Celia se divirtió mucho, es cierto; pero también tuvo momentos de angustia y sufrimiento a causa de su timidez, rasgo que distinguía su personalidad desde que era una niña muy pequeña. Por tal motivo, solía enmudecer, sintiéndose torpe e incapaz de demostrar que lo estaba pasando bien.
Se preocupaba poco de su aspecto y de todo cuanto fuera pura y simple apariencia. Se concedía a sí misma la verdad, desde luego indiscutible, de ser hermosa. Era delgada y alta, de figura esbelta. Tenía el pelo lacio y abundante, de un magnífico color rubio ceniza. Su rostro ostentaba un color saludable y, en general, pasaba por una escandinava. Lástima que a menudo palideciera por culpa de su timidez y de su carácter nervioso. Aunque, entonces, usar cosméticos era impropio de una hija de buena familia, Miriam le ponía un poco de lápiz de labios en las mejillas todas las noches que salía. Quería que fuese la más bonita.
Pero no era su aspecto lo que más le preocupaba a Celia, sino la idea de que las personas que trataba pudieran considerarla un poco tonta. No era particularmente lista y no serlo le parecía una tremenda desventaja. Nunca sabía qué decir a su compañero de baile. Lo que se le ocurría sonaba solemne y grave. No sabía ser ocurrente.
Miriam la espoleaba continuamente para que hablara más.
—Di algo, mi niña. Cualquier cosa. No importa que sea una tontería. Has de tener en cuenta que para un hombre es muy difícil mantener una conversación con alguien que no sale del sí y del no. No dejes caer la conversación.
Sin embargo, nadie advertía las dificultades de Celia, a excepción de su madre, que sufrió el mismo problema de la timidez no solo a la edad de su hija, sino todo el resto de su vida adulta.
Nadie sabía que Celia era tímida. En general se la tenía por altiva y vanidosa. Nadie adivinaba lo modesta que era y lo mucho que su timidez la hacía sufrir.
Pero a causa de su gran belleza, Celia se divirtió mucho. Además, bailaba bien. A finales de invierno se encontró con que había asistido a cincuenta y seis fiestas, gracias a las cuales llegó a dominar, aunque solo fuera un poco, el juego de la conversación intrascendente. Ahora se sentía menos torpe, tenía más confianza en sí misma y comenzaba a divertirse sin que la timidez le aguara la fiesta.
La vida era como una neblina de bailes y luces doradas, de juegos de polo y partidos de tenis. Era algo poblado de hombres jóvenes que hacían cuanto podían por cogerle la mano, flirtear o besarla y que eran rechazados por su altanería. Para Celia solo un hombre era real: el tostado coronel escocés que estaba allí al frente de su regimiento y que jamás se dignaba a hablar con niñas jóvenes.
Le encantaba el rubicundo y pequeño capitán Gale, que tenía por costumbre bailar tres veces con ella cada noche (tres era el número máximo permitido. No era posible bailar más de tres veces con la misma persona). Solía bromear y decirle que, si bien no necesitaba clases de baile, sí que las necesitaba para aprender a charlar.
Sabía que el capitán Gale la apreciaba; pero se sorprendió mucho cuando Miriam le dijo una noche en que volvían de una fiesta:
—¿Sabías que el capitán Gale desearía casarse contigo?
—¿Conmigo? —repuso Celia con incredulidad.
—Sí. Me habló al respecto. Deseaba saber si, a mi modo de ver, podía abrigar esperanzas.
—Pero ¿por qué no me dijo nada a mí?
Celia se sentía un poco resentida.
—No lo sé; supongo que trató de hacerlo y lo encontró difícil —repuso Miriam sonriendo—. De todos modos tú no quieres casarte con él, ¿verdad, Celia?
—Oh, no. No obstante, sigo pensando que el capitán debió haber hablado conmigo.
Así fue la primera propuesta de matrimonio recibida por Celia. A su modo de ver, nada especialmente satisfactorio.
De todos modos, poco importaba, porque ella no pensaba en aceptar a nadie, excepto al coronel Moncrieff; y éste nunca le vendría con proposiciones. Se quedaría soltera y toda su vida le amaría secretamente.
¡Ay del moreno y bronceado coronel Moncrieff! A los seis meses corría la misma suerte de Auguste, Sybil, del arzobispo de Londres y de Gerald du Maurier.
La vida de persona adulta le resultaba difícil. Era interesante, pero trabajosa. Una siempre tenía que sufrir por una u otra cosa; había que atender al peinado, a las imperfecciones de la figura, a la estupidez al hablar. Y la gente, los hombres, en especial, siempre se las arreglaban para que te sintieras torpe.
En toda su vida Celia no iba a olvidar su primera visita a una casa de campo. Sus nervios le jugaron malas pasadas ya cuando iba en el tren. Unas manchas rojas le salieron en el cuello. ¿Se conduciría bien? ¿Sería capaz (¡qué pesadilla!) de hablar? ¿Le quedarían bien los rizos en la nuca? Miriam siempre se encargaba de hacérselos en la nuca, donde sus manos no llegaban. ¿No la considerarían un poco tonta? ¿Estaría adecuadamente vestida?
Nadie hubiese podido mostrarse más amable y cariñosa que la dueña de casa. Y su marido, también. Con ellos no sentía ninguna timidez.
Estaba muy satisfecha con su gran dormitorio y con la doncella que abría sus maletas para colocar la ropa en el armario y que fue más tarde a ayudarla a vestirse de gala. Le abotonó el vestido en la espalda.
Llevaba un nuevo vestido color rosa, muy sencillo. Al bajar para la cena, se sentía terriblemente nerviosa. Esta sensación se intensificó al percibir la gran cantidad de invitados que había. Aquello era horrible. El anfitrión estuvo encantador con ella; le hablaba, bromeaba y le decía «nube rosa», porque siempre la veía ataviada de ese color.
La cena era exquisita. Sin embargo, Celia no pudo sacarle todo el provecho que merecía, porque era incapaz de decidirse a hablar libremente a sus compañeros de mesa. Uno de ellos era un hombre regordete y más bien pequeño, de rostro muy colorado; el otro, por el contrario, era alto y tenía los cabellos un poco grises en las sienes. La miraba con expresión enigmática y como burlona.
Le habló, sin embargo, en tono serio de libros y obras teatrales. Luego varió de tema y empezó a hablarle del campo. Le preguntó dónde vivía. Cuando ella se lo dijo, él repuso que tal vez para Pascuas fuese por allí. Aprovecharía para hacerle una visita, si ella no ponía inconveniente. Celia le repuso que, por el contrario, le daría una gran alegría.
—Pues entonces, ¿por qué no muestra usted una expresión más alegre? —preguntó él, riendo.
Celia sintió que se ruborizaba.
—Me gustaría que la perspectiva la alegrara realmente, ya que hace un minuto he resuelto ir a verla.
—El lugar es muy bonito —dijo ella.
—No es el paisaje lo que me interesa.
Celia hubiera deseado que las personas no dijesen nunca frases como aquélla. Apartó su pan presa de gran nerviosismo. Su vecino la miraba con expresión divertida. ¡Qué niñita le parecía! Gozaba poniéndola en aprietos, de modo que comenzó a decirle frases elogiosas, en algún caso realmente extravagantes.
Celia sintió un gran alivio cuando su compañero se volvió hacia la mujer que estaba a su otro lado, dejándola a cargo del regordete. Se llamaba Roger Raynes, según le dijo. Pronto se encontraron hablando de música. En realidad, Raynes era cantante y aunque no era profesional, eso no quitaba que, en ciertas oportunidades, hubiera actuado como tal. Celia llegó a sentirse muy feliz charlando con él.
No había reparado en los platos que se servían. De pronto vio un helado que representaba una delgada columna color melocotón, adornada con violetas cristalizadas.
El primer intento del camarero por servírselo había fracasado, porque la columnita zozobró antes de ser puesta ante Celia. Entonces volvió al gran aparador y, después de restaurarla, parecía dispuesto a llevárselo de nuevo a Celia; pero alguna otra exigencia distrajo su atención, de modo que no se lo llevó enseguida. Esto la puso nerviosa y, durante unos instantes, no prestó atención a lo que el hombrecillo rubicundo le decía.
Después de la cena hubo música. Roger Raynes cantó y ella le acompañó al piano. Tenía una magnífica voz de tenor y Celia disfrutó mucho tomando parte en el espectáculo. Era una acompañante experta y comprensiva, que no obstaculizaba los detalles expresivos del cantante. Luego le tocó a ella cantar. Era extraño, pero nunca sentía nervios cuando se trataba de cantar. Roger le dijo, muy amablemente, que tenía una voz encantadora, aunque habló más bien de la suya propia. Le pidió a Celia que volviese a cantar; y cuando ella le dijo que por qué no lo hacía él, no fue preciso repetírselo.
Aquella noche Celia se fue a la cama muy feliz. La fiesta en la casa de campo no había sido, a fin de cuentas, algo tan temible.
La mañana siguiente transcurrió de manera muy agradable. Fueron a dar paseos, visitaron los establos y echaron un vistazo a los cerdos de raza. Luego Roger Raynes le dijo que si no tendría inconveniente en entrar en la casa para acompañarle en algunas canciones a las que deseaba dar un repaso. Ella accedió. Cuando había cantado unas seis, cogió una partitura llamada «Lirios de amor». Al terminar de cantarla le dijo:
—Deme su opinión sincera sobre la canción que acabo de interpretar. ¿Le ha gustado?
—Bueno… —dijo Celia—. Es tal vez algo triste.
—Estamos de acuerdo —afirmó Roger Raynes—. Hasta ahora no estaba muy seguro, pero su opinión ha servido para confirmar mi punto de vista inicial. A usted la canción no le gusta, de modo que ¡allá va!
Cogió el papel y después de romperlo, lo arrojó a la chimenea. Celia estaba impresionada. Era una canción nueva que, según le había dicho, la había comprado el día anterior; y a causa de su opinión adversa, él la había echado al fuego.
Se sintió una persona mayor, cuyas opiniones pesaban. Una persona importante.
El gran baile de disfraces, que era en realidad la piedra de toque de la invitación a la casa de campo, tendría lugar aquella misma noche. Celia iría vestida como la Margarita de Fausto; toda de blanco y el cabello peinado con raya al medio, cayendo a ambos lados del rostro. Tan rubia, se parecía más a Gretchen de lo que ella misma imaginara. Roger Raynes le había dicho que tenía con él algunas arias de la ópera y que, en alguna ocasión, ya probarían a cantar algunos dúos.
Celia se sentía nerviosa cuando comenzó el baile. Siempre encontraba dificultad en conducirse adecuadamente en una fiesta grande y no sabía bien por qué se encontraba, a menudo, bailando con hombres que no le interesaban gran cosa. Luego, cuando aparecían los que le interesaban, ya no le quedaban más bailes que conceder. Por otra parte, si fingía estar muy solicitada corría el peligro de que esos hombres interesantes no se acercaran a ella; y en caso contrario existía la probabilidad de encontrarse sola (horror). Algunas chicas parecían sortear con facilidad el problema. Pero ella, tuvo que reconocerlo por centésima vez, no era lista.
La señora Luke, que era la anfitriona, se dedicó mucho a Celia, ocupándose de presentarle toda clase de personas.
—El mayor De Burgh.
El presentado hizo una reverencia.
—¿Quiere usted bailar?
Era un hombre corpulento, de aspecto caballuno, grandes mostachos rubios y rostro colorado. Parecía tener unos cuarenta años. Acaso cuarenta y cinco.
Se apuntó con tres bailes en el carnet de Celia y le pidió que cenase más tarde con él.
A Celia no le resultaba nada fácil entenderse con el mayor. Era hombre parco en el hablar y, en cambio, la miraba insistentemente, haciéndola sentirse más tímida.
La señora Luke dejó la fiesta cuando ésta estaba en pleno apogeo. No parecía encontrarse muy bien.
—George cuidará de ti y te llevará de vuelta a tu habitación, Celia. A propósito, parece que has conquistado definitivamente al mayor De Burgh.
Celia sintió que su confianza se afirmaba. Temía haber caído mal al mayor.
Bailó mucho y, a eso de las dos de la mañana, George se dirigió hacia ella.
—Hola, nube rosada. Ya es hora de que los caballos vuelvan a su establo.
Pero ya en su dormitorio, se encontró con que no podía desabrocharse el vestido si alguien no la ayudaba. En ese momento oyó la voz de George en el corredor. Se despedía de otros invitados. ¿Le pediría que la ayudase, o no? Si no lo hacía, le esperaba una noche sin poder desvestirse. Pero su valor la abandonó. A la mañana siguiente, Celia, todavía completamente vestida, dormía profundamente.
El mayor De Burgh volvió al día siguiente. Ante el coro sorprendido que le dio la bienvenida, explicó que no había salido de casa aquella mañana. Se sentó, pero habló poco. La señora Luke le sugirió que acaso le interesara ver los puercos y dijo a Celia que le acompañara.
Durante la cena, Roger Raynes parecía malhumorado.
Al otro día, Celia pasó una tranquila mañana con sus anfitriones. Los demás se habían marchado temprano. Ella lo haría en el tren de la tarde. Alguien, llamado «el querido Arthur, ese tío tan simpático» fue a almorzar. Era, a ojos de Celia, un señor muy anciano y nada simpático. Hablaba en voz baja y fatigada.
Después del almuerzo, habiendo dejado la habitación la señora Luke, quedó a solas con Celia y aprovechó para acariciarle las rodillas.
—Encantadora —murmuró—. Encantadora. No le importa, ¿verdad?
Sí que le importaba; y mucho. Sin embargo soportó la caricia, suponiendo que aquélla sería una conducta habitual en tal tipo de programas. No quería dar la impresión de que carecía de mundo, ni parecer torpe o inmadura. Apretó los dientes y no dijo nada.
El simpático Arthur deslizó técnicamente un brazo en torno a su cintura y la besó. Celia se enfrentó a él furiosa, empujándole.
—No puedo… Oh, por favor. No puedo…
La cortesía es la cortesía. Pero había cosas que no estaba dispuesta a tolerar.
—Qué hermosa cinturita —dijo Arthur, volviendo a rodearle la cintura.
La señora Luke entró en aquel preciso momento, advirtiendo de inmediato la expresión de Celia y también su rostro ruborizado.
—¿Se mostró Arthur atento contigo? —le preguntó mientras se dirigían a la estación—. No suele ser de fiar cuando se encuentra a solas con niñas bonitas. Pero no pasa a mayores.
—¿Es preciso permitir a los caballeros que le acaricien a una las rodillas? —preguntó Celia.
—¿Qué? ¡Por supuesto que no, querida niña!
—Bueno —dijo Celia con un profundo suspiro de alivio—. Me alegro mucho.
La señora Luke parecía divertirse.
—Qué graciosa eres —comentó.
Tras un silencio en el que dejó correr sus pensamientos, agregó:
—Estabas muy bonita en el baile. Algo me dice que tendrás noticias de Johnnie de Burgh. —Su acento adquirió un deje de complicidad—. Es enormemente rico.
Al día siguiente de llegar Celia a su casa recibió una gran caja de chocolatinas envuelta en papel rosado. Ninguna tarjeta hacía suponer el nombre de quién la enviaba. Dos días después, llegó a sus manos un paquetito que contenía una pequeña caja de plata. Grabada en la tapa, podía leerse la palabra «Marguerite» y la fecha del baile.
Esta vez, el envío traía una tarjeta: la del mayor De Burgh.
—¿Quién es, Celia? —preguntó su madre.
—Alguien a quien conocí en el baile.
—¿Qué tal es?
—Algo viejo y de cara rubicunda. Muy simpático; pero habla poco.
Miriam asintió con la cabeza. Aquella noche escribió a la señora Luke.
La respuesta fue muy clara y explícita, porque su corresponsal era una perfecta casamentera:
El mayor es una persona de excelente situación económica. Realmente excelente. Suele salir de caza con B. A George no le cae particularmente bien, pero nada puede afirmarse razonablemente en contra suya. Yo diría que lo de Celia ha sido un «flechazo». La niña es encantadora y carece en absoluto de malicia. Es de las que atraen a los hombres. A los de hoy en día parece gustarles mucho el cabello rubio y los hombros tan bajos como los de Celia.
Una semana después, el mayor De Burgh se encontraba «casualmente» por los alrededores. ¿Tendría valor para ir a visitar a Celia y a su madre?
Así lo hizo. Seguía siendo parco en palabras y se limitó a permanecer en su asiento contemplando a Celia siempre que podía. Con cierta torpeza hizo cuanto pudo por establecer amistad con Miriam.
Sin que acertara a comprender por qué, Miriam estaba un poco perturbada cuando el mayor se marchó. Su actitud intrigaba a Celia, porque habló de temas inconexos, diciendo en algún caso frases carentes de sentido.
—Me pregunto si está bien eso de rezar por algo… Qué difícil es saber lo que está bien…
De pronto dijo:
—Quiero que te cases con un hombre bueno. Un hombre como tu padre. El dinero no lo es todo; pero vivir confortablemente es algo que significa mucho para cualquier mujer…
Celia aceptaba y daba respuesta a aquellas consideraciones sin pensar que las mismas tuviesen algo que ver con la reciente visita del mayor De Burgh. Su madre acostumbraba, por lo demás, a hablar un poco en abstracto y a decir cosas que no parecían venir al caso.
—Quisiera que te casaras con un hombre mayor que tú. Los hombres, cuando son mayores, son más atentos y cuidan mejor a sus mujeres.
Los pensamientos de Celia volaron momentáneamente hacia el coronel Moncrieff, cuyo recuerdo ya estaba desvaneciéndose en su memoria.
Durante el baile había estado con un joven oficial que medía casi dos metros. De momento se inclinaba por idealizar a los jóvenes y guapos gigantes.
—Cuando volvamos a Londres la semana que viene —dijo Miriam— el mayor De Burgh quiere llevarnos al teatro. Será divertido, ¿no te parece?
—Mucho.
Cuando el mayor De Burgh le propuso matrimonio, Celia se llevó la gran sorpresa. Ni lo que le dijera la señora Luke, ni las observaciones casuales de su madre habían causado en ella mayor efecto. Veía claramente en sus propios sentimientos, pero era incapaz de adelantarse a los acontecimientos y a menudo no advertía lo que se desarrollaba a su alrededor.
Miriam había invitado al mayor De Burgh a visitarlas un fin de semana. Mejor dicho, él hizo cuanto pudo por forzar una invitación y Miriam se la cursó.
La primera tarde, Celia le mostró el jardín. Encontraba a aquel hombre un poco difícil de tratar. Entre otras cosas, nunca parecía prestar mayor atención a lo que ella le decía. Temía parecerle tediosa, porque todo cuanto le explicaba era en realidad un poco simplón. Pero su interlocutor hablaba tan poco…
De pronto, interrumpiendo lo que ella estaba comentando, el mayor le cogió ambas manos y con voz extraña, algo ronca y casi irreconocible, le dijo:
—Marguerite… mi Marguerite. La deseo a usted tanto… ¿Quiere casarse conmigo?
Celia le miró, sorprendida. Estaba pálida y había una expresión de gran sorpresa en sus ojos azules. Se sentía incapaz de hablar. Algo la afectaba. La afectaba poderosamente. Algo que le estaba siendo comunicado por las manos temblorosas que retenían las suyas. Se vio envuelta en un mar de emociones. Algo la asustaba.
Dijo tartamudeando:
—Yo… no. Bueno, no lo sé. Oh, no; no puedo.
¿Qué le hacía sentir aquel hombre, aquel señor maduro y extraño al que hasta ahora había prestado tan poca atención y del que solo sabía que tenía interés por ella?
—La he sorprendido, mi querida niña, mi amorcito. Es usted tan joven y pura. No podría comprender lo que siento por usted. La amo.
Celia no hubiese podido explicar por qué no retiró sus manos y dijo de inmediato que lo sentía mucho, pero que no podía pensar en él en términos similares.
¿Por qué, en lugar de obrar de tal modo, permaneció inmóvil, mirando a aquel hombre y sintiendo que las emociones remolineaban en su cabeza?
El mayor De Burgh la atrajo cariñosamente hacia él y ella, aunque resistió, no se opuso con firmeza a sus avances, ni hizo ademán de separarse.
—No quiero preocuparla de momento —dijo él con suavidad—. Piénselo con calma.
Dejó de presionarla y Celia se puso en pie, encaminándose hacia la casa. Al llegar, subió las escaleras y, ya en su dormitorio, se tumbó en la cama, permaneció así largo rato, con los ojos cerrados. El corazón le latía con gran fuerza.
Media hora más tarde, su madre entró silenciosamente en la habitación.
Sentándose en la cama, cogió entre las suyas una mano de Celia.
—¿Te lo ha contado, mamá?
—Sí. Te quiere mucho. ¿Qué es lo que sientes tú por él, cariño?
—No lo sé. Es todo tan extraño…
No acertó a decir nada más. Todo le resultaba muy raro. Eso de que una persona, hasta entonces prácticamente desconocida, se transformase en alguien que la amaba y que la transformación se operase en un minuto… No sabía lo que sentía ni tampoco lo que deseaba.
Y menos aún era capaz de interpretar la perplejidad de su madre.
—No tengo muy buena salud. Desde hace un tiempo rezo para que Dios te envíe un hombre bueno, que te proporcione un hogar y te haga feliz… Nos queda tan poco dinero… Últimamente he tenido que gastar mucho con Cyril… Poco te quedará el día que yo muera. Sin embargo, no deseo que te cases con alguien tan solo porque es rico, sino porque le amas. De todos modos, tienes cierta tendencia al romanticismo. No debes olvidar que eso del príncipe azul es pura utopía. Tan pocas mujeres tienen la suerte de casarse con el hombre del que están platónicamente enamoradas…
—Pues tú fuiste una de ellas.
—Es cierto… sí… pero, aun así, no siempre es razonable, ni deseable amar tanto. Mejor es que te amen a ti… La vida resulta más llevadera y fácil. Creo que yo nunca supe proporcionarme una vida cómoda. Me gustaría saber más sobre ese hombre… Para estar segura de que te conviene realmente. Podría ser bebedor… Podría… No sé; podría tener defectos importantes. Por otra parte, ¿cuidaría de ti?, ¿sería considerado y bueno? Sea como fuere, es preciso que alguien cuide de ti cuando yo me haya marchado de este mundo.
La mayor parte de aquel monólogo no afectó mayormente a Celia. El dinero nada significaba para ella. Cuando su padre vivía habían sido ricos y después de morir dejaron de serlo. No obstante, ella no se había percatado de la diferencia entre ambas circunstancias y situaciones. Siempre había tenido su hogar, el jardín y su piano. Igual.
Para ella, matrimonio significaba amor. Amor poético y romántico. Luego, la felicidad para el resto de la vida. Ninguno de los libros que había leído hasta entonces le había enseñado nada sobre los problemas prácticos de la vida. Ahora lo que más le confundía e intrigaba era la ignorancia sobre si quería o no al mayor De Burgh. Un minuto antes de que él le propusiera matrimonio hubiese dicho que no. ¿Pero ahora? Indudablemente había sabido despertar en ella algo… algo cálido, excitante e incierto…
Miriam había resuelto previamente que lo mejor sería que De Burgh se marchara, dejando que Celia pensara en su proposición. Consideraba que debían pasar unos dos meses. El pretendiente estuvo de acuerdo. Pero escribió… Y lo insospechado fue que el parco e inarticulado orador era un verdadero maestro cuando se trataba de cartas de amor. A veces eran breves y otras largas; pero siempre resultaban variadas y, en general, constituían el tipo de cartas que una muchacha sueña recibir. Al cabo de los dos meses, Celia había llegado a la conclusión de que estaba enamorada de Johnnie de Burgh. Fue a Londres con su madre, dispuesta a decírselo. Pero al verlo se apoderó de ella una extraña sensación de rechazo. Aquel hombre era un extraño, a quien ella nunca había amado. Se lo dijo.
De Burgh no encajó resignadamente su derrota. Cinco veces más pidió a Celia que se casase con él. Durante más de un año siguió escribiéndole. Le decía que aceptaba que ella tan solo le brindase su amistad, le enviaba pequeños regalos y, a veces, llegaba a acosarla con persistencia. Su estrategia casi logró los resultados apetecidos.
Todo aquello era tan romántico, tan parecido a lo que Celia tenía por un serio galanteo… En sus cartas siempre decía justamente lo apropiado. Sin duda, aquello de escribir se le daba de maravilla. Hasta podía decirse que era un escritor nato. Y como por sus manos habían pasado muchas mujeres, era un experto en materia de psicología femenina. Sabía cómo atraer a una mujer casada y también a una niña. Celia estuvo en un tris de casarse con él. Faltó muy poco. Pero algo en su interior sabía serenamente lo que quería y no aceptaba ser engañada.
Fue por aquella época cuando Miriam instó a su hija a leer una serie de novelas francesas. Decía que era conveniente para no olvidar el idioma.
Incluían la obra de Balzac y de otros autores del realismo. Y también le recomendó ciertas novelas inglesas que pocas madres pondrían en manos de sus hijas.
Pero un propósito guiaba a Miriam.
Había decidido que Celia, tan inclinada al ensueño y a caminar por las nubes, no perdiera contacto con la vida.
Celia leyó todos los libros con dócil obediencia y poco interés.
Tenía, además, otros pretendientes. Uno de ellos era Ralph Graham, el niño pecoso de la clase de baile. Ahora tenía una plantación de té en Ceilán. Siempre, ya desde niño, se había sentido atraído por Celia. En cierta ocasión, de visita en Inglaterra, encontró a Celia, a la que no había visto durante años. Le pidió que se casara con él, pero Celia rehusó sin vacilar. Un amigo suyo, que le acompañaba durante su estancia, escribió más tarde una larga carta a Celia manifestándole que no había querido interferir en los sentimientos de su amigo, pero que, como había rechazado a éste, podía decirle que se había enamorado de ella. ¿Había esperanzas para él? No, no las había. Ni Ralph ni su amigo le causaron impresión a Celia.
Pero durante el año que duró el asedio de Johnnie de Burgh conoció e hizo amistad con Peter Maitland. Era bastante mayor que sus hermanas, a las que Celia había conocido después de morir su padre. Había hecho la carrera militar y, en consecuencia, había pasado varios años fuera de Inglaterra. Ahora estaba de vuelta para ocupar un cargo en la madre patria. Su regreso coincidió con el compromiso matrimonial de su hermana Ellie. Celia y Janet serían damas de honor en la ceremonia. Y fue precisamente en la boda donde Celia conoció a Peter.
Era alto y moreno. Escondía su natural timidez tras una actitud indolente que le favorecía. Todos los Maitland eran bastante parecidos entre sí: buenos amigos de sus amigos y gente poco dada a complicarse inútilmente la vida. Nunca se les veía con prisas por algo o por alguien. Si perdían un tren, decían que ya vendría otro. Si llegaban tarde para el almuerzo, suponían que ya se habría encargado alguien de dejarles algo de comer. Todos carecían de grandes ambiciones y también de energías.
Peter era el más perfecto exponente de los rasgos de la familia. Nunca se le había visto correr por nada, ni se sabía que anhelara algo con vehemencia. «Tanto da ahora como dentro de cien años» era su lema.
El matrimonio de Ellie fue típico de los Maitland. Su madre, una mujer corpulenta a la que casi todo le resultaba aceptable porque tenía muy buen carácter, no solía levantarse antes del mediodía. Era frecuente que se olvidara de disponer el almuerzo. Aquella mañana, lo que ocupó prácticamente a toda la familia fue el problema de «meter a mamá dentro de su vestido de gala». Como a mamá le disgustaba estarse las horas de pie en casa de la modista, cuando fue a ponerse el vestido color gris perla resultó que le era estrecho. Hasta la mismísima novia tuvo que colaborar en la tarea de darle a las tijeras y de arreglar un ramo de orquídeas de tal modo que tapase el remiendo de urgencia. Sin este parche la señora Maitland no hubiera entrado en su atuendo de madrina. Celia había ido temprano, con el fin de prestar ayuda si el caso se presentaba, pero la lentitud del ritmo familiar y los numerosos imprevistos hicieron pensar a Celia que la boda no se podría celebrar y que tendrían que posponerla. Cuando Ellie debía estar casi lista, dándose los últimos toques al peinado y al vestido, aún estaba con el camisón puesto, cortándose las uñas de los pies.
—Tenía intención de cortármelas anoche —explicaba—. Pero con todo este trajín lo olvidé.
—El carruaje espera, Ellie.
—¿Oh, sí? Bueno, pues entonces alguien tendrá que telefonear a Tom y decirle que me retrasaré una media hora.
Y tras una pausa agregó:
—Tom es tan bueno… Le quiero tanto que no me gustaría que se pusiera nervioso en la iglesia pensando que se me había ocurrido cambiar de opinión.
Ellie era muy alta; medía cerca de metro ochenta. El novio solo alcanzaba el metro setenta. Era, según palabras de Ellie, «un alegre hombrecito, dulce como un bombón».
Mientras la familia rodeaba a la novia tratando de apresurar un poco las cosas (siempre dentro de la mayor de las parsimonias), Celia salió un poco al jardín, donde el capitán Peter Maitland fumaba plácidamente una pipa, sin preocuparse en absoluto por la tardanza de su hermana.
—Thomas es un tío sensato —dijo—. La conoce bien y no llegará a la iglesia a la hora convenida.
Cuando hablaba con Celia no podía ocultar del todo su timidez; pero como sucede a menudo con dos tímidos que se encuentran, tardaron poco en encontrar una vía de comunicación.
—Creerá usted que somos una familia un poco chiflada —dijo Peter.
—Oh, no. Solo creo que los Maitland no tienen mayor sentido del tiempo.
—Vaya, ¿y de qué sirve eso de pasarse la vida corriendo en todas direcciones? Es mejor no hacerse mala sangre y vivir lo mejor que se pueda.
—¿Y usted cree que así se llega a algún sitio? —preguntó Celia riendo.
—¿A qué sitio hay que llegar? Las cosas de la vida se parecen bastante entre sí. No hay de qué preocuparse.
Mientras estaba en su casa, durante los permisos, Peter Maitland solía rehusar las invitaciones. Odiaba la «charla de sociedad», según decía. Además no sabía bailar. Si jugaba al golf o al tenis, prefería hacerlo con sus amigos o con miembros de la familia. Sin embargo, después del matrimonio de su hermana pareció considerar a Celia como a una hermana más. Ambos, junto con Janet, solían hacer muchos planes.
Algo más tarde, cuando Ralph Graham quedó convencido de que Celia nunca le amaría, comenzó a sentirse atraído por Janet y el trío se transformó en cuarteto. Finalmente se resolvió en dos parejas: Janet y Ralph comenzaron a hacer sus propios planes y lo mismo sucedió a Celia y a Peter.
Éste le daba clases de golf.
—Pero no juguemos demasiado rato, por favor. Solo unos cuantos hoyos, no muy trabajosos y luego a sentarse a la sombra con una buena pipa. Hace demasiado calor.
La perspectiva no desagradaba a Celia. Los deportes no se le daban muy bien, lo cual la hacía sufrir casi tanto como el no tener buenos pechos. Pero con Peter aquello no importaba.
—Al fin y al cabo no te propones ser una profesional, ¿verdad? Ni batir ningún récord. Pues tómate las cosas con calma y pásalo bien.
Peter ya la tuteaba. Curiosamente, el cambio de trato no alteró las relaciones cordiales entre ambos.
A pesar de su carácter apacible y de su generoso ahorro de energías, Peter destacaba en todos los deportes que practicaba, aunque era en el atletismo donde brillaba especialmente. De no ser por su incurable negligencia hubiese podido estar entre los mejores. Pero él prefería, y le gustaba repetirlo así, considerar que los juegos son sólo juegos.
—¿Por qué tanto jaleo con algo que sólo es para pasar el rato?
Miriam simpatizaba mucho con Peter. En verdad, toda la familia Maitland le gustaba; pero él, por su encanto indolente y su innata bondad, era su favorito. Le gustaban sus maneras agradables y su modo simple de ser servicial.
—No se preocupe usted por Celia —le decía, si se disponían a dar una vuelta a caballo—. Ya cuidaré yo de ella. Créame que la cuidaré bien.
Y Miriam sabía que podía confiar en sus palabras, porque Peter Maitland infundía una rara especie de seguridad y ella tenía fe en lo que decía.
No ignoraba del todo la amistad entre ambos. Cierto día decidió hablar con su hija, sin aparentar entrometerse demasiado.
—Una chica como tú, Celia, ha de casarse con alguien que cuide bien de ella y que tenga los medios para hacerlo. Un hombre correcto, caballeroso, al que le gusten los deportes y todo eso, ya sabes. Un hombre de una pieza.
Al terminar el permiso de Peter, éste tuvo que volver a su regimiento, que estaba situado en Aldershot. Celia le echó muchísimo de menos. Le escribió y él también a ella. Cartas amistosas, francas, cuyo contenido se parecía mucho a las frecuentes conversaciones que habían mantenido.
Cuando Johnnie de Burgh comprendió que sus pretensiones no serían atendidas y reconoció la inutilidad de continuar el asedio, Celia se sintió ligeramente deprimida durante cierto tiempo. Los esfuerzos que había tenido que hacer para neutralizar su influencia habían sido mayores de lo que ella misma pensara, y al desaparecer de su vida el mayor, se preguntó si, a fin de cuentas, no lo lamentaba de veras… Acaso Johnnie le importara más de lo que creía. Echaba de menos sus cartas, sus regalos y hasta el continuo asedio al que se viera sometida durante meses.
No entendía muy bien la actitud de su madre. ¿Estaba contenta de que todo hubiese terminado o, por el contrario, lamentaba aquel final? A veces le parecía lo primero y otras, lo último. En realidad Celia no andaba muy descaminada en sus apreciaciones.
Al principio Miriam se sintió aliviada. Nunca la llegó a convencer Johnnie de Burgh para su hija, aunque no podía decir exactamente el porqué. Era indudable que quería a Celia; no había nada en su pasado que le descalificara como posible marido y, si bien podía decirse que tenía «horas de vuelo», esto era más bien una ventaja a ojos de Miriam, para quien tales hombres eran los mejores maridos.
De todos modos, su mayor preocupación cuando pensaba en la felicidad de su hija giraba en torno a su propia salud. Le alarmaba la posibilidad de morir sin que Celia hubiera encontrado la felicidad. Los desarreglos cardíacos fueron haciéndose más frecuentes. Del lenguaje de los médicos, hecho de pequeños sobreentendidos, diplomática reserva y alguna que otra acepción técnica, había sacado la conclusión de que lo mismo podía vivir muchos años que un buen día caerse muerta de repente. En este caso, ¿qué sería de Celia? Dinero iba a dejar poco. Tan solo Miriam conocía la verdad de su situación financiera.
Dejaría una verdadera insignificancia.
Comentario de J. L.
Algo nos llama la atención a nosotros, personas de esta época: ya que Miriam agotaba rápidamente sus recursos y temía por el porvenir económico de su hija, ¿por qué no se preocupó de darle una profesión?
Sin embargo, no pienso que a la madre de Celia se le pasara alguna vez por la cabeza semejante eventualidad. Era, así la imagino yo, una mujer extraordinariamente receptiva, al tanto de los nuevos pensamientos. Conpeía las nuevas ideas que iban tomando cuerpo en el mundo, pero, sin duda, jamás tuvo en cuenta la concreta posibilidad de que su hija se capacitase para ganar dinero. Y, si alguna vez la concibió, resulta obvio que no la consideró seriamente.
Me parece claro que conocía la extremada vulnerabilidad de su hija. El lector podrá objetar que la misma pudo haber sido considerablemente menor si una formación adecuada la hubiera preparado para luchar. Tal vez; pero yo no creo que sea así. Como suele suceder a las personas que gozan de una fundamental visión interior, Celia era notablemente impermeable a las influencias externas. A la hora de las realidades concretas no tenía nada de lista.
Pienso que Miriam sabía eso, que conocía las deficiencias vitales de su hija. Probablemente, la elección de esa serie de novelas realistas francesas (de Balzac y de otros) atendía a un objeto: ya se sabe que los franceses son grandes amigos de las realidades. Quizá deseara que Celia viera la vida y la naturaleza humana como verdaderamente son, es decir como algo a la vez vulgar, sensual, espléndido, sórdido, trágico e intensamente cómico. Si no logró lo que se propuso, fue porque Celia tenía un carácter que, en cierto modo, armonizaba con su apariencia. Era escandinava de aspecto y también lo era de sentimientos. Lo que a ella le iba eran las largas sagas, los relatos épicos de viajes y héroes. Si de niña se deleitaba con los cuentos de hadas, de adulta prefería leer a Maeterlinck, a Fiona McLeod y a Yeats. También leía otros libros, los que su madre le recomendaba, pero sus personajes eran para ella tan irreales como los cuentos de hadas y las fantasías lo son para un realista convencido.
Somos como somos. Algún antepasado escandinavo se reencarnó en Celia. La robusta Grannie, el alegre y despreocupado John, la inesperada Miriam fueron portadores de una secreta corriente, en la que latía la sangre nórdica y de la que nunca llegaron a tener clara conciencia.
Resulta asimismo interesante destacar el hecho de que Cyril, el hermano de Celia, apenas desempeña papel alguno en la historia de su vida. Sin embargo, tuvo que estar a su lado con frecuencia, durante sus vacaciones.
Cyril decidió seguir, como Peter Maitland, la carrera de las armas, siendo enviado lejos, a la India, antes de que Celia llegase a ser una señorita. De todos modos, nunca ocupó un puesto importante en la vida de su hermana y, sin duda, tampoco en la de Miriam. Por lo que he podido inferir del relato de Celia, Cyril fue, al parecer, una gran fuente de gastos para su madre, en especial durante sus primeros años en el ejército. Más tarde dejó la carrera militar para casarse y marchar con su mujer a Rodesia, donde se hizo agricultor. Su personalidad no incidió para nada en el carácter y la vida de Celia.