Al invierno siguiente, los padres de Celia fueron a Egipto. No les pareció adecuado llevar a Celia, de modo que la dejaron con Jeanne en casa de Grannie, su abuela.
Grannie vivía en Wimbledon y a Celia le gustaba mucho quedarse en su casa. Los rasgos distintivos de ésta comenzaban por el jardín, que era apenas un cuadrado verde bordeado de rosales. Celia los conocía uno a uno y los recordaba.
—Esta rosa se llama France, Jeanne. Ven, que te gustará mucho.
Pero la gloria y gala del jardín era un arbusto ceniciento muy viejo, que había sido trabajado durante muchos años para que formara una glorieta. No había en la casa nada que le gustara tanto a Celia como este arbusto, al que consideraba una de las maravillas del mundo. Sin contar la taza del cuarto de baño, cuyo asiento de caoba tenía adornos. Lo habían puesto a considerable altura del suelo, de modo que, al retirarse allí después del desayuno, Celia imaginaba ser una reina sentada en su trono, protegida por una gruesa puerta bien cerrada. Luego se ponía de pie y, mirándose al espejo, hacía leves inclinaciones de cabeza, mientras extendía ceremoniosamente la mano para que la besaran imaginarios cortesanos. La escena podía durar tanto como ella quisiera.
Mención aparte merecía el gran armario situado junto a la puerta que daba al jardín. Cada mañana, Grannie se dirigía a él haciendo sonar las llaves que llevaba en un gran aro colgado de su cintura. Era puntual como un niño, un perro o un león a la hora de comer, y Celia, desde luego, no se quedaba atrás. Grannie procedía entonces a sacar del mueble paquetes de azúcar, mantequilla, huevos o mermelada. Era frecuente que discutiera con Sarah, la cocinera, en términos que, a veces, llegaban a ser ásperos. Sarah era diferente de Rouncy: lo que aquélla tenía de gorda, ésta lo tenía de delgada. Su rostro, siempre serio y poco agraciado, parecía un cascanueces. Hacía cincuenta años que trabajaba para Grannie y cincuenta que discutían por las mismas cosas. Se gastaba demasiado azúcar. ¿Qué había sucedido con la última media libra de té? Con los años, aquello se había transformado en una especie de ritual y Grannie protagonizaba cada día la escena, encarnando a la meticulosa ama de casa. ¡Los sirvientes eran tan derrochadores! Había que estar permanentemente en guardia. Terminado el episodio diario, Grannie hacía como si acabara de ver a Celia.
—Dios mío. ¿Qué hace una niña tan pequeña metida en la cocina?
Y hacía como si se sorprendiera mucho.
—Bueno, bueno. Supongo que no querías nada de lo que hay aquí.
—Sí que quiero, Grannie, sí que quiero.
—Pues, entonces, déjame ver.
Grannie exploraba con su mano las profundidades del armario. Siempre terminaba por sacar algo interesante de él. Podía ser un tarro de ciruelas francesas, algunos bombones o un trozo de tarta. Siempre había algo allí para la pequeña Celia.
Grannie era una viejecita muy bella. Su piel era blanca y rosada, muy luminosa, y llevaba el cabello peinado con raya al medio, de forma que dos ondas de pelo blanquísimo le recorrían simétricamente la parte superior de la cabeza. Su boca era grande y siempre dispuesta a sonreír. Su cuerpo evocaba una naturaleza saludable, con pechos abundantes y caderas llenas. Todo el porte de Grannie era majestuoso, lo cual quedaba acentuado por los vestidos de terciopelo o de seda, con amplia falda y ceñida cintura, que solía llevar incluso en casa.
—Siempre tuve un cuerpo magnífico, querida mía —decía a veces dirigiéndose a Celia—, Fanny, que así se llama mi hermana, era la más bonita de todas nosotras, pero su cuerpo no era como el mío. ¡Qué va! Era delgada y lisa como un tablón. No había hombre que se detuviera a mirarla mucho rato si yo estaba por allí. A los hombres les interesa más el cuerpo que la cara.
El tema de «los hombres» siempre salía a relucir en la conversación, a veces un poco errática, de Grannie. Educada en tiempos en qué se consideraba a los hombres como la sal de la tierra, consideraba que las mujeres solo existían para atender las necesidades de aquellos magníficos seres.
—Era imposible encontrar a un hombre más guapo que mi padre. Medía más de seis pies. Todos sus hijos le temíamos. Era muy severo.
—¿Y tu madre, Grannie?
—Oh, pobrecilla. Solo tenía treinta y nueve años cuando murió, dejándonos a nosotros, que éramos diez hijos. Diez bocas hambrientas. Al nacer su último hijo, estando en cama…
—¿Por qué estaba en cama, Grannie?
—Porque es la costumbre, querida.
Celia aceptó la costumbre,
—Siempre que tenía un niño —continuó Grannie— se quedaba un mes en la cama. Era el único descanso que tenía la pobre mujer, de modo que trataba de obtener de él el máximo. Quería que le llevaran el desayuno a la cama. Un huevo duro. Pero no creas que la pobre se hartaba, no. Todos íbamos a fastidiarla, diciéndole que nos dejase probar de su huevo y poco quedaba de él cuando terminaba la ronda. Era demasiado buena, demasiado generosa. Murió cuando yo, que era la mayor de sus hijas, tenía catorce años. El pobre papá quedó desolado, porque estaban muy unidos. Seis meses más tarde, le siguió a la tumba.
Celia esbozó con la cabeza un gesto de comprensión. La historia le parecía coherente y verosímil. En la mayor parte de sus libros de cuentos había alguna escena en la que alguien moría; y aunque en sus libros se trataba generalmente de niños santos y dignos del cielo, opinaba que la nueva versión que le contaba Grannie era razonable y por lo tanto la aceptaba.
—¿De qué murió?
—De tisis galopante.
—¿Y tu madre?
—Comenzó a perder la salud, hijita. Declinaba día a día. Has de cuidar tu garganta poniéndote una buena bufanda siempre que sople viento del este. Recuérdalo, Celia. El viento del este mata a muchas personas. La pobre miss Sankey, por ejemplo… Pensar que hace tan solo un mes estábamos bebiendo té juntas. Imagínate que se le ocurrió ir a uno de esos asquerosos lugares de baños. Al salir, sin reparar que soplaba viento del este, olvidó ponerse algo en el cuello y en una semana murió.
Casi todos los relatos y recuerdos de Grannie terminaban de manera parecida. Aunque era una mujer jovial, se deleitaba contando historias de enfermedades incurables, muertes súbitas o males misteriosos. Celia ya estaba tan habituada, que no era raro que interrumpiera a la mujer para preguntarle:
—Y entonces murió, ¿verdad, Grannie?
A lo que Grannie solía replicar:
—Oh, sí, pobre hombre.
O mujer, o niño, según los casos. Ninguna de sus narraciones terminaba con la alegría general. Esto quizá obedeciera a una reacción natural fundada en su saludable y vigorosa personalidad.
Pero, a veces, Grannie no hablaba del pasado, sino del futuro, y entonces menudeaban las adversidades misteriosas.
—Si alguien a quien no conoces te ofrece dulces, querida, nunca los aceptes. Y cuando seas mayor, recuerda que no has de quedarte a solas con un hombre soltero en el mismo compartimento del tren[2].
Esto último deprimió bastante los ánimos de Celia. Era muy tímida y no acertaba a imaginarse preguntando a un señor, con quien se hallaba en el mismo compartimento, si era casado o soltero. No había modo de evitar la pregunta. Al fin y al cabo la gente no lleva escrito en la frente su estado civil.
En este momento entró en la casa una amiga de Grannie, que había escuchado el final de su frase.
—No está bien que digas eso a una niña tan pequeñita —dijo.
La respuesta de Grannie fue clara y precisa.
—Quienes no son advertidas a tiempo corren el riesgo de sufrir graves equivocaciones. Los jóvenes han de saber las cosas desde la edad de esta niña. Hay algo que quizá ignores, querida. Mi marido me contó… Quiero decir, mi primer marido. (Grannie había tenido tres. Tan atractiva debió de ser que a los tres supo conquistarlos. Cuidó bien de ellos y los enterró sucesivamente, con lágrimas al primero, con resignación al segundo y con decoro al tercero). Mi primer marido decía que las mujeres debían saber de estas cosas.
Su voz se hizo más íntima, hasta perderse en sonidos sibilantes.
Lo que parecía venir le resultaba a Celia sospechoso de aburrimiento, así que se escabulló de la manera más discreta, saliendo al jardín.
Jeanne era muy desgraciada. A medida que pasaba el tiempo más echaba a faltar su tierra y su familia. La servidumbre inglesa, le dijo a Celia, no era nada amistosa con ella.
—La cocinera, Sarah, es gentille, aunque suele llamarme «papista» porque soy católica. Pero las otras, es decir, Mary y Kate, se burlan de mí porque en lugar de gastarme el sueldo en vestidos, se lo envío a mis padres.
Grannie trató de darle ánimos al verla tan alicaída.
—Tú sigue comportándote como una chica sensata —le dijo—. Aún está por ver a un hombre que se enamore de lo que una mujer lleva encima. Por lo menos a un hombre que valga la pena. Sigue enviando el dinerillo a tu madre y ya verás cómo tu carácter te servirá cuando llegue el momento de casarte. Ese modo poco pretencioso que tienes de vestir es el más adecuado para una chica de tu condición. ¿De qué sirven los trapos a una criada? Continúa demostrando que eres sensata.
Pero a veces Jeanne no podía contener las lágrimas ante los desprecios o frialdades de que Mary y Kate la hacían objeto. Las inglesas no querían a la extranjera y, además, Jeanne era papista. Todos sabían que los católicos veneran a su jefe romano.
Los afanes de Grannie por mejorar la situación, aunque llegaban a ser enérgicos, no siempre conseguían el fin buscado.
—Haces muy bien en mantenerte fiel a tu religión, muchacha. No es que yo transija con el catolicismo, porque soy anglicana de verdad y porque la mayor parte de los católicos que he conocido eran mentirosos. Pensaría mejor de ellos si sus sacerdotes se casaran. ¡Y esos conventos! ¡Todas esas preciosas chiquillas encerradas allí, sin saber nada del mundo! ¿Qué pasa con ellas una vez que entran en un convento? Quisiera saberlo, pero no me interesa la respuesta que van a darme los curas si les planteo la pregunta.
Felizmente para Jeanne, su dominio del inglés aún no era lo suficientemente bueno como para comprender bien aquel rápido fluir de palabras.
Madame era muy amable, dijo, y ella haría lo posible por no hacer caso de lo que las otras criadas le dijeran.
Grannie se enfrentó luego a Kate y a Mary, regañándolas sin miramientos por su modo de tratar a una pobre niña que se encontraba en un país extraño para ella. Mary y Kate se mostraron asombradas por sus palabras. Sin embargo, con palabras suaves y medidas, le respondieron que ellas no habían dicho ni hecho nada a Jeanne, nada en absoluto. Jeanne era única a la hora de imaginar insultos.
Grannie no podía acusarlas sin pruebas. Pero tuvo su pequeña satisfacción cuando Mary le solicitó permiso para tener una bicicleta.
—Me sorprendes, Mary, al pedirme tal cosa. Jamás una doncella mía irá por ahí en bicicleta. Es algo absolutamente indecoroso.
Mary, con gesto de enfado, le repuso que su prima de Richmond había sido autorizada a tener una.
—No quiero volver a oír hablar más de este asunto —insistió Grannie—. Por otra parte, esos aparatos son peligrosos para una mujer. Muchas se han visto privadas de engendrar hijos por culpa de esos malditos cacharros. Son dañinos para las partes internas de las mujeres.
Mary y Kate tuvieron que conformarse, aunque guardaron rencor a Grannie por aquello. Pensaron en marcharse de la casa, pero de momento abandonaron el proyecto porque sus puestos eran buenos, tanto en sueldo como en faena. La comida, por otra parte, era abundante y exquisita, no como en otras casas, donde siempre queda para la cocina lo peor. La vieja Grannie era bastante regañona, pero, en el fondo, de corazón tierno. Si en casa de alguna de ellas había dificultades no tardaba en acudir y socorrer a quien lo necesitara. En las Navidades era generosa como nadie. En cuanto a Sarah, había que tolerarle sus frecuentes insultos, pero en fin, qué se le iba hacer. La comida que hacía era excelente.
Como todos los niños, Celia hacía frecuentes visitas a la cocina. Sarah tenía mucho peor humor que Rouncy, pero había que perdonárselo puesto que era tan vieja… Si alguien hubiese asegurado a Celia que Sarah contaba ciento cincuenta años no le hubiese sorprendido en lo más mínimo. A su modo de ver, era la persona más vieja que existía en el mundo.
Aquella mujer era muy susceptible tocante a las cosas más extrañas. Cierto día, por ejemplo, Celia le había preguntado nada más entrar en la cocina:
—¿Qué guisas, Sarah?
—Sopa de menudillos, Celia.
—¿Qué son menudillos, Sarah?
Sarah frunció la boca.
—Cosas que una niña bien educada no tiene por qué conocer.
—Pero ¿qué son esas cosas?
La respuesta de Sarah no había conseguido sino aumentar la curiosidad de Celia.
—Bueno, ya está bien, Celia. No está bien que una señorita como tú haga preguntas sobre ciertos temas.
—Sarah —repetía la niña bailoteando por toda la cocina—, dime qué son los menudillos. ¿Qué son los menudillos? ¿Qué son los menudillos? Menudillos, menudillos.
Sarah, muy enfadada, hizo ademán de zurrarla con una sartén y Celia salió a toda prisa de la cocina, pero un instante después ya estaba asomando la cabeza.
—Sarah, ¿qué son los menudillos?
Y luego volvía a repetir la pregunta desde la ventana de la cocina.
Sarah, que ya estaba muy nerviosa, decidió no responderle. Solo murmuraba en voz baja, como hablando consigo misma.
Finalmente, cansada de dar la lata a Sarah, Celia salió en busca de su abuela.
Grannie siempre se quedaba en el comedor, cuyas ventanas daban al pequeño jardín de delante de la casa. Aquella habitación estaba tan grabada en el recuerdo de Celia que podía describirla con toda exactitud veinte años más tarde. Las pesadas cortinas de encaje de Nottingham, el papel de las paredes, que era rojo oscuro y oro, un cierto aire de tristeza, un desvaído aroma de manzanas y también el olor casi imperceptible de los fritos del mediodía, la amplia mesa victoriana cubierta de un pesado terciopelo, el aparador de caoba maciza, la mesilla junto al hogar sobre la que se hallaban los periódicos del día, los pesados bronces de la repisa de la chimenea («tu abuelo pagó setenta libras por ellos en la Exposición Universal de París»), el sofá, tapizado de brillante piel rojiza, donde Celia a veces «descansaba» y qué era tan resbaladizo como para impedirle a una permanecer en su centro, la pañoleta bordada que colgaba del respaldo, los estantes junto a la ventana, llenos de pequeños objetos de adorno, la pequeña librería giratoria sobre la mesa redonda, la mecedora en la que cierta vez Celia se había columpiado con tanto ímpetu que fue a dar contra el suelo, haciéndose un chichón gordo como un huevo, la fila de sillas tapizadas de cuero, bien dispuestas junto a la pared y, por fin, el sillón de alto respaldo donde Grannie se sentaba siempre para hacer sus labores.
Porque nunca estaba de brazos cruzados. Escribía cartas, a veces muy extensas, con su letra un poco desordenada, en trozos de papel que antes sirvieran para cualquier otro uso. Detestaba derrochar y solía decir a Celia: «Quien no gasta no necesita pedir». Cuando no escribía, hacía punto de ganchillo, tejiendo chales de color púrpura, azul y malva, que regalaba a las familias de las mujeres que la servían. También preparaba botitas y zapatos de lana muy fina cuando la hija o nieta de alguna amiga suya tenía familia; y, cuando venía caso, hacía mantelillos redondos color damasco, sobre los cuales iban a posarse las fuentes a la hora de la merienda, rebosantes de pasteles y dulces.
En ocasiones más raras tejía chalecos para los maridos de sus amigas más íntimas. Llevaban rayas y, en los bordes, le aplicaba un vivo que cosía junto con el dobladillo. Éste era, tal vez, el trabajo favorito de Grannie. Aunque tenía ya ochenta y un años, conservaba el secreto interés que siempre le habían inspirado los hombres. También les hacía calcetines de lana para dormir.
Bajo la dirección de Grannie, Celia hizo una serie de alfombrillas para el baño, cosiendo varios trozos de toallas, todos ellos de color azul pálido. Tanto Grannie como ella misma se asombraron al ver los excelentes resultados del trabajo de la chiquilla. Cuando las doncellas retiraban las tazas y fuentes de la merienda y dejaban libre la gran mesa del comedor, abuela y nieta se dedicaban a jugar un rato a las pajitas y también a un juego de naipes que Grannie consideraba su favorito. Consistía en sumar y restar el valor de las cartas hasta formar cantidades preestablecidas. Sus rostros mostraban la absorta atención que el juego imponía y al final sonreían satisfechas.
—¿Sabes por qué este juego de cartas es tan bueno, querida? —decía Grannie—. Porque enseña a hacer correctamente las cuentas.
Nunca dejaba la abuela de hacer tal comentario al final de cada partida. Jamás hubiera admitido la diversión por la diversión, ni tampoco realizar acción alguna que fuese improcedente. Si se comía pescado era porque el pescado es saludable. La compota de cerezas era ciertamente buenísima, pero lo mejor de ella radicaba en el hecho de que era buena para los riñones. El queso, que a Celia le gustaba especialmente, ayudaba a digerir la comida; y si Grannie se bebía alguna copita de oporto después de la cena, era porque el médico se la había recetado: el alcohol era algo peligroso, especialmente para las mujeres.
—¿No te gusta tu oporto, Grannie?
—No, querida —respondía la abuela haciendo una mueca al llevarse la copa a los labios—. Si lo bebo es por motivos de salud.
Tras dejar aquello bien en claro, gozaba a sus anchas con la copita.
Lo único qué Grannie aceptaba alegremente, prescindiendo de razones prácticas, era el café. En este caso, aceptaba su parcialidad.
—Muy moro este cafecillo —solía decir con una expresión muy peculiar, que le hacía arrugar mucho sus ojos vivaces—. Realmente muy moro.
Y reía de buena gana mientras se servía otra taza.
Al otro lado de la pared del comedor estaba el cuarto de costura, donde trabajaba la pobre señorita Bennett. Era la costurera y nunca se hablaba de ella sin preceder su nombre con el adjetivo «pobre».
—Pobre señorita Bennett —comentaba Grannie—. Es una caridad darle trabajo. A veces creo que llega a faltarle lo necesario para comer.
Si algún plato especialmente delicioso se servía en la mesa, siempre se enviaba parte de él a la señorita Bennett, la pobre.
La costurera llevaba su abundante cabello gris no muy bien peinado. Hacía con él un rollo que disponía luego en torno a su cabeza sin prestar mayor tributo a la coquetería, con lo cual su rostro parecía culminar en algo así como en un gran nido de pájaro. Era muy pequeñita y, aunque no mostraba ninguna deformidad física, su aspecto general parecía insinuarla. Hablaba con voz entrecortada y muy fina. Llamaba a Celia «señorita». No hacía nada a derechas. Los vestidos que cosía para Celia siempre eran demasiado holgados. Las mangas le llegaban hasta la mitad de las manos y, si hacía la prenda sin mangas, se las arreglaba para que uno de los tirantes le cayese hasta medio brazo, dificultando los movimientos de la niña.
Pero era preciso tener mucho cuidado para no ofender a la pobre señorita Bennett. Ante cualquier observación casual que ella considerara ofensiva, dejaba de hablar, concentrándose en su labor, mientras un círculo rojizo aparecía de súbito, en cada una de sus mejillas.
La pobre señorita Bennett tenía en su haber una infortunada historia. Pero no se cansaba de recordar que su padre había sido un caballero muy bien situado.
—De hecho, aunque esté mal que yo lo diga, era todo un gentleman. Esto lo afirmo en estricta confidencia. También mí madre tenía la misma opinión de él. Yo me parezco bastante a él. No sé si habrás reparado en mis manos y en mis orejas, que son, según dicen, los rasgos más reveladores de distinción en una persona. ¡Qué sorpresa se llevaría si volviese ahora de su tumba y me encontrara en esta difícil situación! Aunque a usted, señora —agregaba dirigiéndose a Grannie—, no tengo que soportarle lo que estoy obligada a tolerar en otras casas donde trabajo. A veces, me tratan casi como si fuera una sirvienta. Usted ya me entiende.
Grannie hacía cuanto estaba de su mano para que a la señorita Bennett se la tratara correctamente. Sus comidas le eran llevadas en una bandeja y las doncellas tenían instrucciones de ser respetuosas con ella, aunque la pobre señorita solía tratarlas con altanería y darles órdenes en tono seco. Como resultado, Kate y Mary la detestaban.
—¡Esos aires de importancia! —oyó Celia decir a Sarah una vez—. Dándoselas de gran señora, ella que es una doña Nadie, que ni siquiera sabe el nombre de su señor padre.
—¿Qué es una doña Nadie, Sarah? —preguntó Celia apareciendo en escena.
Sarah se puso colorada.
—No es una expresión que deban usar las niñas bien educadas.
—¿Cómo los menudillos?
Kate, que se hallaba presente y a quien Sarah se había dirigido, estalló en risotadas. Sarah le dijo bruscamente que guardara compostura.
Detrás del cuarto de costura estaba la sala. Era un lugar remoto, frío y triste. Solo se usaba cuando Grannie recibía visitas o invitaba a gente a su casa. Estaba amueblada con sillas tapizadas de terciopelo, mesas recubiertas de telas oscuras muy costosas y un gran tresillo forrado de seda. También abundaban las vitrinas abarrotadas de pequeñas y grandes piezas de porcelana. En una esquina de la espaciosa habitación había un piano que emitía solemnes bajos y alegres agudos, parecidos al piar de los pájaros. Las ventanas del salón eran, en realidad, grandes puertas vidrieras que daban a un invernadero, desde donde se salía al jardín. El hogar del salón era muy grande y contenía muchas piezas de bronce que Sarah se cuidaba especialmente de mantener lustrosas, hasta tal punto que uno podía ver su propia cara reflejada en ellas.
En la planta superior se hallaba el que en su tiempo fuera el cuarto de juegos para los niños. Era una habitación alargada y de techo bajo, cuyas ventanas daban al jardín. Subiendo un tramo de la escalera se llegaba a la planta lateral donde estaba el dormitorio de Kate y de Mary. Aún más arriba, en lo más alto de la casa, se encontraban los tres dormitorios principales y también uno pequeñito, donde dormía Sarah. Este último cuarto era muy oscuro y carecía de ventanas,
A Celia le parecía que los tres dormitorios constituían la parte más lujosa e importante de la casa. Tenían muebles enormes, algunos de una rara madera gris y otros de caoba. El dormitorio de Grannie estaba encima del comedor. La cama era espaciosa y tenía en sus cuatro extremos otras tantas columnas, que sostenían un baldaquín. Un inmenso armario de caoba ocupaba casi enteramente una de las paredes. A un costado podía verse una mesa con un gran plato hondo, dentro del cual había una jarra de porcelana. Del otro, un tocador y más allá, una cómoda también muy grande y con cajones hasta el suelo, cada uno de los cuales estaba repleto de ropa y de sábanas meticulosamente planchadas y dobladas. En ciertas ocasiones, después de abrir uno de ellos, Grannie no podía cerrarlo, lo cual le causaba infinita contrariedad. Cajones y puertas de los muebles estaban cerrados con llave. La cara de la puerta que daba al interior de la habitación tenía una percha de la que colgaba un antiguo fusil. Cuando Grannie se encerraba en su cuarto por las noches dejaba a mano sobre la mesita de noche un cuerno que servía para alertar al vigilante nocturno y un gran pito de los que usaba la policía. Eran sus precauciones para el caso de que los ladrones osaran desafiar su fortaleza.
Encima del ropero, protegida dentro de una caja de cristal, había una gran corona hecha de flores de cera, tributo mediante el cual recordaba la memoria de su primer marido. Sobre la pared derecha, en su marco, estaba la constancia de la misa que mandara oficiar al morir su segundo esposo. En la izquierda, para completar las conmemoraciones, podía advertirse una fotografía, también enmarcada, que mostraba la costosa tumba que había mandado erigir para que albergara los restos del tercero.
El colchón y las almohadas del lecho eran de plumas. Las ventanas del dormitorio de Grannie nunca se abrían.
El aire de la noche, decía, era sumamente peligroso. En realidad, todas las clases posibles de aire eran, a su modo de ver, inconvenientes e implicaban riesgos para la salud. Solo en los días más cálidos del verano salía algún rato al jardín. Si iba de compras, llamaba a un coche para que la llevara a los grandes almacenes próximos a la estación Victoria. En tales ocasiones, se preparaba con todo cuidado antes de salir, endosándose no solo un pesado y cálido abrigo sino también una bufanda rellena de plumas, a la que daba varias vueltas en torno a su cuello.
Grannie nunca salía de visitas. Sus amigas venían a su casa, ocasión en la cual mandaba preparar bizcochos de diferentes clases para hacer pasteles y pastas. También había varias clases de licores que ella misma hacía. Si había caballeros entre los presentes, Grannie se dirigía a ellos en primer lugar, preguntándoles qué deseaban beber.
—Le recomiendo que pruebe mi licor de guindas —decía—. A todos los señores les agrada.
Luego se dirigía a las de su sexo:
—Venga, bébete unos traguitos. Solo para quitarte el frío que hace en la calle.
Era el modo en que Grannie expresaba su convicción de que las señoras no podían admitir despreocupadamente que también a ellas pudiera gustarles el alcohol. Si la reunión tenía lugar después de la cena, cambiaba la frase:
—Ya verás cómo una copita ayuda a hacer bien la digestión, querida.
Si alguno de los caballeros se presentaba sin chaleco, Grannie le enseñaba el que estaba tejiendo, diciéndole con tono a la vez amable y distante:
—Me ofrecería a hacerle uno, si estuviese segura de que su esposa no iba a poner objeciones.
La mujer exclamaba entonces:
—Oh, no. ¡Por favor, mujer, téjele uno! Te quedaré muy agradecida.
Entonces Grannie decía en tono jocoso:
—Es que no quiero causar problemas.
Y los señores pronunciaban alguna galantería propia del caso, afirmando la satisfacción que iba a causarles llevar un chaleco hecho por las propias manos de la querida anfitriona.
Cuando las visitas se marchaban, las mejillas de Grannie estaban mucho más rosadas y su cuerpo mucho más esbelto.
Le encantaba recibir invitados.
—Grannie, ¿puedo entrar y quedarme contigo un ratito?
—¿Por qué? ¿No tienes nada que hacer allá arriba con Jeanne?
Celia vaciló un minuto o dos, buscando una frase satisfactoria que sirviese de respuesta.
—Las cosas no están del todo bien en el cuarto de los juguetes —dijo por fin.
Grannie rió.
—Vaya manera de describir la situación.
A Celia le resultaba siempre incómodo y muy difícil hablar de las raras ocasiones en que se enfadaba con Jeanne. Siempre ocurría de modo totalmente imprevisto.
Habían discutido sobre la mejor manera de disponer los muebles en la casa de muñecas y Celia, al exponer sus puntos de vista, había dicho en cierto momento:
—Mais, ma pauvre fille…
La frase desencadenó la tormenta, dejando fluir el francés de Jeanne a torrentes.
Sí, desde luego, era una pauvre filie, como decía Celia pero su familia, aunque pobre, era honesta y respetable. No había persona más respetada en Pau que su padre. El mismísimo alcalde era amigo suyo y le tenía en altísima consideración.
—Pero yo no te he dicho…
Jeanne no la oía.
Sin duda la petite mees, tan rica, tan magníficamente vestida, con unos padres que se dedicaban a viajar rodeados de mil maletas, la consideraba poco menos que una menesterosa que…
—Pero yo no te he dicho… —insistía Celia, cada vez más, intrigada.
Sin embargo, hasta las pauvres filles tenían su orgullo. Ella, Jeanne, tenía sentimientos; y Celia los había herido. Herido hasta lo más profundo.
—Pero Jeanne, si yo te quiero —exclamaba Celia.
No había modo de calmar a Jeanne. Echó mano a una de sus labores más ingratas y complicadas —un cuello para el nuevo vestido de Grannie— poniéndose a coser en silencio, moviendo negativamente la cabeza cada vez que Celia le proponía olvidar el episodio o le planteaba preguntas. Lo que en realidad sucedía era que Celia desconocía ciertos comentarios que previamente hicieran Mary y Kate. Sus compañeras le habían dicho que sus padres debían de ser sin duda muy pobres; para quedarse con todo cuanto Jeanne ganaba en su trabajo.
Enfrentada a una situación incomprensible para ella, Celia prefirió salir de la habitación, en busca de su abuela, que, ella sabía, se encontraría en el comedor.
—¿Y qué es lo que vas a hacer? —preguntó Grannie, mirando a la pequeña por encima de sus gafas y dejando caer una gran pelota de lana.
Celia la recogió.
—Cuéntame de cuando tú eras pequeña. ¿Qué decías al bajar, después de coger la merienda?
—Solíamos bajar todos juntos y golpear a la puerta del estudio de nuestro padre. «Pasad», decía él; y entonces entrábamos todos corriendo y cerrábamos la puerta. Suavemente, eso sí: era preciso cerrar las puertas sin dar portazos. Las personas bien educadas no cierran dando portazos. En realidad, querida mía, en mis tiempos una señora jamás cerraba una puerta. Los picaportes estropean las manos. Había jarabe de jengibre sobre la mesa y a cada uno se nos daba una copa.
—Y entonces tú decías… —interrumpió Celia, que se conocía ya la historia.
—Decíamos: «Os queremos mucho, papá, mamá».
—Y ellos replicaban…
—«Y nosotros a vosotros, hijos».
—¡Oh!
A Celia le gustaba aquel relato. No sabía en verdad por qué le gustaba tanto.
—Y ahora cuéntame aquello de cuando cantabais todos en la iglesia —pidió—. Cuando tú y el tío Tom…
Moviendo vigorosamente sus agujas, Grannie le repetía él cuento.
—Había unas tablillas con la letra de los salmos escrita en ellas. Un sacristán las distribuía entre los fieles, diciendo con voz clara y vibrante: «Cantemos a la gloria de Dios. Salmo número tal». Y al terminar, exclamaba: «Cantemos nuevamente la grandeza del Señor. Salmo número tal». Y luego, por tercera vez: «Cantemos y reverenciemos a Dios. Salmo número tal. Oye, tú, Bill, que tienes la tablilla del revés».
Grannie hubiese sido una buena actriz. Imitaba perfectamente el modo de hablar de las clases sociales inferiores.
—Y tú y el tío Tom reíais.
—Sí, nos reíamos mucho. Pero nuestro padre nos miraba. Eso, nada más, nos miraba. En cuanto llegábamos, nos enviaban rápidamente a la cama, sin cenar. Y a veces coincidía con el día de San Miguel, en que había pavo.
—Y vosotros os quedabais sin él —intercalaba Celia con gesto grave.
—Nos quedábamos sin él.
Celia reflexionaba sobre aquella calamidad durante unos momentos. Luego, dando un profundo suspiro, decía:
—Grannie, juguemos a que soy un pollo.
—Ya eres demasiado grande para eso.
—Oh, no, Grannie, juguemos a que soy un pollo.
Grannie dejaba a un lado las agujas y las gafas.
La comedia comenzaba cuando ambas entraban a la tienda de la señora Whiteley. Grannie preguntaba al señor Whiteley si tenía un pollo especialmente bueno, pues era para servirlo en una cena muy importante. ¿Querría el señor Whiteley escogerle uno digno de la ocasión? Grannie hacía a la vez de cliente y de tendero. El pollo se preparaba (aquí Celia era envuelta en papel de periódico) y se llevaba a casa de Grannie. Era rellenado (gritos de excitación), pinchado con un tenedor (más gritos) y metido en el horno. Luego se servía y entonces venía la escena culminante cuando Grannie exclamaba:
—¡Sarah, Sarah! ¡Ven aquí! ¡Este pollo está vivo!
Ah, sí. Pocas compañeras de juego podían igualarse a Grannie. Lo que Celia no sabía era que la propia abuela se lo pasaba tan bien como ella. Y era tan buena… En algunas cosas era todavía más buena que su madre, porque si una pedía y volvía a repetir el pedido la cantidad adecuada de veces, terminaba por darte lo que le solicitabas. Hasta era capaz de concederte «cosas que no son buenas para ti».
Llegaron cartas de papá y mamá, escritas ambas en clara letra de imprenta.
Mi adorada muñequita:
¿Cómo está mi chiquilla? ¿Sales a pasear con Jeanne? ¿Te gusta ir a las clases de baile? La gente por aquí tiene la cara casi negra. Si eres obediente, Grannie te llevará a ver los títeres. ¿Verdad que es muy buena? Estoy seguro de que le estarás muy agradecida por lo paciente que es contigo y de que la ayudarás en todo cuanto puedas. Ya sé que serás una niña muy buena con Grannie. Ella es bondadosa contigo. Dale a Goldie un granito de alpiste de mi parte.
Te quiere mucho,
Papá
Mi preciosa querida:
Te echo tanto a faltar… pero estoy segura de que lo estás pasando muy bien con tu abuelita, que tan buena es contigo, y de que te portarás muy bien con ella, haciendo todo cuanto puedas por darle gusto. Aquí hay un sol encantador y abundan las flores. ¿Te acordarás de escribir a Rouncy de mi parte? Grannie pondrá la dirección en el sobre. Dile que coja las rosas de Navidad y que se las envíe a Grannie. Dile también que dé a Tommy un buen plato de leche el veinticinco, para celebrar las Navidades.
Te envío muchísimos besos, mi adorado corderito precioso.
Mamá
Encantadoras cartas. Dos cartas realmente encantadoras. ¿Por qué a Celia se le hizo un nudo en la garganta? Las rosas de Navidad… aquellas que crecían en los arbustos, junto a la cerca… Mamá adornando los floreros y poniendo hojas de muérdago entre las rosas… Mamá que decía: «¡Mira qué flores tan hermosas, tan grandes y fragantes!». La voz de mamá…
Tommy era el gran gato blanco de la casa. Rouncy estaría masticando. Siempre masticaba.
El hogar. Celia quería volver a él.
El hogar, con mamá allí… «Mi preciosa, mi querida, pichoncito mío». Así era como su madre la llamaba, riendo y estrechándola con fuerza entre sus brazos.
Oh, mamá, mamá…
Grannie, que acababa de subir las escaleras, fue hacia ella.
—Pero ¿qué es esto? ¿Llorando? ¿Y por qué lloras, si se puede saber? No tienes que vender pescado.
Era una de las bromas de Grannie. Siempre estaba de broma.
Celia odiaba aquel género de chistes. Le daban más ganas de llorar. Cuando era desgraciada no quería estar con Grannie. Ni quería verla. Siempre se las arreglaba para que las cosas le parecieran peores.
Corriendo, salió del cuarto de los juguetes y llegó a la cocina. Sarah estaba cociendo pan.
Miró a Celia.
—¿Te ha escrito mamá?
Celia asintió con la cabeza. De nuevo las lágrimas le acudían a los ojos. Se sentía desamparada.
Sarah prosiguió su tarea.
—Pronto estará de vuelta, cariño. Ya verás. Pronto estará de vuelta. Mira bien el cambio en las hojas de los árboles. Mira bien.
Estaba amasando la pasta. Su voz sonaba lejana y, en cierto modo, tranquilizadora. Le alargó un trozo de masa.
—Haz figuras con la masa, queridita, que las pondré al horno con las mías.
Celia ya no lloraba.
—¿Calamares y casitas?
—Calamares y casitas.
Se puso a hacerlos. Los calamares se hacían formando algo parecido a unos chorizos pequeñitos, que luego se unían por los extremos mediante una ligera presión de los dedos. Las casitas se hacían con una pelota grande y otra pequeña colocadas encima. El momento sublime se producía cuando con el índice agujereaba las dos pelotas. Hizo cinco calamares y seis casitas.
—Pobre niñita, sin su madre —murmuró Sarah en voz muy baja.
Sé le llenaron los ojos de lágrimas. Solo al morir Sarah, unos catorce años más tarde, se supo que la sobrina, superior y refinada que a veces iba a visitarla, era en realidad su hija, un «fruto del pecado», como entonces se decía. La señora, a la que sirviera durante cerca de sesenta años, nunca se había dado cuenta de la realidad, desesperadamente ocultada. Lo único que Grannie recordaba era que en cierta ocasión Sarah había enfermado. El hecho sucedió durante uno de los raros períodos de vacaciones de su cocinera y por tal causa retrasó su vuelta al trabajo. También recordaba que al volver estaba extraordinariamente delgada. Las torturas que aquel engaño habían costado a Sarah, sus silencios y su secreta desesperación, nunca llegarían a conocerse. Guardó su carga para sí, hasta que la muerte reveló la verdad.
Comentario de J. L.
Es curioso constatar cómo las palabras —palabras casuales e inconexas— pueden hacer que algo viva en nuestra imaginación. Estoy seguro de ver a todas estas personas con mayor claridad aún que la propia Celia al contarme de ellas. Puedo imaginar a su vieja abuela, tan vivaz, tan vigorosa, tan propia de una generación, con su lenguaje rabelesiano, su modo de mandar a la servidumbre y sus bondades para con la costurera. Puedo ver aún más lejos. Mi mirada llega hasta su madre, esa criatura delicada y adorable que «gozaba de su mes» descansando tras cada parto. El lector habrá notado asimismo la diferencia entre las descripciones correspondientes al hombre y a su esposa. Las mujeres podían morir por lenta declinación, pero los hombres lo hacían por culpa de una «tisis galopante». La verdadera y técnica palabra, tuberculosis, era desagradable y no se pronunciaba. Las mujeres declinaban, mientras los hombres galopaban hacia la muerte. Nótese también, porque resulta divertido, que la progenie de aquella pareja no fue precisamente frágil. De los diez hijos, según me contó Celia al interrogarla yo sobre el punto, solo cuatro murieron jóvenes; y tres de ellos por accidente. Uno era marino y sucumbió a la fiebre amarilla; una hermana murió al chocar su carruaje y otra al dar a luz. Seis alcanzaron los setenta años, por lo menos. ¿Sabemos realmente algo sobre el fenómeno de la herencia?
Me agrada la descripción de la casa, con sus cortinas de encaje de Nottingham, sus mujeres laboriosas y sus pesados muebles de caoba. Tiene espíritu. Aquella generación sí que sabía lo que quería; y cuando lo alcanzaba sabía gozar de lo obtenido, mientras cultivaba con buen humor y paciencia el arte de mantenerse activo y sano.
Hay que agregar que Celia era capaz de describir la casa de su abuela, donde estuvo de visita unos meses, con más detalle que la propia. Seguro que estuvo allí a la edad en que los niños comienzan a preservar sus recuerdos. Su hogar es más un receptáculo de seres, humanos o no, que una casa. Lo que allí importaba eran Nannie, Rouncy, Susan, la doncella que andaba dando saltitos, y el canario Goldie.
Hasta que descubrió a su madre…, parece extraño que no la hubiera descubierto antes.
Miriam, según pienso, tenía una fuerte personalidad; me encantan las conjeturas que sacaba de su niña. Puedo creer que poseía un encanto que faltó a su hija. Hasta en los convencionales términos que utilizó, para redactar la cartita que enviara a la pequeña (carta tan propia de una época que ponía el acento sobre las actitudes morales), hasta, como he dicho, en las convencionales advertencias sobre la bondad y los actos generosos, asoma algo de la Miriam de carne y hueso. Me encantan los adjetivos cariñosos que deparaba a su hijita y eso de que pensara en tantos seres ajenos a su pequeña y a ella misma. No era, esto es seguro, una mujer dada a las demostraciones desbordantes de cariño, ni tampoco impulsiva. En cambio, era capaz de obtener deslumbrantes comprensiones intuitivas.
Su padre destaca mucho menos en el cuadro. Celia veía como un extraño gigante, poseedor de una barba trigueña, alegre, jovial, y también indolente. De acuerdo con la narración de Celia, era bastante distinto de su madre. Quizá heredara los caracteres de su padre, el representado en la narración de Celia por la corona de flores de cera encerrada en una caja de cristal, que Grannie conservaba encima de su armario. Fue, me imagino un alma generosa y amable, uno de esos hombres que caen bien a todo el mundo. Sin duda llegó a gozar de una popularidad que su esposa nunca llegó a alcanzar… No obstante, careció, indudablemente, de la facultad de encantamiento que Miriam tenía.
Estimo que Celia sí heredó, en cuanto al carácter, más de su padre que de su madre. La placidez de éste, su carácter sin alteraciones, e incluso cierta rara especie de dulzura, parecen haber pasado a su hija.
Pero Celia heredó algo que le vino directamente de su madre: la peligrosa inclinación de ésta por la intensidad de los afectos.
Así veo yo a los personajes. Pero, tal vez, esté fabulando… Todas estas personas, al fin y al cabo, se han transformado en creaciones mías.