Su madre le explicó que, a partir de entonces, las cosas serían diferentes. Mientras su padre vivía, ambas pensaban que eran relativamente ricas. Pero tras su muerte, los abogados se habían encontrado con que dejaba muy poco dinero.
—Tendremos que vivir de manera muy, muy simple y austera. En realidad, lo más adecuado sería vender esta casa y comprar una pequeñita en otra parte.
—¡Oh, no, mamá!
Miriam sonrió al ver la vehemencia con que Celia había dejado brotar sus palabras.
—¿Quieres tanto a esta casa?
—¡Oh, sí!
Celia sentía una tremenda ansiedad. ¿Vender su casa? No, no podía soportar aquella idea.
—Lo mismo piensa Cyril… Pero no sé si es una decisión sensata. Tendríamos que vivir, de todos modos, de manera muy, muy simple.
—Por favor, mamá. ¡Por favor!
—Muy bien, querida. Después de todo, es una casa muy alegre.
Sí que era una casa alegre. Pensando en todos aquellos años transcurridos en ella, Miriam tuvo que reconocer la verdad de aquella afirmación. Tenía una atmósfera especial. Era un hogar alegre, y en él habían pasado años felices.
Pero hubo que introducir grandes cambios, naturalmente. Jeanne fue enviada de nuevo a Francia; el jardinero solo acudía dos veces a la semana, con el único fin de mantener el jardín algo ordenado. Los invernáculos fueron deteriorándose poco a poco, hasta quedar en ruinas. Susan y la doncella que la asistía se marcharon. En cambio Rouncy permaneció con ellas. No demostraba nunca sus emociones, pero era una persona muy fiel.
La madre de Celia insistía:
—Usted sabe, señora Rouncewell, que el trabajo será mucho mayor. Solo podré tener una criada y ninguna mujer de limpieza que venga por horas para ocuparse de la plata y demás.
—Estoy de acuerdo, señora; los cambios no me atraen. Estoy acostumbrada a mi cocina en esta casa y, por mi parte, prefiero seguir en ella. También ayudaré en el resto de la faena, cuando se me necesite.
Así era Rouncy. No demostraba lealtad ni tampoco se afanaba por parecer afectuosa. La menor insinuación en tal sentido la turbaba.
De modo que se quedó en la casa, ganando menos y trabajando más. A veces, comprendió más tarde Celia, aquella decisión preocupaba más a su madre que si Rouncy hubiese resuelto marcharse. Porque Rouncy estaba acostumbrada a lo grande. Se inclinaba por esas recetas culinarias que comienzan diciendo: «Viértase medio kilo de crema superior y una docena de huevos frescos…». Cocinar cosas baratas y hacer pedidos por cantidades pequeñas a los tenderos era algo que se situaba más allá de su imaginación. Seguía haciendo bollos y pasteles para la merienda y no vacilaba en tirar todo lo que sobraba, pues decía que se estaba poniendo rancio. Hacer pedidos de género abundante y caro era para ella tan natural como respirar. Y se sentía bien cuando preparaba los encargos. Pensaba que éstos daban respetabilidad a la casa. Se contrarió sobremanera cuando Miriam le privó de aquella tarea para encargarse personalmente de ella.
Como criada acudió una mujer bastante entrada en años que se llamaba Gregg. Ya había trabajado para Miriam, siendo esta recién casada.
—Y en cuanto vi su anuncio en el periódico, señora, me apresuré a renunciar a mi puesto en otra casa para venir. Nunca he sido tan feliz como aquellos días.
—Ahora las cosas serán muy diferentes, Gregg.
Pero Gregg estaba dispuesta a quedarse allí como fuera. Servía impecablemente la mesa. No obstante, su experiencia y donaire en tal materia no tuvieron oportunidad de desplegarse. En la casa ya no se servían cenas ni almuerzos con invitados. Tuvo que dedicarse a otras tareas; y como doncella no era brillante. La casa se veía desordenada, porque Gregg no se interesaba en pasar bien la escoba, ni en cuidar de que todo estuviera en su sitio.
A menudo hablaba a Celia de los buenos y viejos tiempos pasados.
—Tus padres recibían, a veces, hasta veinticuatro personas a cenar. Dos sopas, dos platos de pescado, cuatro entremeses, helados (sorbées, se llaman, en francés), dos platos con dulces, ensalada de langosta, ¡e incluso, en algunas ocasiones, se servía un gran pastel de helado!
Aquello sí que eran días buenos, pensaba Gregg mientras desganadamente llevaba a la mesa los macarrones gratinados que constituían el plato fuerte en la cena de madre e hija.
Miriam prestaba creciente atención al jardín. Poco sabía de jardinería y no hizo nada por aumentar sus conocimientos. Se limitaba a experimentar. Pero a menudo los experimentos eran seguidos de extraordinarios e injustificados éxitos. Si plantaba bulbos en épocas que no eran las propicias, en tierras que no servían para los fines que ella perseguía y a profundidades contraindicadas por todos los manuales en la materia, obtenía magníficas plantas. Plantaba semillas al azar y, en general, germinaban. Todo cuanto ella tocaba parecía florecer y vivir.
—Tu madre tiene un don muy extraño para las plantas —dijo un día el viejo Ash.
El viejo Ash era el jardinero que venía dos veces a la semana. Conocía muy bien su oficio; pero, por algún extraño motivo, eran más sus fracasos que sus éxitos. Todo cuanto solía plantar, aunque lo hiciera siguiendo al pie de la letra instrucciones especialmente precisas, moría. Cuando podaba, las plantas parecían sufrir mucho; y cuando otras se secaban, decía que la humedad era excesiva o que aquel año las heladas se habían presentado prematuramente. Daba a Miriam múltiples consejos que ella nunca seguía.
Su mayor deseo era interrumpir la extensión del césped con lechos de flores de diferentes formas y colores, y ver crecer plantas «de buen ver». Por eso le contrarió mucho que su señora rechazara secamente su sugestión en tal sentido. Cuando Miriam le dijo que prefería ver la extensión de terreno verde lisa, el hombre pareció no comprender bien.
—Pues los lechos de flores son mucho más señoriales; no me lo negará usted.
Miriam y Celia cultivaban flores para poner en la casa, rivalizando en el arte de colocarlas vistosamente en sus floreros. A veces preparaban grandes ramos de flores muy blancas, aunque Miriam tenía debilidad por los pensamientos de colores exóticos, las violetas y las rosas de colores pálidos.
El olor de las rosas recordó siempre a Celia la figura y los gestos de su madre:
Le fastidiaba que sus propios ramos nunca pudieran compararse a los de ella, por mucho trabajo que se tomase al confeccionarlos y disponerlos en los grandes jarrones. Miriam ni siquiera parecía molestarse mucho por lograr un conjunto bonito, pero eso poco importaba, porque el resultado era siempre encantador para los ojos. Tenía una gracia natural y una originalidad incomprensible, que en absoluto estaban de acuerdo con los gustos predominantes en esa materia.
Los estudios de la niña seguían un curso bastante incierto. Miriam le dijo que, con las matemáticas, tratara de apañárselas por sí misma, puesto que ella no era buena en cuestiones de números y no podía ayudarla. Celia hizo cuanto pudo por seguir las indicaciones de su madre, prosiguiendo con las lecciones del libro de tapas marrones en la página donde ella y su padre lo dejaran.
De vez en cuando, penetraba en zonas donde reinaba la incertidumbre y se quedaba cavilando si la respuesta del problema debía establecerse en términos de corderos o de hombres. A veces optaba por saltarse todo un capítulo.
Miriam tenía ideas personales sobre lo que ha de ser la educación. Era una maestra excelente: clara en sus explicaciones y capaz de despertar el interés de su hija por el tema que estaba tratando.
Su particular pasión era la historia. De ahí que, bajo su guía, Celia saltara apasionadamente de un acontecimiento a otro en la vida del mundo. Una progresión sistemática de la historia aburría a Miriam. Así, la reina Isabel de Inglaterra, el emperador Carlos V, Francisco I de Francia, Pedro el Grande… Todos ellos se transformaron para Celia en personajes vivos. El esplendor de Roma cobraba nueva vida en su imaginación y Cartago volvía a ser destruida; Pedro el Grande luchaba por arrancar a Rusia de la barbarie.
Celia se deleitaba cuando su madre le leía aquellas crónicas heroicas en voz alta; y Miriam escogía, además, libros que contaran historias noveladas sobre las épocas que ambas estudiaban. No tenía escrúpulos en saltarse páginas enteras cuando en ellas se incurría en meticulosidades, a su juicio sin sentido. Era una persona cuya virtud principal no era, precisamente, la paciencia ante sucesos tediosos.
En cierto modo, también pasaban revista a la geografía, en especial cuando tenía que ver con la historia. En cuanto a otras disciplinas, simplemente no existían para ellas, o bien Miriam les prestaba una atención ocasional. Por ejemplo, cuando estaba de humor para ello, hacía cuanto podía para corregir la catastrófica ortografía de Celia.
Fue contratada una alemana para que le enseñara a tocar el piano y la niña mostró de inmediato poseer dotes para la música y paciencia para su estudio. Practicaba bastante más de lo preceptuado por fräulein.
Margaret McCrae ya no vivía en el vecindario; pero una vez a la semana los Maitland venían a tomar el té. Tenían dos niñas que se llamaban Ellie y Janet. La primera era mayor que Celia y la segunda, menor. Jugaban a cosas diferentes, pues las visitantes sabían muchos juegos. También fundaron una sociedad secreta llamada La Hiedra, para la cual hubo que idear contraseñas y peculiares maneras de llamar a una puerta o de dar un apretón de manos. También había que escribir mensajes cifrados con tinta invisible. Pero al poco tiempo, los fervores iniciales fueron apagándose y la sociedad se desvaneció.
Luego estaban las Pine.
Eran dos niñas regordetas, con voces obstruidas por amígdalas siempre en erupción. Ambas eran menores que Celia. Se llamaban Dorothy y Mabel. Una sola idea realmente clara dominaba sus mentes: comer. Algunas veces Celia iba al mediodía a casa de ellas. El señor Pine era un hombre grande, gordo y de rostro encarnado; en cambio, su mujer era alta, sí, pero muy delgada, casi angulosa. Se peinaba dejando caer sobre su huesuda frente un terrible y negro flequillo. Ambos eran sumamente afectuosos y también muy dados a comer, en especial el señor Pine.
—Este cordero está delicioso, Percival. Realmente delicioso.
—¡Estupendo! ¿Un poco más, amor mío? Dorothy, ¿quieres más?
—Oh, sí. Gracias, papá.
—¿Mabel?
—No, gracias, papá.
—Venga, hijita. ¿Qué es eso? Este cordero está estupendo.
—Hemos de felicitar a Giles, amor mío.
(Giles era el cocinero).
Pero ni las Pine ni las Maitland dejaron mayor huella en la vida de Celia. Los juegos que ella misma se inventaba siempre fueron los más reales.
A medida que progresaba en sus estudios de piano, solía encerrarse en la habitación donde estaba el instrumento y pasar revista a las partituras que por allí corrían. Entre los papeles pautados, algunos ya muy antiguos, encontró viejas canciones populares como «Allá en el valle», «Canción del sueño» y «Mi violín y yo». Trataba de cantarlas acompañándose y su voz se elevaba, clara y pura.
Estaba un poco orgullosa de su voz.
Siendo niña había declarado que solo se casaría con un duque. Nannie consideraba que su ambición no era desmedida, a condición de que comiera como era debido y un poco más rápido.
—Porque has de saber, cariñito, que en las casas realmente elegantes el mayordomo suele quitar los platos antes de que los termines. Los demás no pueden esperar por tu culpa.
Aquello la incitó a comer deprisa, con el fin de estar en forma cuando llegase la etapa ducal de su vida.
Pero ahora, aquellas primeras intenciones habían languidecido un tanto. Tal vez se casara con un duque, después de todo. No. Sería una prima donna. Como la Melba.
Gran parte de su tiempo lo pasaba sola. Aunque las Maitland y las Pine venían a menudo a tomar el té, no eran ni la mitad de reales que sus «chicas».
«Las chicas» eran una creación imaginativa de Celia. Sabía todo sobre ellas: conocía el aspecto que tenían, sus modos de vestir, lo que pensaban y sentían.
En primer lugar estaba Ethel Smith, que era alta y morena, además de muy, muy lista. Destacaba en toda clase de juegos. En realidad, Ethel era buena para todo. Decididamente, los bultos de su pecho eran magníficos y usaba una blusa a rayas que los ponía aún más en evidencia. Ethel era todo cuanto Celia no era. Representaba lo que ella quería llegar a ser. Luego estaba Annie Brown, la gran amiga de Ethel. Era rubia, frágil y delicada. Ethel la ayudaba a estudiar sus lecciones. Annie la consideraba su superior y la admiraba mucho. Después venía Isabella Sullivan, que era pelirroja y de ojos marrones. Se la consideraba una belleza y también una rica orgullosa y antipática. Siempre pensaba que derrotaría a Ethel en el juego del croquet, pero Celia hacía cuanto estaba de su mano para que no se saliese con la suya. A menudo se sentía mezquina al hacer que Isabella fallara los golpes. Elsie Green era su prima. Su «pobre» prima. Llevaba el pelo muy rizado, tenía ojos azules muy oscuros y siempre reía.
Ella Graves y Sue de Vete eran mucho menores que Celia. Solo tenían siete años. La primera constituía un verdadero prodigio de seriedad y diligencia. Su pelo castaño oscuro, una verdadera mata, le caía sobre el rostro de rasgos bastante vulgares. Solía ganar el primer premio en aritmética y siempre estaba estudiando con gran empeño. A veces, su pelo no era castaño, sino rubio, así que Celia nunca estaba muy segura del aspecto que presentaría. Vera de Vete era medio hermana de Sue y la personalidad romántica de toda la «escuela». Tenía ya catorce años. Su pelo era de color paja y sus ojos, verdes. Su pasado estaba envuelto en un misterio… Por fin, Celia pensó que al nacer había sido cambiada por equivocación y que, en realidad, era lady Vera, hija de uno de los más nobles caballeros del país. Finalmente, había otra chica, Lena. Uno de los juegos favoritos de Celia consistía en encarnar a Lena el día de su primera asistencia a la «escuela».
Miriam sabía algo sobre «las chicas», pero nunca hizo preguntas sobre ellas, intuyendo que Celia prefería que aquel campo permaneciera bajo su entero dominio. En consecuencia, sin formular comentario alguno, la pequeña le estaba muy agradecida. Los días lluviosos había concierto en la sala de música y a cada una se les asignaba diferentes obras musicales. A Celia le fastidiaba que, en la zona central del teclado, Ethel tropezara con sus dedos, estropeando el efecto de aquel pasaje. En cambio, Isabella siempre se lucía, tocando magníficamente la pieza que le correspondía. «Las chicas» solían, a veces, jugar a los naipes, formando parejas. Y también en esto Isabella gozaba de una inexplicable buena suerte.
A veces, cuando iba a pasar unos días con Grannie, ésta la llevaba a ver una comedia musical. Tomaban un carruaje hasta la estación y allí el tren hasta la estación Victoria donde cogían otro carruaje que las llevaba a los grandes almacenes. Almorzaban en el restaurante de la tienda y Grannie aprovechaba para comprar enormes surtidos de comestibles. Siempre la atendía el mismo empleado, un hombre ya anciano en el cual ella sabía que podía confiar. El almuerzo, que se servía en la planta superior del edificio, terminaba al pedir Grannie «una tacita de café en taza grande», con el fin de agregarle leche. Se dirigían luego al departamento de confitería, donde compraban media libra de bombones de café y chocolate. Finalmente salían para coger el carruaje e ir al teatro, que a Grannie le divertía tanto como a Celia.
Muy a menudo, en aquellas escapadas, Grannie le compraba partituras musicales de las canciones de moda. Esto gustaba muchísimo a Celia, porque significaba agregar algo nuevo a las veladas musicales con «las chicas». Jugaría a estrellas del teatro de variedades. Isabella y Vera tenían registros de soprano. La voz de Isabella era más potente, pero la de Vera resultaba mucho más dulce. Ethel, por su parte, hacía los contraltos con sus magníficos y resonantes graves. Elsie poseía una encantadora vocecita. Para Annie, Ella y Sue solo quedaban papeles de escasa importancia, aunque Sue fue mejorando visiblemente, hasta el punto de recibir algún papel de Criada. La muchacha campesina era la obra teatral preferida de Celia. «Bajo los cedros» le parecía la canción más hermosa que se hubiera compuesto jamás. La cantó hasta quedarse ronca. A Vera le dio la parte de la princesa, lo cual no le impedía encarnar asimismo el papel de la heroína.
Miriam, que a veces sufría fuertes jaquecas, pedía a la pequeña que, cuando se celebraran tales sesiones, procurara, además de no elevar la voz demasiado, que no duraran más de tres horas, si ello era posible.
Por fin se realizó el viejo anhelo de Celia: tuvo su falda plisada como un acordeón y pudo tomar parte en la clase de baile reservada a las niñas no principiantes.
En realidad, era una de las mejores. Dorothy Pine, por ejemplo, aún estaba en el grado en el que solo se lleva una falda lisa y blanca. Las que la llevaban plisada solo bailaban entre ellas, sin mezclarse con las otras, a menos que se mostrasen particularmente «bondadosas». Celia y Janet Maitland formaban pareja. Janet bailaba divinamente. El vals les fue asignado a ambas de pleno derecho. También actuaban juntas en la marcha, pero en este caso se separaban a menudo en el curso de la danza. Celia había crecido mucho y sacaba a Janet una cabeza y media, razón por la cual la señorita Mackintosh solía separarlas: su deseo era que las parejas que ejecutaban la marcha fueran de la misma altura, para que el conjunto se destacara por su simetría. En la polca intervenían también los niños más pequeñitos. Cada niña mayor tomaba a su cargo a un pequeñajo. Luego, seis de las niñas mayores ejecutaban la danza más elaborada, colocándose en filas. A Celia le resultaba amargo quedar siempre en la segunda. En lo que respectaba a Janet, no le importaba. Al fin y al cabo era la mejor bailarina de toda la escuela. Dafne, sin embargo, bailaba mal y se equivocaba continuamente. ¿Por qué la señorita Mackintosh cometía aquella injusticia? La verdadera solución al misterio era que la maestra colocaba a las más pequeñas en la primera fila y a las más altas en la segunda; pero a Celia nunca se le ocurrió aquella solución tan simple.
Miriam estaba tan interesada como Celia en decidir de qué color sería la falda plisada. Mantuvieron largos y serios coloquios al respecto, teniendo en cuenta cómo era el atuendo acostumbrado, que las demás chicas respetaban. Después de que madre e hija consideraran también sus gustos personales, decidieron que la falda sería de color rojo llama. Nadie había llevado jamás una falda de semejante color, pero a Celia le encantaba.
Desde la muerte de su marido, Miriam salía muy poco y no gozaba de ningún entretenimiento. Solo veía a las personas que tenían hijos de edad aproximada a la de Celia y, aunque más raramente, a ciertas amigas de antaño. Aquella falta de actividades sociales la volvió un poco rebelde y hasta amarga. ¡Qué diferencias crea el dinero! Mucha gente, que no paraba de hacerle ceremonias cuando John vivía y se les consideraba muy ricos, parecía haberla olvidado. No es que a ella le preocupase mucho la situación. Siempre había sido una mujer tímida y solo a causa de John había hecho una vida social intensa. A él le gustaba invitar gente a la casa y también salir. Nunca llegó a saber hasta qué punto aquella actividad le fastidiaba a su esposa, pues ésta representaba muy bien su papel. Ahora se sentía relevada de aquellas responsabilidades, pero la situación la molestaba por Celia, pues, en cuanto la niña fuera una señorita, necesitaría estar en contacto con niñas de su clase y condición.
Las tardes eran el mejor momento del día para madre e hija. Cenaban temprano, a las siete, y luego subían a la habitación donde Celia estudiaba. Por las noches hacía labores, mientras su madre le leía. Sin embargo, Miriam se dormía algunas veces. Su voz se entrecortaba, bajaba de volumen, se hacía confusa… Su cabeza se inclinaba hacia delante…
—Mamá —le decía Celia en tono de reproche—, te estás durmiendo.
—Oh, no —protestaba enseguida Miriam con acento indignado.
Y volvía a tomar una posición rígida, para leer con voz clara y alta… un par de páginas. Al cabo de ellas, decía de pronto:
—Creo que por hoy ya tenemos bastante.
Y cerrando el libro, se quedaba dormida.
Pero solo por unos minutos, transcurridos los cuales volvía a ponerse muy tiesa y seguía leyendo con renovado vigor.
No era raro que Miriam le contase algunos episodios de su vida pasada en vez de leerle libros. Le hablaba de los tiempos en que ella, una prima lejana, había llegado del campo a casa de Grannie.
—Mi madre había muerto y todos sus hijos nos quedamos sin recursos. Fue entonces cuando Grannie aceptó adoptarme. Fue muy bondadosa.
Pero había en sus palabras una ligera frialdad, que iba más allá de las palabras, y, en cierto modo, las contradecía. Enmascaraba los recuerdos de una niñez desamparada y solitaria, durante la cual se viera privada de su madre. Llegó a enfermar y, entonces, Grannie llamó al médico para que la examinase.
—Esta niña sufre de nervios —dijo el hombre—. Tiene ansiedades.
—Oh, no —había protestado Grannie—. Es una niñita muy alegre y se la ve siempre muy feliz.
El médico no respondió nada, pero pidió algo con el fin de que Grannie tuviese que salir unos momentos de la habitación. Entonces se sentó tranquilamente en la cama, junto a la niña y le habló en tono bondadoso y confidencial. Como respuesta, Miriam rompió con sus reservas y le confió que con frecuencia se sentía muy desgraciada y que solía llorar largo rato por las noches.
Cuando el médico le contó a Grannie la realidad de la situación, la abuela mostró un gran asombro.
—Pues a mí nunca me ha contado nada de todo eso. Me parece raro.
A partir de aquel día, las cosas mejoraron para la huérfana. El simple hecho de haber contado lo que le sucedía la libró de un gran peso.
—Hasta que conocí a papá —dijo a la pequeña.
¡Cómo se había suavizado su voz!
—Siempre fue muy bueno conmigo.
—Cuéntame de papá.
—Pues él ya era mayor. Tenía dieciocho años. Venía muy poco a casa de su madre porque no le agradaba su nuevo marido.
—¿Y tú te enamoraste de él enseguida?
—Sí. Desde el primer momento en que le vi. Crecí amándole… Pero nunca me atreví a sospechar siquiera que yo pudiese importarle algo.
—¿No?
—No. Sabes, es que él siempre andaba de juerga con chicas mayores que yo, todas muy guapas y elegantes. Era muy mujeriego y se le consideraba un excelente partido. Yo esperaba que en cualquier momento llegaría a casa anunciando su futura boda con alguna de aquellas chicas. Cuando nos visitaba era siempre muy atento conmigo. Me traía dulces, flores y hasta pasadores para el pelo. Yo era siempre para él «la pequeña Miriam». Sospecho que adivinaba mi devoción por él. Un día, me contó que la madre de uno de sus amigos le había dicho: «¿Sabes, John? Pienso que un buen día te casarás con tu primita». A lo cual él había replicado: «¿Con Miriam? ¡Pero si no es más que una chiquilla!». Por entonces andaba algo enamorado de una chica particularmente bonita, pero, por una u otra razón, la cosa no llegó a más… Yo fui la única mujer a la que pidió que se casara con él. Recuerdo que yo pensaba que si hubiera elegido a otra me hubiera tendido en un sofá por el resto de mi vida, sin que nadie llegara a enterarse de lo que me sucedía. Simplemente, me hubiera ido desvaneciendo. Así pensábamos en aquellos tiempos románticos: la heroína se recostaba en un sofá, enamorada sin ser correspondida, y allí se quedaba. Moría sin contar a nadie su tragedia. Después se encontraba un paquete de cartas enviadas a su amado, envueltas en papel y sujetas con una cinta celeste. Dentro había asimismo unas flores secas de pensamiento. Todo aquello era muy tonto. Sin embargo, de alguna extraña manera… no sé… De alguna manera servía de ayuda.
»Nunca olvidaré el día —prosiguió Miriam— en que tu padre dijo de pronto: «¡Qué encantadores ojos tiene esta niña!». Me sorprendió mucho, porque estaba convencida de ser sumamente fea. Poco después fui corriendo a un espejo y me miré una y otra vez los ojos, para ver si había hablado en serio. Al final saqué la conclusión de que, tal vez, mis ojos fueran bastante hermosos…
—¿Cuándo te pidió papá que te casaras con él?
—Yo tenía ya veintidós años y él había estado viajando durante más de un año. Le había enviado una tarjeta navideña y también un poema que le había escrito. Siempre guardó aquella hoja con mi verso en su cartera. Allí estaba todavía cuando murió… El día que me pidió que me casara con él me sorprendió tanto que solo acerté a decirle que no.
—Pero ¿por qué, mamá?
—Es tan difícil de explicar… Me sentía tan poca cosa… Nunca estaba segura de mí misma. No me consideraba hermosa y esbelta, sino todo lo contrario: fea y basta. Pensaba que, una vez casados, él se cansaría de mí. Era terriblemente modesta y tímida.
—Y entonces el tío Tom… —sugirió Celia, que se conocía gran parte de la historia casi tan bien como Miriam.
Su madre sonrió.
—Sí, el tío Tom. Por entonces, nos encontrábamos en Sussex con tío Tom. Era ya un hombre anciano, pero conservaba intacta su lúcida inteligencia. Era sumamente bueno. Yo tocaba el piano, recuerdo, mientras él disfrutaba sentado junto al fuego del hogar. De pronto, me dijo: «John te ha pedido que te casaras con él, ¿no es así, Miriam?». Yo no respondí y entonces agregó: «Y tú le dijiste que no». Tuve que admitir que así era. «Sin embargo, tú le quieres, ¿no es cierto?». De nuevo respondí afirmativamente. «Pues, la próxima vez, no vuelvas a decir no», me advirtió. «Volverá a pedírtelo, pero no habrá una tercera vez. Piénsalo. Es un buen hombre, Miriam. No juegues con tu felicidad».
—Y entonces, cuando volvió a pedirte que te casaras con él, tú dijiste que sí.
Miriam asintió con la cabeza.
Sus ojos adquirían el brillo habitual que les caracterizaba cuando algo la apasionaba.
—Y ahora, cuéntame cómo fue que vinisteis a vivir a esta casa.
También ésta era una historia que Celia conocía muy bien.
Miriam volvió a sonreír.
—Vivíamos en una casa amueblada y teníamos dos hijos: tu hermanita Joy, que murió, y Cyril. Tu padre había emprendido un viaje de negocios a la India y no pudo llevarme con él. Al volver, decidimos que este sitio era muy bonito y que, en el plazo de un año, encontraríamos una casa aquí. Buscamos y rebuscamos. Alguna vez, si tu padre tenía trabajo, Grannie me acompañaba.
»Hasta que una noche, cuando vino a cenar, le dije: «He comprado una casa, John». A lo cual él respondió: «¿Qué?». Entonces Grannie me apoyó. «Sí, John. Y me parece que habéis hecho una excelente inversión». El caso es que el segundo esposo de Grannie, es decir el padrastro de tu padre, me había dejado en herencia una pequeña cantidad. La única casa que vi y que me gustó, fue ésta. Era tan apacible, tan alegre. Pero la dueña, que era anciana, no quería alquilarla. Solo venderla. Era una mujer cuáquera sumamente tierna y dulce. De pronto le dije a Grannie: «¿Qué opinarías si la comprara con mi dinero?».
»Grannie me apoyó de inmediato: «Poseer casas siempre ha sido un buen negocio. Cómprala».
»Y la anciana cuáquera, que era realmente muy buena, me dijo: «Pienso que serás muy feliz en ella, mi querida. Tú, tu marido y tus niños…». Fue un presagio y, a la vez, una bendición.
El tomar decisiones rápidas y apasionadas era algo muy propio de su madre.
Celia dijo:
—¿Y aquí nací yo?
—Sí.
—Oh, mamá, nunca se te ocurra venderla. Miriam suspiró.
—No sé si el negarme a hacerlo ha sido la decisión más razonable. Pero a ti te agrada tanto… Y siempre será un lugar al que podrías volver…
La prima Lottie fue a pasar una temporada. Ya estaba casada y tenía su propia casa en Londres. Pero necesitaba un cambio de aires según dijo su madre.
Era indudable que no estaba bien de salud. A poco de llegar, tuvo que meterse en cama. Parecía realmente muy enferma. Habló de algo que había comido y que le había sentado mal.
—Pero ya tendría que haberse repuesto —dijo Celia una semana más tarde, observando que el estado de su prima no parecía mejorar.
Al fin y al cabo, cuando una comía algo que le sentaba mal, se tomaba una cucharada de aceite de castor, se quedaba un día en cama y al día siguiente, o al próximo, ya estaba mucho mejor.
Miriam miró a Celia con una extraña expresión en los ojos. La miraba mientras esbozaba una sonrisa entre culpable y burlona.
—Será mejor que lo sepas, hijita. La prima Lottie está en cama porque va a tener un niño.
Nunca en su vida Celia se había asombrado tanto. Desde que discutiera con Marguerite Priestman al respecto, no había vuelto a pensar en ese tema.
Hizo infinidad de preguntas.
—Pero ¿por qué ha de sentirse una enferma? ¿Cuándo llegará el bebé? ¿Mañana? Su madre rió.
—No, queridita. No llegará hasta el próximo otoño.
Le contó más. Le habló del tiempo que tardaba un niño en nacer y también le confió parte del proceso. Todo aquello no dejaba de provocar gran sorpresa en Celia. De hecho, era lo más extraordinario que jamás hubiera escuchado.
—Pero no digas nada delante de la prima Lottie. Sabes, se supone que las niñas pequeñas no saben nada de estas cosas.
Al día siguiente Celia corrió hacia su madre, presa de gran excitación.
—Mamá, mamá, acabo de tener el sueño más fantástico. Soñé que Grannie iba a tener también un niño. ¿Crees que se cumplirá? ¿No estaría bien que le escribiese una carta preguntándoselo?
Se sorprendió cuando su madre empezó a reírse a carcajadas.
—A veces los sueños se realizan —protestó Celia algo enfadada—. Lo dice la Biblia.
Su interés por el niño de la prima Lottie duró una semana. Conservaba la esperanza de que llegara en cualquier momento y de que no fuera preciso esperar hasta el otoño. Al fin y al cabo, su madre podía equivocarse al pronosticar.
Por fin, la prima Lottie se volvió a Londres y Celia olvidó el suceso. Fue motivo de asombro para ella cuando, en el otoño, estando con Grannie, salió la anciana Sarah por la puerta del jardín, donde ambas estaban, diciendo:
—Tu prima Lottie ha tenido un niño. ¿No te parece maravilloso?
Grannie se había precipitado al interior de la casa, seguida de Celia. En la mesa del comedor había un telegrama, que Sarah acababa de abrir.
Poco después llegó la señora Mackintosh, una vieja amiga de su abuela.
—¿Es cierto que Lottie ha tenido un hijo, Grannie? —exclamó Celia—. ¿Qué tamaño tendrá?
Sin vacilar, la abuela señaló un buen trozo de una de sus agujas de hacer punto. Una de las grandes, pues estaba tejiendo largos calcetines de noche.
—¿Tan pequeño como eso?
Le parecía increíble.
—Mi hermana Jane era tan pequeñita que cabía en una jabonera —afirmó Grannie.
—¿En una jabonera?
—Y aún sobraba. Nunca pensaron que viviría —dijo, con el placer que siempre reflejaba su rostro al hablar de esos temas.
Y acercándose mucho al oído de la señora Mackintosh:
—Cinco meses.
Celia se sumió en sus reflexiones, tratando de representarse a un niño tan pequeñito.
—Esa jabonera de que hablas, Grannie, ¿a qué tipo de jabón correspondía?
Pero Grannie no respondió nada. Estaba enfrascada en una apasionante conversación, en voz muy baja, con la señora Mackintosh.
—Sabe usted, los médicos no se mostraban de acuerdo con lo de Charlotte. «Bueno, ya veremos lo que sucede», dijo uno de ellos, el especialista. Cuarenta y ocho horas… El cordón… Sí, realmente en torno al cuello…
Su voz se hizo inaudible. De pronto, mirando a Celia, se detuvo.
Era curiosa la manera que tenía Grannie de decir las cosas. Todo parecía tener un interés apasionante. Acompañaba sus palabras con una extraña manera de mirarte, como si hubiera cientos de cosas que podía contar si quisiera.
Al cumplir los quince años, Celia volvió a la religión. Pero lo hizo de un modo razonado. Recibió la confirmación y también oyó predicar al arzobispo de Londres, por el que empezó a sentir una romántica devoción. Sobre la repisa de la chimenea colocó una fotografía de él. Una tarjeta postal en colores en la que aparecía ataviado para ceremonias extraordinarias. Siempre rebuscaba en los periódicos, a ver si hablaban de él. Imaginaba infinidad de historias fantásticas, según las cuales ella trabajaba en las parroquias del East End, visitando a los enfermos. Hasta que un día el arzobispo la vio y le pidió que se casara con él. Luego se fueron los dos a vivir a Fulham Palace. En otra ocasión Celia era una monja (porque había descubierto que había monjas y conventos que nada tenían que ver con el catolicismo romano) y ambos vivían una existencia enteramente dedicada a Dios, teniendo frecuentes visiones.
Después de ser confirmada, leyó varios libros piadosos e iba cada domingo a misa, prefiriendo la más temprana. Le apenaba que su madre no fuese con ella. Pero Miriam solo iba a la iglesia el domingo de Pentecostés. Para ella ese era el día supremo de la cristiandad.
—El bendito espíritu de Dios —decía—. Piensa en Él, Celia, en la gran maravilla misteriosa y bella de Dios. Los libros de plegarias no se extienden sobre ese tema y los sacerdotes rara vez hablan de él. Tal vez les atemorice referirse a algo de lo que no están muy seguros. Me refiero al Espíritu Santo.
Miriam adoraba al Espíritu Santo, aunque a Celia le hacía sentirse un poco incómoda. A su madre no le gustaban gran cosa las iglesias. De todos modos, decía que algunas contenían al Espíritu Santo en mayor medida que otras. Dependía, según ella, de las personas que acudieran.
Celia, en cambio, era firme y estrictamente ortodoxa y, por lo mismo, la posición de su madre en este problema le causaba infinita desolación. No quería que se mostrara heterodoxa en materia religiosa. Pero es que había algo de místico en Miriam. Tenía poderes raros, mediante los cuales podía obtener visiones y percibir cosas que nadie podía ver. Era algo comparable a su extraño modo de conocer lo que una estaba pensando.
La visión de Celia, en la cual se convertía en la esposa del arzobispo de Londres, se fue desvaneciendo. Cada vez le atraía más la idea de meterse monja.
Por fin, le pareció que lo mejor era confiar a su madre sus proyectos. Temía que ésta se mostrara descontenta, pero tomó la cosa con gran serenidad.
—Sí, ya veo, querida.
—¿Y no te opones, madre?
—No, hija. Si, cuando cumplas veintiún años aún estimas que tu vocación es la de ser monja, por supuesto que…
Tal vez, pensaba Celia, la verdad estuviera en lo que predicaba la Iglesia católica. Sí; quizá se convirtiese. Las monjas católicas eran, en cierta manera, más reales.
Miriam le dijo que, a su modo de ver, la Iglesia católica impartía una religión muy interesante.
—Tu padre y yo casi nos hicimos católicos. Estuvimos muy cerca de ello. En realidad —sonrió de pronto— yo misma era quien le empujaba. Tu padre era un hombre bueno. Y tan poco malicioso como un niño. Se sentía muy contento con su religión. En cambio, yo siempre estaba investigando problemas religiosos y azuzándole para que se inquietara por los temas espirituales. Pensaba que, antes de decidirse por una u otra, era necesario estudiar las religiones y que, una vez tomada la decisión, había que encarar las cosas seriamente.
Celia pensaba que, sin duda, así era. Sin embargo no dijo nada, porque pensaba que de hacerlo su madre se pondría a hablar del Espíritu Santo, idea esta última que le inspiraba cierto temor. El Espíritu Santo no aparecía para nada en ninguno de sus libros religiosos. Prefería pensar en el día en que sería monja y rezara en su celda…
Poco después de aquella conversación, Miriam dijo a Celia que ya era hora de que visitara París. Siempre había quedado sobreentendido, en todas las conversaciones sobre su formación, que esta tendría que completarse en París. La perspectiva, ahora inmediata, la excitaba sobremanera.
Su educación era bastante fuerte en historia y literatura. Su madre le permitía leer todo cuanto quería y la estimulaba, incluso, a conocer una inmensa variedad de temas. Miriam estaba al día con los modos de pensar de los tiempos. Insistía en leer los editoriales de los diarios que, según ella, contuvieran informaciones o consideraciones esenciales. A eso le llamaba «conocimiento general» y quería que Celia también los leyese. El problema de las matemáticas había sido resuelto con dos visitas semanales a la escuela local, donde recibía instrucción sobre una disciplina que, como a su padre, la atraía mucho y entendía con relativa facilidad.
De geometría, latín, álgebra y gramática no sabía prácticamente nada. Su geografía también era frágil. Se limitaba a los conocimientos adquiridos en los libros de viajes.
En París estudiaría canto, piano, dibujo y pintura, aparte, naturalmente, del francés. Completaría su educación.
Miriam buscó y encontró una casa cercana a la avenue du Bois, que albergaba a doce chicas y que estaba dirigida por dos señoras, una de las cuales era inglesa y la otra francesa.
Ambas fueron juntas a París y Miriam se quedó con su hija hasta que tuvo la seguridad de que sería feliz. Cierto que a los cuatro días Celia sufrió un ataque de nostalgia por su madre. Al principio no sabía de qué se trataba. Tenía un nudo en la garganta y con solo pensar en su madre los ojos se le llenaban de lágrimas. Si se vestía con una blusa que Miriam le había hecho, también le entraban ganas de llorar, al recordar la imagen de ella inclinada sobre su labor. Entretanto, su madre seguía en París, esperando.
El quinto día, pasó a buscar a Celia.
Salió a su encuentro aparentemente tranquila, pero presa de un violento torbellino interior. En cuanto entraron en el taxi que las llevaría al hotel, Celia no pudo reprimir más las lágrimas.
—Oh, mamá, mamá…
—¿Qué sucede, querida? ¿No eres feliz? Si no lo eres, te llevaré de vuelta.
—Pero no quiero irme de vuelta. Me gusta eso. Solo que tenía tantas ganas de verte…
Media hora más tarde, su reciente angustia parecía un sueño, era irreal. Se parecía al mareo que se sufre en un viaje por mar: una vez que uno se recobra, es incapaz de revivir lo que sentía.
Aquel sentimiento no volvió a presentársele. Celia esperaba nerviosa la visita de su madre, analizando sus propios pensamientos y todas sus sensaciones. Pero no volvió. Amaba a su madre; la adoraba, en verdad. No obstante, el solo hecho de pensar en ella ya no le provocaba aquella angustia que le cerraba la garganta en un espasmo doloroso.
Una de las chicas que vivían en el pensionado, una norteamericana llamada Maisie Payne, se le acercó un día, diciéndole con su suave y ciertamente gracioso tono de voz:
—Tengo entendido que te has sentido muy sola. Mi madre se hospeda en el mismo hotel que la tuya. ¿Te sientes mejor ahora?
—Oh, sí. Estoy muy bien. Fue una tontería de mi parte.
—Bueno, yo diría más bien que fue algo natural, ¿no es así?
Su acento al hablar el inglés y también la suavidad y la gracia con que lo hablaba, le recordaron a Celia a aquella amiga norteamericana que conociera en el Pirineo y que se llamaba Marguerite Priestman. Sintió un ligero temblor de gratitud hacia aquella niña alta, de cabellos morenos; y la sensación aumentó al decirle ésta:
—Vi a tu madre en el hotel, cuando fui a ver a la mía. Es muy hermosa. Y más que hermosa, me pareció muy distinguida.
Celia pensó en su madre y quiso imaginarla tal como la vería alguien que nunca la hubiese visto hasta entonces. Pensó en su rostro menudo y vivaz, en sus manos y en sus pies, tan pequeñitos, en sus oídos pequeños y delicados y en su naricilla respingona.
Su madre… ah, su madre… No, no había nadie en el mundo como su madre.