verdad, cuando lloraba el resultado se parecía más bien al rugido de una leona en miniatura.
Después de «pasar su mes», como hubiese dicho Grannie, Celia dejó a Judy con Miriam y marchó a Londres para buscar un hogar confortable.
El reencuentro con Dermot fue particularmente alegre. Una segunda luna de miel. Enseguida descubrió que la satisfacción de Dermot estaba motivada por el hecho de que hubiera dejado a la pequeña con su madre para acudir a él.
—Tenía miedo de que te enredaras con los jaleos domésticos y me olvidases.
Calmados sus celos, Dermot se unió en cuerpo y alma a ella en la febril búsqueda de otro lugar para vivir. Todo el tiempo que le dejaba libre su trabajo lo dedicaba a colaborar con Celia en esta tarea. Poco a poco Celia se iba dando cuenta de que se estaba transformando en una experta buscadora de pisos y alojamientos. Ya no era la tontuela que se sentía arrollada por personas tan enérgicas como la señorita Banks. Se hubiese dicho que había pasado toda la vida recorriendo casas en alquiler.
Habían decidido coger un apartamento sin amueblar. Sería más barato y Miriam estaba en condiciones de enviarles todo lo que necesitaran, pues en su casa había muebles de sobra.
Lo malo era que no había muchos pisos sin muebles y, cuando encontraban uno, siempre presentaba algún inconveniente insalvable. A medida que los días pasaban, Celia se sentía cada vez más alicaída.
Fue la señora Steadman la que vino a salvar la situación.
Una mañana, cuando desayunaban, apareció con aire de quien se encuentra metida en una misteriosa conspiración.
—Le pido disculpas, señor, por entrometerme a esta hora de la mañana; pero según ha oído mi esposo, hay aquí a la vuelta de la esquina, en el dieciocho de Lauceston Mansions, algo para alquilar. Según parece, anoche mandaron poner aviso en busca de un inquilino, así que podrían darse una vuelta por allí cuanto antes, señora, no sea que alguien se entere antes y…
No necesitó seguir hablando. Celia saltó de su asiento, se encasquetó a toda prisa el sombrero y fue tras la señora Steadman, con la excitación de un sabueso que huele la pista.
En el dieciocho de Lauceston Mansions también desayunaban. El anuncio formulado por una distraída criada de que «alguien pregunta por el piso, señora» fue seguido por una exclamación de asombro:
—¡Pero si no es posible que ya hayan recibido mi carta! ¡Apenas son las ocho y media!
Celia podía oír la conversación desde la sala contigua.
Finalmente, una mujer joven, ataviada con un quimono, salió del comedor limpiándose la boca. La envolvía cierto aroma a salmón ahumado.
—¿Desea usted ver el piso?
—Sí, por favor.
—Bueno, pero…
Al fin tenía suerte. Sí. Aquello les vendría de maravilla. Cuatro dormitorios, dos salas… Aunque, desgraciadamente, todo estaba muy sucio. El alquiler era felizmente muy bajo: ochenta libras al año. Eso sí, había que entregar un traspaso de ciento cincuenta y el linóleo que cubría los pisos tendría que valorarse y pagar lo que por él correspondiera, aunque Celia odiaba los pisos de linóleo. Ofreció solo cien libras por el traspaso. Pero la damita del quimono dijo que no.
—Pues muy bien. Me lo quedo de todos modos.
Las palabras brotaron de sus labios con firmeza.
Mientras bajaba las escaleras, se felicitaba por su decisión. Dos mujeres, acompañada cada una por su agente, se cruzaron con ella.
A los tres días, Celia y Dermot recibían una oferta de doscientas libras si renunciaban al piso.
Pero no rehusaron y, tras pagar las ciento cincuenta convenidas, se instalaron en el dieciocho de Lauceston Mansions. Por fin, podían decir que tenían un hogar para ellos y para la pequeña.
Al cabo de un mes, nadie hubiese podido reconocer el lugar. Celia y Dermot trabajaron sin cesar, pintando ellos mismos paredes, puertas y ventanas. Limpiaron a fondo todo el piso, empapelaron las paredes de algunas habitaciones… No podían darse el lujo de pagar para que otros lo hicieran. Aprendieron muchas cosas con la experiencia, pues ninguno de ellos había hecho antes trabajos pesados de decoración. El resultado final fue, para su gusto, encantador. Algunos corredores oscuros fueron empapelados con papel barato pero alegre y las habitaciones que daban al norte, al ser pintadas de amarillo, adquirieron un aspecto luminoso. Las dos salas, en cambio, las pintaron en un tono gris perla, que haría resaltar convenientemente los cuadros y la fina porcelana. Quitaron los linóleos, que Celia ofreció a la señora Steadman. Ésta los aceptó, desde luego, con mucho gusto.
—Me gustan los pisos de linóleo, señora.
Entretanto, Celia superó otro problema que, en principio, se presentaba de difícil solución. Era el de conseguir una niñera para Judy.
Había acudido a la agencia de servicio doméstico de la señora Barman, que se especializaba, precisamente, en nodrizas y niñeras. El lugar inspiraba respeto y más aún la altiva y eficiente mujer que lo regía. Tuvo que responder por escrito a las treinta y cuatro preguntas de un imponente formulario, todas las cuales parecían haber sido especialmente concebidas para despertar la mayor de las modestias en las postulantes. Luego se la condujo a un pequeño despacho, parecido a la sala de espera de algún médico, y se le pidió que esperara a las mujeres que la enérgica administradora tendría a bien enviarle.
Al presentarse la primera, los ánimos de Celia estaban ya por los suelos. La mujer era maciza, grande y dominante. Vestía una blusa muy almidonada, de una prolijidad casi agresiva. Sus maneras tenían mucho de majestuosidad.
—Buenos días —dijo Celia débilmente.
—Buenos días, señora.
La mujer tomó asiento frente a Celia y se puso a escrutarla con firmeza. Parecía como si estimara que la posición de Celia no era propia de ninguna señora que se respetase.
—Necesito una niñera para que cuide de una pequeña —comenzó Celia.
Temía traicionar su falta de experiencia en aquel terreno.
—Bien, señora. ¿Por mes?
—Sí. Pero solo la preciso durante dos meses.
Fallo. «Por mes» es un término técnico y nada tiene que ver con períodos de duración del contrato. Celia sintió que descendía aún más en la estima de «su majestad».
—Ya veo, señora. ¿Otros niños?
—No.
—El primero. Bien. ¿Cuántos son en la familia?
—Bueno… mi marido y… yo.
—¿Y cuál es el tipo de establecimiento al que pertenece su casa, señora?
¿Establecimiento? Seguramente aquella mujer quería saber de cuántos sirvientes se componía el personal doméstico.
—Verá; vivimos de manera muy sencilla —repuso Celia ruborizándose un poco—. Una criada.
—¿Limpieza y servicio del dormitorio de la niña?
—Tendría que encargarse usted.
—¡Ah!
La importante mujer se puso de pie, mostrando una expresión más que de enfado, de conmiseración.
—Lo siento mucho, señora; pero la situación que usted me ofrece no es, me temo, la que yo busco. En casa de sir Eldon West tenía bajo mis órdenes a una criada encargada exclusivamente de las habitaciones de los niños y dos aprendizas que trabajaban a las órdenes de mi criada.
Para sus adentros, Celia maldijo a la mujer que administraba aquella agencia. ¿De modo que te obligaba a llenar un minucioso formulario con pelos y detalles, para luego proponerte una matrona que solo trabajaría para la familia Rothschild, siempre que ésta se prestase a aceptar algunas condiciones y además le resultase simpática?
La siguiente era una morena de aspecto severo y reservado.
—¿Una niña recién nacida? —dijo con voz suave—. No, señora. Comprenda, por favor, que yo solo acepto un cargo de total responsabilidad. No tolero interferencias.
Miró a Celia con intensidad.
Solo me falta que las madres novatas vengan a decirme lo que he de hacer, decían sus ojos.
Celia insinuó entonces que no se entenderían.
—Me encantan los niños, señora. Los adoro, en realidad. Pero no puedo aceptar que la madre interfiera constantemente en lo que hago.
Y así quedó descartada la morena de aspecto severo.
Luego entró una mujer muy desaliñada, que se describió a sí misma como «niñera desde siempre». Lo malo era que la pobre parecía carecer de ojos, oídos y entendederas.
Fuera con ella.
El desfile prosiguió con una joven que parecía estar de muy malhumor y, al oír que tendría que ocuparse de la limpieza del cuarto de la pequeña, sonrió desdeñosamente.
Vino luego una chica muy simpática, de tez rosada, que había sido criada, pero que, en su opinión, se desenvolvería mejor como niñera.
Celia ya comenzaba a desalentarse cuando una mujer de unos treinta y cinco años penetró en el despacho. Llevaba quevedos y se la veía muy limpia. Sus ojos eran azules.
No se asombró en absoluto al llegar al capítulo de la limpieza del dormitorio de la niña.
—Bueno —dijo—. No tengo objeciones que formular contra ello, pero no me gustaría hacer el fregado. No solo porque estropea las manos, sino porque me parece inconveniente tener las manos ásperas para atender a los niños. Todo, el resto me parece bien. He estado en las colonias hasta ahora y estoy acostumbrada a trabajar en lo que sea.
Enseñó a Celia algunas fotografías tomadas mientras desempeñaba sus tareas en otras casas. Decidió contratarla siempre que sus referencias fueran satisfactorias.
Con un suspiro de alivio salió de la agencia de la señora Barman.
Las referencias de Mary Denman resultaron ser más que satisfactorias. Era una niñera responsable y experta.
También debía contratar a una criada.
Esto era aún más difícil que encontrar una niñera, porque niñeras no faltaban. En cambio, las criadas parecían no existir. Las mujeres que regularmente cubrían las demandas se encontraban por entonces trabajando en los hospitales o en servicios auxiliares del ejército. Celia encontró a una muchacha que, a primera vista, parecía muy agradable, robusta y alegre. Se llamaba Kate. Pensó que era la persona indicada para ellos e hizo cuanto pudo para persuadirla de que aceptase trabajar en su casa.
Como todas las demás, Kate temía la presencia de la niñera.
—No es por la niña, señora. En realidad me gustan mucho los críos. Es por la niñera. Al dejar la última casa, me dije que nunca más me emplearía donde hubiese niñera. Donde las hay, surgen problemas.
Fue inútil que Celia insistiera en que Mary Denman era un dechado de virtudes.
—Donde hay niñera, hay jaleo —repetía la muchacha—. Lo sé por experiencia.
Fue Dermot quien puso punto final al problema. Celia recurrió a él para ver si conseguía convencer a la empecinada Kate. Obrando, como siempre, a su aire, Dermot se las ingenió para que Kate aceptara hacer una prueba.
Más tarde Kate dirá:
—No sé lo que terminó por convencerme, porque me había propuesto no trabajar donde hubiese niñera. Pero el capitán me habló con tanta bondad… Además, conocía el regimiento en el que se encontraba mi novio, en Francia. Hasta que, por fin, dije que bueno, que probaría.
Kate tuvo que abdicar de sus prejuicios, en cuanto trató a Mary. Y así, cierto día de octubre, Celia, Dermot, Denman, Kate y Judy echaron a andar como un todo en el dieciocho de Lauceston Mansions.
Dermot se hacía un lío con todo lo que tenía que ver con la pequeña. Parecía temerla. Si Celia le pedía que la cogiese en brazos, rehusaba de inmediato, dando un paso atrás y poniéndose nervioso.
—No, no puedo. Simplemente no soy capaz. No la cogeré nunca.
—Algún día tendrás que hacerlo.
—Pues ya veremos. En cuanto hable y ande, creo que me entenderé mejor con ella. Por ahora es tan rolliza… ¿Crees que se pondrá como todo el mundo?
No podía admirar las curvas de Judy, ni sus graciosos hoyuelos.
—Quiero que sea delgada y esbelta.
—¿Ya? Solo tiene tres meses.
—¿Piensas que algún día adelgazará?
—Por supuesto. Sus padres son delgados.
—No podría soportar que fuese gorda.
En cambio, la señora Steadman era una incondicional admiradora de la pequeña. Daba vueltas a su alrededor, mirándola con los mismos gestos que mostrara en ocasión de enfrentarse al gran trozo de carne que, cierta noche memorable, había traído Dermot.
—La viva imagen del capitán, ¿no le parece? Ah, ya se ve que tiene clase.
En conjunto, Celia encontraba divertida la nueva existencia familiar, acaso porque no se la tomaba muy en serio. Denman demostró ser una niñera excepcionalmente capacitada y no tardó en cobrar a la niña mucho afecto. Era feliz cuando había trabajo que hacer, pues no le gustaba estar desocupada. Quería que todo se encontrara en perfecto orden. Desde que la casa comenzó a marchar normalmente, encaminándose la vida hacia el desarrollo habitual y previsible, Denman hizo gala de otro aspecto de su personalidad. Tenía un carácter fuerte, que aplicaba no a Judy, a quien quería ya entrañablemente, sino a sus relaciones con Celia y con Dermot. Todos los amos eran para ella enemigos naturales. La observación aparentemente más casual podía desatar una tormenta.
—Anoche vi que dejó usted la luz eléctrica encendida. ¿No estaba bien la pequeña? —le dijo Celia en cierta oportunidad.
De inmediato Denman se enfureció.
—Supongo que puedo encender la luz por las noches, si deseo consultar la hora, ¿no? Alguna vez se me puede tratar como si fuese una esclava negra, pero todo tiene su límite. Yo misma he tenido esclavos a mis órdenes cuando vivía en África. Eran pobres, ignorantes y paganos; sin embargo, nunca me estaba fijando en pequeñeces que ellos pudiesen necesitar. Si piensa usted que despilfarro, me lo puede decir claramente.
En la cocina, Kate solía reírse disimuladamente, cuando Denman hablaba de sus esclavos.
—Nunca estará satisfecha. Para ello tendría que tener una docena de esclavos a sus órdenes. Se pasa el tiempo hablando de los negros de África. Lo que es yo, no podría tener a negros en la cocina. Me dan asco.
Kate imponía una presencia siempre agradable. Plácida, graciosa y de carácter siempre igual, iba a la suya, cocinando, limpiando y haciendo, de vez en cuando, referencia a sus «colocaciones» anteriores.
—Nunca olvidaré la primera casa donde serví. Nunca. No era más que una chavalilla… Aún no había cumplido los diecisiete. Me mataban de hambre. Un salmón ahumado era todo cuanto me daban al mediodía. Mantequilla, jamás; siempre margarina. Me quedé tan flaca que se oía el crujir de mis huesos cuando me movía. Mi madre se alarmó.
Observando la robustez de Kate (que se hacía cada vez más evidente), Celia apenas podía dar crédito a sus palabras.
—Espero que lo que hay de comer en esta casa le baste, Kate.
—Oh, no se preocupe, señora. Estoy bien. Pero no tiene usted que hacer nada en la cocina. Solo conseguirá sembrar el desorden allí.
Pues a Celia le había dado por cocinar. Tras descubrir que para guisar bien solo es preciso seguir al pie de la letra las recetas, se lanzó de lleno a las artes culinarias. Pero, vista la desaprobación de Kate, prefería practicar su afición los días en que ella no estaba en la casa. En tales ocasiones, se adueñaba de la cocina y preparaba exquisitos platos para el té y la cena de Dermot.
La vida, sin embargo, es complicada. Esos días, precisamente, Dermot solía llegar a casa con indigestión, pidiendo tan solo una tostada y té poco cargado. Y ella había preparado langosta y soufflé de vainilla…
La cocina de Kate era simple. Le disgustaban las recetas porque decía que era incapaz de entender de pesos y medidas. Despreciaba esos intelectualismos.
—Yo cojo un poquito de esto y otro de aquello. Así se las arreglaba mi madre y así me gusta a mí. Las cocineras nunca han necesitado, balanzas ni vasos de esos que llevan números y rayas.
—Tal vez mejoraran si aprendiesen a usar ambas cosas —replicaba Celia.
—Las comidas han de hacerse a ojo —sostenía Kate con firmeza—. Mi madre se las arreglaba así.
A Celia le hacían gracia las salidas de Kate.
Y le agradaba pensar en su nueva vida, con su casa, o más bien su piso, su marido, su querida niña, la servidumbre…
Por fin, se decía, era una persona mayor. Una verdadera mujer. Incluso comenzaba a aprender el lenguaje propio de tal posición.
Había trabado amistad con otras dos mujeres jóvenes, también casadas, que vivían en la misma casa, las cuales eran especialmente versadas en materia de comidas. Sabían cuándo la leche era buena, dónde había que comprar las coles de Bruselas, pues eran mejores y más baratas, y así con el resto de los alimentos. También tenían experiencia en materia de servidumbre y solían hacer comentarios sobre la maldad de las criadas.
—La miré de lleno a los ojos, diciéndole: «Jane, no estoy dispuesta a tolerar su insolencia», tal como oyes. Tendrías que ver la expresión con que me miraba.
Era prácticamente de lo único que hablaban: comida y sirvientes.
En secreto, Celia pensaba que nunca llegaría a ser una típica ama de casa.
Por suerte, eso no parecía importarle a Dermot. A menudo decía que odiaba a las amas de casa. Sus hogares, decía, suelen ser tan incómodos que nada más llegar ya está uno deseando marcharse.
En verdad, había mucho de cierto en lo que él afirmaba. Las mujeres, que solo tenían a la servidumbre como tema de conversación, parecían recibir solo insolencias de sus criadas. Por otra parte, a cambio de los comentarios adversos de sus señoras, que por descontado conocían, resultaba frecuente que se marchasen en el peor momento, dejándoles la tarea de la cocina y de la limpieza cuando a duras penas podían encargarse de ambas cosas. También observó Celia que las mujeres aficionadas a salir cada mañana en busca de platos muy especiales, que se vendían muy baratos en sitios casi secretos, eran aquéllas en cuyas casas se comía peor.
Al modo de ver de Celia, las mujeres tenían demasiado cuento con aquello de administrar bien la casa y de dar órdenes al servicio.
La gente como Dermot y ella no hablaban tanto de todo eso y se divertían mucho más. Celia no era la criada de Dermot, sino, más bien, su compañera de juegos.
Y así sería para siempre. Luego, algún día, imperceptiblemente, Judy comenzaría a crecer. Correría, hablaría y adoraría a su madre, del mismo modo que Celia había adorado, y seguía adorando, a Miriam.
La vida pasaría; y al llegar el verano, cuando Londres se hace insoportable por el calor y la humedad, llevaría a Judy a la casa de campo, allí entraría en contacto con el jardín, que había sido la pasión infantil de su madre. Podría inventar, como ella, juegos en los que dragones y princesas desempeñaban los principales papeles. Le leería todas las narraciones y los cuentos de hadas que encerraban los viejos libros que se alineaban en la biblioteca del cuarto de los juguetes…