10. LA BODA

Las ideas de Celia sobre el matrimonio eran extraordinariamente vagas.

Para ella era algo equivalente a «… y vivieron felices para siempre», frase que proliferaba en todos sus libros de hadas favoritos. No veía las dificultades que podrían surgir, ni la posibilidad de que, a la postre, todo resultara un fracaso. Cuando dos personas realmente se amaban, eran felices. Si el matrimonio fracasaba, el hecho se debía simplemente a que no se amaban.

Ni las rabelesianas descripciones de la vida privada y de los hombres, que tanto gustaban a Grannie, ni las advertencias de su madre (demasiado anticuadas para Celia) recomendándole la necesidad de «conquistar a diario al marido» hicieron mella en su espíritu. Tampoco las novelas realistas con sus sórdidos y ruinosos finales, la conmovieron lo más mínimo. La referencia genérica de Grannie a «los hombres» nunca le pareció aplicable a Dermot, puesto que su amado nada tenía que ver con el resto de los hombres. La gente que aparecía en los libros no era más que un grupo de personajes ficticios, pensados para un mundo de ficciones. En cuanto a las advertencias de Miriam, las consideraba particularmente divertidas a la luz de la extraordinaria felicidad que siempre había reinado en su matrimonio.

—Sabes, mamá, que tu marido jamás miró a otra mujer. ¿O no?

—Oh, sí que lo sé; pero no olvides que antes de casarse tuvo todas las que quiso. No creo que te guste en realidad Dermot. Me parece que no le tienes confianza.

—Pues te equivocas. Le tengo simpatía y le encuentro muy atractivo.

Celia rió.

—La verdad es que tú nunca encontrarías bastante bueno al hombre que se casara conmigo. Todo es insuficiente para tu cariñito querido, ¿no es así? No te bastaría con el mejor de los superhombres.

Miriam no tuvo otro remedio que aceptar que su hija decía la verdad.

De todos modos, Celia y Dermot eran muy felices juntos.

Miriam se dijo que se había mostrado demasiado recelosa y hasta hostil con el hombre que se había llevado a su hija de su lado.

Como marido, Dermot resultó completamente distinto de lo que Celia se había imaginado. Todo aquel arrojo, aquel tono dominante, aquella audacia se desvanecieron para dejar paso a un joven inseguro, muy enamorado y bueno. Celia había sido su primer amor.

En verdad no dejaba de mostrar cierto parecido con Jim Grant; pero mientras la inseguridad de Jim había fastidiado a Celia simplemente porque no le amaba, la de Dermot operaba de modo inverso.

Al principio le tenía un poco de miedo, sin saber bien el porqué. Acaso porque era un extraño. Sentía que le amaba, pero en concreto, no sabía nada sobre él.

Johnnie de Burgh la había atraído de un modo puramente físico; Jim de un modo intelectual y Peter como alguien que fuese de su propia familia. Su recuerdo estaba entretejido con la esencia misma de su vida. En Dermot encontró algo que sobrepasaba aquellas categorías y en cierto modo las sintetizaba.

Algo en Dermot era infantil y siempre lo sería; y eso le unió a la niña que Celia era en el fondo. Las metas de ambos, sus mentes y sus caracteres constituían polos opuestos; pero necesitaban un compañero de juegos y lo encontraron en el otro.

La propia vida matrimonial era para ellos como un juego. Y lo jugaron con entusiasmo.

¿Qué es lo que se recuerda en la vida? No son en verdad las cosas más importantes, sino las pequeñeces, son las trivialidades las que se afincan persistentemente en la memoria y se niegan a ser desalojadas.

Mirando hacia atrás, ¿qué era lo que Celia podía recordar?

La compra de un vestido en cierta modista… el primero que Dermot le había regalado. Se lo probó en un minúsculo cubil donde apenas cabían ella y la anciana vendedora que la ayudaba. Cuando ambas pensaron que el traje les gustaba, llamaron a Dermot para que diese su opinión. Se habían divertido muchísimo.

Dermot había hecho como si aquélla no fuera la primera vez que su mujer le llamaba a un probador. No iban a demostrar a todo el personal de la tienda que acababan de casarse. Eso jamás.

Dermot llegó a decir con gesto cansado:

—Se parece bastante al que te compré en Montecarlo hace dos años…

Al final escogieron un atuendo color celeste pálido que llevaba un pequeño manojo de capullos de rosa cosido a uno de los hombros.

Celia nunca tiró aquel vestido.

Se pusieron a buscar vivienda. Debía ser, por supuesto, una casa o un piso amueblado. Ignoraban si Dermot se quedaría en el Ministerio de la Guerra o si sería enviado de nuevo al frente. En consecuencia, era preciso ser prudentes con los gastos.

Ni Celia ni Dermot sabían nada sobre zonas y precios, de modo que, con gran inocencia, comenzaron por buscar en el barrio de Mayfair.

Al día siguiente recorrieron South Kensington, Chelsea y Bayswater. Luego West Kensington, Hammersmith, West Hampstead y Battersea. Otro día pasaron revista a zonas de la periferia de Londres. Al final no sabían con cuál quedarse entre dos que habían visto. Uno era un pisito que costaba tres guineas a la semana, situado en medio de un complejo residencial en West Kensington. Su dueña, una señorita soltera llamada Banks, lo tenía escrupulosamente limpio. Irradiaba eficiencia.

—¿No tienen platería ni ropa de cama? Bueno, pues mejor. Eso simplifica las cosas, porque no es necesario que venga el agente a hacer inventario, lo cual causa molestias y cuesta dinero. En esto, sin duda, estarán ustedes de acuerdo conmigo. Entre nosotros sabremos lo que es de cada uno.

Hacía tiempo que nadie atemorizaba tanto a Celia como la señorita Banks. Cada pregunta que formulaba servía para poner aún más de manifiesto la completa ignorancia de Celia en todo lo concerniente a pisos y alquileres.

Al fin Dermot optó por decirle que ya le comunicarían algo y salieron a la calle.

—¿Qué te ha parecido? —preguntó Celia—. A mí me ha gustado lo limpio que estaba todo.

Nunca había pensado especialmente en la limpieza. Pero le bastaron dos días de ver pisitos amueblados y baratos para que este punto creciera en importancia:

—Algunos de los que hemos visto simplemente apestaban —dijo.

—De acuerdo. Y puedes agregar que el que acabamos de ver estaba muy bien amueblado. Me interesa también lo que ha dicho la señorita Banks sobre los precios de las tiendas del barrio: es un detalle de suma importancia. Sin embargo, no estoy seguro de que la señorita me caiga muy bien. Me parece una mandona.

—Sí, también me lo ha parecido a mí.

—Y no me extrañaría que nos engañara.

—Pues veamos una vez más el otro. Además, es más barato.

Este valía dos guineas y media a la semana. Se trataba del ático de una vieja casona que, sin duda, había sido señorial en otros tiempos. Constaba de dos habitaciones y una cocina grande. Todo era bastante espacioso y noblemente proporcionado. Las ventanas daban a un jardín interior con dos árboles.

Desde luego, en cuanto a limpieza, no tenía comparación con el piso de la señorita Banks; pero la suciedad que allí había era, según palabras de Celia, «una suciedad simpática». El papel de las paredes presentaba manchas de humedad y la pintura se veía levantada en puertas y ventanas, como si las mismas estuviesen cambiando de piel. También el piso necesitaba algunas reparaciones. Pero las fundas de cretona estaban limpias, aunque tan desvaídas por los lavados que apenas podía distinguirse su dibujo original. El tresillo y demás asientos eran amplios y confortables, aunque viejos.

El lugar contaba, además, con un atractivo suplemento para Celia: la mujer que vivía en el sótano se había ofrecido para cocinarles. Le pareció una persona agradable y bondadosa que le recordaba a Rouncy.

—No tendríamos que buscar cocinera.

—Cierto. ¿Estás segura de que es el más conveniente? Ten en cuenta que su situación no es independiente del resto de la casa y que no se parece en nada a lo que tú estás acostumbrada. Quiero decir que siempre has vivido en una casa encantadora.

Sí, su casa era en verdad encantadora. Ahora se daba cuenta de lo maravillosa que era. La suave dignidad de los muebles Chippendale y Hepplewhite; las porcelanas; las alegres cortinas de zaraza… Aunque ahora tuviera un aspecto pobre, pues el techo tenía goteras, la decoración era anticuada y las alfombras estaban raídas en algunas partes, seguía siendo una casa maravillosa…

—Pero en cuanto termine la guerra —dijo Dermot endureciendo sus mandíbulas, gesto que hacía siempre que expresaba un propósito definido—, me dedicaré a algo que valga la pena. Ganaré mucho dinero para ti.

—Yo no deseo dinero. Por otra parte, ya eres capitán. Hubieses tardado diez años en alcanzar ese grado de no haber sido por la guerra.

—Pero la paga de un capitán es insuficiente. El ejército no depara un futuro. Encontraré algo mejor. Ahora tengo una razón para luchar: tú. Y me siento capaz de hacer cualquier proeza. Ya lo verás.

Celia sintió un escalofrío delicioso al oírle. Dermot era tan diferente de Peter… No aceptaba la vida tal como se presentaba. Deseaba hacerla a su modo. Y estaba segura de que lograría lo que persiguiera.

Estaba en lo cierto cuando decidí casarme con él, pensó. No me importa lo que la gente pueda pensar. Algún día tendrán que reconocer que yo estaba en lo cierto.

Porque, naturalmente, abundaban los comentarios y las críticas. La señora Luke, por ejemplo, se había sentido particularmente desolada al saber de la vida de Celia.

—¡Pero querida, tu vida será tan aterradora! ¡Si ni siquiera puedes tener una cocinera! ¡Tendrás que hacer trabajos sucios!

La imaginación de la señora Luke no llegaba más allá de la falta de cocinera. Esto era para ella una catástrofe.

Por su parte, Cyril, quien estaba luchando en Mesopotamia, le había escrito una larga carta llena de reproches al enterarse de su compromiso. Le decía que su decisión era absurda.

Pero Dermot era ambicioso. Triunfaría. En él había un impulso enérgico que Celia sentía y admiraba. En esto era tan diferente a ella…

—Quedémonos con este piso —dijo—. Lo prefiero a los otros, sin ninguna duda. Además, la señorita Lestrange es mucho mejor que la señorita Banks.

La señorita Lestrange era una amable mujer de treinta años con ojos brillantes y sonrisa bondadosa.

Si aquel matrimonio tan joven, que recorría Londres en busca de casa, la había divertido, no dio muestras de ello. Pero aceptó todas las sugerencias que le hicieron, les brindó todo un repertorio de informaciones útiles a la vez que discretas y terminó explicando a Celia el funcionamiento del calentador de gas para el baño. La recién casada nunca había visto un aparato como aquél.

—¡Pero no te puedes bañar con frecuencia! —exclamó—. ¡La ración de gas solo es de cuarenta mil pies cúbicos y hay que cocinar!

De todos modos, Celia y Dermot se fueron a vivir al número ocho de Lanchester Terrace por seis meses. Celia comenzaba su carrera de ama de casa.

Lo que más hizo sufrir a Celia en su primera época de vida matrimonial fue la soledad.

Cada mañana, temprano, Dermot acudía al Ministerio de la Guerra y Celia se veía enfrentada a una jornada completamente vacía.

Pender, el asistente de Dermot, servía los huevos con tocino de la mañana, limpiaba el piso y salía a buscar los cupones del racionamiento. La señora Steadman subía entonces para arreglar con Celia lo relativo a la cena.

La señora Steadman era una mujer cordial, aficionada a las largas charlas, y persona voluntariosa, aunque sus platos no siempre fueran del todo aceptables. Tenía, cosa que lealmente confesaba, cierta tendencia a pasarse con la pimienta. Parecía no comprender que hubiera un término medio entre una comida sin condimentos y otra rebosante de ellos. En este caso, al comensal le venían lágrimas a los ojos y hasta llegaba a sufrir accesos violentos de tos.

—Yo siempre he sido así —decía la señora Steadman como si con ello explicara satisfactoriamente la situación—. Desde pequeña. Curioso, ¿no? Y tampoco llegué a tener jamás buena mano para la repostería.

La mujer tomó bajo su protección a Celia, que estaba ansiosa por reducir los gastos al mínimo. Sin embargo, ignoraba los medios para alcanzar su propósito.

—Será mejor que me encargue yo de la compra. Usted es demasiado joven e inexperta. Nunca se le ocurriría, por ejemplo, sostener un arenque sobre la cola para asegurarse de que está fresco. Y algunos de esos pescaderos son muy hábiles para engañar.

Movió gravemente la cabeza.

—Llevar una casa no es nada fácil en estos tiempos de guerra. Los huevos están a ocho peniques cada uno.

Celia y Dermot vivían principalmente a base de sopas en cubitos que, al margen del sabor marcado en el paquete, sabían siempre a lo mismo. Dermot se refería a ella como la «sopa de arena marrón». Además consumían sus respectivas raciones de carne.

La ración de carne era algo que apasionaba a la señora Steadman más que cualquier otra cosa. Los militares recibían una porción mejor y más abundante. La primera vez que Pender apareció con su carga, consistente en un gran trozo de costilla, Celia y la señora Steadman empezaron a dar vueltas alrededor de la mesa, admirándolo. Entretanto, la señora Steadman no dejaba de hacer comentarios.

—¡Qué maravilloso espectáculo! Realmente, se me hace la boca agua solo de verlo. No había visto nada igual desde el comienzo de la guerra. Un cuadro. Un cuadro, sí; eso es lo que parece. Quisiera que mi marido estuviese en casa. Le haría subir para que también él gozara admirando este trozo de carne auténtica. Claro, si a usted no le importara, señora. Nada le gustaría más que ver esto con sus propios ojos, se lo aseguro. Pero si lo quiere hacer al horno, creo que no podrá, porque el suyo es demasiado pequeño. No. Si lo prefiere, podría llevarlo a mi casa y hacerlo en el mío.

Celia insistió para que la señora Steadman aceptara unas rodajas de lo que, después del trato adecuado, sería un espléndido rosbif. Tras resistir un poco, de acuerdo con las buenas maneras, la señora Steadman aceptó.

—Pero solo por esta vez. No quisiera que usted pensara que la sirvo por interés.

Tan abundante había sido el repertorio de elogios brindados por la mujer al trozo de carne, que cuando el plato llegó a la mesa se sintió muy excitada.

En cuanto al almuerzo, Celia solía ir a buscarlo a la cocina nacional de su barrio. Economizaba con todo cuidado la correspondiente ración de gas, tratando de administrarlo de modo que, usando el horno solo por las mañanas y por las noches, les quedara para encender la estufa en la sala. Para ello hubo que reducir los baños a dos veces por semana.

En lo referente a la mantequilla y al azúcar, la señora Steadman se reveló como una aliada inestimable, pues podía obtener ambas cosas al margen de las cartillas de aprovisionamiento.

—Es que ellos me conocen, sabe usted —dijo a Celia—. El joven Alfred siempre hace un guiño al verme, diciéndome: «En abundancia para Ma». Pero no creo que vaya por ahí regalando mantequilla y azúcar a toda buena señora que ve. Lo que sucede es que nos conocemos de hace tiempo.

Protegida de este modo por la señora Steadman, Celia tenía prácticamente todo el día para ella.

Cada vez le era más difícil saber qué hacer con su tiempo libre.

En su casa, siendo ella soltera, tenía el jardín. También podía adornar los floreros, tocar el piano… Y tenía a su madre.

Ahora no tenía a nadie en todo el día. Las pocas amigas suyas que vivían en Londres estaban casadas e ignoraba sus direcciones. Alguna que otra estaba dedicada a trabajos de guerra. Por lo demás, no sentía mayor inclinación por buscarlas, pues la mayoría se encontraba en situación económica muy superior a la suya y hubiese sido difícil mantener la relación anterior. Su cambio de vida también contribuía al aislamiento. De soltera recibía muchas invitaciones para pasar unos días en una y otra casa, para ir a bailes y reuniones en Ranelagh y en Hurlingham. Ahora, todo aquello había pasado. Las amistades tendrían que ser entre matrimonios y ellos no tenían el dinero suficiente para corresponder, de modo que optaron por no hacer vida social en absoluto. La gente no le interesaba particularmente a Celia; pero menos le atraía su soledad y el contemplar cómo sus días transcurrían sin hacer nada. Le propuso a Dermot ponerse a trabajar en los hospitales.

Su marido se opuso terminantemente a la idea. No quería ni oír hablar de ello y Celia se doblegó a sus deseos. Lo más que aceptó fue que asistiese a clases de taquigrafía y máquina. También podía seguir cursos de contabilidad que, como Celia sostuvo, podrían serle útiles si más tarde necesitaba buscarse un trabajo.

La vida se le hizo mucho más agradable cuando se encontró con tareas que hacer. En especial, le atraía la contabilidad: tanta claridad y precisión armonizaban con su carácter.

Y luego estaba la alegría de esperar cada tarde a Dermot. Ambos se querían apasionadamente y se consideraban muy felices de estar juntos.

El mejor momento del día era aquél en que ambos se sentaban frente al fuego, antes de irse a la cama. Dermot se bebía una taza de Ovaltine y ella una de Bovril.

Aún, por entonces, les resultaba casi imposible hacerse a la idea de que estaban juntos para siempre.

Dermot no era muy expresivo. Nunca decía, por ejemplo, «te quiero» y era raro que le hiciese una caricia espontánea. Si en alguna ocasión alteraba sus costumbres y le decía algo cariñoso, Celia atesoraba aquel momento como algo precioso. Resultaba tan evidente que no le era fácil expresar su intimidad, que ella apreciaba aún más que sus palabras, teniendo en cuenta aquel rasgo de su carácter, contra el cual su marido luchaba en vano.

Por la noche, cuando hablaban, por ejemplo de las extravagancias de la señora Steadman, Dermot la abrazaba a veces y le decía tartamudeando:

—Celia… Eres tan hermosa… tan hermosa. Prométeme que siempre serás tan hermosa como ahora.

—Tendrías que quererme de todos modos, aunque dejara de serlo.

—No. Igualmente no. No sería ya lo mismo. Prométemelo. Dime que siempre serás tan hermosa…

Tres meses después de instalarse con Dermot en Londres, Celia fue a pasar unos días con su madre. Pensaba quedarse una semana con ella y con Grannie.

Al llegar, encontró a su madre cansada y enferma. Grannie, en cambio, estaba radiante. Contaba con un nuevo y nutrido repertorio de atrocidades cometidas por los alemanes.

Miriam parecía una flor ajada en un vaso de agua. Sin embargo, al día siguiente de la llegada de Celia pareció revivir y se la vio como siempre.

—¿Tanto me has echado en falta, madre?

—Sí, querida; pero no hablemos de cosas tristes. Sucedió, simplemente, lo que tenía que suceder. Lo importante es que eres feliz. Basta verte.

—Sí. Oh, mamá, he de decirte que estabas equivocada sobre Dermot. Es muy bueno. Nadie en el mundo podría serlo más. Y lo pasamos estupendamente… Ya sabes lo que a mí me gustan las ostras; pues imagínate que un día, para hacerme una broma, consiguió una docena y las puso sobre la cama… diciéndome que era un lecho de ostras… Oh, ya sé que, contado, suena tonto; pero nos reímos muchísimo. No podíamos parar de reír. Es tan encantador… Tan bueno… No creo que en toda su vida haya cometido una acción mezquina o indigna. Pender, que así se llama su asistente, le tiene por un genio. En cambio, conmigo adopta una posición crítica. No creo que me estime digna de su ídolo. El otro día me dijo: «Al capitán le agradan mucho las cebollas; y parece que nunca tenemos cebollas por aquí». Así que me puse inmediatamente a freír unas cuantas. La señora Steadman está de mi parte. Siempre quiere que se guise lo que a mí me gusta. Dice que los hombres no están mal, pero que, si dejara a su marido hacer lo que quisiera, no sabría dónde iría a parar.

Celia charlaba, rebosante de felicidad, sentada en el lecho de su madre.

Era maravilloso encontrarse de nuevo en la casa. Le parecía más bonita que nunca. Todo estaba tan limpio… El mantel del almuerzo estaba inmaculado, la platería brillaba y los vasos también. ¡Cuántas cosas en la vida se dan por sentadas sin reparar en ellas!

La comida, aunque sencilla, estaba deliciosa, bien sazonada e impecablemente servida.

Mary, le dijo su madre, se iba a ir a trabajar al Servicio Auxiliar Femenino del Ejército.

—Me parece estupendo —repuso Celia—. Es joven.

Gregg, por su parte, se volvía cada día más intratable. Protestaba constantemente por los racionamientos alimenticios impuestos por la guerra.

—Estoy acostumbrada a preparar un plato de carne caliente para la cena de cada noche —decía—. Estos trozos y este pescado no son buenos. No tienen sustancia. No pueden nutrir.

Era inútil que Miriam tratara de explicarle que, en tiempos de guerra, era preciso hacer de tripas corazón. Gregg era demasiado anciana para comprender.

—La economía es una cosa y la comida saludable, otra. Nunca he guisado con margarina y me moriré sin comer estos guisos. Mi padre se revolvería en la tumba si supiera que su hija se ve obligada a comer margarina. Y eso, en una buena casa de familia.

Miriam se reía al contar la anécdota a su hija.

—Al principio cedí, de modo que le daba a ella mi mantequilla y me comía su margarina. Hasta que un día envolví la margarina en el papel de la mantequilla y la mantequilla en el de la margarina. Llevé ambos paquetes a la cocina, diciéndole que la margarina tenía ahora un gusto excelente y que parecía realmente mantequilla. Le pedí que la probara. Así lo hizo, pero de inmediato hizo un gesto de repulsión. No, realmente, jamás podría comer semejante inmundicia. Entonces le mostré el paquete de margarina envuelto en el de la mantequilla, diciéndole que acaso preferiría aquél. Probó un poco y exclamó que aquello era incomparable. Tuve que explicarle lo que había hecho; y desde entonces nos repartimos por partes iguales las dos raciones. Se acabaron las trifulcas.

También Grannie se mostraba irreductible en materia de comidas.

—Espero, Celia, que encargues mantequilla y huevos en cantidad. Ya sabes que necesitas alimentarte.

—Es que es difícil conseguir mantequilla a discreción, Grannie.

—Tonterías, hija. Necesitas mantequilla y has de comprarla. ¿Recuerdas la hija de la señora Riley? ¿Aquélla tan bonita? Pues murió el otro día. De hambre. Claro, todo el día trabajando y para comer, solo migajas. Cogió un catarro y pronto se le declaró una pulmonía. Ya me imaginaba yo lo que iba a suceder.

Y Grannie movía satisfecha su cabeza, mientras meneaba sus agujas.

A la pobre anciana, la vista le seguía disminuyendo. Ahora solo hacía punto con agujas muy gordas y, aún así, cometía frecuentes errores, dando puntos en falso u olvidando el dibujo de la prenda. Cuando constataba sus fallos, se ponía a llorar en silencio. Gruesas lágrimas le rodaban por sus mejillas sonrosadas y flácidas.

—Lo que me atribula es la pérdida de tiempo —decía—. Me pongo nerviosa.

Cada vez sospechaba más de cuantos la rodeaban.

A veces, al entrar Celia en su dormitorio por las mañanas, la encontraba llorando.

—Mis pendientes, hijita, mis pendientes de brillantes. Los que tu abuelo me regaló. Esa muchacha me los ha cogido.

—¿Qué muchacha?

—Mary. Ya ha tratado de envenenarme. Me puso algo en el huevo duro. Tenía un gusto raro.

—Pero Grannie, nadie sería capaz de poner veneno en un huevo duro.

—Te digo que tenía un gusto raro, chiquilla. Amargo. Me hizo arder la lengua —Grannie hizo un gesto de desagrado—. Una criada envenenó a su patrona hace pocos días. Lo trae el periódico. Esa mujer sabe que sospecho de ella, que la tengo por la ladrona de mis pendientes y también de otras cosas que me faltan. Después de robarme tanto, ahora me quita mis pendientes, que eran maravillosos.

Grannie volvió a llorar.

—¿Estás segura, Grannie? Tal vez estén en el cajón.

—No vale la pena que mires, queridita. No los encontrarás. No están.

—¿En qué cajón los pones?

—En el de la derecha. Ella pasó con la bandeja… Yo los había escondido bajo mis guantes. Inútil. Ya he buscado y rebuscado.

Entonces Celia le enseñaba los pendientes, que había encontrado envueltos en un trozo de mantilla. Grannie demostraba una alegría infantil y decía a Celia que era una chica buena y astuta. Pero sus sospechas sobre Mary no variaban.

Otras veces se inclinaba en su silla y le decía a Celia en voz baja.

—Celia, tu bolso. ¿Dónde lo tienes?

—En mi habitación, Grannie.

—Allí están ahora. Las he oído.

—Sí, están haciendo la cama y limpiando.

—Hace demasiado tiempo que están allí. Buscan, sin duda, tu bolso. Debieras tenerlo siempre contigo.

Otra de las cosas que Grannie encontraba difícil era la tarea de extender cheques. Celia tenía que ponerse a su lado y llevarle la mano hasta el lugar preciso en que debía escribir cada cifra o palabra. También debía alertarla cuando llegaba al final del papel.

Terminado por fin el engorro, le daba el talón a Celia para que lo cobrase en el banco.

—Notarás que lo he hecho por diez libras, aunque las cuentas que he de pagar no totalizan nueve. Recuerda bien esto: nunca extiendas un cheque por nueve libras, queridita. Es demasiado fácil falsificarlo y hacerlo pasar por noventa y nueve. Hazlo por diez y guarda la diferencia.

Puesto que la propia Celia era la que tenía que cobrarlo, ella sería la única persona que podría cambiar las cifras. No obstante, eso no parecía importarle mayormente a Grannie, que mantenía intacto su instinto precavido.

Miriam sobresaltó a Grannie cierto día al decirle que sería preciso que se mandase confeccionar algunos vestidos nuevos. La anciana no parecía haber pensado para nada en aquello.

—No sé si te has dado cuenta, Grannie, pero el que llevas ya está hecho jirones.

—¿Este terciopelo maravilloso?

—Sí. Tú no puedes verlo muy bien, de modo que yo te lo hago notar. Está muy gastado.

Grannie suspiró lastimeramente y las lágrimas temblaron en sus ojos.

—Mi vestido de terciopelo… tan elegante… Me lo hicieron en París.

Grannie nunca se pudo acostumbrar al desarraigo que le causara el abandono de su casa de tantos años y la radicación en otra. Encontraba al campo terriblemente tedioso cuando lo comparaba con Wimbledon. Nunca iba nadie por casa de Miriam. Nada sucedía. Sí que había un buen jardín, pero la anciana temía demasiado las corrientes de aire para pasearse por él. Solía sentarse en el comedor, como era su hábito en Wimbledon. Miriam le leía los periódicos y, terminado el ritual, ya no quedaba nada por hacer el resto del día.

Casi la única diversión de Grannie se hallaba en ordenar la compra de grandes cantidades de comida y, cuando éstas llegaban, discutir con Miriam cuál sería el mejor lugar para esconderlas de posibles rapiñas. Encima de los armarios, todo estaba atestado de latas de sardinas y de galletas. Las conservas de carne y los paquetes de azúcar se disimulaban en los lugares más insospechados. Los baúles de Grannie estaban repletos de botellones de jarabes dorados.

—Pero Grannie, no es preciso que acapares de ese modo la comida.

—¡Bah! —y la anciana soltaba la carcajada—. Vosotros los jóvenes no sabéis nada de nada. Durante el sitio de París, en el setenta, la gente comía ratas. Ratas. Previsión, Miriam. Fui educada para ser precavida.

De pronto, el rostro de Grannie se volvía tenso y sus ojos brillaban.

—Las criadas, Celia. De nuevo están en tu dormitorio. ¿Dónde están tus alhajas?

Celia se sentía algo mal aquellos días. No prestó mayor atención a la indisposición, hasta que un día tuvo que echarse en la cama, presa de violentas náuseas.

—¿Crees, mamá, que eso significa que estoy embarazada?

—Me lo temo.

Miriam parecía preocupada.

—¿Que lo temes?

Celia estaba muy sorprendida.

—¿Acaso no te hace ilusión que tenga un niño?

—No. Preferiría que no lo tuvieses aún. ¿Y tú? ¿Deseas tanto tenerlo?

—Bueno —repuso Celia con un gesto pensativo—. No había pensado en ello. Nunca he hablado con Dermot sobre el asunto. Supongo que ambos sabíamos que podría llegar. Algo sé y es que no me gustaría quedarme sin hijos. Creo que me sentiría como una mujer incompleta.

Dermot fue a pasar el fin de semana a casa de Miriam.

El encuentro no se pareció en nada a los que tienen lugar en las novelas románticas. Celia continuaba sintiéndose mal. Peor que antes.

—¿Por qué crees que te encuentras mal, Celia?

—A decir verdad, creo que estoy esperando un bebé.

Dermot se agitó mucho.

—Yo no quería esto. Me siento un bruto desconsiderado. Un verdadero bruto. No puedo soportar verte enferma y sufriendo.

—Pero si estoy muy contenta, Dermot. A ninguno de los dos nos hubiese gustado quedarnos sin niños.

—No me importaría. No deseo un niño. Luego solo pensarás en él y te olvidarás de mí.

—No, nunca. Nunca.

—Sí que te olvidarás de mí. Es lo que sucede a todas las mujeres. Se transforman en seres superdomésticos y solo se ocupan de los hijos, olvidando a sus maridos.

—No, Dermot. Tú serás siempre el primero. Adoraré al pequeño porque es tuyo. ¿O no lo comprendes? Lo maravilloso de él será que es de ti, no que es un niño cualquiera. Y siempre te querré a ti por encima de todo. Siempre, siempre…

Dermot dirigió la mirada hacia otro lado. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—No puedo soportar esto. Haberte puesto en esta situación… Pude evitarlo. Podrías morir al dar a luz.

—No moriré. Soy fuerte.

—Pues tu abuela no dice eso.

—Oh, son cosas de Grannie. No puede admitir que nadie goce de perfecta salud.

Dermot se conformó; pero su ansiedad y su preocupación por ella conmovieron mucho a Celia.

Cuando volvieron a Londres, Dermot quería ocuparse de toda la faena de la casa, instándola a que tomase alimentos especiales y remedios para combatir las náuseas.

—No es preciso, Dermot. Duran tres meses, nada más. Luego te sientes como nueva. Lo dicen los libros.

—Tres meses ya es bastante. No quiero que sufras tanto tiempo.

—Es bastante molesto, pero no hay manera de remediarlo.

La espera del niño, pensaba Celia, era absolutamente decepcionante. Tan distinta de lo que se leía en las novelas. Se había imaginado a sí misma tejiendo pequeñas prendas de lana mientras hacía planes para el pequeño.

Pero ¿cómo hacer hermosos planes cuando te sientes como si te encontraras en un barco que cruza el canal de la Mancha en medio de una tempestad? La intensidad de los mareos borraba todo pensamiento agradable que se le presentara. Se sentía como un animal saludable, pero sufriente.

No solo tenía náuseas por la mañana temprano, sino durante todo el día, intensificándose a intervalos irregulares. Aparte de las incomodidades que de ello se derivaban, transformaban toda su vida en una verdadera pesadilla, puesto que no podía saber cuándo le vendría el mareo con especial intensidad. Dos veces tuvo que precipitarse fuera del autobús, para vomitar en el desagüe de la calle, al que llegó en el momento preciso. Estando las cosas así, no podía aceptar ninguna invitación.

Se quedaba en casa y, ocasionalmente, salía a dar algún paseo, pues le convenía hacer ejercicio. Tuvo que dejar las clases y si cosía o hacía punto no tardaba mucho en sentirse desvanecer. Permanecía en un sillón, leyendo o escuchando los recuerdos obstétricos que le brindaba la señora Steadman.

—Recuerdo que estaba esperando a Beatrice. De pronto, el antojo me vino en la frutería, donde había ido a comprar una col. «Tengo que comerme esa pera», me decía interiormente. Era grande y jugosa, de la clase que la gente rica come a los postres. Y en un abrir y cerrar de ojos, me la engullí. El chico que me despachaba me miró asombrado. ¡Y no era para menos! Pero el dueño de la tienda, que era hombre de familia numerosa, enseguida se dio cuenta de qué se trataba. «Ya está bien, chico —dijo—. No importa». «Oiga, lo siento enormemente», le dije yo. «Está bien, señora Steadman», insistió él. «Tengo siete niños y sé de qué se trata. La última vez, mi mujer solo tenía arrebatos por el adobo de cerdo».

La señora Steadman hizo una larga pausa para recuperar el aliento.

—Lo mejor sería que su madre estuviese aquí con usted. Pero claro, con la anciana que tiene en la casa… Hay que tener en cuenta a los abuelos.

También Celia hubiese deseado que su madre viniera a su lado. Los días se sucedían como otras tantas pesadillas. El invierno era frío y una intensa niebla lo cubría todo durante semanas enteras. La vida se le hacía muy dura hasta que Dermot regresaba.

Y era tan dulce y amable, se mostraba tan ansioso por ella… A menudo traía algún libro sobre embarazos y, después de cenar, solía leerle algunos pasajes.

«Las mujeres sienten a menudo deseos de comer alimentos extraños o exóticos durante este período. Antiguamente pensaban que era mejor hacer lo posible por satisfacerlos. Hoy en día, en cambio, consideramos que han de controlarse, pues podrían causar daño».

—¿Sientes deseos por algún alimento extraño o exótico, Celia?

—No me importa comer lo que sea.

—Creo que deberíamos dejar una pequeña luz encendida toda la noche.

—¿Cuándo crees tú que empezaré a sentirme mejor, Dermot? Ya han pasado cuatro meses.

—Pronto te pasarán las náuseas. Los libros, al menos, así lo dicen.

Pero a pesar de lo que decían los libros, el malestar continuaba.

El propio Dermot opinaba que Celia tendría que irse a casa de su madre.

—Es terrible para ti estar sola todo el día, Celia.

Pero ella rehusó marcharse. Pensaba que él sufriría y no deseaba que así fuera. Además, todo iría bien. No iba a morirse, como absurdamente Dermot sostenía… Sin embargo, algunas morían… Por lo mismo, no deseaba perder un solo instante de su vida junto a Dermot.

En medio de los tremendos malestares que sufría, amaba a Dermot más que nunca.

Y él era tan bueno con ella, tan tierno… Y también muy cómico.

Cierta noche estaban sentados en la pequeña sala y Celia observó que los labios de Dermot se movían casi imperceptiblemente.

—¿Qué sucede, Dermot? ¿Qué es lo que murmuras?

Dermot tenía aspecto atemorizado.

—Me estaba imaginando que el médico me dijera durante el parto que era imposible salvar a la madre y al niño a la vez y que era preciso elegir. Entonces yo diría: «Pues corten al niño en pedazos».

—Pero ése es un pensamiento brutal.

—Le odio por lo que te hace sufrir… si es que se trata de un varón… Preferiría que fuese una niña. No me importaría tener una hija patilarga y de ojos azules. Pero detesto la idea de un desagradable niño varón.

—En cambio, yo quiero un niño que sea exactamente igual a ti.

—Le daré palizas.

—Qué malo eres.

—Los padres tienen la obligación de pegar a sus hijos.

—Estás celoso, Dermot.

Era verdad.

—Eres tan hermosa… Te quiero únicamente para mí.

Celia rió.

—No creo que esté precisamente muy hermosa en estos momentos.

—Ya lo estarás de nuevo. Mira Gladys Cooper. Ha tenido dos niños y está más bonita que nunca. Me resulta reconfortante pensar en ella.

—No me gusta que insistas tanto con la belleza, Dermot. Me… me asusta.

—¿Por qué?

—No lo sé.

—Serás hermosa durante años y años.

Celia hizo una mueca y movió el cuerpo como si se sintiese muy incómoda.

—¿Qué sucede? ¿Te duele?

—No; solo un espasmo en este costado. Muy fastidioso. Como si algo me golpeara.

—Pues no puede ser el niño. En este libro dice que hasta después del quinto mes…

—Oh, Dermot, ¿te refieres a esa «sensación de aleteo bajo el corazón»? Siempre me ha parecido una descripción muy poética y encantadora. Creo que ha de ser algo maravilloso. Pero esto es diferente.

No. No era diferente.

Su niño, dijo Celia, sería alguien sumamente activo. Se pasaba el tiempo dando golpes.

A causa de sus inclinaciones atléticas, de momento le llamaron Punch.

—¿Hoy ha estado inquieto Punch? —solía preguntar Dermot al volver por las noches.

—Terrible —contestaba Celia—. No me ha dejado un minuto en paz. Pero creo que ahora está durmiendo.

—Espero —dijo Dermot— que no pretenda ser pugilista profesional.

—Yo también. No quiero que le rompan la nariz.

Celia hubiera deseado que su madre fuese a visitarla. Pero Grannie estaba pasando una época muy mala. Un poco de bronquitis (que ella atribuía al hecho de haber dejado abierta la ventana de su dormitorio) podía tener consecuencias imprevisibles a su edad y era preciso cuidarla. De ahí que Miriam, aunque deseosa de hallarse junto a su hija, no pudiese hacerlo.

Me siento responsable por Grannie —le escribía—. En consecuencia, no puedo dejarla ni un momento. Has de tener en cuenta que desconfía mucho de la servidumbre. Oh, querida mía, ¿estás segura de que no puedes venir tú aquí? ¡Tengo tantos deseos de verte y de estar a tu lado!

Pero Celia no quería dejar solo a Dermot. Inconscientemente, pensaba que podía morir sin volverle a ver.

Fue Grannie la que un buen día resolvió encargarse del problema. En una carta que envió a Celia con su pequeña y adornada letra, ahora un poco errabunda por culpa de su mala vista, le decía:

Querida Celia:

Vengo insistiendo en que tu madre vaya a verte cuanto antes. Es muy malo que una niña, en el estado en que tú te encuentras, tenga un deseo ferviente y no se la pueda complacer. Tu querida madre desea ir, lo sé, pero no quiere que me quede sola con las criadas. No diré nada sobre esto, porque vete tú a saber quién lee las cartas que te envío.

Trata, mi niña, de mantener en alto tus pies lo más frecuentemente que puedas y recuerda que no has de poner la mano sobre el vientre si estás mirando un salmón o una langosta. Mi madre, estando en estado, se llevó cierta vez la mano al cuello y por eso tu tía Caroline nació con una mancha parecida a un salmón en el cuello.

Te adjunto un billete de cinco libras. Mejor dicho, medio billete. El otro te lo envío en sobre separado. Quisiera que te comprases cualquier tontería que te hiciese ilusión.

Te quiere mucho,

GRANNIE

La llegada de Miriam fue un acontecimiento para Celia. Le prepararon una cama en la pequeña sala, sirviéndose del diván. Dermot se mostró muy solícito y hasta encantador con ella. No es probable que esto último incidiera en el ánimo de Miriam, pero sí que le sentó bien estar cerca de su hija. Se sentía muy feliz.

—Acaso fuesen los celos los que me impedían ver lo bueno que es Dermot —le confesó—. Sabes, cariñito, es que todavía me cuesta mirar con afecto a quien te ha llevado lejos de mí.

Al tercer día de su llegada, Miriam recibió un telegrama que la obligó a volver de inmediato a su casa. Grannie había fallecido el día anterior. Después supo que sus últimas palabras tenían que ver con Celia. Decía que no debía hacer esfuerzos de ninguna clase y, sobre todo, no viajar en autobús. «Las jóvenes recién casadas no deben hacer ese tipo de cosas».

Grannie no tenía, aparentemente, la menor idea de que se estaba muriendo. Se mostraba nerviosa y malhumorada porque no podía adelantar la labor que estaba tejiendo para el pequeño de Celia… Murió sin que se le pasara por la cabeza la eventualidad de que nunca llegaría a ver a su bisnieto.

La muerte de Grannie cambió poco la situación económica de Miriam y de Celia. La mayor parte de sus ingresos provenían de un seguro de vida que le había dejado en herencia su tercer marido. Del dinero que tenía, no mucho por cierto, varios pequeños legados comprendían casi la mitad del total. El resto quedó para Miriam y Celia. Miriam quedó peor (pues la renta de Grannie la ayudaba a sufragar los gastos de la casa) pero Celia se vio en posesión de cien libras al año. Con el consentimiento y hasta con la exigencia de Dermot, renunció a ellas para que Miriam viviese más desahogadamente. Más que nunca, Celia se oponía a que su madre se viese obligada a vender la casa que ella tanto quería. Miriam terminó por acceder, aunque costó hacerle ver las cosas. Al fin comprendió que sería bueno poseer una casa de campo donde pudiesen ir cuando quisieran los hijos de Celia, de modo que su vida continuó, con la única variante de que Grannie ya no vivía.

—Por otra parte, querida, bien podrías necesitar tú misma esta casa un día de éstos, cuando yo me haya ido. Me agrada pensar que siempre tendrás en ella un refugio, cualesquiera que sean los avatares de tu vida.

Celia pensó que la palabra «refugio» era inadecuada para el caso; pero no le disgustaba pensar que, quizá, algún día pudiese vivir con Dermot en su antiguo hogar.

En cambio, Dermot veía de otro modo las cosas y no tardó en decirlo.

—Por supuesto que me encanta tu viejo hogar, pero no creo que nos vaya a servir.

—Podríamos ir a vivir allí algún día.

—Sí, cuando lleguemos a los cien años de edad. Está demasiado lejos de Londres y, por lo tanto, no resulta práctico vivir en ella.

—¿Y cuando te retires del ejército?

—No soy de los que sienten placer en quedarse sentado y vegetar. Buscaré trabajos rentables. Por otra parte, no estoy seguro de quedarme en el ejército después de la guerra, aunque no quisiera hablar sobre este punto por ahora.

¿De qué valía mirar hacia el futuro? Dermot podía recibir en cualquier momento la orden de marchar a Francia y reintegrarse a su regimiento. Podrían matarle…

Celia sabía que ningún niño podría reemplazar a Dermot en su corazón. Dermot significaba para ella más que ninguna otra cosa o persona. Y así sería siempre.