Tanto Miriam como su hija creían en las plegarias. Las de Celia tuvieron, siendo ella niña, un trasfondo de temor al pecado; con el tiempo se fueron transformando en algo puramente espiritual y ascético. Sin embargo, nunca rompió del todo con su hábito infantil de rogar por que algo se cumpliese. Jamás fue a una fiesta, por ejemplo, sin murmurar: «¡Oh, Dios mío, no permitas que la timidez se ampare en mí, ni que me aparezcan manchas rojas en el cuello!». Si iba a alguna cena, rezaba: «Por favor, que no me quede sin decir nada». Rogaba para que la velada le resultara entretenida y también para que le tocara bailar con hombres que le atraían. Rogaba también para que no lloviera si la invitaban a una merienda campestre.
Las plegarias de Miriam eran más intensas y arrogantes. A decir verdad, era una mujer altiva. Para su niña no pedía, exigía. Sus rezos eran tan intensos, tan vehementes, que ni se le ocurría que pudieran ser desoídos. Aunque quizá la mayor parte de nosotros, al decir que nuestros ruegos no tuvieron respuesta, lo que queramos decir es que la contestación ha sido no.
Miriam nunca llegó a estar segura de que Johnnie de Burgh fuese la respuesta a sus plegarias. Pero sí que lo estuvo al entrar en escena Jim Grant.
Jim quería ser granjero y su familia le envió a hacer prácticas a una granja próxima a la casa de Miriam. Ésta recibió el encargo de que hiciese por él lo que estuviese en sus manos para que no se apartara del trabajo y empezase a conocer la vida en serio.
A los veintitrés años, Jimmy era casi la réplica del Jimmy de trece. El mismo rostro alegre, los mismos pómulos altos y prominentes, los mismos ojos intensamente azules y muy redondos, las mismas maneras corteses, la misma eficiencia. Reía abiertamente con parecida franqueza, echando siempre hacia atrás la cabeza.
Era un muchacho sincero, lleno de fe en la vida. Era primavera cuando llegó a casa de Miriam. Ésta sintió la fortaleza y la salud del visitante, a quien no veía desde hacía diez años, cuando ella y John se encontraran con él y sus padres en Pau.
Se transformó en asiduo visitante de la casa y, siendo Celia tan joven, hermosa y agradable, nada tiene de extraño que se enamorara de ella. La naturaleza manda.
Para Celia comenzó por ser un amigo, un poco a la manera de Peter Maitland. Sin embargo, admiraba el carácter de Jim, lo cual no le sucedía con Peter. Consideraba que éste era demasiado apático y carente de ambiciones. En cambio, a pesar de su juventud, Jim se mostraba ante la vida con extrema reverencia y gran respeto. Las palabras «vida es realidad, vida es gravedad», parecían haber sido escritas para él. Su deseo de trabajar no se apoyaba simplemente en el amor a la tierra, sino en su especial interés por el trabajo intensivo del suelo y por los medios técnicos tendentes a obtener de él los máximos rendimientos. Consideraba que la agricultura en Inglaterra tenía que brindar niveles de rendimiento muy superiores a los hasta entonces considerados normales. Para ello solo había que tener conocimientos científicos y deseos de trabajar. Sus muchos libros sobre la materia se los fue dejando a Celia. Le gustaba prestarlos. También se interesaba por la teología, el bimetalismo, la economía y por la ciencia cristiana.
Lo que le gustaba particularmente de Celia era que sabía escuchar. Cuando terminaba de leer los libros que le prestaba, solía hacer comentarios muy atinados sobre los mismos.
Si el galanteo de Johnnie de Burgh había sido particularmente físico, el de Jim Grant fue más que nada de tipo intelectual. En este período de su carrera, bullía de ideas serias, hasta el punto de parecer fatuo a quien no le conociera. Celia le prefería cuando echaba hacia atrás la cabeza y reía con toda franqueza. Si discurseaba seriamente sobre la ética de la señora Eddy, le resultaba menos atractivo.
Si la propuesta matrimonial de Johnnie de Burgh la había cogido por sorpresa, sabía de antemano que Jim le pediría que se casase con él tarde o temprano.
Celia comenzaba a pensar que la vida era una sucesión de hechos iguales y que las personas eran como lanzaderas que tejían incansablemente la misma tela. Jim, se decía, era la lanzadera, y ella el dibujo de la tela. Él configuraba su destino, ya asignado desde el principio.
Qué contenta parecía estar su madre aquellos días…
Jim era adorable. A Celia le gustaba muchísimo. Un día u otro le pediría que se casara con él y entonces ella sentiría lo que sintiera con Johnnie de Burgh: excitación, turbulencia… Su corazón latiría con fuerza…
La pidió en matrimonio cierto domingo por la tarde, aunque hacía ya semanas que venía estudiando el modo de hacerle la proposición. Era de esos hombres a quienes gusta hacer proyectos y, una vez puestos a punto, atenerse a ellos. Consideraba tal práctica como un modo eficiente de entender la vida.
Era una tarde lluviosa y estaban sentados en los sillones de la sala de música. Después de tomar el té habían decidido ir hasta el piano. Celia tocó y cantó un poco. A Jim le gustaban las arias de opereta. Especialmente de Gilbert y Sullivan.
A continuación se sentaron en el sofá, comenzando a conversar sobre socialismo y la bondad innata del hombre. De pronto se hizo una pausa. Celia dijo algo sobre la señora Besant, pero Jim contestó una trivialidad cualquiera.
Otra pausa. De pronto Jim se puso algo colorado y dijo:
—Creo que tú ya sabes que siento debilidad por ti, Celia. ¿Prefieres comprometerte conmigo ahora o esperar un poco? Pienso que seríamos muy felices juntos. Compartimos muchos gustos. ¿No te parece?
Jim no estaba tan tranquilo como aparentaba. Si Celia no hubiese sido tan niña, lo habría advertido de inmediato; no se le habría escapado el ligero temblor de sus labios, ni la inquieta mano que pellizcaba uno de los almohadones.
¿Qué podía responder Celia?
No lo sabía. No sabía nada y nada dijo.
—¿Verdad que te gusto, Celia?
—Oh, sí que me gustas —exclamó ella enseguida.
—Pues es lo único que importa —repuso Jim—. Quiero decir, que las personas se gusten mutuamente. Esto es lo que dura. La pasión —agregó ruborizándose ligeramente— no dura. Creo que tú y yo seríamos perfectamente felices, Celia. Quiero que te cases conmigo.
Hizo una pausa.
—Mira —siguió diciendo—. A mi modo de ver, lo mejor sería que nos comprometiésemos a prueba. Durante unos seis meses, si te parece bien. Pero no más tiempo, porque quisiera casarme joven. No diremos nada a nadie, a excepción de tu madre y de mis padres. Al cabo de ese período de prueba, podrías elegir definitivamente lo que quisieras.
Celia reflexionó.
—¿Piensas que es lo más justo? Quiero decir, que yo no podría… Aun así…
—Si al final consideras que no me quieres, pues no nos casaremos. Pero me querrás. Sé que todo marchará bien.
¡Qué tranquila seguridad había en su voz! Estaba tan seguro de todo… Sabía siempre lo que era más conveniente.
—Muy bien —dijo por fin Celia, sonriendo.
Esperaba que él la besaría; sin embargo, no lo hizo. No es que le faltaran ganas; al contrario. Pero no tuvo valor.
Luego siguieron hablando del socialismo y del destino del hombre, aunque no con la misma coherencia.
Hasta que Jim dijo que ya era tarde y se dispuso a marchar. Durante un minuto estuvieron de pie, mirándose de frente.
—Bueno —dijo Jim—. Me voy. Te veré de nuevo el domingo… Tal vez, antes. Y te escribiré —vaciló—, quisiera… ¿Me darías un beso, Celia?
Se besaron. Con cierta timidez…
Exactamente como si besara a Cyril, pensó Celia. Solo que Cyril nunca quería besar a nadie…
Y así quedaron las cosas. Celia estaba comprometida con Jim.
Miriam estaba rebosante de felicidad y Celia comenzó a sentirse muy entusiasmada con su compromiso.
—Querida mía, soy feliz por ti. Es un chico estupendo… Se hace querer. Es honesto y varonil. Te cuidará siempre mucho. Por otra parte, tu padre era amigo de su familia y solía decir que era excelente. Me parece tan maravilloso que todo se haya resuelto de este modo… El hijo de los Grant y nuestra hija… Oh, Celia, he pasado verdaderas angustias mientras duró lo del mayor De Burgh. Sentía algo extraño que me decía que no era hombre para ti.
Hizo una pausa y de pronto dijo:
—Y he temido por mí.
—¿Por ti?
—Sí. Me siento tan unida a ti, que hubiese querido que nunca te separaras de mi lado… que no te casaras con nadie. Era egoísta. Me decía que tu vida iba a ser más segura y tranquila a mi lado, puesto que no tendrías niños ni preocupaciones. Si no se hubiese dado la circunstancia de que voy a dejarte tan poco dinero para vivir, hubiera deseado que te quedases a mi lado. Es que tú no sabes lo difícil que es para una madre dejar a un lado su egoísmo.
—Tonterías —repuso Celia—. Al final te hubieses sentido humillada, viendo que se casaban todas mis amigas.
Había advertido con cierto buen humor los intensos celos de su madre. Si alguna otra chica tenía un traje más bonito o mantenía una conversación particularmente vivaz y entretenida, Miriam mostraba sin tardanza una expresión de tedio impaciente que Celia estaba lejos de compartir. A su madre, la boda de Ellie Maitland no le había agradado en absoluto. De las únicas amigas de las que podía hablar favorablemente sin que Miriam discrepara era de las feas o de las tan tontas que no podían compararse ni remotamente con Celia.
Este rasgo del carácter de su madre no le gustaba a Celia, aunque no dejaba de encender aún más el cariño que le tenía. Al fin y al cabo, si actuaba de esta forma, era por Celia, no por ella. ¡Qué buena era! Una gallina celosa que agitaba belicosamente sus alas a la menor señal de peligro para su polluela. Era ilógico y absurdo; pero no dejaba de constituir una muestra inequívoca de amor. Solo que, como todos los pensamientos, afectos y actos propios de ella, era muy violento.
Le agradaba ver tan feliz a su madre. En verdad, todo parecía ir bien. Era estupendo aquello de que la niña se casara con el hijo de unos buenos amigos de la familia; y por añadidura, a Miriam le agradaba más Jim que cualquiera de los otros pretendientes que su hija había tenido hasta entonces. Oh, sí; mucho, muchísimo más. Era, precisamente, el tipo de hombre que siempre había deseado para Celia: joven, resuelto y lleno de ideales.
¿Era normal que una chica se sintiera un poco alicaída al verse comprometida? Tal vez sí. Era algo tan definitivo, tan irrevocable…
Bostezó al coger el libro de la señora Besant. La teología le causaba una ligera depresión, incluso le parecía un poco pueril…
El bimetalismo era algo mejor.
Pero todo aquello era muy pesado. Mucho más pesado de lo que le parecía dos días antes.
Al día siguiente le llegó una carta de Jim. La reconoció por el tipo de letra. Un ligero rubor le subió a las mejillas. Una carta de Jim… La primera desde…
Por primera vez sintió excitación. Verbalmente no era un as de la elocuencia; pero tal vez por carta…
Se dirigió con ella al jardín.
Mi querida Celia:
Llegué muy tarde a cenar. La anciana señora Gray se mostró algo fastidiada, pero su marido se lo tomó a broma, diciendo a su mujer que no se enfadara. Agregó que, sin duda, había andado de galanteos por ahí. En realidad son dos personas excelentes, simples y con sentido del humor, pero sus bromas nunca son chabacanas ni malintencionadas. Sólo quisiera que fuesen más abiertos con relación a las nuevas ideas. Me refiero a los nuevos sistemas de trabajar la tierra. Se diría que el señor Gray nunca ha leído nada sobre la materia y que está muy contento de llevar adelante su granja sin apartarse un ápice de los sistemas seguidos por su bisabuelo. Probablemente no hay especialidad en la que se vean tantos reaccionarios como en la agricultura. El instinto del labrador sólo parece pegarse al suelo, es decir a lo inmediato.
He estado pensando que quizá debiera haber hablado con tu madre antes de marcharme. No obstante, le he escrito una carta. Supongo que no me odiará por arrancarte de su lado. Sé perfectamente lo que para ella significas; pero también sé que no le caigo mal y que me tiene confianza.
Tal vez vaya por allí el jueves. Dependerá del tiempo. Si no puedo, iré el domingo.
Con todo mi amor.
Tuyo,
Jim
Después de las cartas de Johnnie de Burgh, aquélla no era, desde luego, como para producir oleadas de pasión en una chica. Se sintió malhumorada.
Sabía que podría amarle con toda sinceridad… si cambiase un poquito.
Rompió la carta en pedazos pequeños, arrojándola luego a una zanja.
Jim no era apasionado. Su tremenda lógica y sus opiniones, todas muy definidas y razonables, parecían apartarle de la irracionalidad de la pasión…
Por lo demás, Celia no era la clase de mujer capaz de despertar en él todo cuanto fuera susceptible de ser despertado. Una mujer experimentada se hubiese sentido atraída por las ingenuidades de Jim y, usando sus mañas, acaso le llevase a perder la cabeza… con resultados favorables para ambos.
Entretanto, las relaciones de la pareja eran, según Celia, vagamente insatisfactorias. La fácil y fluida camaradería reinante en tiempos de amistad ya no existía y ninguna actitud nueva la había suplido.
Celia seguía admirando el carácter de Jim, pero también le seguían aburriendo su conversación y sus cartas. La vida le resultaba monótona.
Lo único que le proporcionaba un placer nuevo y real era la felicidad de su madre.
Cierta mañana le llegó una carta de Peter Maitland, a quien ella había escrito, contándole las novedades. También le había pedido que guardara silencio al respecto.
Te deseo lo mejor, Celia. Me parece un tío sensato y digno de confianza. No me dices si está en buena posición económica. Espero que así sea, porque, si bien las chicas no piensan a veces en ello, puedo asegurarte, querida Celia, que es algo que tiene mucha importancia. Soy mayor que tú y he podido ver a muchas mujeres cuya felicidad se fue por los suelos en medio de disputas y graves preocupaciones a causa de problemas económicos. Quisiera verte vivir como una reina. No serás de la clase de esposas que se las arreglan con lo que venga.
Pues bien, no me queda más nada que decirte. Estudiaré a tu prometido cuando vuelva a casa, en septiembre. Quiero ver si es realmente digno de ti. Aunque, a decir verdad, siempre he pensado que no hay nadie digno de ti.
Te deseo lo mejor, pequeña. Que todo vaya sobre ruedas.
Siempre tuyo,
Peter
Resultaba curioso, pero era cierto que lo que más le gustaba a Celia de todo aquel proyecto, a excepción de la felicidad evidente de su madre, era la perspectiva de transformarse en nuera de la señora Grant.
La antigua admiración infantil volvió a apoderarse de ella. Igual que hacía diez años, pensaba que la madre de Jim era encantadora. Su cabello ya era completamente gris, pero continuaba haciendo gala de aquella gracia majestuosa, propia de una reina, de su profunda mirada azul y de su magnífica figura. Conservaba asimismo su clara y hermosa voz, e irradiaba la misma personalidad serena.
La señora Grant notaba la admiración de Celia y se sentía halagada. Probablemente no estuviera demasiado contenta con el compromiso, ya que algo faltaba a la novia para ser completa… De todos modos, consideró acertado que la pareja decidiera esperar seis meses antes de dar el paso definitivo. Si en el transcurso de este tiempo la situación se mostraba inobjetable, entonces se casarían al año siguiente.
Jim adoraba a su madre, de modo que disfrutaba viendo que Celia la admiraba tanto.
En cuanto a Grannie, le parecía muy acertado el compromiso de su nieta, aunque se sintió obligada a formular ciertas observaciones bastante pesimistas acerca de las dificultades de la vida matrimonial. Contó la historia de cómo John Godolphin descubrió tener un cáncer en la garganta durante su luna de miel, y otras, no mucho mejores.
Celia pensaba que Jim tenía un aspecto demasiado saludable y joven como para correr la misma suerte que John Godolphin, aunque Grannie siempre decía: «Ah, querida; es que los que parecen vender salud son los primeros que caer». Grannie le habló asimismo de la infidelidad de los hombres, citándole el caso del anciano almirante Colingway, que contagió a su esposa cierta enfermedad y luego se fugó con la institutriz. Aquella pobre mujer no podía tener ni una doncella aceptable, porque el almirante las asustaba, saliendo de repente de detrás de las puertas. Naturalmente, ninguna mujer quería quedarse en la casa.
Pero este riesgo le parecía a Celia demasiado improbable. Ni aun exigiendo mucho de su imaginación, podía concebir a Jim emboscando a las criadas, para lanzarse luego sobre ellas. No era capaz de verlo como un anciano sátiro.
Jim le caía bien a Grannie, aunque secretamente la desilusionara algo. No podía comprender muy bien que un hombre joven no fumara ni bebiera y que mostrara desasosiego cuando se hacían bromas apenas intencionadas. Francamente, prefería a los jóvenes de su generación. Eran hombres de pelo en pecho.
—Sin embargo —decía esperanzada—, la otra noche, le vi recoger un puñado de gravilla del suelo de la terraza y me pareció un gesto delicado; tú habías puesto los pies allí mismo.
En vano intentó Celia explicarle que el gesto tenía otra motivación y que obedecía al interés de Jim por las diferentes clases de tierra que por allí había. Grannie no quería saber nada con los tecnicismos.
—Eso es lo que él te dijo, tontuela. Pero hazme caso a mí, que conozco a los hombres jóvenes. ¡Mujer, si el joven Planterton llevó un pañuelo mío cerca de su corazón durante siete años! ¡Y solo había estado conmigo una sola vez, durante un baile!
Por indiscreción de Grannie, las noticias llegaron a oídos de la señora Luke.
—Bueno, hija, según he creído entender, has entrado en relaciones amorosas con un joven. Me alegro mucho de que no hayas aceptado a Johnnie de Burgh. Mi marido siempre me decía que no dijera ni media palabra, pues podría poner en peligro los proyectos matrimoniales de Johnnie; pero he de decirte que personalmente siempre pensé que tiene cara de besugo.
Así era la señora Luke.
—Roger Raynes siempre pregunta por ti, pero yo trato de desengañarle. Por cierto, es un hombre de buena posición, lo cual explica que no se dedicara profesionalmente al canto. Lástima, porque se hubiera destacado. De todos modos, no creo que fuera para ti. Es un hombre poco centrado. Por otra parte, suele desayunar con un filete y siempre se corta al afeitarse. Odio a los hombres que se cortan al afeitarse.
Un día de julio, Jim llegó muy agitado. Un hombre de negocios muy rico, amigo de su padre, se disponía a dar la vuelta al mundo con el fin de estudiar de cerca los problemas agrícolas y le había propuesto a Jim que le acompañase en calidad de asesor.
Explicó el asunto a Celia con todo lujo de detalles y poniendo mucho calor en las perspectivas del proyecto. Al ver que Celia compartía el interés de él y que no se oponía al viaje, su rostro reflejó agradecimiento. Había pensado que tal vez se sintiera molesta por la dilatada ausencia que el viaje implicaba.
Quince días después, Jim salió rumbo a Dover, lleno de entusiasmo. A poco de llegar allí envió un telegrama:
TE ENVÍO TODO MI AMOR. CUÍDATE MUCHO. JIM.
Qué encantadoras son las mañanas de agosto… Celia salió a la terraza situada delante de la casa y miró a su alrededor. Era temprano y aún había rocío en el césped, una larga pendiente verde que Miriam se había negado a adornar con lechos de flores. Un poco más allá estaba el haya, más grande que nunca, pesada y cargada de hojas verde oscuro. Y el cielo era intensamente azul, tan azul como las aguas profundas.
Pensó que nunca anteriormente se había sentido tan feliz. La vieja y familiar sensación de «dolor» volvió a apoderarse de ella. Era tan maravilloso… tan maravilloso… Dolía, pero era maravilloso.
El mundo y la vida eran magníficos.
Escuchó el gong que avisaba de la hora del almuerzo y entró en la casa.
Su madre la miró.
—Pareces muy feliz, Celia.
—Y lo soy. El día es hermosísimo.
Su madre seguía mirándola.
—No es solo eso… El motivo es que Jim se ha ido de viaje, ¿no es así?
Hasta aquel preciso momento la misma Celia no lo había advertido. Sí, se sentía como aliviada de algún peso. El alivio era completo y gozoso. Durante los próximos nueve meses no tendría que leer libros sobre teología, ni oiría hablar de la economía agrícola. Los próximos nueve gloriosos meses podría hacer y sentir lo que le viniese en gana. Era libre. Era libre, sí, libre.
Contempló a su madre y ambas miradas se encontraron.
De pronto, dijo Miriam suavemente:
—No debes casarte con él, hija, si sientes esto.
Las palabras brotaron atropelladamente de los labios de Celia.
—Tampoco lo sabía yo, mamá… Pensé que le quería. Es que es tan bueno… Jim es la persona más estimable que haya encontrado jamás. Espléndido en todos los sentidos.
Miriam asintió con tristeza. Se encontraba ante la ruina de su recién descubierta paz.
—Advertí desde el principio que no le amabas; pero pensé que acaso el cariño fuese creciendo en ti a medida que pasara el tiempo. En realidad ha sucedido lo opuesto y no puedes casarte con alguien que te aburre.
—¡Aburrirme! —repuso Celia con sorpresa—. Jim es muy inteligente. Nunca me he aburrido con él.
—Yo creo que sí. —Y dando un suspiro, Miriam agregó—: Es demasiado joven.
Tal vez pensara en ese momento que si se hubieran conocido no tan jóvenes, acaso las cosas hubiesen sucedido de otro modo. Siempre pensaría que Jim y Celia habían fracasado por muy poco. Pero la verdad era que el proyecto había sido viable.
Secretamente, a pesar de su desencanto y de sus temores por el futuro de Celia, algo en ella cantaba con alegría: «Aún no la perderé. No se alejará tan pronto de mi lado…».
Después de escribir a Jim para decirle que no podía casarse con él, Celia sintió como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
Llevaba la alegría pintada en el rostro cuando Peter Maitland llegó en septiembre con unos días de permiso. El muchacho se sorprendió al verla tan contenta y tan bella.
—De modo que le diste el pase a tu amigo Jim, ¿eh?
—Sí.
—Pobre tío. Sin embargo, estoy seguro de que encontrarás a alguien que vaya mejor a tu temperamento. Porque supongo que los hombres no hacen más que pedirte que te cases con ellos, ¿no es así?
—Oh, no. Solo unos pocos.
—¿Cómo cuántos?
Celia reflexionó.
Estaba aquel hombrecillo de El Cairo, el capitán Gale, y un pobre tonto que había conocido en el barco, cuando volvían a Inglaterra (si es que podía contar a éste); luego el mayor De Burgh, naturalmente; y Ralph; y el amigo de este que cultivaba té (ya casado con otra, dicho sea de paso); y Jim. Aparte, había tenido lugar un ridículo episodio con Roger Raynes, tan solo una semana antes.
En cuanto la señora Luke se enteró de que el compromiso de Celia había quedado en nada, la llamó por teléfono para decirle que fuera a su casa a pasar unos días. Roger estaba por llegar y siempre solicitaba a George que arreglase las cosas de tal modo que le fuera posible verse de nuevo con Celia. Las cosas se presentaban realmente prometedoras: cantaron largo rato en la sala.
—Si Roger pudiese declarar a Celia su amor cantando, tal vez ella le aceptara —dijo la señora Luke a su esposo, con acento esperanzado.
—¿Por qué no le acepta de una dichosa vez y se deja de majaderías? —contestó su marido—. Raynes es un excelente individuo para cualquier mujer.
No valía la pena dar explicaciones sobre tales temas a los hombres. Ellos no podían saber lo que una mujer «ve» o «no ve» en un hombre.
—No es del todo guapo, lo comprendo —agregó George—. Pero la apariencia no importa en un hombre.
—El que inventó esa frase —replicó su mujer— era sin duda hombre.
—Vamos, vamos, Amy. Sabes muy bien que a las mujeres no os gustan los «tarugos bonitos».
E insistía en que Roger debía de tener su oportunidad.
La gran posibilidad de Roger era declararse a Celia cantando. En verdad, tenía una voz magnífica, no solo por la calidad del timbre, sino por cierto tono que la hacía conmovedora y comunicativa. De oírle, Celia podría fácilmente sentirse enamorada. Pero en cuanto la música cesaba, Roger reasumía su poco interesante personalidad.
A Celia le resultaba un poco enervante la fiebre casamentera de la señora Luke. Viendo la inconfundible expresión en sus ojos, se las ingeniaba para estar a solas con Roger lo menos posible. No quería casarse con él. Entonces, ¿por qué dejarle hablar?
Pero los Luke estaban decididos a que Roger «tuviese su oportunidad». Celia se vio obligada a acompañar a Roger a una merienda campestre. Salieron en un pequeño carro, tirado por un caballo.
Desde el principio, las cosas no se le presentaron bien a Roger. Al hablar de los encantos del hogar, Celia le repuso que le resultaba más cómodo el hotel; y cuando dijo que le gustaría vivir a algo así como una hora de Londres, en medio de una atmósfera tranquila y casi campesina, Celia le preguntó:
—¿Qué lugar le parece el peor para vivir?
—Londres. No podría vivir en Londres.
—Pues es el único lugar del mundo donde yo viviría siempre —repuso ella.
Tras decir aquella mentira, le miró.
—Bueno —suspiró Roger—, quizá viviera en Londres, después de todo. Dependería… Si encontrara la mujer ideal que… Bien, quiero decir que ya he encontrado la mujer de mi vida. En realidad yo…
—He de contarle algo muy gracioso que me ocurrió hace unos días —interrumpió Celia muy nerviosa.
Roger no prestó mayor atención a la anécdota. Y en cuanto Celia terminó, prosiguió con lo que estaba diciendo antes de ser interrumpido.
—Sabe usted, Celia, desde que la conocí…
—¿Ha visto ese pajarito? Creo que era un colibrí.
Pero todo fue inútil. Entre un hombre que desea proponer matrimonio y una mujer que no desea que se lo proponga, el hombre siempre gana. Cuanto más empeño ponía Celia en desviar la conversación, más insistía Roger en seguir adelante con su proyecto. Y cuando por fin consiguió su propósito, tuvo que saborear la amargura del rechazo. Celia estaba fastidiada consigo misma por no haber logrado evitar aquella situación. También se molestó por la cara de sorpresa que puso Roger cuando le manifestó que no deseaba casarse con él. El paseo terminó en silencio. Roger diría más tarde a George que, después de todo, quizá hubiese tenido suerte aquella tarde, pues la chica parecía tener un carácter que…
Todo eso pasó por la mente de Celia mientras meditaba sobre la pregunta que acababa de hacerle Peter Maitland.
—Creo que en total han sido siete —dijo con expresión dudosa—. Pero solo en dos casos las proposiciones fueron realmente firmes.
Estaban sentados en el césped, a la orilla del campo de golf. A lo lejos podía verse un magnífico panorama donde predominaban los acantilados. Al fondo brillaba el mar.
Peter retenía entre sus dientes la pipa apagada y, con rápidos movimientos de los dedos, cortaba algunas margaritas salvajes, muy pequeñitas.
—¿Sabes, Celia? —dijo, y su voz sonaba extraña porque Peter, por una vez, parecía estar en tensión—. Puedes añadir mi nombre a esa lista tuya.
Ella le miró asombrada.
—¿Tu nombre?
—Sí. ¿No lo sabías?
—No. Nunca pensé en esa posibilidad. Nunca me pareciste…
—Sin embargo, te he querido desde el primer día. Desde el día de la boda de Ellie. De todos modos, yo no soy el hombre que tú necesitas. Tu marido ha de ser uno de esos tíos emprendedores e inteligentes. Oh, sí; no me lo niegues. Conozco la clase de hombres que podrían enamorarte y sé perfectamente que yo, que soy indolente y perezoso, no pertenezco a esa especie. Nunca me destacaré en la vida porque no estoy hecho para la lucha y la ambición. A veces pienso que si elegí la carrera militar fue precisamente porque en el ejército no hay que tomar decisiones. Solo obedecer. Cumpliré los años reglamentarios en el servicio y después me retiraré sin alharacas ni fuegos de artificio. Por otra parte, gano poco dinero. Tan solo quinientas o seiscientas libras al año.
—Oh, eso no me importaría.
—Ya sé que no; pero a mí me importaría por ti. Tú no sabes lo que es pasar estrecheces… y yo, sí. Para ti solo se concibe lo mejor. Eres tan bonita que podrías elegir como marido a quien quisieras. Y no seré yo quien te ate a un militarcillo del tres al cuarto, que ni siquiera tiene casa propia y que ha de andar cada poco tiempo haciendo las maletas, para cambiarse. No; siempre me propuse mantener la boca cerrada sobre mis sentimientos y dejar que una chica tan maravillosa como tú se casase con quien la mereciera. Me limitaba a pensar que, sólo si la vida te tratara mal o las cosas no rodaran como debieran, bueno, entonces allí me presentaría yo y quizá ese día, en ese momento, encontrara mi oportunidad.
Muy tímidamente Celia puso su blanca mano sobre la de Peter, que de inmediato la retuvo, comunicándole su calor. Qué bien se sentía, pensaba Celia, teniendo entre las suyas la mano de Peter…
—No debí haberte dicho nada, Celia. Y menos aún en estos momentos, porque ya hemos recibido la orden de prepararnos para embarcar de nuevo. De todos modos, acaso sea mejor habértelo dicho antes de mi marcha. Si el candidato adecuado no aparece, allí estaré, esperándote.
Peter, el querido Peter. De algún modo le pertenecía a Celia: a sus juegos, a su jardín. Como Rouncy y el haya. Seguridad, felicidad, hogar…
¡Qué feliz se sentía allí, contemplando aquel paisaje marino, con la mano de Peter en la suya! Siempre sería feliz con Peter, el querido Peter, tan bueno, tan servicial y caballeroso.
Peter, mientras duró la escena, no había mirado a Celia. Su rostro aparecía más bien sombrío y tenso…
—Te quiero mucho, Peter —dijo Celia—. Quisiera casarme contigo…
Peter se volvió hacia ella, lentamente, como todo lo que hacía, y la rodeó con su brazo. Sus ojos oscuros y bondadosos la miraron con intensidad.
La besó; pero no con la torpeza de Jim. Tampoco con la pasión brusca de Johnnie de Burgh. La besó con honda y reconfortante ternura.
—Mi amor —dijo—. Mi amorcito…
Celia deseaba casarse rápidamente e irse a la India con Peter; pero él rehusó con firmeza.
Insistió en que Celia era todavía demasiado joven —apenas contaba diecinueve años— y que no podía ni debía dar aún un paso tan trascendental.
—Me despreciaría a mí mismo, Celia, si me apoderara ávidamente de ti. Podrías cambiar de opinión; podrías encontrarte con alguien que fuese mucho mejor que yo.
—No. No los hay mejores.
—Eso es lo que no sabes. Muchas chicas se sienten locas por un hombre cuando tienen diecinueve años y, a los veintidós, se preguntan qué pudieron ver en él de atractivo tres años antes. No te someteré a ninguna presión. Tienes que darte tiempo y asegurarte bien de que no cometerás un grave error.
Tomarse su tiempo… Así era como los Maitland veían la vida. Nada de prisas, nada de presiones. Siempre había tiempo. Entretanto, la familia no hacía más que perder trenes, llegar tarde, faltar a sus compromisos y, a veces, incluso, a cosas aún más importantes.
Peter habló a Miriam en términos parecidos.
—Usted sabe, señora, lo mucho que yo quiero a Celia. Sospecho que siempre lo ha sabido y por eso confiaba en mí cuando la llevaba a alguna parte. Sé que no soy la clase de hombre que usted desea para Celia…
—Lo que yo deseo es que Celia sea feliz —interrumpió Miriam—. Nunca me opuse a que se casara contigo si ella lo deseaba. Te diré más: creo que sería muy feliz casada contigo.
—Daría la vida por hacerla feliz y eso lo sabe usted perfectamente. Pero no quiero apresurarla ni forzar sus decisiones. Algún hombre adinerado podría cruzarse en su camino y, si a ella le atrajera…
—El dinero no lo es todo. Cierto que no deseo que Celia llegue a conocer la pobreza; pero si tú y ella os amáis, tendréis lo suficiente para vivir, a condición de que sepáis ser cuidadosos.
—Mi mujer llevaría realmente una vida dura. Y además yo sería el responsable de la separación entre ella y usted.
—Si ella te ama…
—Ese «si» que usted acaba de pronunciar es importante, porque marca una condición. Celia ha de gozar de todas las oportunidades. Es demasiado joven para saber lo que quiere. Dentro de dos años volveré a Inglaterra. Si para entonces…
—Espero que para entonces su opinión sea la misma que ahora.
—Es tan encantadora… No la merezco.
—Eres demasiado modesto —dijo Miriam de pronto—. A las mujeres no les gusta la modestia.
Celia y Peter fueron muy felices durante aquellos quince días. Dos años pasarían pronto.
—Y te prometo que durante todo ese tiempo te seré fiel, Peter. Me encontrarás esperándote.
—Vamos, Celia. Eso es precisamente lo que no has de hacer. No quiero que te consideres prometida a mí, ni que tuerzas tus decisiones por ser fiel a mi recuerdo. Ya sabes que eres libre.
—No quiero serlo.
—Pues lo quieras o no, lo eres.
Celia dijo con súbito enfado:
—Si realmente me quisieras no hablarías así. Querrías casarte de inmediato y llevar a tu mujer contigo.
—Pero amorcito mío, ¿no puedes entender que todo lo hago porque te quiero?
Al ver su expresión afligida, Celia comprendió que decía la verdad y que su amor temía coger lo que tanto ansiaba.
Tres semanas más tarde Peter embarcó.
Un año y tres meses más tarde, Celia se casaba con Dermot.