6. PARÍS

Celia se quedó un año en París y se divirtió mucho durante ese tiempo. Se hizo amiga de las otras chicas de la casa, aunque ninguna de ellas le resultaba del todo real. Acaso Maisie Payne hubiese llegado a serlo; pero se marchó al llegar la Pascua de aquel mismo año. Su mejor amiga era una chica grandota y bastante gorda, llamada Bessie West, que ocupaba la habitación vecina a la suya. Bessie era sumamente charlatana, tanto como Celia buena oyente. Por lo demás, ambas tenían predilección por las manzanas. Bessie hablaba de sus aventuras y escapadas entre dos mordiscos de manzana. Casi siempre sus historias terminaban con la frase:

«Y entonces me despeiné toda».

—¿Sabes, Celia? —le dijo un día—. Me gustas. Me gustas porque eres sensata.

—¿Sensata?

—Sí; no estás hablando siempre de hombres y cosas por el estilo. Las personas como Pamela y Mabel me ponen nerviosa. Cada vez que tengo clase de violín, sonríen tontamente y me dicen que, o yo estoy enamorada de Franz, o él lo está de mí. Todo eso me parece vulgar. Me gusta una fiesta con chicos guapos tanto como a cualquier otra; pero me parece de tontas todo eso de reírse durante la clase de violín.

Celia, que por entonces había superado ya definitivamente su pasión por el arzobispo de Londres, suspiraba ahora secretamente por Gerald du Maurier. Las cosas habían comenzado cuando le vio por primera vez en Alias Jimmy Valentine. Pero no dijo nada a nadie de su secreto amor.

Otra chica, a la cual se sentía vinculada, era una a la que Bessie llamaba «la deficiente mental».

Sybil Swinton tenía diecinueve años y era alta, con espléndidos ojos marrones y una gran mata de pelo trigueño. Bessie le había puesto ese sobrenombre porque era sumamente amable y extremadamente estúpida. Siempre había que explicarle dos veces las cosas más simples. Pero su gran cruz era el piano. Leía la música con grandes dificultades y no se daba cuenta si tocaba incorrectamente alguna tecla. Celia solía sentarse pacientemente a su lado largos ratos, y le decía:

—No, Sybil. Es un do sostenido. Tu mano izquierda está mal colocada. Bueno, ahora el do natural. Veamos. Pero Sybil ¿no me escuchas?

No; Sybil no parecía capaz de escuchar y, si escuchaba, no retenía, aunque de momento comprendiese. Sus padres estaban muy ansiosos porque llegara el día en que realmente fuera capaz de ejecutar algo al piano, tal como lo hacían las otras chicas. Sybil hacía cuanto podía por satisfacerles, pero, en verdad, sus clases de música eran una pesadilla para ella y pronto lo fueron también para la profesora. Madame Le Brun, una de las dos maestras que frecuentaban la casa, era una mujer pequeñita, de pelo blanco y manos como garras. Se sentaba muy cerca de su discípula, cuando ésta daba su lección, con el resultado de que la chica no podía mover libremente el brazo derecho. Era muy exigente en lo tocante a la lectura de partituras a primera vista y solía llevar grandes libros con piezas para tocar a cuatro manos. Alternativamente, la alumna debía pasar de los agudos a los graves, mientras madame Le Brun se encargaba de la otra mitad. Las cosas solían ir bastante bien cuando madame se responsabilizaba de los agudos, porque se concentraba de tal modo en lo que estaba haciendo que descuidaba en gran parte lo que su discípula ejecutaba por su cuenta; y cuando, por fin, prestaba atención, se apercibía de que la niña iba dos o tres compases atrasada o adelantada en los bajos. Esto casi siempre daba lugar a un incidente.

—¿Mais qu’est-ce que vous jouez la, ma petite? ¡C’est affreux tout ce qui’il y a de plus affreux!

Pero Celia disfrutaba con sus lecciones y disfrutó aún más cuando pasó a manos de monsieur Kochner. Este señor solo se encargaba de las chicas que demostraban poseer un verdadero talento. Se le veía muy satisfecho con Celia. Cogiéndole la mano y separando los dedos de manera implacable, solía exclamar al mismo tiempo:

—¿Ve usted la mano bien extendida? Pues ésta es la mano de un pianista. La naturaleza la ha dotado generosamente, mademoiselle Celia. Ahora veamos qué podemos hacer para secundar sus designios.

Monsieur Kochner, por su parte, tocaba con verdadera maestría. Dos veces al año daba conciertos en Inglaterra, según le contó a Celia. Chopin, Beethoven y Brahms eran sus compositores predilectos. Solía dejar a la propia Celia elegir las obras que prefería estudiar. Le comunicaba, además, tal entusiasmo, que ella no vacilaba en hacer ejercicios de teclado durante seis horas al día, tal como él quería. La práctica no constituía para ella un verdadero trabajo. Adoraba tocar el piano. Desde siempre había sido un buen amigo.

Para las clases de canto, Celia acudió a monsieur Barré, que había sido en otros tiempos cantante de ópera. Celia tenía una clara y potente voz de soprano.

—Sus agudos son excelentes —le dijo monsieur Barré—. Es lo que nosotros llamamos voix de tete. Los graves, las notas de pecho, son algo débiles, pero no del todo malas. Lo que en realidad debemos trabajar es el médium. El médium, mademoiselle, procede del paladar.

Luego comenzaba a marcar el compás.

—Veamos ese diafragma. Aspire… retenga… retenga. Ahora expire súbitamente. Magnífico, magnífico. Tiene usted el fiato de una cantante.

Le dio un lápiz.

—Colóquelo entre sus dientes. Assssí. En la esquina de la boca. Y que no vaya a caerse mientras usted canta. Es necesario que llegue usted a pronunciar cada una de las palabras con toda claridad, sin quitarse el lápiz de la boca. Y no vaya usted a decirme que estoy pidiendo imposibles.

En conjunto, podía decirse que monsieur Barré estaba satisfecho con ella.

—Aunque me intriga su francés. No es el francés con el habitual acento inglés que uno espera y que tanto me hace sufrir… ¡Mon Dieu! Nadie sabe hasta qué punto me hace padecer. No. Tiene usted algo así como un acento meridional. ¿Dónde aprendió a hablar el francés?

Celia se lo contó.

—Ah, ¿de modo que su doncella era del sur de Francia? Eso explica todo. Bueno, bueno, también corregiremos eso.

Trabajó mucho su canto y advirtió que su maestro estaba satisfecho con los resultados. No obstante, monsieur Barré se burlaba a veces un poco.

—Es usted como todos los ingleses; cree que cantar significa abrir la boca todo lo posible y dejar salir la voz. De ninguna manera. Está la piel. La piel del rostro, en torno a la boca, que es preciso cuidar. No es usted una niña del coro, sino un proyecto de cantante, que está interpretando la habanera de la Carmen de Bizet, dicho sea de paso, en un tono incorrecto. Usted ha cambiado la tonalidad para que se ajuste a su registro de soprano. Un aria de ópera debe cantarse siempre en la tonalidad elegida por su autor. Alterarla es un insulto a su memoria. Recuerde siempre eso. Quiero que me estudie una canción escrita para mezzo. Vamos, usted es Carmen y yo don José. Lleva una rosa entre los labios, no un lápiz, y canta con el objetivo de tentarme. El rostro, la expresión. Cuidado, su cara parece de madera. Ponga más emoción.

Al terminar la lección, Celia lloraba. Pero Barré era un buen hombre.

—Está bien, está bien, niña. Esa aria no es para usted, simplemente. En su lugar, cantará el «Jerusalén» de Gounod, el «Aleluya» del Cid y otro día volveremos con la habanera de Carmen.

La mayor parte de las chicas empleaba mucho tiempo con la educación musical. El francés les llevaba tan solo una hora cada mañana. Celia, que podía hablar un francés mucho más fluido y rico que las demás, se sentía, sin embargo, terriblemente humillada a la hora de escribirlo. En los dictados, mientras las otras cometían dos, tres o, como mucho, cinco faltas, ella llegaba a las veinticinco y aun a las treinta. A pesar de haber leído innumerables libros en francés, no tenía idea de la ortografía. También escribía mucho más lentamente que las demás. Los dictados eran su pesadilla. Madame decía:

—Pero es que me resulta inexplicable, inexplicable, que escriba usted tan mal. Me parece, Celia, que ni siquiera sabe usted lo que es un participio pasivo.

Era cierto.

Dos veces a la semana, ella y Sybil iban a clase de pintura. A Celia le disgustaba aquella disciplina, que restaba tiempo a sus clases de piano y de canto. Odiaba el dibujo y, más aún, la pintura. Ambas estudiaban el modo de pintar flores.

¡Miserable ramo de violetas en un vaso de agua!

—Las sombras, Celia. Ponga las sombras antes.

Pero Celia no veía bien dónde se encontraban las sombras. Trataba de atisbar lo que Sybil hacía, para poder copiarla.

—Tú sí que pareces saber dónde están esas condenadas sombras, Sybil. En cambio yo no tengo ni idea de ellas. Nunca las veo.

Sybil no tenía un especial talento para el arte; pero, a la hora de dibujar y pintar, Celia era la «deficiente mental».

Odiaba profundamente aquellos ejercicios que consistían en arrancar los secretos de las flores y exponerlos en manchas de color, tras mucho hacer y borrar. Pensaba que las violetas debieran dejarse crecer en los jardines y cortarlas antes de que se marchitaran para ser puestas en vasos. Esto de pintarlas le parecía una incongruencia.

—No veo la razón de dibujar y pintar objetos —dijo cierta mañana a Sybil—. A fin de cuentas, si quieres verlos, ahí los tienes.

—¿Qué quieres decir?

—No sé cómo expresarlo; pero ¿para qué hacer cosas que se parecen a las que ya existen? Es un desperdicio de tiempo y de atención. Si se pudiera dibujar una flor que realmente no existiera, es decir imaginar una, entonces sí que valdría la pena.

—¿Quieres decir sacarte una flor de la cabeza, así como así?

—Sí; pero ni aun eso estaría del todo bien, porque seguiría siendo una flor, aunque imaginada. En realidad, no habrías hecho una flor, sino una mancha sobre un papel.

—Pero Celia, los cuadros, quiero decir, las verdaderas obras de arte, son maravillosas.

—Sí, naturalmente, al menos… —Se detuvo—. Pero ¿de verdad lo son?

—¡Celia! —exclamó Sybil, asombrada por lo que acababa de oír, que para ella era una herejía.

¿No las habían llevado, el día anterior, al museo de Louvre, a ver los cuadros de los grandes maestros?

Celia admitió que se había mostrado, efectivamente, herética. Todo el mundo hablaba del arte con especial estima y reverencia.

—Creo que había desayunado demasiado chocolate —dijo—. De ahí que todo aquello me pareciera bastante pesado. Todos esos santos, casi idénticos, con la misma mirada… Pero la verdad es que la culpa es mía. Son realmente maravillosos.

Sin embargo, había en su voz un acento poco convencido.

—Tendría que gustarte la pintura, Celia. Eres tan aficionada a la música…

—Es que la música es diferente. Es algo que vale por sí mismo, que no es imitativo. Coges un violín, un violonchelo o cualquier otro instrumento y le arrancas hermosos sonidos, que, además, puedes entretejer, formando grupos armónicos. La música se basta a sí misma.

—Bueno —dijo Sybil—. Por mi parte, opino que la música no es sino una colección de ruidos molestos. Muy a menudo, cuando toco mal, me parece que las notas equivocadas suenan mejor que las correctas.

Celia miró desesperadamente a su amiga.

—No me dirás que lo que acabas de afirmar es cierto. ¿No tienes oído?

—¿De qué te asombras? A juzgar por lo que has pintado esta mañana, podría decirse que tú no sabes ver.

Celia se detuvo, estorbando el paso a la pequeña femme de chambre que iba detrás de ellas por el corredor. La chica protestó.

—¿Sabes, Sybil? —dijo Celia sin reparar en la doncella—, creo que tienes razón. Creo que yo no sé ver. Y de ahí que mi ortografía sea tan mala. Nunca estoy muy segura de cómo en verdad son las cosas.

—He visto que sueles meter los pies en los charcos de la calle.

Celia reflexionaba.

—No creo que importe mucho, al fin y al cabo —concluyó—. Lo que más me molesta es la ortografía. Quiero decir que lo que realmente importa no es tanto ver como sentir las cosas. La forma tiene un significado inferior y también el proceso por el cual esa forma fue creada.

—¿A qué diablos te refieres?

—Bueno, toma una rosa, por ejemplo —y Celia señaló una—. ¿Qué importa saber cuántos pétalos tiene y qué forma tiene cada uno? Lo que sí importa, en cambio, es la admiración que produce al contemplarla, la sensación de esplendor que irradia, su tacto aterciopelado y su aroma.

—Pues es imposible dibujar una rosa si no se conoce su forma.

—Mira, Sybil, pedazo de tonta. ¿No te he dicho ya que a mí no me interesa el dibujo? No me gustan las rosas pintadas, sino las reales.

Al pasar junto a otro jarrón con rosas, Celia cogió un par de ellas.

—Huele —dijo, colocándolas ante las narices de Sybil—. ¿No te produce una maravillosa y celestial sensación su tenue olor?

—Me parece que has comido demasiadas manzanas esta mañana.

—Oh, no. Pero, Sybil, hazme el favor de no mostrarte tan literal. ¿No es un olor delicioso?

—Sí que lo es; pero a mí no me produce esa maravillosa y celestial sensación en la tripa. Por otra parte, no veo por qué tal sensación ha de resultar agradable.

—Mamá y yo tratamos en cierta ocasión de estudiar botánica; pero un buen día dejamos el libro a un lado. Yo lo odiaba. Eso de enumerar todas las flores y señalar pistilos y estambres… Me parecía indecoroso. Algo así como desvelar en público los secretos de las flores. Pienso que la botánica es asqueante. La veo como algo… poco delicado.

—Ten en cuenta, Celia, que si algún día te metes a monja tendrás que bañarte con una chemise. Es obligatorio. Mi prima me lo ha dicho. Tal vez eso sí te resulte particularmente decoroso.

—¿Es cierto lo que dices? ¿Por qué?

—Pues porque no creen que esté bien eso de mirarse el propio cuerpo desnudo.

—Oh, ¿y cómo se las arreglarán con el jabón? No creo que llegues nunca a estar muy limpia si has de enjabonarte por encima de la ropa.

Las chicas del pensionado fueron a la ópera y también a la Comedie Francaise. En otra ocasión se las llevó al Palais de Glace, donde se podía patinar en invierno. A Celia todo le resultó particularmente interesante y divertido; pero era la música lo que realmente le llenaba la vida. Escribió a su madre que estaba dispuesta a tomarse en serio los estudios de piano y a llegar a ser una intérprete profesional.

Al finalizar el año de estudios, la señorita Schofield organizó una reunión, en la cual las más avanzadas en los estudios musicales cantaron o tocaron instrumentos. Celia hizo ambas cosas. El canto le fue muy bien; pero con el piano tuvo una ligera confusión al interpretar el primer movimiento de la Patética de Beethoven.

Miriam acudió desde Londres a buscar a su hija y, a solicitud de ésta, pidió al señor Kochner que fuese a tomar el té con ellas al hotel. La idea de que Celia quisiera dedicarse a la música profesionalmente debía ser considerada con todo cuidado y prefería, ya que Celia así lo deseaba, enterarse bien de las cosas. Su hija no estaba con ellos cuando Miriam le interrogó.

—Le diré la verdad, señora. Mademoiselle Celia posee técnica, capacidad… y también el sentimiento que se requiere. De todos mis discípulos, ella es en estos momentos la más prometedora. Sin embargo, no creo que tenga el temperamento requerido para ser intérprete profesional.

—¿Quiere usted decir que no serviría para tocar ante el público?

—Exactamente. Eso es lo que quise decir. Para ser un artista hay que saber aislarse del mundo. Si se siente cercano a uno, ha de ser tan solo como un estímulo. Su hija Celia no consigue ese aislamiento. Toca muy bien ante una audiencia de una persona o dos. Aunque supongo que nunca como cuando se encuentra a solas, con la puerta de la habitación bien cerrada.

—¿Quisiera usted decirle a ella lo que me acaba de contar a mí, señor Kochner?

—Si usted así lo desea, señora.

Celia, al oírle, se sintió amargamente desilusionada. De nuevo volvió a pensar en la idea de dedicarse al canto, dejando la ilusión de llegar a ser concertista de piano.

—Aunque, claro, no será lo mismo.

—¿No te gusta tanto cantar como tocar el piano?

—Oh, no.

—Quizá sea por eso por lo que te pones tan nerviosa; cuando cantas.

—Tal vez. En cierto modo, la voz me parece algo que está fuera de mí. Quiero decir que es algo que tú no haces, como sucede con el piano, en que los dedos han de arrancar los sonidos. ¿Verdad que me entiendes, mamá?

Mantuvieron una trascendental conversación con monsieur Barré.

—Tiene ciertamente la técnica y el timbre. Y el temperamento. Cierto que aún no ha logrado llenar de expresividad lo que interpreta, pero eso vendrá, sin duda, con el tiempo. De todos modos, su voz es encantadora: pura, firme. Su respiración es también correcta. Sí que puede llegar a ser una cantante. Pero una cantante de concierto. Su voz no tiene la potencia que la ópera requiere.

Cuando estuvieron de vuelta en Inglaterra, Celia dijo a su madre:

—He estado pensando, mamá, y he llegado a la conclusión de que, si no he de cantar ópera, renunciaré al canto. Quiero decir, como profesión.

Ambas rieron.

—Tú nunca viste el proyecto con muy buenos ojos, ¿verdad, mamá?

—No. Ciertamente, nunca quise que te transformaras en cantante profesional.

—Pero no te hubieses opuesto. ¿Verdad que me dejarías hacer todo lo que quisiera, a condición de que lo deseara fervientemente?

—Oh, no. Cualquier cosa, no —repuso su madre de muy buen humor.

—Pero casi.

Su madre seguía riendo.

—Quiero que seas feliz, mi reina.

—Y yo estoy segura de que siempre lo seré.

Su voz rezumaba confianza.

Aquel otoño Celia escribió a su madre diciéndole que quería ser enfermera y trabajar en un hospital. Era la profesión que Bessie había elegido y ella pensaba que podría seguirla también. En sus últimas cartas hablaba mucho de Bessie.

Miriam evitó darle respuestas directas. Hasta que, casi ya al final del trimestre, le escribió diciendo que su médico le había aconsejado que pasara el invierno lejos de Inglaterra. Así que pensaba ir a Egipto y quería que Celia la acompañara.

Cuando Celia volvió de París, se encontró con que su madre estaba pasando unos días en casa de Grannie y que su cabeza estaba llena de proyectos. A Grannie todo aquello del viaje le parecía una futilidad. Así se lo estaba diciendo a Lottie cierto día en que ésta fue a almorzar a su casa. Celia pudo oírla.

—No puedo comprender a Miriam —decía—. Está en mala situación y pretende largarse nada menos que a Egipto. ¡Egipto! ¡Con lo caro que sale semejante viaje! Pero así es Miriam. Nunca tendrá idea de lo que es el dinero. Cuando pienso que Egipto fue uno de los últimos países donde estuvo con John… Me parece algo poco delicado.

A Celia le pareció que su madre tenía un aspecto a la vez desafiante y excitado. La llevó con ella de tiendas, comprándole tres vestidos de noche.

—La niña aún no sale por las noches. Eres absurda, Miriam —dijo Grannie.

—Pues no estaría mal que comenzara a salir en Egipto. No será como en las fiestas de gala londinenses; pero, en fin, es algo que al menos podemos permitirnos.

—Solo tiene dieciséis años.

—Casi diecisiete. Mi madre se casó antes de cumplir los diecisiete años.

—Pero supongo que tú no querrías que tu hija se casara tan joven.

—No, no quisiera. Pero, de todos modos, deseo que se divierta mientras es una adolescente.

Los vestidos de noche eran elegantísimos, pero, lamentablemente, no podían realzar lo que Celia no tenía. Porque, en verdad, aquellos pechos voluminosos con los que soñaba nunca se materializaron. Tuvo que olvidarlos y también las blusas que los ponían de manifiesto de manera inequívoca. Su desilusión en tal materia era amarga y punzante. ¡Con lo que ella deseaba tener buenos pechos! Pobre Celia. Si hubiese nacido veinte años más tarde, se la habría admirado precisamente por carecer de ellos. No hubiera necesitado curas de adelgazamiento.

En fin, siendo las cosas como eran, se introdujeron unos discretos rellenos en los corpiños de los vestidos.

Celia anhelaba poseer un vestido negro para las noches, pero su madre se negó a que eligiera uno. Dijo que no era propio de una niña de su edad. Le compró, en cambio, una falda de tafetán blanco, un vestido verde claro hecho de un género parecido a una malla, con muchas cintas pequeñas que lo cruzaban en todas direcciones, y otro de raso en un tono rosa pálido, que llevaba un manojo de flores sobre uno de los hombros.

Grannie desenterró de uno de sus insondables cajones de caoba un corte de género color turquesa brillante, sugiriendo que la pobre señorita Bennett podría probar suerte con él. Miriam se las apañó para dar a entender con mucho tacto que acaso la pobre señorita Bennett no fuera capaz de lucirse si intentaba coser un comprometido atuendo de noche. De modo que la tela color turquesa fue confiada a manos más expertas. Luego se llevó a Celia a la peluquería, donde le dieron unas lecciones sobre cómo hacer para peinarse de manera que su hermoso cabello diese de sí cuanto podía. Sin embargo, el modelo de peinado, con el que todos estuvieron de acuerdo, no era fácil de llevar a la práctica, pues requería pequeños rizos en la frente y el pelo de Celia era totalmente lacio. Por otra parte, lo llevaba tan largo que le llegaba a la cintura.

Todo aquello era apasionante. Celia pensaba que su madre estaba más joven y bonita que nunca.

Por cierto, este detalle no se le escapó a Grannie.

—En verdad, Miriam parece estar muy ilusionada con el viaje.

Pasaron años antes de que Celia comprendiese bien lo que su madre sentía aquellos días. Su propia adolescencia había sido pobre y triste. De ahí el deseo de que su hija gozara de todas las diversiones e ilusiones de las que ella no había podido disfrutar. Comprendía que Celia no podría divertirse si vivía en una casa apartada, sin jóvenes de su edad con los que tratar.

De ahí el proyecto de ir con su hija a Egipto, donde en los meses que había pasado allí con su marido, había hecho muy buenos amigos. Para obtener el dinero del viaje no había vacilado en vender parte de los escasos bonos y acciones que poseía. Celia no tendría que sentirse inferior ante la presencia de otras chicas mejor vestidas y alojadas.

Por otra parte —y esto se lo dijo mucho más tarde a Celia— tenía sus temores por la amistad de su hija con Bessie West.

—He visto a demasiadas chicas que prestan más atención a una amiga que a los hombres. Me parece algo antinatural y poco lógico.

—¿Bessie? Pero yo jamás tuve una especial amistad con Bessie.

—Ahora lo sé; pero entonces no. Y tenía miedo. Toda aquella charla de hospitales era un disparate. Yo quería que te divirtieras, que tuvieras vestidos hermosos y que lo pasaras bien, de un modo que correspondiera a tu juventud. Quería que siempre fueses feliz con naturalidad.

—Bueno —diría Celia—, tus deseos se cumplieron.