¡Celia volvía a casa!
¡Era maravilloso!
El viaje en ferrocarril le había parecido interminable. Tenía un buen libro para leer y todo un compartimento era para la familia, pero su impaciencia hacía que la vuelta durara una eternidad.
—Bueno —dijo su padre—. ¿Contenta de ir camino de casa, muñequita?
Al hablar le dio un cachete cariñoso en la mejilla. ¡Qué grande y qué moreno le parecía! Mucho más grande de lo que Celia recordaba. Su madre, en cambio, era mucho más menuda. Es extraño cómo formas y medidas parecen cambiar.
—Sí, papá. Muy contenta —dijo Celia.
Su tono era un poco forzado. Aquella extraña sensación, un poco dolorosa, que sentía, no la abandonaba.
Su padre parecía un poco decepcionado. Lottie, la prima de Celia, que iba a pasar una temporadita con ellos y que también iba en el compartimento, dijo:
—¡Qué niña tan solemne!
—Bueno, una niñita olvida fácilmente —dijo su padre. Su rostro mostraba cierta inquietud.
—No ha olvidado en absoluto —dijo Miriam—. Tan solo algo le bulle dentro.
Tendió la mano y, cogiendo la de Celia, la apretó un poco. Sus ojos bailotearon de alegría al encontrar los de su hija, como si entre ambas compartieran algún secreto.
La prima Lottie, que era lozana y atractiva, dijo:
—No parece tener mucho sentido del humor.
—Ninguno —dijo Miriam—. Es como yo.
Y mirando a su esposo:
—Al menos eso es lo que dice John. Que no tengo sentido del humor.
—Mamá, ¿será pronto?
—¿Qué será pronto?
—¿Veremos pronto el mar?
—Dentro de unos cinco minutos.
—Creo que le gustaría vivir junto al mar y jugar con la arena —dijo Lottie.
Celia permaneció callada. ¿Cómo explicarles que el mar era la señal de que estaban cerca de su casa?
El tren entró en un túnel para salir poco después. ¡Ah! Allí estaba, azul muy oscuro y centelleante, a la izquierda de ellos. El ferrocarril parecía ir rodeándolo, entrando y saliendo por los túneles. Mar azul, azul, tan cegador que Celia tuvo que cerrar los ojos, aunque quisiera mantenerlos abiertos.
El tren, serpenteando, se internó luego tierra adentro. Ya no tardarían en llegar por fin a casa.
¡Qué tamaño tenía! ¡Su hogar era inmenso! ¡Simplemente inmenso! Tenía muchas habitaciones muy grandes y pocos muebles. Al menos así le pareció a Celia después de vivir en Wimbledon. Todo era tan apasionante… No sabía qué iba a hacer…
El jardín. Sí, ante todo el jardín. Corrió con frenesí por el sendero escarpado. Allí había un árbol que daba melocotones. Extraño… No recordaba que en su casa hubiese uno. Y una haya, que era lo más importante que podía verse en el jardín. Y la glorieta pequeñita rodeada de rosales. Ahora iría al bosque. Tal vez las campánulas ya estuviesen abiertas. No, no lo estaban. Quizá hubieran acabado de dar flor y fuese preciso esperar otro año. Allí estaba el árbol con las ramas en forma de tenedor, donde ella, encarnando a la reina que se esconde de sus enemigos, se refugiaba. ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! ¡Por allí estaba el pequeño niño blanco!
El pequeño niño blanco se levantaba en medio de una glorieta situada en el bosque. Tres peldaños de piedra rústica conducían a él. Llevaba sobre la cabeza una canasta de piedra y en ésta se podía depositar una ofrenda y, al mismo tiempo, formular algún deseo.
Celia cumplía un verdadero ritual con eso de la ofrenda. El procedimiento era el siguiente:
Se salía de la casa y se cruzaba el campo de césped, que era un río de rápido caudal. Luego se llegaba a caballo hasta el arco rodeado de rosas, donde se cogía una flor y, con ella en la mano, se proseguía el camino que llevaba al bosque. Entrando en la glorieta, se dejaba caer la flor dentro de la canasta de piedra y se formulaba el deseo correspondiente. Luego, haciendo una reverencia, la oficiante debía retirarse por donde había venido. El deseo no tardaba en cumplirse, pero no podía pedirse más que una cosa a la semana.
En realidad, el deseo de Celia era siempre el mismo, constantemente renovado. Estaba inspirado en Nannie y la niña lo aplicaba a todos los casos en que se puede desear algo con probabilidades de conseguirlo, así fuera con huesos de pollo o con estrellas fugaces. Quería ser buena. Nannie decía que no era virtuoso desear cosas. El Señor nos envía todo cuanto necesitamos; y puesto que tan generoso había sido al darle a su padre, a su madre y a Grannie, Celia no creía justo pedir más en la materia, así que se limitaba a insistir con su piadoso deseo de ser buena.
Ahora se decía:
«Debo llevarle una ofrenda, debo llevarle una ofrenda».
Se la llevaría a la manera de antes. Cruzaría el rápido río en su caballo, se llegaría hasta el arco donde crecían las rosas, cogería una, subiría por el sendero y, al llegar al niño de piedra, depositaría la ofrenda en su canasta. Al mismo tiempo reiteraría su deseo…
Pero, de repente, se encontró con que había cambiado de parecer sobre la elección de dicho deseo. Ahora, a pesar de las prédicas de Nannie, aspiraba a otra cosa.
—Deseo ser siempre feliz —dijo.
Corrió hacia el jardín de la cocina. ¡Ah! ¡Allí estaba Rumbolt, el jardinero, siempre malhumorado y con cara de pocos amigos!
—Hola, Rumbolt. He vuelto a casa.
—Ya lo veo, niña. Pero te ruego que no pises las lechugas que es justamente lo que estás haciendo.
Celia se hizo a un lado.
—¿Hay fresas maduras, Rumbolt?
—Sí, por allí. Pero éste ha sido un mal año. Podrás encontrar una o dos…
—¡Oh! —exclamó Celia.
—Cuida de no comerlas todas —voceó Rumbolt mientras la niña se dirigía hacia las frutas—. Quiero un buen plato de ellas para el postre de esta noche.
Comenzó a correr los plantíos, recogiendo las fresas y comiéndolas a dos carrillos. Una o dos… ¡Si las había a centenares!
Con un suspiro final de satisfacción, dejó aquella zona del jardín para dirigirse a su pequeño mirador personal. Por una grieta del muro podía atisbar el camino que llevaba a la casa. Tardó algo en encontrarla, pero al fin dio con ella.
De allí se fue en dirección a la cocina. Quería visitar a Rouncy en sus dominios y la encontró, con aspecto muy pulcro y más imponente que nunca. Por lo demás, no había cambiado gran cosa. Como siempre, la querida Rouncy masticaba lentamente mientras dejaba escapar su suave risa de siempre…
—Bueno, señorita Celia, ¡sí que te has transformado en toda una dama!
—¿Qué comes, Rouncy?
—He estado preparando unas rosquillas para la merienda de la servidumbre.
—¡Oh, Rouncy, dame una!
—Luego no tendrás apetito cuando te llegue la hora de merendar con tus padres.
Sin embargo, no se trataba de una negativa y Celia se dio cuenta enseguida, porque Rouncy ya se encaminaba hacia el horno. Lo abrió con un gesto rápido.
—Apenas están listas —dijo, poniendo dos rosquillas sobre una mesa—. Ten cuidado, que están muy calientes. Cuidado, Celia.
¡Oh, delicioso hogar! De vuelta a los corredores frescos y sumidos en acogedora penumbra que abundaban en la casa, Celia veía, a través de las puertas y ventanas de la sala, el brillo del jardín y el haya que resplandecía al sol.
Su madre, al salir de su dormitorio, encontró a la niña sentada, con la mirada perdida en el exterior de la casa y presionándose firmemente el vientre con sus dos manos.
—¿Qué sucede, hijita? ¿Por qué te llevas las manos a la barriga?
—El haya, madre. Es maravillosa.
—Creo que tú lo entiendes todo con tus tripitas.
—Es que siento algo aquí. Pero no es realmente un dolor, mamá. Y si lo es, me parece dulce.
—¿Así que te sientes feliz de estar otra vez en casa?
—Oh, mamá…
—Rumbolt está de peor humor que antes —dijo Celia después del desayuno.
—No me gusta nada tener a ese hombre en la casa —exclamó Miriam—. Quisiera que se marchase.
—Bueno, querida, ya sabes que no hay otro jardinero como él. Supera a todos los anteriores. Acuérdate de los melocotones del año pasado.
—Sí, sí, de acuerdo, pero nunca me gustó.
Pocas veces había visto Celia a su madre mostrarse tan vehemente. Había juntado sus manos con fuerza. Su padre la contemplaba con expresión benevolente, la misma que solía usar al dirigirse a Celia.
—Bueno, ya te di gusto una vez, ¿no es así? —repuso su marido alegremente—. Le despedí, a pesar de todos sus conocimientos y contraté al holgazán de Spinaker en su lugar.
—Es extraño —dijo Miriam— que sienta tanta repulsión por ese hombre. Me intriga el hecho de que cuando alquilamos la casa al señor Rogers, al marcharnos a Pau, Spinaker renunciara a su puesto y que el señor Rogers nos escribiera diciéndonos que le había reemplazado por otro jardinero que le había enseñado las mejores referencias. Me asombré cuando, al volver, pude constatar que el sustituto no era otro que Rumbolt.
—No veo por qué te disgusta tanto ese hombre, Miriam. Cierto que siempre está de malhumor, pero, aparte de eso, puede decirse que es un hombre correcto.
Miriam se estremeció un poco.
—No sé de qué se trata. Pero hay algo en él que me disgusta.
Sus ojos miraron hacia el jardín.
La doncella entró en la habitación.
—La señora Rumbolt quisiera hablar con el señor —dijo—. Está en la puerta delantera.
—¿De qué se trata? Bueno, será mejor que vaya y me entere.
Dejó la servilleta en la mesa y salió de la estancia. Celia miró a su madre. Tenía una expresión extraña. Hubiese dicho que estaba asustada.
Su padre volvió.
—Parece que Rumbolt no regresó anoche a su casa. Es curioso. Creo que el matrimonio suele pelearse y yo diría que últimamente las cosas se han agravado.
Levantó los ojos hacia la doncella, que en aquel momento estaba en el comedor.
—¿Has visto a Rumbolt esta mañana?
—No, señor. Al menos yo no. Preguntaré a la señora Rouncewell.
Su padre salió otra vez de la habitación y tardó unos cinco minutos en volver. Al entrar su marido, Miriam dejó escapar una exclamación y la misma Celia se sorprendió mucho.
Miró a su madre. Su expresión de temor se había acentuado. En cuanto a su padre, mostraba un aspecto muy raro. Parecía un anciano. Respiraba con dificultad.
Con gran rapidez, su madre saltó del asiento, corriendo hacia él.
—John, John, ¿qué sucede? ¡Cuéntame! Pareces haber pasado por algo terrible.
Su esposo tenía un color completamente anormal. Algunas zonas del rostro presentaban tintes azulados. Las palabras salieron con dificultad de sus labios.
—Colgando… en el establo… Corté la cuerda. Pero ya no… Tuvo que haberlo hecho anoche…
—Estos shocks son muy perjudiciales para ti.
Con gran rapidez corrió hacia un mueble y sacó una botella de coñac.
—Sabía —exclamó—. Sabía que algo estaba sucediendo.
Se arrodilló junto a su esposo, llevando el coñac a sus labios. Su mirada encontró la de Celia.
—Sube corriendo, hijita. Vete con Jeanne. No hay de qué alarmarse. Papá no se encuentra muy bien.
Luego murmuró a John en voz muy baja:
—La niña no ha de enterarse. Cosas como esta pueden resultar imborrables.
Muy intrigada, Celia salió de la habitación. Al final de la escalera, Doris y Susan hablaban excitadas.
—Tenía sus jaleos con otra —decía una de las doncellas—. Eso es lo que dicen. Y su mujer, según parece, lo supo. Ya se sabe: los más callados son siempre los más peligrosos.
—¿Tú le viste? ¿Tenía la lengua fuera? ¿Le colgaba?
—No sé; no le vi. El amo dijo que no debíamos entrar en el establo. Me pregunto si no podríamos obtener un trozo de la cuerda. Dicen que trae suerte.
—Buen susto se llevó el amo. Y según tiene el corazón…
—Es horrible.
—¿Qué ha sucedido? —dijo Celia.
—Que el jardinero se ahorcó en el establo —dijo Susan, con acento de satisfacción.
—¿Sí? —comentó la chiquilla, no demasiado sorprendida—. ¿Y para qué queréis un poco de cuerda?
—Si tienes un trozo de cuerda con la que alguien se ha ahorcado, tendrás suerte en la vida —repuso Susan.
—Eso es —confirmó Doris.
—Oh —dijo nuevamente Celia.
Aceptó la muerte de Rumbolt como una de las muchas cosas que suceden a diario. El hombre le desagradaba y nunca había sido bueno con ella.
Ya en la cama, cuando su madre fue a darle el beso de buenas noches, le preguntó:
—¿Podrías conseguirme un poco de la cuerda con la que se ahorcó Rumbolt, mamá?
—¿Quién te ha dicho que Rumbolt se ha ahorcado? —repuso su madre con enfado—. Di órdenes expresas de que no se dijera nada.
Celia abrió mucho los ojos.
—Susan me lo contó todo. Mamá, ¿podrías conseguirme un trozo de la cuerda? Susan dice que trae mucha suerte.
Su madre sonrió. Pronto la sonrisa fue transformándose hasta convertirse en una risa franca.
—¿Por qué te ríes, mamá?
Su tono era de sospecha.
—Porque ha pasado mucho tiempo desde que cumplí los nueve años y había olvidado lo que se siente.
Celia reflexionó un poco antes de quedarse dormida. Susan casi había muerto ahogada una vez que había ido a una playa, durante sus vacaciones. Los otros sirvientes se habían reído mucho con el episodio. Le decían:
—Te salvaste, claro. Es que tú naciste para morir ahorcada, chica.
Ahogarse, ahorcarse… debía haber entre ambas cosas alguna secreta relación…
Preferiría mil veces morir ahogada, pensó Celia antes de sumirse en el sueño.
Al día siguiente escribió a Grannie:
Querida abuelita:
Muchísimas gracias por el libro de las hadas color de rosa que me enviaste. Eres muy buena conmigo. Goldie está muy bien y te envía un beso. Por favor, da mis recuerdos a Sarah, Mary y Kate. También a la pobre señorita Bennett. En el jardín ya tenemos amapolas. El jardinero se ahorcó ayer en el establo. Papá está en cama, pero no tiene nada de cuidado. Mamá me lo ha dicho. Rouncy me permitirá hacer calamares y casitas con la masa, como Sarah.
Muchos, muchos, muchos, muchos besos de
CELIA
El padre de Celia murió al año siguiente, en casa de Grannie. Celia tenía diez años. Estuvo en cama durante varios meses, atendido permanentemente por dos enfermeras. La niña estaba acostumbrada a verle enfermo. Su madre solía hacer proyectos que llevarían a cabo cuando papá estuviese mejor.
Pero que su padre muriera era algo que nunca le había pasado por la cabeza. Aquel día acababa de subir la escalera cuando vio a su madre salir de la habitación del enfermo. Nunca le había visto aquella expresión…
Mucho más tarde pensaría en la vida como en una hoja que el viento lleva de acá para allá. Los brazos de su madre se elevaban al cielo y gemía. De pronto, abrió bruscamente la puerta de su dormitorio, precipitándose en la habitación. Una de las enfermeras apareció ante Celia, que la miraba con la boca entreabierta, sin comprender.
—¿Qué le sucede a mamá?
—Chist, hijita —le respondió la mujer—. Tu padre ha volado al cielo.
—¿Papá? ¿Papá ha muerto y se ha ido al cielo?
—Sí. Y ahora has de comportarte como una niñita buena. Recuerda que debes consolar a tu madre.
La enfermera desapareció por la puerta que daba al dormitorio de Miriam.
Azorada, Celia vagabundeó un rato por el jardín. Le llevó un buen rato comprender cabalmente lo que estaba sucediéndole. Su papá se había ido… estaba muerto…
De pronto, su mundo quedaba destruido.
Papá… Todo parecía igual. Se sobrecogió. Era como en el sueño del hombre con el fusil: todo iba bien y, de repente, allí estaba él. Contempló el jardín, el árbol ceniciento, los senderos. Todo estaba igual. Y sin embargo, todo se veía de algún modo distinto. Las cosas pueden cambiar… Pueden suceder otras cosas…
¿Estaría ahora su padre en el cielo? ¿Sería feliz allí?
Oh, papaíto…
Se puso a llorar.
Entró en la casa. Allí estaba Grannie, sentada en una silla del comedor. Todas las persianas permanecían bajadas y su abuela escribía cartas. Ocasionalmente, alguna lágrima le corría por las mejillas y ella la secaba con su pañuelo.
—¿Eres tú, chiquilla mía? —preguntó al divisar confusamente a Celia—. Vamos, vamos, hijita, no has de sufrir. Ha sido la voluntad de Dios.
—¿Por qué están bajadas las persianas?
—Es en señal de duelo —repuso Grannie.
A Celia no le gustaban las persianas bajadas. La casa resultaba rara y tenebrosa. Parecía muy diferente.
Grannie escarbó en sus bolsillos hasta dar con un caramelo de los que, ella sabía, gustaban particularmente a la pequeña y se lo tendió.
Al cogerlo, Celia le dio las gracias. Pero no le apetecía comerlo. Pensó que le sentaría mal.
Se sentó junto a Grannie, con su caramelo en la mano. Miraba a su abuela.
Grannie siguió escribiendo, escribiendo, carta tras carta. Usaba un papel con bordes negros.
Durante dos días, la madre de Celia estuvo muy mala. La enfermera, vestida con una túnica almidonada, hablaba a Grannie con susurros.
—La larga tensión… No podía creer que su marido hubiera muerto… El shock ha sido muy fuerte… Tendría que ser tratada adecuadamente…
Las dos mujeres dijeron a Celia que podía subir y ver a su madre.
La habitación estaba en penumbras. Miriam estaba echada de lado. Su largo pelo castaño oscuro, ligeramente canoso, se veía revuelto en torno a su cabeza, sobre la almohada muy blanca. Tenía los ojos abiertos y su expresión era extraña. Parecía mirar hacia algo que estaba muy lejano, mucho más lejano que Celia.
—Aquí está su hijita —dijo la enfermera.
Su tono era el de alguien que «entiende» de esas cosas.
Miriam miró a la niña, sonriéndole. Pero la sonrisa no era a la que Celia estaba acostumbrada. No sonreía así cuando veía a Celia. En cierto modo, a ésta le pareció que no la había visto.
La enfermera y también Grannie habían preparado a Celia antes de que fuera a ver a su madre.
La pequeña se dirigió a su madre con voz alta y clara.
—Mamá, querida, papá es feliz. Está en el cielo ahora. Tú no quisieras arrancarle de allí, ¿verdad?
De pronto su madre se echó a reír.
—¡Oh, sí que quisiera! Si supiera que llamándole le traería otra vez a la Tierra, no dejaría de llamarle continuamente, día y noche: ¡John, vuelve, vuelve a mí!
Se había incorporado y se apoyaba en un codo. Su rostro era expresivo y encantador, pero extraño.
La enfermera se llevó a Celia fuera de la habitación. La niña, de pie ante la puerta, oyó que la mujer, vuelta al dormitorio de su madre, decía:
—Tiene usted que vivir para sus dos niños. Recuerde eso, señora.
Y su madre, con un tono de voz dócil, pero enigmático, le había respondido:
—Sí, claro, he de vivir para mis hijos. No era preciso que me lo recordara.
Celia bajó, encaminándose hacia el salón. Una vez allí, fue hasta una pared de la que colgaban dos estampas en colores. Se llamaban respectivamente La madre desolada y El padre feliz. La pequeña no prestó especial atención a la última. Aquel señor más bien parecía una mujer y no le recordaba en nada a su padre, ni evocaba sentimientos de amor filial. Tanto le daba que fuera o no feliz. En cambio, la desesperada mujer, que se aferraba a sus niños con los cabellos en desorden y la expresión perdida, sí que recordaba a su madre tal como acababa de verla. La madre desolada. Celia asintió con la cabeza, a modo de aprobación.
Las cosas sucedieron rápidamente; y en algún caso fueron cosas excepcionales. Así, por ejemplo, fue extraordinaria la salida, de la mano de Grannie, a comprar ropas de luto.
Celia no podía evitar que, en cierto modo, le gustaran aquellas ropas. ¡Luto! ¡Estaba de luto! Aquello sonaba muy importante a algo propio de personas mayores. Le parecía que la gente la miraba curiosamente por las calles.
—¿Ves a esa niña toda vestida de negro?
—Sí; acaba de perder a su padre. Pobre pequeña.
—Dios mío, qué triste.
Celia se pavoneaba un poco mientras proseguía su camino con la cabeza gacha y aspecto sombrío. Sentía cierta vergüenza y culpa ante su propia conducta; pero no podía evitar la encarnación de un personaje interesante y, en cierto modo, romántico.
Cyril estaba en casa. Era ya un hombre, pero, a veces, su voz cambiaba bruscamente de timbre, lo cual le hacía ruborizarse. En tales ocasiones se sentía incómodo. Ahora solía vérsele con lágrimas en los ojos, aunque se ponía furioso si advertía que alguien las notaba. Cogió bruscamente a Celia por ambos brazos, arrastrándola hacia un gran espejo, para que se viese con sus atuendos de luto. Había desdén en su rostro.
—Eso es todo lo que piensa una chiquilla como tú en ocasiones como ésta. Vestidos nuevos. Bueno, supongo que eres aún demasiado niña para comprender lo que sucede.
Celia rompió a llorar, pensando que su hermano se comportaba injustamente.
Cyril no estaba muy apegado a su madre. Prefería estar con Grannie, porque con ésta podía desempeñar el papel de hombre de la familia.
Grannie, por otra parte, le estimulaba en tal sentido. Le consultaba sobre las cartas que estaba escribiendo y recababa su opinión en otras importantes materias.
A Celia no se le permitió acudir a los funerales de su padre, lo cual le pareció completamente injusto. Tampoco fue Grannie. Cyril, en cambio, acompañó a su madre.
Miriam no había bajado a la planta baja de la casa desde la muerte de su marido. La mañana del funeral Celia la vio por primera vez, en lo alto de la escalera, vestida de negro y con un aspecto completamente extraño para la pequeña. Con su tocado de viuda, un sombrero pequeño que le prestaba un aspecto dulce, parecía… sí, parecía como privada de todo apoyo.
Cyril, en cambio, se veía muy varonil y protector.
Grannie dijo:
—Tengo aquí unos cuantos claveles blancos, Miriam. Pensé que tal vez quisieras arrojarlos sobre el féretro cuando lo bajaran a su tumba.
Miriam movió negativamente la cabeza.
—No —repuso en voz muy baja—. Prefiero no hacer nada de eso.
Después del funeral fueron levantadas las persianas y la vida continuó.
Celia se preguntaba si su madre realmente simpatizaba con Grannie. No sabía bien por qué tenía aquella duda en su cabeza.
Sentía tristeza por su madre. Iba por la casa de acá para allá tan callada, tan serena y solitaria. Apenas hablaba con nadie.
Grannie pasaba gran parte del día leyendo cartas que le enviaban. Decía:
—Miriam, estoy segura que te gustará leer esto. El señor Pike me envía una carta, hablándome de John en términos tan afectuosos…
Pero su madre atendía a otra cosa mientras decía sin levantar la voz:
—No, por favor, ahora no.
Grannie levantaba las cejas un poco y doblaba la carta, volviéndola a meter en el sobre.
—Como quieras.
Su tono era seco. Pero cuando el cartero volvía con un nuevo cargamento de misivas, la escena se repetía.
—El señor Clark es realmente un buen hombre —decía mientras repasaba una carta aspirando con fuerza por la nariz—. Realmente, Miriam, deberías leer lo que dice aquí. Te serviría de consuelo. Habla con palabras muy justas. Dice que, de alguna maravillosa manera, los muertos están siempre con nosotros.
Bruscamente, como si no pudiera evitarlo, Miriam exclamó:
—¡No!, ¡¡¡no!!!
Aquel grito súbito hizo comprender a Celia lo que su madre sentía. Y supo, de manera un poco instintiva, que deseaba que la dejasen sola.
Días después llegó una carta, cuyo sello indicaba que procedía del extranjero. Miriam la abrió y, sentándose, se dispuso a leerla. Estaba escrita en cuatro hojas, con escritura armoniosa y delicada. Grannie contemplaba a Miriam.
—¿Es de Louise? —preguntó.
—Sí.
Se hizo un silencio. Grannie vigilaba la carta con expresión ansiosa.
—¿Qué dice? —preguntó tras luchar obviamente un buen rato con su curiosidad.
Miriam ya estaba doblando nuevamente las hojas y las guardaba en el sobre.
—Creo que Louise no desea que otra persona lea esta carta —dijo serenamente—. Louise… comprende.
Esta vez, las cejas de Grannie se levantaron más que nunca.
Pasaron unos días y la madre de Celia resolvió salir, acompañada de la prima Lottie. Celia fue enviada de nuevo a casa de Grannie. Pasaría un mes con ella. Cuando regresó su madre, la niña volvió otra vez al hogar.
Y la vida comenzó de nuevo. Una vida diferente. Celia y su madre estaban ahora solas en la gran casa con jardín.