Seis meses después de la marcha de Nannie, su madre comunicó a Celia una novedad apasionante. Harían un viaje a Francia.
—¿Me llevaréis?
—Sí, cariño.
—¿Y Cyril?
—También vendrá.
—¿Y Susan y Rouncy?
—No, ellas no. Sólo papá, mamá, Cyril y tú. Papá no se siente muy bien y el médico quiere que haga un viaje al extranjero este invierno. Dice que ha de ir a un país más cálido.
—¿Hace calor en Francia?
—En el sur, sí.
—¿Es bonito, mamá?
—Bueno, es un país con montañas. Y en los picos de las montañas hay nieve.
—¿Porqué?
—Porque son muy altas.
—¿Qué altura tienen?
La madre trataba de explicarle cómo eran las altas montañas… Pero Celia no podía imaginárselas. Había estado en el faro de Woodbury, pero el faro de Woodbury mal podía ser considerado como una montaña.
Todo aquello era muy estimulante. En especial la preparación de las maletas. Tendría para ella sola una gran maleta de cuero verde oscuro, que llevaba dentro unas botellitas y unos pequeños departamentos donde se ajustaban el cepillo de dientes, el peine y el cepillo para la ropa. ¡Hasta llevaba un relojito pequeño y un tintero!
A Celia le parecía que aquélla era la más preciada de sus posesiones.
El viaje fue maravilloso. Para comenzar, el paso del canal de la Mancha. Su madre bajó al camarote mientras ella se quedaba en cubierta con su padre, lo cual la hacía sentirse mayor y muy importante.
Pero Francia, cuando pudo verla de cerca, le resultó un poco decepcionante. Se parecía a todos los demás lugares que ya conocía, aunque los mozos de equipaje, vestidos de azul intenso y hablando nerviosamente en francés, sí que le parecieron interesantes. Subieron a un tren alto. Debían dormir durante el viaje, lo cual, pensaba Celia, sería otro episodio maravilloso.
Ella y su madre tenían un compartimento, mientras Cyril y su padre ocupaban el de al lado.
Cyril se mostraba, naturalmente, muy tranquilo y superior. Ya tenía dieciséis años y estaba empeñado en no mostrarse sorprendido ante nada. Hacía preguntas con tono indolente, aunque no lograba disimular el hecho de que también él sentía curiosidad por la gran Francia.
—¿Veremos montañas muy altas, mamá? —preguntó Celia.
—Sí, cariño.
—¿Muy, muy altas?
—Sí, muy altas.
—¿Más altas que el faro de Woodbury?
—Mucho más altas. Tan altas que la nieve se acumula en sus cimas.
Celia cerró los ojos tratando de imaginarlas. Montañas, inmensas colinas que subían y subían, tanto que tal vez no llegase a ver dónde terminaban. Celia buscaba y rebuscaba en su imaginación, tratando de hacerse una idea, aunque solo fuera de las laderas de aquellas inmensidades.
—¿Qué sucede, hijita? ¿Por qué tuerces así el cuello? —preguntó su madre.
Celia movió la cabeza.
—Pensaba en esas grandes montañas.
Luego llegó el momento de ir a la cama. A la mañana siguiente despertarían en el sur de Francia.
A las diez llegaron a Pau. Se formó un gran lío a la hora de reunir todo el equipaje. Eran muchos bultos; no menos de trece baúles muy grandes e innumerables maletas pequeñas.
Finalmente salieron de la estación y se dirigieron al hotel. Celia miraba en todas direcciones.
—¿Dónde están las montañas, mamá?
—Allá, hijita. ¿No ves la hilera de cumbres nevadas?
—¿Eso?
Recortándose en el cielo podía verse un zigzag de retazos blancos que parecía recortado en papel. Una línea irregular y baja. ¿Dónde estaban aquellas inmensidades que se elevaban hasta las nubes, muy por encima de la cabeza de Celia?
Una amarga sensación de desencanto la asaltó. Realmente, montañas…
Cuando, por fin, superó su desilusión, Celia se divirtió mucho en Pau. Las comidas eran exquisitas. Por alguna extraña razón se llama table d’hôte a una larga mesa en la cual se alineaba toda clase de manjares exóticos y deliciosos. En el hotel había dos niñas más: un par de gemelas que tenían un año más que Celia. Se llamaban Bar y Beatrice y pronto se hicieron íntimas de ella. Siempre se las veía a las tres juntas. Gracias a las gemelas, Celia descubrió, por vez primera en sus ocho solemnes años, la delicia de las travesuras. Las tres se negaban a comer naranjas, arrojando las pepitas a los soldados que pasaban debajo del balcón ataviados con sus alegres uniformes azules y rojos. Cuando los hombres alzaban la vista con expresión colérica, se escondían y no podían descubrirlas. Otras veces se dedicaban a echar montoncitos de sal y de pimienta en las bandejas donde se depositaban las delicias de la table d’hôte, provocando la ira de Victor, el anciano camarero. También solían esconderse bajo las escaleras para hacer cosquillas en las piernas de las damas que subían o bajaban, sirviéndose de plumas de pavo. Pero la mayor hazaña del trío tuvo lugar cierta vez en que alarmaron a la poco amable camarera del piso hasta causarle verdadera consternación. La habían seguido hasta su cubil, donde se alineaban escobas, fregonas y cubos. Cuando la mujer más distraída estaba, la asustaron súbitamente con gritos. La camarera, enfrentándose, descargó sobre las niñas un verdadero torrente de palabras en su incomprensible idioma y, volviéndose de repente, las encerró en la habitación.
—Fue más lista que nosotras —dijo Bar con amargura.
—Me pregunto cuánto tardará en liberarnos.
Se miraban con gesto sombrío. Los ojos de Bar relampagueaban de rebeldía.
—No he de aceptar que esa bruja pueda más que nosotras. Tenemos que hacer algo.
Bar era la que hacía de caudillo. Sus ojos se posaron en la microscópica y única ventana que se veía en el recinto.
—¿Podríamos escapar por la ventana? Ninguna de nosotras es gorda. Mira bien, Celia. ¿Hay algo ahí fuera?
—Un caño de desagüe. Y es bastante fuerte como para andar por él.
—Bien. Aún podremos con Suzanne. ¡Vaya ataque le va a dar cuando le caigamos encima!
Con cierta dificultad pudieron abrir la ventana y una a una fueron saliendo al exterior. El caño de desagüe estaba al final de una cornisa de, aproximadamente, un pie de ancho y estaba limitado por un saliente de unas dos pulgadas. Abajo se abría un precipicio de cinco pisos.
La señora belga que ocupaba el número treinta y tres envió un mensaje a la señora inglesa del cincuenta y cuatro: ¿estaba al corriente de que las hijitas de la señora Owen andaban por la cornisa del quinto piso?
La agitación que siguió le pareció a Celia extraordinaria y bastante injusta. Nunca se le había advertido que estaba mal eso de andar por las cornisas.
—Podrías haber caído y matarte —le reprochó su madre.
—Oh, no, mami. Había mucho espacio. Se podían colocar los dos pies juntos.
El episodio quedó como uno de esos hechos inexplicables, en que los mayores arman un gran jaleo sin que haya motivo suficiente.
Celia tendría, naturalmente, que aprender francés. Cyril ya recibía lecciones de un joven que acudía diariamente al hotel. Para Celia se contrató a una señorita que la llevaba todos los días a dar paseos por los alrededores, hablándole en francés. En realidad era inglesa. Su padre era el propietario de la pequeña librería que solo vendía libros anglosajones. Sin embargo, toda su vida había transcurrido en Pau y hablaba su propio idioma tan bien como el francés.
Miss Leadbetter era una señorita muy refinada. Su idioma, cuando hablaba en inglés, era entrecortado y preciso. Hablaba lentamente, con gentileza condescendiente.
—¿Ves, Celia? Aquélla es una tienda donde se hace y se vende pan. Es una boulangerie.
—Sí, miss Leadbetter.
—¿Ves, Celia? Por allí va un perrito que se dispone a cruzar la calle. ¿Un chien qui traverse la rue. Qu’est-ce qu’il fait? Es decir, ¿qué hace?
Miss Leadbetter no acertó con este último intento. Los perros son criaturas poco delicadas, que suelen provocar rubores en las jóvenes muy finas. En este caso, el perrito se abstuvo de cruzar la calle, prefiriendo abocarse a cumplir tareas más urgentes.
—Mira para otro lado, querida.
—No sé decir en francés lo que está haciendo.
—No tiene importancia, y no es muy agradable. Mira, allí enfrente hay una iglesia. Voila une église.
Las caminatas eran largas, tediosas y monótonas.
Quince días después, la madre de Celia resolvió despachar a miss Leadbetter.
—Es una señorita imposible —dijo a su esposo—. No sé cómo se las ingenia para transformar en insípidas las cosas más apasionantes.
Celia estuvo de acuerdo y también su padre, quien opinó que para aprender bien el francés la niña tendría que contar con una preceptora francesa. A Celia no le atraía particularmente la idea de la francesa. En ella estaba arraigado el insular disgusto por todo lo extranjero. Sin embargo, si era tan solo para pasear… Su madre le aseguró que le gustaría mademoiselle Mauhourat, nombre que le pareció a Celia extraordinariamente gracioso.
Mademoiselle Mauhourat era alta y algo gruesa. Vestía siempre un atuendo que consistía en una serie superpuesta de ligeras capas de tela que le llegaban a la cintura. Con los bordes de esta vestimenta barría los objetos que había encima de las mesas.
En opinión de Celia, Nannie hubiese dicho que aquella mujer daba saltitos como Susan.
Pero mademoiselle Mauhourat era muy afectuosa.
—¡Oh! ¡La chére mignonne! —decía—. ¡La chére petite mignonne!
De rodillas frente a Celia se puso a reír muy cerca de su rostro de la manera más contagiosa del mundo. Aquello no le agradaba mucho a Celia que permanecía fiel a su británica serenidad. Mademoiselle la desconcertaba.
—Nous allons nous amuser. ¡Oh, comme nous allons nous amuser!
Se repitieron, pues, los paseos. Mademoiselle Mauhourat hablaba sin cesar mientras Celia soportaba estoicamente el fluir constante de palabras incomprensibles. Mademoiselle era muy buena…, pero cuanto más buena se mostraba, más disgustaba a Celia.
A los diez días, la niña cogió un resfriado y tuvo un poco de fiebre.
—Creo que sería mejor que no salierais hoy —dijo la madre—. Mademoiselle podrá entretenerte aquí.
—No —exclamó bruscamente Celia—. No. Dile que se marche.
Su madre la contempló con atención. Celia conocía bien aquella mirada indagadora, extraña y luminosa.
—Muy bien, hijita; así lo haré.
—Ni siquiera le permitas que suba a esta habitación —imploró Celia.
Pero en aquel preciso momento se abrió la puerta y mademoiselle Mauhourat entró en escena, vestida con su habitual montaña de capas.
La madre de Celia le habló en francés y mademoiselle dejó escapar palabras de pesar y comprensión.
—¡Ah, la pauvre mignonne! —exclamó cuando la madre de Celia la puso al corriente de la enfermedad—. ¡La pauvre, pauvre mignonne!
Celia miró desesperadamente a su madre, haciéndole gestos ansiosos.
Dile que se marche, decían sus muecas. Dile que se marche.
Por suerte, una de las incontables capas de mademoiselle Mauhourat arrastró un jarrón con flores y toda su atención se centró en las correspondientes disculpas.
Finalmente salió de la habitación.
La madre de Celia se dirigió hacia la niña.
—Querida, no debiste hacer tales gestos. Mademoiselle solo pretendía ser amable. Pudiste haber herido sus sentimientos.
Celia miró a su madre, muy sorprendida.
—Pero mamá —repuso—. ¡Si te hacía gestos en inglés! Ella no podía comprenderlos.
No lograba entender por qué su madre reía de aquel modo.
Aquella noche Miriam dijo a su marido:
—Tampoco esta mujer nos sirve. A Celia no le gusta. Me pregunto…
—¿Qué?
—Nada. Esta mañana, en casa de la modista, vi a una chica y pensaba en ella.
Cuando volvió a casa de aquélla para una prueba, habló con la muchacha. Solo era una de las aprendizas. Su trabajo consistía en estar junto a la modista para ir dándole los alfileres. Tenía unos diecinueve años. Sus cabellos eran negros y los llevaba peinados hacia arriba, en un moño que llevaba firmemente sujeto en la parte superior de la cabeza. Su nariz era respingona y su rostro saludable y rosado tenía una expresión alegre.
Jeanne se asombró muchísimo cuando la dama inglesa le habló, preguntándole si no quería ir con ella a Inglaterra. Dijo que no sabía qué pensaría maman sobre el asunto. Entonces Miriam le pidió la dirección de su madre para ir a hablar con ella personalmente.
Los padres de Jeanne regentaban un pequeño bar, muy limpio y ordenado. Madame Beaugé escuchó con verdadero asombro la propuesta de la señora inglesa. ¿Trabajar su hija como doncella de la dama y cuidar de su niñita? Jeanne carecía de experiencia. Era bastante tímida y torpe. En cambio, si fuese Berthe, que era mayor… Pero la dama quería a Jeanne. Resolvió que lo mejor sería llamar al señor Beaugé y consultarle. El hombre opinó que los padres no debían interponerse en el camino de la chica. El sueldo era bueno, mucho mejor que el que ganaba en casa de la modista.
Tres días después la muchacha, muy nerviosa y alegre, llegó al hotel para hacerse cargo de sus nuevas funciones. La pequeña de quien debía cuidar la asustaba un poco. Jeanne no sabía una palabra de inglés. Mejor dicho, sí. Conocía toda una frase: Good morning, Mees.
Por desgracia, su pronunciación era tan mala que Celia no la comprendió. La ceremonia de vestirla tuvo lugar en silencio. Celia y Jeanne se miraban como dos perrillos que acaban de encontrarse. Jeanne le cepillaba el pelo, enrollándolo entre sus dedos. La niña no dejaba de observarla.
—Mamá —dijo Celia durante el desayuno—. ¿No puede Jeanne decir nada en inglés?
—No.
—Es extraño.
—¿No te gusta Jeanne?
—Oh, sí, es muy simpática —dijo Celia. Pensó un momento—. Dile que no me peine con tanto miramiento.
Al cabo de tres semanas, Celia y Jeanne ya podían entenderse bastante bien. Cierto día, cuando ya hacía casi un mes que la chica trabajaba para los ingleses, encontraron durante un paseo unas cuantas vacas.
—¡Mon Dieu! —exclamó Jeanne—. ¡Des vaches, des vaches! ¡Maman, Maman!
Cogiendo con fuerza la mano de Celia, la llevó corriendo a refugiarse tras un banco rústico que había cerca de allí.
—¿Qué pasa? —preguntó Celia.
—J’ai peur des vaches.
Celia la miró con dulzura.
—Si llegamos a ver más vacas —le dijo— ponte detrás de mí.
Después de aquel episodio se hicieron muy amigas. Celia consideraba que Jeanne era una compañera muy entretenida. Hizo vestidos nuevos para sus muñecas y con aquel motivo surgieron infinitos temas de conversación. Jeanne era a veces femme de chambre, por cierto, muy impertinente; otras, hacía las veces de mamá o de papá (un señor militar que se atusaba constantemente los bigotes). Las muñecas y Celia eran las niñas, siempre pensando en hacer travesuras. En cierta ocasión, Jeanne encarnó a un cura y así recibió las confesiones de Celia, tras lo cual la condenó a cumplir tremendas penitencias. Todo aquello le encantaba a Celia, que no se cansaba de implorar que el juego se repitiera.
—No, no, mees. C’est tres mal ce que j’ai fait la.
—¿Pourquoi?
Y Jeanne le explicaba.
—Porque me he burlado del señor cura y eso es un pecado muy grave.
—¡Oh, Jeanne! ¿No podrías hacerlo una vez más? La última. ¡Fue tan gracioso!
La buena de Jeanne decidía entonces poner en peligro su alma inmortal y repetía toda la escena de manera aún más cómica.
Celia fue conociendo a toda la familia de Jeanne a través de sus narraciones. Supo de Berthe, que era tres sérieuse; de Louis, su hermano mayor, un chico si gentil; de Édouard, persona muy spirituel, y de la pequeña Lise, que acababa de hacer su primera comunión. También le habló Jeanne del gato familiar, animal tan cuidadoso que era capaz de andar por entre los vasos de la estantería sin volcar ni uno. También solía echarse a descansar entre ellos, cuando la clientela del bar no exigía gran uso de vasos y copas.
Por su parte, Celia le contó de Goldie, su canario, y de Rouncy y Susan. Le describió el jardín y le habló de lo que harían en cuanto volvieran todos a Inglaterra. Jeanne nunca había visto el mar. La idea de ir en barco de Francia a Inglaterra la aterraba.
—Je me figure —dijo Jeanne— que j’aurais horriblement peur. N’en parlons past Parlez-moi de votre petit osseau.
Un día Celia se encontraba dando un paseo con su padre, cuando oyeron una voz procedente de uno de los asientos que se veían a la entrada de uno de los hoteles.
—¡John! ¡Pero si es el viejo amigo John!
—¡Bernard!
Un hombre corpulento, con expresión simpática en el rostro, venía hacia ellos con la mano tendida hacia el padre de Celia.
Resultó ser mister Grant, uno de los más antiguos amigos del padre de Celia. Hacía algunos años que no se veían y ninguno de los dos tenía la menor sospecha de que el otro estuviera en Pau. El matrimonio Grant se hospedaba en otro hotel, pero a partir de aquel día, y después del almuerzo, se reunían con los padres de Celia para tomar café.
A los ojos de Celia, la señora Grant era la mujer más maravillosa que jamás hubiera visto. Sus cabellos parecían de plata y los llevaba exquisitamente peinados. Sus ojos eran de un profundo color azul. Tenía rasgos delicados, aunque definidos y su voz era aguda y clara. De inmediato Celia inventó un nuevo personaje para sus juegos con Jeanne. Se llamaba la reina Marise y guardaba estrecha semejanza con la señora Grant. Sus devotos súbditos la adoraban. Sus enemigos habían intentado asesinarla tres veces, pero siempre se salvó gracias a su devoto servidor Colin, a quien la reina Marise le otorgó un título nobiliario. El manto de la coronación era de terciopelo verde oscuro y en la cabeza llevaba una corona incrustada de diamantes.
Sin embargo, el señor Grant no fue considerado como rey. Celia le estimaba y pensaba que era alguien muy agradable. Pero su rostro le resultaba demasiado rojo y gordinflón. En eso era muy distinto de su propio padre. Este lucía una distinguida barbita que, cuando se reía, se elevaba por los aires graciosamente. Su padre, pensaba Celia, era precisamente como debe ser un padre: jovial, amigo de bromas y poco interesado en hacerte sentir tonta, cosa que parecía divertir a veces al señor Grant.
Con los Grant se encontraba el hijo del matrimonio, Jim, un alegre escolar de rostro pecoso. Siempre reía y mostraba un carácter bondadoso. Sus ojos redondos y azules le daban un aspecto como de sorpresa permanente, porque siempre los llevaba muy abiertos. Adoraba a su madre.
Jim y Cyril parecían dos perros que no se conocían. Por supuesto, el primero respetaba al hermano de Celia, pues Cyril era dos años mayor y estaba ya en la escuela secundaria. Ninguno de los dos prestaba mayor atención a Celia, puesto que ella, naturalmente, solo era una niña.
Al cabo de unas semanas, los Grant se volvieron a Inglaterra. Celia había oído al señor Grant que decía a su esposa:
—Me sorprendí al ver a John. Casi no le reconozco. Y eso que, según me ha dicho, se encuentra mucho mejor desde que está aquí.
Más tarde Celia preguntó a su madre:
—¿Está enfermo papá?
Cuando su madre respondió, puso una expresión un tanto rara e incierta.
—No, claro que no, hijita. Ahora se encuentra perfectamente. Solo que la humedad y la falta de sol de Inglaterra le hacían daño.
Celia se sintió feliz al saber que su padre no tenía enfermedad alguna. Pensándolo bien, tenía que haberse dado cuenta por sí misma, puesto que nunca le había visto en cama. Ni siquiera recordaba haberle visto estornudar, ni quejarse de dolores de ningún tipo. Sí que tosía a veces, pero, sin duda, eso era debido a que fumaba mucho. Así se lo había dicho su madre.
Pero la expresión de su madre cuando respondió a su pregunta le parecía… bueno, algo rara.
En mayo se marcharon de Pau y fueron a instalarse en Argeles, al pie del Pirineo, por poco tiempo. De allí siguieron hacia Cauterets, una aldea situada al pie de la montaña.
En Argeles Celia se enamoró. El objeto de su pasión era Auguste, un niño que trabajaba como ascensorista en el hotel donde se hospedaban. No Henri, el otro ascensorista, un chico rubio que a veces hacía bromas con Celia, Bar y Beatrice (también ellas fueron con sus padres a Argeles), sino Auguste, que tenía dieciocho años y era alto, delgado, pálido y de aspecto bastante sombrío.
No prestaba atención a los pasajeros a quienes llevaba de abajo para arriba y viceversa. Celia nunca tuvo valor para hablarle. Nadie, ni siquiera Jeanne, sabía de su amor romántico. Por la noche, en la cama, imaginaba escenas en las que salvaba la vida de Auguste, cuyo caballo se desbocaba y corría ciegamente a todo galope, o bien le ayudaba a salvarse de un naufragio en el que todos los demás perecían. Para ello tenía que nadar manteniendo al mismo tiempo la cabeza de Auguste, fuera del agua. En otros casos era él quien la salvaba a ella de algún incendio, aunque esta escena no la satisfacía demasiado. El momento culminante del episodio sobrevenía cuando Auguste, con lágrimas de profundo agradecimiento, le decía:
—Ha salvado usted mi vida, mademoiselle. ¿Cómo podré agradecérselo?
Fue una pasión breve, aunque violenta. Al cabo de un mes se marcharon a Cauterets y allí Celia se enamoró de Janet Patterson.
Janet tenía quince años. Era una niña simpática y buena, de pelo castaño y ojos azules. Su expresión era bondadosa. No podía decirse que fuera guapa o que, de algún modo, llamara la atención. Era muy atenta con los niños pequeños y nunca se aburría de jugar con ellos.
La mayor ambición de Celia era llegar a ser mayor y parecerse a su ídolo. También ella llevaría alguna vez una blusa a rayas, con cuello y lazo y peinaría sus cabellos en una trenza atada en el extremo con una ancha cinta negra. Además, Janet tenía eso tan misterioso que es el cuerpo desarrollado. A cada lado de su pecho la blusa se le inflaba de manera muy notoria. Celia, que era una niña menuda y delgaducha (a su hermano Cyril le gustaba hacerle bromas llamándola «pollo huesudo», lo cual siempre le hacía llorar) se sentía apasionadamente enamorada de las redondeces saludables. Algún día, algún día glorioso, sería mayor y también ella ostentaría en los lugares apropiados esas protuberancias envidiables.
—¿Cuándo tendré un pecho con esos dos globos que tenéis las personas mayores, mamá?
Su madre la contempló.
—¿Por qué me preguntas eso? ¿Es que acaso los necesitas?
—Oh, sí.
—Cuando tengas catorce o quince años. Es decir, la edad de Janet.
—¿Podré tener también una blusa a rayas?
—Tal vez, aunque no me parecen muy elegantes.
Celia la miró con gesto reprobatorio.
—Pues a mí me parecen preciosas. ¡Oh, mamá! ¡Dime que tendré una blusa azul a rayas cuando cumpla los quince años!
—Sí, de acuerdo, si para entonces aún deseas tener una.
—Naturalmente que querré.
Salió para ver a su ídolo, pero, para su desolación, se encontró con que Janet se había marchado a dar un paseo con su amiga Ivonne Barbier. Celia odiaba a Ivonne Barbier. Tenía de ella unos celos insufribles. Ivonne era muy bella, muy elegante y muy coqueta. Aunque solo tenía la edad de Janet, aparentaba unos dieciocho años. Cogiendo a Janet del brazo, le hablaba en tono de intimidad.
—Naturellement, je n’ai ríen dit a maman. Je lui ai répondu…
—Vete, querida —le dijo Janet con un simpático ademán—. Ivonne y yo estamos ocupadas en estos momentos.
Celia se retiró de mala gana y con tristeza. ¡Cómo odiaba a aquella horrible Ivonne!
Para colmo de males, dos semanas más tarde Janet y sus padres dejaban el hotel de Cauterets. Su imagen se fue desvaneciendo lentamente de los recuerdos de Celia. Lo que le quedó fue el ansia de que llegara el día en que podría tener un pecho de mujer.
Cauterets era un lugar sumamente divertido. Estaba situado al pie mismo de la montaña. Sin embargo, ni aun allí las montañas le resultaban tal como ella las imaginara. Hasta el fin de su vida fue incapaz de admirar del todo un paisaje montañoso. Siempre le quedó aquella sensación de haber sido engañada. Los placeres que ofrecía Cauterets eran variados. Por las mañanas hacían una larga caminata bajo el ardiente sol, llegando hasta La Ralliere, donde tanto su padre como su madre bebían sendos vasos de un agua sucia que sabía muy mal. Luego iban a comprar barritas de sucre d’orge. Eran como unos palitos retorcidos y de diferentes colores y gustos. En general, Celia prefería los de ananas y su madre otros, de color verde, que sabían a anís. Curiosamente su padre no comía sucre d’orge. De toda aquella variedad de gustos, ninguno le apetecía. Parecía más enérgico y alegre desde que habían llegado a Cauterets.
—Este lugar me va de maravilla, Miriam —dijo un día—. Me siento un hombre nuevo.
—Pues nos quedaremos aquí tanto como podamos —le repuso ella.
También su madre parecía más alegre. Reía con mayor frecuencia. La preocupación que solía mostrar frunciendo el entrecejo fue desapareciendo gradualmente. Ahora veía poco a Celia. Confiada en que la niña estaba a gusto con Jeanne y en que ésta cuidaba bien de ella, se entregaba por entero a velar por el bienestar de su marido.
Después de la excursión mañanera, Celia solía volver con Jeanne al hotel, atravesando los bosques. Iban por estrechos y serpenteantes senderos que zigzagueaban continuamente. A menudo Celia utilizaba de tobogán las escarpadas laderas, con desastrosos resultados para sus pantalones.
—Oh, mees, ce n’est pas gentille ce que vous faites la. Et vos pantalons. ¿Que dirait madame votre mere?
—Encoré une fois, Jeanne. Une fois seulement.
—Non, non. ¡Oh, mees!
Después del almuerzo, Jeanne se ponía a coser y Celia iba a la plaza, donde se encontraba con otros niños. Una chiquilla llamada Mary Hayes había sido seleccionada como compañera apta para Celia.
—Es muy bonita —decía la madre de Celia—. Tiene buenos modales y parece muy dulce. Es una excelente amiguita para Celia.
Celia encontraba a su amiga extraordinariamente tediosa y solo jugaba con ella cuando no podía evitarlo. Era buena y amable, pero la aburría. La compañera de juegos preferida era una pequeña norteamericana llamada Marguerite Priestman. Venía de un estado del oeste y tenía al hablar un acento extraño que encantaba a Celia. Sabía juegos completamente desconocidos hasta entonces por ella. La acompañaba siempre su niñera, una mujer enorme, extraña y de bastante edad, que llevaba un gran sombrero negro cuyas alas oscilaban al compás de su andar. Siempre estaba diciendo la misma frase:
—Y ahora te quedarás junto a Fanny. ¿Me has entendido bien?
En cierta ocasión Fanny llegó en misión de rescate. Tenía lugar una disputa entre las amigas y las encontró llorosas, discutiendo con calor.
—Bueno, ahora contadle a Fanny de qué se trata —dijo la mujer.
—Le estaba contando un cuento a Celia y ella me dice que no es cierto. Sin embargo yo sé que lo es.
—Cuéntaselo a Fanny.
—Es maravilloso. Se trata de una niña pequeña que creció en un bosque solitario, completamente sola, porque el médico nunca fue a por ella, ni la puso en su maleta negra que…
Celia la interrumpió.
—Eso no puede ser cierto. Marguerite dice que a los niños les encuentran, cuando son bebés, en los bosques y que los médicos les meten en sus maletas para llevarlos a sus padres. Eso es mentira. Son los ángeles quienes los llevan a sus madres durante la noche y los colocan en las cunas, junto a ellas.
—Son los médicos.
—Son los ángeles.
—No.
—Escuchad, niñas.
Fanny había levantado una gran mano.
Las niñas prestaron atención. Los ojillos expresivos, de Fanny iban astutamente de una a otra, mientras trataba de encontrar un modo rápido y claro de poner fin a la discusión.
—No tenéis por qué excitaros de ese modo. Marguerite tiene razón y también tú, Celia, porque a los niños ingleses, los llevan los ángeles y a los norteamericanos los doctores.
¡Claro! ¡Pero qué simple! Celia y Marguerite se miraron radiantes de alegría y otra vez se volvieron a hacer amigas.
—¡Qué bien lo has hecho Fanny! —murmuró la propia Fanny.
Y volvió a su labor preferida, que era hacer punto.
—Ahora ya puedo seguir con mi cuento, ¿no es así, Celia?
—Sí —repuso Celia—. Venga, que luego te contaré yo uno de un hada de ópalo que salió de la semilla de un melocotón.
Marguerite volvió a coger el hilo de su historia. Pero Celia la interrumpió a poco de reiniciarla.
—¿Qué es un «escarpio»?
—¿Un «escarpio»? Hale, no vas a decirme que no sabes lo que es un «escarpio».
—No. ¿Qué es?
Explicar aquello era difícil. De todo cuanto argumentó Marguerite, Celia solo sacó en limpio que un «escarpio» era eso: «un escarpio». A partir de entonces y durante mucho tiempo, el escarpio era una fiera de fábula que tenía que ver con el continente americano.
Solo mucho más tarde, cuando ya era una señorita, comprendió de pronto.
—Pues claro. El «escarpio» de Marguerite Priestman era un escorpión.
Y tuvo la sensación de haber perdido algo para siempre.
En Cauterets se cenaba muy temprano, a las seis y media. Celia podía sentarse a la mesa con los mayores. Luego solían salir y reunirse en torno a mesas pequeñas y redondas. Una o dos veces por semana, un mago hacía trucos.
Celia adoraba al mago. Le gustaba hasta su nombre. Era, le había dicho su padre, un prestidigitateur.
Celia repetía las sílabas muy lentamente, para sí misma.
El mago era un hombre delgado y llevaba una larga barba, muy negra. Con unas cintas de colores en sus manos, hacía las cosas más inverosímiles. Medían metros y metros, pero él se las sacaba de la boca. Terminada la diversión, anunciaba que se iba a celebrar una «pequeña lotería». Comenzaba por pasar entre los asistentes una bandeja de madera, donde cada uno depositaba el dinero que quisiera, a modo de contribución. Luego los números ganadores se anunciaban y se concedían los premios previamente establecidos: un abanico de papel, una linterna pequeña y un ramo de flores, también de papel. Algo tenían los niños para hacerse con los premios. Casi siempre eran ellos quienes los obtenían. Celia esperaba ansiosamente sacar el abanico de papel. Sin embargo, nunca lo logró, aunque es cierto que dos veces le tocó la linterna.
Cierto día su padre le preguntó:
—¿Qué dirías si fuésemos hasta la cima de aquella montaña tan grande?
Y señalaba con el dedo una de las cumbres montañosas que se veían detrás del hotel.
—¿Ir contigo, papá? ¿Hasta arriba del todo?
—Sí. Iremos montados en mulos.
—¿Qué es un mulo, papá?
Su padre le explicó que un mulo era algo que se parecía a un burro y también a un caballo. A Celia le excitaba mucho la perspectiva, aunque su madre no parecía estar muy de acuerdo con ella.
—¿Estás seguro de que no es peligroso, John?
Su marido se rió de aquel temor. Ciertamente, la niña no correría peligro alguno.
Irían ella, su padre y también Cyril. Éste dijo en tono despectivo:
—Ah, veo que la chiquilla vendrá con nosotros. Será sin duda una molestia.
Quería mucho a Celia, pero compartir aquella aventura; con ella ofendía su orgullo varonil. La expedición debía ser: solo para hombres. Las mujeres y los niños no tenían por qué participar.
El día de la expedición, muy temprano, Celia atisbaba desde el balcón de su cuarto para ver llegar a los mulos. De pronto salieron de un callejón vecino y fueron encaminados hacia el hotel. Ya se acercaban al trote y la niña se precipitó escaleras abajo para verles de cerca. Estaba muy alborotada. Un hombrecillo de rostro curtido, con una boina en la cabeza, conversaba con su padre. Le estaba explicando que la petite demoiselle estaría muy cómoda y que él mismo se encargaría de velar en todo momento por ella. Su padre y Cyril montaron. Entonces el guía levantó a Celia, poniéndola sobre la montura de su mulo. ¡Qué alta se sentía! Todo aquello era fascinante.
La expedición se puso en marcha. Desde el balcón, la madre de Celia les despedía con el brazo en alto. La niña estaba muy orgullosa. Se sentía una persona mayor. El guía iba a su lado, montado en su propio mulo, y le hablaba, aunque ella apenas le entendía a causa de su fuerte acento español.
Fue un paseo maravilloso. Subieron por senderos tortuosos, que viraban siempre de manera imprevista. La cuesta se hacía cada vez más escarpada. Ya estaban bastante arriba. El camino discurría entre una pared de roca y un precipicio. En los puntos más peligrosos, el mulo de Celia se empeñaba en descansar un poco y se detenía, arañando levemente la superficie del terreno con una de sus pezuñas. Parecía preferir el borde de la senda que daba al precipicio. Celia pensaba que era un magnífico animal. Creía haber entendido que su nombre era Anís, lo cual no dejó de llamarle la atención. Le pareció un nombre extraño para un mulo.
A mediodía llegaron a la cima. Allí había una pequeña choza. Delante de ella una mesa. Todo se veía muy limpio y cuidado.
Tomaron asiento y una mujer no tardó en servirles la comida, que, por cierto, era exquisita. Se componía de tortillas, truchas fritas, crema, queso y pan. En la casa tenían un gran perro con el que Celia jugó un rato.
—C’est presque un anglais —dijo la mujer—. Il s’appelle Milor.
Milor era muy cariñoso y tolerante. Dejó que Celia hiciese con él cuanto quisiera.
Pronto, sin embargo, el padre de la niña consultó su reloj, diciendo que ya era hora de emprender el regreso. Llamó al guía.
El hombre vino, mostrando su sonriente rostro. Llevaba algo en sus manos.
—Mirad lo que acabo de coger.
Era una magnífica mariposa.
—C’est pour mademoiselle —dijo.
Y con una rapidez que Celia no esperaba, la atravesó de un alfilerazo, fijándola acto seguido al sombrero de paja que la niña llevaba.
—Voila que mademoiselle est chic —dijo.
Había dado un paso atrás para apreciar el efecto.
Pronto trajeron los mulos y toda la compañía volvió a sus monturas, emprendiendo el descenso.
Celia se sentía mal. Las alas de la mariposa, que aún vivía, golpeaban la paja de su sombrero. Estaba viva y atravesada por aquel alfiler. Le dio mucha pena y grandes lágrimas se agolparon en sus ojos, rodando luego por sus mejillas.
Por fin su padre se dio cuenta.
—¿Qué te sucede, muñequita mía?
Celia movió la cabeza para indicar que estaba bien. Pero sus lágrimas se hicieron más abundantes.
—¿Te has hecho daño? ¿Estás cansada? ¿Te duele la cabeza?
Celia volvió a mover la cabeza negativamente, con más energía a cada pregunta.
—El mulo la asusta —dijo Cyril.
—No estoy asustada.
—¿Por qué lloras, entonces?
—La petite demoiselle est fatiguée —repuso el guía.
Celia lloraba cada vez más y más, mientras todos la miraban y le formulaban preguntas. Pero ¿cómo podía explicarles lo que pasaba? Si lo hacía, el guía se sentiría herido en sus sentimientos, puesto que le había regalado la mariposa tratando de ser cortés. Había cazado la mariposa especialmente para ella. ¡Y parecía tan contento de haber tenido aquella idea, cuando la prendió como un adorno en su sombrero…! No, nadie en el mundo sería capaz de comprender lo que realmente le sucedía, porque ¿cómo podría ella decir en voz alta la verdad? El viento aumentó ligeramente, con lo cual el batir de las alas del animalillo se hizo más perceptible. Celia rompió entonces a llorar desconsoladamente. Nunca jamás, pensaba, se había sentido tan desgraciada.
—Sería mejor que nos apresurásemos —dijo su padre. Parecía contrariado—. Cuando esté junto a su madre se sentirá mejor. Tenía razón ella. La excursión ha sido demasiado fatigosa para la pequeña.
Celia hubiese querido gritar:
«¡No es eso, no es eso!».
Pero no dijo nada. Ahora pensaba que, si les hubiera dicho la verdad, no la hubiesen creído y habrían seguido hostigándola. En consecuencia, se limitó a mover de un lado al otro la cabeza.
Siguió llorando durante todo el camino de vuelta porque su desventura era cada vez mayor. Cuando bajó del mulo, todavía continuaba el llanto. Su padre la llevó en brazos hasta el salón, donde su madre les esperaba.
—Tenías razón, Miriam —dijo su padre—. El programa resultó agotador para la pequeña, aunque en verdad no sé si le duele algo o está simplemente cansada.
—No me pasa nada —replicó Celia.
—Se asustó al bajar por esos caminos tan escarpados —opinó Cyril.
—No ha sido eso.
—Bueno, pues, ¿qué te ha sucedido? —indagó su padre nerviosamente.
Celia miró con tristeza a su madre. Sabía que nunca podría contar lo que realmente le había pasado aquel día. La causa de sus lágrimas quedaría escondida para siempre en su pecho. Hubiese querido contar a toda la familia lo de la mariposa, pero por alguna causa que ni ella misma acertaba a comprender, se sentía incapaz de hacerlo. Sí que habría querido confiarles la verdad. Sin embargo, le resultaba imposible comenzar. Alguna inhibición misteriosa parecía haberle sellado los labios. Si al menos su madre supiese… Ella sí que comprendería. Pero tampoco era capaz de contarle el episodio a su madre. Entretanto todos la miraban, esperando que hablara. Una terrible consternación la dominaba. Miró a su madre con el dolor pintado en su rostro.
Ayúdame, decía su mirada.
Miriam la miró a su vez.
—Creo que no le gusta llevar esa mariposa en el sombrero —dijo—. ¿Quién la ha clavado ahí?
¡Qué alivio! ¡Qué maravilloso y liberador respiro!
—Tonterías —dijo su padre.
E iba a proseguir, pero Celia se le adelantó. Las palabras le brotaron como las aguas de una presa que, libres del dique de contención, salen a borbotones con fuerza.
—¡Eso mismo! —exclamaba—. ¡Eso mismo! ¡Es horrible! ¡Está viva y mueve las alas! ¡Pero no puede escapar porque la han clavado! ¡Está viva! ¡Está sufriendo!
—¿Por qué diablos no nos lo has dicho antes, tontuela? —dijo Cyril.
La madre respondió por la pequeña:
—Supongo que no quería herir los sentimientos del guía —dijo.
—¡Oh, mamá! —dijo Celia.
Todo quedaba expresado en aquellas dos simples palabras: su alivio, su gratitud y también una gran oleada de amor. Todo lo había adivinado su madre.
Ella había comprendido.