9. DERMOT

Si Peter entró gradualmente en la vida de Celia, Dermot iba a hacerlo de repente.

Si se exceptúa el hecho de que Dermot era, como Peter, militar, no podían concebirse dos personajes tan diametralmente opuestos.

Celia le conoció en un baile ofrecido a su regimiento en York, al que fue con el matrimonio Luke.

Cuando le presentaron al joven, que era alto y tenía los ojos intensamente azules, éste le dijo:

—Quisiera tres bailes, por favor.

Cuando terminó el segundo, quiso tres más. Pero el carnet de Celia ya estaba lleno.

—No importa —dijo él—, elimine a alguno.

Cogió el carnet y tachó rápidamente tres nombres, elegidos al azar.

—Eso es —comentó—. No lo olvide. Estaré a la espera, para arrebatarla a usted a tiempo.

De tez morena, alto, con cabello negro y rizado, ojos azules rasgados, como los de un fauno, Dermot parecía comprender todo de una mirada. Sus maneras eran resueltas y parecía acostumbrado a que las cosas se hicieran como él quería, fueran cuales fuesen las circunstancias.

Al terminar el baile, preguntó a Celia cuánto tiempo se quedaría en York; ella repuso que se marcharía al día siguiente. Entonces quiso saber si Celia solía ir a Londres con frecuencia.

Ella replicó que se disponía a pasar el próximo mes con su abuela en Wimbledon, cerca de la capital. Le dio la dirección.

—Como yo estaré en Londres, le haré una visita.

—Sí, de acuerdo.

Pero no pensó seriamente que él fuera a cumplir lo prometido. Un mes es mucho tiempo. Fue a buscarle un vaso de limonada y, mientras ella lo bebía, charlaron sobre diversos tópicos. Dermot afirmó que en la vida todo puede obtenerse si lo que se desea se persigue con la suficiente intensidad.

Celia se sentía un poco culpable por haber anulado los bailes que le habían solicitado. No era algo que ella hiciera a menudo. Pero, en este caso, no había podido evitarlo. Dermot era tan convincente…

Lo que también le causaba cierta preocupación era que acaso no volviera a verle.

Sin embargo, ya le había olvidado cuando una tarde, al entrar en casa de Grannie, se encontró a su abuela en su sillón, inclinada con expresión atenta hacia un hombre joven que le hablaba y cuyo rostro y oídos estaban rosados por la excitación.

—Espero que no me haya usted olvidado —murmuró Dermot.

Su expresión era diferente a la que Celia le conociera. Ahora parecía tímido.

Celia le dijo que naturalmente no le había olvidado y Grannie, siempre comprensiva e interesada por los jóvenes, le pidió que se quedara a cenar. Después de la comida pasaron al salón, donde Celia cantó dos o tres canciones.

Antes de marcharse, Dermot le propuso un programa para el día siguiente. Tenía entradas para una velada teatral. ¿Querría Celia acompañarle? Se sobreentendía que hablaba de ir ellos solos, sin llevar a nadie de carabina. Grannie no sabía qué hacer, pues no estaba segura de que la madre de Celia aceptara aquello. El joven, sin embargo, se las arregló para convencer a Grannie y ganarla para su causa. Lo único que la abuela exigía es que no la llevase a tomar té después de la función y que la trajera pronto a casa.

Así quedaron las cosas y al día siguiente se encontraron a la entrada del teatro. La velada le resultó a Celia de lo más entretenido que hubiera visto nunca. Luego tomaron juntos el té en el bar de la estación Victoria, pues Dermot dijo que no tenía importancia.

La visitó dos veces más, antes de que Celia volviese a casa de su madre.

Al tercer día de hallarse de vuelta, Celia estaba en casa de los Maitland cuando alguien le avisó que la llamaban al teléfono. Era su madre.

—Querida, tendrás que volver enseguida. Un amigo tuyo ha llegado en motocicleta preguntando por ti. No puedo entretenerle mientras tú estás aquí. Ya sabes que no se me da muy bien eso de charlar con extraños, especialmente si son jóvenes. Ven pronto y encárgate tú misma de él.

Al volver, Celia se preguntaba quién podría ser el visitante. Su madre había dicho un nombre, pero no había entendido bien.

Cuando entró en su casa, Dermot estaba en la sala, su expresión era distinta a la habitual en él. Parecía muy nervioso, como si estuviera en un grave aprieto. Sin embargo, algo había en su mirada que permanecía invariable: su gesto voluntarioso.

Parecía incapaz de hablar cuando Celia le saludó. Simplemente murmuraba monosílabos, evitando mirarla de frente.

Le habían prestado la motocicleta, según dijo. Le pareció atractiva la idea de dejar Londres por unos días y salir a recorrer los alrededores. Se alojaba en una posada cercana y al día siguiente seguiría su camino. ¿No le agradaría dar un paseo con él?

Al día siguiente, Dermot seguía con la misma actitud. Se le veía silencioso, triste, incapaz de articular bien una frase entera.

—Mi permiso termina —dijo de pronto—. He de… volver a… York.

De repente pareció cobrar fuerzas.

—Pero antes de marcharme, hay algo que quisiera dejar resuelto. He de verla a usted de nuevo. En verdad, quiero verla siempre. Quiero que se case conmigo.

Celia le miró petrificada. Aquella declaración la pillaba de sorpresa. Sí que había advertido el interés de Dermot por ella; pero no se le había ocurrido que un joven oficial de veintitrés años pensara en casarse así como así.

—Lo siento —repuso—. Lo siento mucho; pero no podría… Oh, no; no podría.

Y la verdad es que no podía, sencillamente porque estaba prometida a Peter Maitland. Amaba a Peter. Sí; seguía amándole como antes… pero también quería a Dermot…

Comprendió que lo que más deseaba en el mundo era, en realidad, casarse con Dermot.

Él seguía:

—Bueno, tenía que verla a usted de cualquier modo… Sin embargo, creo que me he apresurado. Pero no podía esperar…

—Es que, sabe usted —dijo Celia—, estoy comprometida con otro.

Dermot la miró de reojo, con un gesto rápido e impaciente, muy suyo.

—Eso no tiene importancia —murmuró—. Podría usted dejarle. ¿Me amas?

—Creo… creo que sí.

Sí, claro que le amaba. Por encima de todas las cosas del mundo; tanto, que prefería ser desgraciada con Dermot a ser feliz con cualquier otro. Pero ¿por qué plantear las cosas de ese modo? ¿Por qué había de ser desgraciada con Dermot? ¿Por qué nada sabía de él? ¿Por qué era un extraño?

—Yo… yo… —tartamudeaba él—. Bueno, esto es verdaderamente espléndido. Nos casaremos de inmediato. No estoy dispuesto a esperar.

Celia pensaba en Peter. No podía herirle así, de aquella manera tan dura.

No obstante, sabía que a Dermot no le importaría herir a quien fuera y que cien Peters no lograrían interponerse en su camino. Por otra parte, estaba convencida de que los deseos de Dermot serían órdenes para ella.

Por primera vez le miró a los ojos, que parecían brillar.

Sus ojos azules, muy azules…

Tímidamente, vacilando, se besaron…

Miriam estaba reclinada en un sofá de su dormitorio, descansando, cuando Celia entró en la estancia. Le bastó echar una ojeada a su hija para comprender que sucedía algo anormal. Como un relámpago, la idea cruzó por la mente de Miriam: Es ese hombre. No me gusta.

—¿Qué sucede, querida?

—Oh, mamá… Desea casarse conmigo… Y yo también lo deseo… Mamá…

Se precipitó en sus brazos, hundiendo el rostro en el hombro de ella.

Por encima del violento latir de su corazón, el pensamiento de Miriam corría frenéticamente. No me gusta, pensaba. No me gusta… Pero si es así, la causa es poco noble. No me gusta porque no deseo que me deje.

Casi de inmediato surgieron complicaciones. Dermot no podía imponer su voluntad a Miriam tan libremente como se la imponía a Celia. Si se dominó fue porque no deseaba poner a la madre de Celia en su contra. Pero toda oposición, por pequeña que fuera, le fastidiaba.

Admitió carecer de dinero. Además de su sueldo, no contaba con más de ochenta libras al año. Pero le fastidiaba que Miriam le interrogara sobre la manera como él y Celia se las arreglarían para vivir. Respondía que aún no había podido reflexionar sobre el problema. De todos modos, ya se las arreglarían: a Celia no le asustaba la estrechez. Al recordarle Miriam que los jóvenes oficiales suelen esperar un poco antes de casarse, Dermot respondió que él no tenía la culpa de que existiera aquella costumbre.

—Tu madre parece estar empeñada en cotizar todas las cosas de la vida en términos de libras, chelines y peniques —dijo una vez a Celia algo molesto.

Parecía un niño ansioso por conseguir algo que deseaba ardientemente. Se negaba en redondo a escuchar «razones».

Una vez que se hubo marchado, Miriam se sintió muy deprimida. Ya se veía ante la perspectiva de un largo noviazgo con muy pocas esperanzas de matrimonio en muchos años. Acaso, pensaba, debiera haberse opuesto al compromiso desde el principio… Pero quería demasiado a Celia para causarle penas.

—Tengo que casarme con Dermot, madre —le había dicho su hija—. Debo casarme con él. Nunca amaré a otro hombre. Con toda seguridad sé que me casaré con él… ¡Oh, dime que será así!

—Lo veo todo tan complicado, hija. Ninguno de vosotros tiene con qué casarse. Y siendo tan joven…

—Pero algún día, si esperamos…

—Sí. Tal vez algún día.

—Tú no le tienes afecto, mamá, ¿verdad?

—Oh, sí que le tengo afecto. Creo que es muy atractivo, en realidad. Pero no me parece considerado…

Por las noches Miriam tenía dificultades para dormir, pensando siempre en su escasa renta. ¿Podría pasar a Celia una cantidad, por pequeña que fuera? Si vendiese la casa…

En tal caso, habría que pensar en un alquiler. En realidad ella gastaba muy poco, puesto que vivía en su casa y había reducido al mínimo su nivel de vida. Cierto que sería necesario hacer reparaciones tarde o temprano; pero por ahora suplía las deficiencias de un modo u otro. El momento, por lo demás, era especialmente contraindicado para vender la clase de propiedad a la que pertenecía la suya.

Seguía sin dormir. ¿Cómo hacer para que su niña viese cumplido su anhelo?

Era terrible tener que escribir a Peter y contarle lo que le había sucedido.

Penosa carta, puesto que, ¿cómo pedir excusas por algo que era una traición?

La respuesta de Peter no podía corresponder mejor a su carácter. Era tan suya que Celia no pudo contener el llanto.

No te culpes, Celia. Todo ha sido por mi error. Esto no es más que el resultado de posponer siempre mis decisiones, rasgo que, como tú sabes, distingue a toda nuestra familia. Así somos. Por eso siempre hemos perdido el tren. Si creí conveniente esperar fue porque tenía la esperanza de que te enamoraras de un hombre rico. Y ahora resulta que vas a casarte con alguien que es más pobre que yo.

Creo que, tal como tú misma piensas, él tiene más valor y energía que yo. Ahora veo que debí tomarte la palabra y traerte aquí conmigo… Me he portado como un perfecto papanatas. Te he perdido y todo por mi propia culpa. Es mejor que yo, ese Dermot… Así ha de ser, pues de lo contrario no te hubieses enamorado de él. Os deseo a ambos la mayor felicidad. No te lamentes por mí. Al fin y al cabo es mi funeral, no el vuestro. Siento deseos de darme de golpes por haber sido tan ciego. Dios te bendiga, querida mía.

Peter… querido Peter…

Pensó que tal vez hubiese llegado a ser feliz con él. Muy feliz, incluso.

Pero con Dermot la vida sería una aventura. ¡Una magnífica aventura!

El año que duró su compromiso fue un período turbulento. De repente, recibía una carta de Dermot:

Ahora veo que tu madre tenía toda la razón del mundo. Somos demasiado pobres para casarnos. Nunca debí proponértelo. Olvídame cuanto antes.

Y luego, dos días más tarde, llegaba en una motocicleta prestada, para coger en sus brazos a una Celia bañada en llanto y afirmarle que nunca renunciaría a ella. Cualquier cosa podía suceder.

Pero lo que, en realidad, sucedió no lo había previsto Celia. Fue a la guerra.

La guerra llegó hasta Celia como llegara a la mayoría, es decir como un imprevisto rayo. Un archiduque asesinado, un «temores ante una posible contienda» en primera página de los periódicos… Noticias que ella apenas lograba comprender.

Hasta que, de pronto, Alemania y Rusia se enzarzaron en una lucha real. Bélgica fue invadida. Lo fantásticamente imposible se había hecho realidad.

Recibió carta de Dermot:

Se diría que nos vamos a ver metidos en el jaleo, aunque todo el mundo dice que, en tal caso, estaría terminado para las Navidades. Sostienen que me he vuelto loco cuando afirmo que esto durará por lo menos dos años.

Luego vino el hecho consumado: Inglaterra entró en el conflicto…

Esto significaba para Celia una sola cosa: Dermot podía resultar muerto…

Un telegrama. No podía ir a su casa a despedirse. ¿No podrían ella y su madre ir donde estaba él?

Los bancos habían cerrado; pero Miriam tenía en su poder un par de billetes de cinco libras. (Consecuencia de la educación de Grannie: «Ten siempre en tu bolso un billete de cinco libras, querida»). Lo malo fue que en la estación de ferrocarril no le quisieron aceptar el dinero. Cruzaron la zona de descarga de mercancías para entrar en un tren. Inspector tras inspector decían lo mismo:

—No, señora, no podemos aceptar billetes de cinco libras.

No terminaban de escribir en unas libretas sus nombres, la dirección…

Fue como una pesadilla… Todo parecía absolutamente irreal. Menos Dermot.

Llevaba uniforme diferente y parecía otro hombre. Se le veía nervioso, eficaz, con un brillo extraño en los ojos. Nadie podía prever lo que sería aquella guerra. Quizá nadie escapara de ella con vida… Nuevas máquinas de destrucción… El aire… Nadie sabía nada sobre el posible uso de los aviones.

Celia y Dermot parecían dos niños abrazándose ante la incertidumbre.

—Ojalá salga de esta…

—Oh, Dios mío, ¡hazle volver a mí!

El resto poco importaba.

Las primeras semanas fueron de terrible espera. Llegaba alguna que otra tarjeta postal, escrita a la carrera, con lápiz:

No nos permiten decir dónde estamos. Todo irá bien. Te quiero.

Nadie sabía lo que estaba sucediendo.

Sorpresa ante la primera lista de muertos y heridos.

Amigos, algunos de ellos chicos con los que Celia había bailado alguna vez. Muertos…

Pero Dermot estaba bien y eso era lo más importante.

Para muchas personas, la guerra es solo eso: el destino o la suerte de una persona…

Tras los primeros días de incertidumbre, la vida en el país se fue organizando. Un hospital de la Cruz Roja se habilitó cerca de la casa de Celia y ésta decidió trabajar en él. Pero antes había que pasar un examen sobre primeros auxilios y enfermería. Cerca de donde vivía Grannie daban clases, de modo que Celia se fue a vivir con su abuela mientras se preparaba.

Gladys, la nueva y hermosa doncella, le abrió la puerta. A pesar de ser muy joven, ella y la cocinera, nueva y joven también, llevaban ahora la casa. La pobre y anciana Sarah había muerto.

—¿Cómo está usted, señorita?

—Bien, gracias. ¿Dónde está Grannie?

La chica sonrió nerviosamente.

—Ha salido, señorita.

—¿Salido?

Grannie tenía ya cerca de noventa años; y con su temor a las corrientes de aire, que no había hecho más que acrecentarse con la edad, ¿cómo era posible que hubiera salido?

—Fue a los grandes almacenes que están cerca de Victoria, señorita. Me dijo que estaría de vuelta antes de que usted llegara. Oh, creo que ahí viene.

Un antiguo vehículo acababa de detenerse a la puerta. Ayudada por el taxista, Grannie se apeó, apoyándose en la pierna buena.

Se dirigió con paso firme hasta la casa. Se la veía alegre, realmente alegre y entusiasta. Sus abalorios se desplazaban de acá para allá al ritmo de su paso, brillando al sol de septiembre.

—De modo que estás aquí, querida.

Su cara era suave y tenía tantas arrugas como los viejos pétalos de rosa. Grannie quería mucho a Celia y estaba tejiendo unos calcetines de lana para Dermot, como aquellos que siempre había hecho para los esposos de sus amigas y que se usaban para dormir. Aunque Dermot podría usarlos también para combatir el frío de las trincheras.

El tono de su voz cambió al mirar a Gladys. Cada vez le gustaba más mandonear a la servidumbre. (Ahora ya saben cuidar de sí mismas y se han agenciado una bicicleta sin preguntar a Grannie qué opina).

—Y bien, Gladys, ¿a qué esperas? Corre a ayudar al taxista, que traigo paquetes. Y nada de llevarlos a la cocina, ¿eh? Ponlos en la sala.

Tampoco la pobre señorita Bennett estaba ya en el cuarto de costura.

Pronto se fueron apilando junto a la puerta paquetes de harina, bizcochos, docenas de latas de sardinas, arroz, tapioca, legumbres en conserva, azúcar, café. Poco después apareció en la puerta, con rostro muy sonriente, el taxista. Llevaba seis jamones y Gladys le seguía con más. En total, metieron dieciséis en el cuarto del tesoro.

—Yo puedo tener noventa años —dijo Grannie (que aún no los había cumplido, pero que se anticipaba a los acontecimientos porque le gustaba dramatizar de vez en cuando)—, pero no serán los alemanes quienes me maten de hambre.

Celia no pudo contener la carcajada.

Grannie pagó al taxista, le dio una suculenta propina y le advirtió que debía conducir mejor.

—Sí, señora; gracias, señora.

Se llevó la mano a la gorra y, siempre sonriente, se marchó.

—¡Qué día he tenido! —dijo Grannie, mientras desataba las cintas de su toca.

No parecía fatigada, sin embargo. Era evidente que acababa de pasar una jornada divertida.

—Las tiendas estaban atestadas, querida.

Por lo visto, otras señoras ancianas también habían hecho acumulación de alimentos, cargándolos todos en un carruaje, como Grannie.

Celia nunca llegó a trabajar como enfermera de la Cruz Roja.

Sucedieron varias cosas. En primer lugar, Rouncy dejó la casa de Miriam, yéndose a vivir con su hermano. Celia y su madre debían llevar la casa, con la ayuda desganada de Gregg, quien «no podía soportar» la guerra ni tampoco a las señoras que hacían cosas para las que no estaban capacitadas.

Luego Grannie escribió una carta a Miriam.

Mi querida Miriam:

Hace unos años, si mal no recuerdo, me sugeriste que debería vivir contigo. Me opuse porque me sentía demasiado vieja como para mudarme de casa. Pero el doctor Holt (persona excelente y muy capaz, de esas que saben divertirse con un buen chiste, y al que, me temo, su esposa no aprecia como debiera) me dice ahora que mi vista disminuye, sin perspectivas de que pueda mejorar. Tal es la voluntad del Señor, de modo que la acepto; pero no estoy dispuesta a quedar a merced de la servidumbre. Hoy día se oyen y se leen cosas que dan miedo. Últimamente he notado la falta de varias cosas, pero no menciones esto en tu respuesta, porque quizá me abran las cartas. Yo misma he llevado esta carta al correo. Bueno, el caso es que he pensado en la posibilidad de irme a vivir a tu casa. Creo que sería lo más conveniente para mí y que te facilitaría a ti las cosas, pues te ayudaría con tus gastos. No me gusta que Celia haga el trabajo doméstico. La querida niña ha de reservar sus fuerzas. ¿Recuerdas a la Eva de la señora Pinchin? Pues ella tenía el mismo aspecto delicado. Por haber abusado de sus energías, está ahora en un sanatorio, en Suiza. Tú y Celia tendríais que venir para ayudarme con la mudanza. Creo que será algo muy engorroso.

Fue, sin duda, algo engorroso. Grannie había vivido en su casa de Wimbledon durante más de cincuenta años y, como verdadera representante de su generación, caracterizada por el afán de ahorrar y prevenir, nunca había tirado nada que «pudiera servir algún día».

Había muchos armarios llenos de ropa. Y cómodas de sólida caoba con amplios cajones. Por doquier aparecían rollos de telas, trozos, retales y toallas, que Grannie había guardado en su día para olvidarlos luego. Eran innumerables los géneros comprados en otras tantas rebajas; docenas de paquetes de agujas, que ahora estaban forronchosas, «para regalar a la servidumbre en Navidad»; cartas, papeles, viejas recetas médicas, recortes de periódico… Aparecieron no menos de cuarenta y cuatro alfileteros y treinta y cinco pares de tijeras. Resultaban incontables los cajones llenos de fina ropa de cama y también de prendas interiores, todas agujereadas o invadidas por un color amarillento. Las había guardado porque «son buenos bordados, querida».

Lo más triste para Celia fue el desmantelamiento del armario de las provisiones, tan vinculado a los recuerdos de su niñez. Aquel mueble había superado por completo la capacidad de Grannie, quien ya se veía incapaz de hurgar a conciencia en sus profundidades. Había una cantidad ingente de alimentos de toda clase. Mucha harina rancia, viejos bizcochos, jaleas que el tiempo había cubierto de hongos y otros comestibles fueron desenterrados de allí y arrojados a la basura, mientras Grannie, que contemplaba sentada el espectáculo, se lamentaba ante tan «vergonzoso despilfarro».

—¿Estás segura, Miriam, de que eso no hubiera servido para hacer un buen pudín?

Pobre Grannie, tan diestra, enérgica y buena administradora, derrotada por la edad y la creciente ceguera, obligada ahora a ver con sus propios ojos cómo otras personas desarbolaban su sacrosanto armario de provisiones… Era como admitir su decrepitud.

Luchó con uñas y dientes por cada tesoro que aquellas dos integrantes de generaciones más jóvenes pretendían tirar sin más.

—No; el de terciopelo marrón, no. Ése es mi vestido favorito. Me lo hizo en París madame Bonserot. ¡Era tan francés! Todo el mundo me elogiaba cuando me lo ponía.

—Pero está raído, querida Grannie. Ya no sirve para nada. Y tiene agujeros.

—Algún arreglo tendrá. Estoy segura de que aún se puede hacer algo con él.

Pobre Grannie, vieja, indefensa, a merced de aquellas dos mujeres jóvenes que desdeñaban sus maravillas, diciendo:

—No sirve, fuera.

A ella la habían educado para que nunca tirase nada, porque siempre podría servir. Pero la gente joven tenía otro parecer.

Trataban de ser buenas y amables. Tanto que, por darle gusto, llenaron una docena de viejos baúles con géneros diversos y pieles medio comidas por las polillas y el tiempo. Nada de todo aquello servía para nada, pero era preciso mostrarse de acuerdo en que tal vez «algún arreglo» tendría. ¿Por qué trastornar más a la anciana?

Insistió en que no se tiraran las fotografías de ciertos caballeros.

—Éste era mi querido señor Harty… Y el señor Lord… ¡Qué buena pareja hacíamos al bailar! Todo el mundo lo decía.

Pero ¡ay del embalaje! El señor Harty y también el señor Lord llegaron al nuevo destino con los cristales rotos y los marcos dañados. La propia Grannie había insistido en empacarlos y lo había hecho mal. Sin embargo, su arte para hacer maletas siempre había sido proverbial en la familia. Nada de cuanto ella empacaba resultaba dañado.

De vez en cuando, cuando nadie la veía, rescataba del montón destinado a la basura algún trocito de puntilla, cierto adorno, una prenda bordada. Casi a escondidas guardaba sus secretos trofeos en alguno de los grandes bolsillos que sus vestidos siempre tenían. Luego, con gesto igualmente furtivo, los pasaba a uno de los baúles entreabiertos que podían verse en su dormitorio y que se destinaban a su ropa personal y de uso más frecuente.

Daba mucha pena verla. Casi se muere durante la mudanza. No obstante, sobrevivió. Tal vez porque estaba resuelta a seguir. Esa misma resolución era la que le había llevado a dejar su querida casa de Wimbledon donde había vivido tanto tiempo. Los alemanes ni la harían pasar hambre ni la atacarían desde las nubes con sus aeroplanos. Grannie estaba decidida a seguir viviendo y gozando de la vida. A los noventa años, uno ha comprendido por fin lo apetecible que puede ser la vida. Eso era lo que la gente joven no lograba comprender. Hablaban de los viejos como si ya estuvieran medio muertos y fueran muy desgraciados. Los jóvenes, pensaba Grannie rememorando un aforismo de su juventud, creen que los viejos son tontos; en cambio, los viejos están seguros de lo contrario.

Esto lo había dicho su tía Carolina a los ochenta y cinco años. Y tía Carolina, demonios, estaba en lo cierto.

De todas maneras, Grannie no tenía en gran estima a los jóvenes de 1914. Le parecían seres carentes de nervio, apáticos y poco varoniles. Bastaba ver a los mozos de la mudanza: cuatro hombretones jóvenes que le pedían que quitara los cajones de su cómoda de caoba porque así pesaría menos.

—Cuando la compré y me la trajeron a esta casa —dijo Grannie— la cómoda venía con todos sus cajones cerrados con llave. Y ahora me decís que para llevarla hay que quitarlos.

—Es que son de caoba maciza y pesan mucho, señora. Además los tiene usted llenos.

—La cómoda venía con sus cajones —repetía la anciana—. Lo que sucede es que ya no hay hombres como aquéllos. Hoy sois todos unos debiluchos. ¡Hacer tanta historia porque un mueble pesa un poquito!

Los mozos sonreían; y, como estaban de muy buen humor, decidieron emular a los de otros tiempos, bajando la cómoda con los cajones puestos.

—Eso está mejor —dijo Grannie con gesto de aprobación—. Ya veis cómo no se sabe la fuerza que uno tiene hasta que se prueba.

Entre las cosas que se sacaron de la casa había treinta grandes botellones con licores caseros, que Grannie había hecho siguiendo antiguas recetas familiares. Pero solo llegaron veintiocho al nuevo destino. Los otros dos…

¿Había sido la venganza de los mozos?

—Gamberros —dijo Grannie—. Eso es lo que son. Unos bribones. Granujas. No tienen vergüenza.

Sin embargo, les dio una generosa propina, tal vez porque en el fondo de su corazón no estaba enfadada. Después de todo, le hacían un halago sutil al guardarse los dos botellones de licor casero…

Al instalarse Grannie en casa de Miriam, fue preciso buscar una cocinera para que cubriera el puesto de Rouncy. La sustituyó Mary, una joven de veintiocho años. Era buena y deferente con la anciana. A menudo le hablaba de su novio y de las relaciones entre ambos, que eran ricas en discusiones. Grannie disfrutaba oyéndola hablar de los reumatismos, varices y otros padecimientos que menudeaban en su familia. Le solía dar botellitas con remedios y chales o calcetines para que se los llevara a su gente.

Celia pensó de nuevo en trabajar haciendo algo que se relacionara con la defensa nacional. Pero Grannie se oponía resueltamente, profetizándole los más graves desastres si se fatigaba en exceso.

Adoraba a Celia. No solo le daba continuamente consejos y la advertía misteriosamente contra todos los peligros de la vida, sino que también le regalaba billetes de cinco libras. Fiel a su sistema, seguía sosteniendo la necesidad de tener siempre a mano un billete de cinco libras.

Una vez le dio cincuenta libras en billetes de a cinco pidiéndole que las guardase.

—Que ni tu propio marido se entere de que las tienes. Una mujer nunca sabe cuándo necesitará un huevecito en su nido.

E insistía:

—Recuerda, querida, que los hombres no son muy de fiar. Los caballeros pueden ser muy bien educados, pero de ahí a fiarse de ellos… Por otra parte, un tío débil de carácter no sirve de nada.

La mudanza y todo lo relacionado con ella sirvieron a Celia para no pensar demasiado en la guerra y en su Dermot.

Ahora que Grannie ya estaba instalada, Celia comenzó de nuevo a quejarse de su propia inactividad.

¿Cómo hacer para no vivir obsesionada con el peligro que Dermot corría?

¡En su desaliento casó a casi todas «las chicas»! Isabella se desposó con un rico judío; Elsie con un explorador. Ella, que era ya maestra, se transformó en esposa de un señor anciano y parcialmente inválido, que se había prendado de su imaginativa conversación; Ethel y Annie compartían la misma casa. En cuanto a Vera, hizo una boda morganática con un príncipe de sangre real, pero ella y su esposo resultaron muertos en un accidente automovilístico el mismo día de la boda.

Planeando los casamientos, eligiendo los vestidos de las novias, escribiendo la música para el funeral de Vera y de su príncipe, se distraía. De esta manera, Celia conseguía evadirse por completo de las duras realidades.

Pero ansiaba trabajar y no le importaba que la tarea fuera dura. El hecho de que el trabajo la mantendría mucho tiempo fuera de casa, neutralizaba parcialmente su deseo… ¿Podrían Grannie y su madre pasarse sin ella?

La abuela necesitaba continuas atenciones. A Celia le pareció que no podía dejar todo a cargo de su madre.

No obstante, fue la propia Miriam quien insistió para que se apartara un poco de la casa. Comprendía perfectamente que un trabajo continuo y absorbente, un trabajo que requiriera esfuerzo físico, era lo que Celia necesitaba en aquel momento.

Grannie lloró, pero Miriam se mantuvo en sus trece.

—La niña tiene que irse —dijo.

Sin embargo, Celia nunca llegó a emprender un trabajo de guerra.

Dermot resultó herido en un brazo y fue evacuado a un hospital, en Inglaterra. Al recobrarse se le asignaron tareas en los servicios internos y se le ordenó presentarse al Ministerio de la Guerra.

Días después se casaron.