1. HOGAR

Celia, acostada en su pequeña cama, contemplaba las flores color malva que adornaban las paredes de su habitación. Se sentía feliz y soñolienta.

Un biombo se extendía a sus pies. Con él se dulcificaba la luz que la niñera tenía encendida. Invisible para Celia, Nannie leía la Biblia. Su lámpara era un poco particular. Un brazo de bronce muy elegante, rematado por una pantalla rosa de porcelana. Si nunca olía mal era porque Susan, la criada, ponía especial empeño en que así no fuera. Susan era una buena chica y Celia lo sabía. Su único defecto era que no podía andar como todo el mundo. Siempre iba brincando de acá para allá, con el resultado de que una y otra vez tropezaba con alguna mesilla, tirando al suelo lo que había sobre ella. Ya había hecho pedazos algunos pequeños adornos. Era alta y sus codos tenían el color de la carne cruda. Por alguna misteriosa asociación de ideas, a Celia le recordaban el trabajo duro[1].

Un leve susurro retumbaba monótonamente en el silencio del cuarto. Nannie decía en voz baja las palabras que leía y aquello parecía arrullar y tranquilizar a Celia. Sus párpados se hicieron más pesados…

Se abrió la puerta y Susan entró llevando una bandeja.

Trataba de moverse silenciosamente, pero sus zapatos chirriaban delatando su presencia.

Dijo en voz baja:

—Siento mucho traerle tan tarde la cena, señora.

Nannie se limitó a asentir.

—Chist. La niña duerme.

—Oh, no la despertaría por nada de este mundo, puede usted estar segura, señora —repuso Susan asomando la cabeza por el biombo mientras se oía su pesado respirar.

—Es lista, ¿no es así? Mi sobrinita no es ni la mitad de avispada.

Volviéndose, Susan acudió con su especial modo de desplazarse hasta la mesa donde cenaba Nannie. Se oyó el ruido de una cuchara al caer al suelo.

—Muchacha, trata de no moverte siempre a saltitos —dijo Nannie con voz suave.

—Sí, señora; pero es que no lo hago adrede —repuso Susan.

Dejó el cuarto andando de puntillas, con lo cual sus zapatos hicieron más ruido que nunca.

—Nannie —llamó cautelosamente Celia.

—Sí, querida, ¿qué quieres?

—No estoy dormida, ¿sabes?

Nannie rehusó aceptar la indirecta.

—No, querida —se limitó a decir.

Hubo una pausa.

—Nannie.

—¿Sí, querida?

—¿Está buena la cena?

—Sí, muy buena, querida.

—¿Qué comes?

—Pescado hervido y tarta.

—¡Oh! —repuso Celia mimosa.

Otra pausa. Luego Nannie apareció por el borde del biombo. Era una mujer pequeñita, de pelo gris, aunque este poco se le veía debajo de una toca que llevaba anudada bajo la barbilla. Tenía un tenedor en la mano, entre cuyas púas había un minúsculo trozo de tarta.

—Ahora te portarás como una niña buena y te dormirás rápidamente —dijo la mujer en tono de advertencia.

—Oh, sí —replicó Celia con reverencia.

¡Cielos! El trocito dulce estaba entre sus labios. ¡Qué delicia!

Nannie desapareció tras el biombo y Celia se volvió al lecho. Las flores de color malva bailoteaban a la luz vacilante de la lumbre, mientras el regusto de la tarta la llenaba de placer. Tranquilizadores susurros. Alguien más estaba ahora en el dormitorio. Delicioso.

Celia se quedó dormida.

Celia cumplía tres años y todos estaban tomando el té en el jardín. En la mesa había una bandeja con dulces rellenos de nata. Solo se le permitía comer uno. En cambio Cyril podía devorar tres. Era casi un hombre: había cumplido ya catorce años. Quería más, pero su madre se opuso.

—Ya está bien, Cyril.

Siguió lo de siempre. Cyril preguntaba por qué una y otra vez.

Una arañita roja, algo microscópica, corrió por el mantel blanco.

—¡Mira! —dijo su madre—. Una arañita de la suerte. Corre hacia Celia porque es su cumpleaños. Eso significa que tendrá buena fortuna.

Celia se sintió excitada e importante. Cyril empleó su mente indagadora en el nuevo tema.

—¿Por qué traen suerte las arañas, mamá?

Después se marchó y Celia se quedó a solas con su madre. Ahora la tenía para ella sola. Le sonreía a través de la mesa. Era una sonrisa apenas esbozada, no de esas que dicen a una que es una preciosa niñita.

—Madre —dijo Celia—. Cuéntame un cuento.

Le encantaban los cuentos de su madre. No eran como los que narraban los demás. Los otros, cuando les pedía que le contaran alguno, salían siempre con la Cenicienta, Pulgarcito o la Caperucita roja, Nannie relataba historias sobre José y sus hermanos o Moisés en el desierto. Solo ocasionalmente hablaba de los pequeños del capitán Stretton en la India. ¡En cambio su madre!

Para comenzar, una nunca podía adivinar, por mucho que imaginara, cuál sería el cuento. Podía referirse a ratones, pero también a niños, o a princesas. Todo podía ser… Lo malo con los cuentos de la madre era que nunca aceptaba repetirlos. Decía (y esto a Celia le resultaba incomprensible) que no podía recordarlos.

—Muy bien —dijo—. ¿Cuál te contaré?

Celia contuvo la respiración.

—El de los «Ojos Brillantes» —propuso— o del «Rabo Largo y el queso».

—¡Oh! Los he olvidado por completo. No. Te contaré uno nuevo.

Dejó vagar su mirada por encima de la mesa, sin reparar en nada concreto. Sus grandes ojos rasgados le brillaban en el perfecto rostro ovalado y largo. Su nariz delicada apuntaba ligeramente hacia lo alto. Su expresión era tensa mientras se concentraba.

—Ya —dijo, animándose de pronto, como si regresara de una larga ausencia—. Este cuento se llama «La vela curiosa»…

—¡Oh! —dijo Celia.

La palabra escapó de su boca junto con su aliento entrecortado. Ya estaba absorta. ¡La vela curiosa!

Celia era una niña extremadamente seria. A menudo pensaba en Dios y deseaba ser buena para ir al cielo. Cuando jugaban a los deseos y ella debía formular uno, pedía siempre ser buena. Era, lamentablemente, una mojigata. Pero eso sí, se guardaba para ella su mojigatería.

Hubo un tiempo en que temió mucho ser «mundana» (palabra perturbadora y misteriosa). La idea la asaltaba, por ejemplo, al contemplarse al espejo vestida de muselina almidonada, con una vistosa banda color oro. Así la vestían para que bajara al comedor, cuando los mayores estaban en los postres. Sin embargo, puede decirse que en general se sentía conforme consigo misma.

Pensaba pertenecer a los elegidos. Estaba salvada.

Sin embargo, su familia le inspiraba terribles escrúpulos. Era casi intolerable solo plantearlo, pero no estaba del todo segura de su madre. ¿Y si ella no iba al cielo? Tremendo y doloroso pensamiento.

Las leyes, de todos modos, estaban ahí y no había más que seguirlas. Jugar al croquet los domingos era impío y, por supuesto, también lo era tocar el piano, a menos que fuesen cánticos. Celia hubiese preferido la muerte, una muerte de mártir, antes que empuñar un mazo de croquet el día del Señor. Los otros días de la semana, darle al azar a la pelota de madera por todo el jardín era el mayor de sus placeres.

No obstante, su madre jugaba al croquet los domingos, y también su padre, que, además, tocaba el piano. ¡Y qué piezas! Una de ellas era una canción que él mismo acompañaba, cuya letra decía:

Se fue a casa de la señora C

y con ella bebió té

mientras el señor C

estaba en la ciudad.

¡Ciertamente, aquello no era un cántico piadoso! Celia se sentía profundamente preocupada. Interrogaba ansiosamente a Nannie y la pobre mujer se veía en aprietos para darle alguna respuesta adecuada.

—Tú padre y tu madre son tu padre y tu madre —le repuso al fin—. Lo que ellos hacen, bien hecho está. Tú no tienes por qué criticarlos, ni pensar más en el asunto.

—Pero jugar al croquet los domingos está mal.

—Sí, querida. Así no se observa la fiesta del Señor.

—Pero entonces…

—No es cosa tuya. Eso no te incumbe. Ocúpate de tus propias obligaciones.

Así que cierto domingo, cuando su padre le tendió él mazo, movió insistentemente la cabeza para rechazarlo, aunque aquél pensaba darle con ello un placer.

—¿Qué es lo que…?

Su mujer le interrumpió.

—Es Nannie —murmuró—. Le ha dicho que eso no se hace los domingos. Luego miró a Celia.

—Está muy bien, hijita. No juegues si realmente no te apetece.

Sin embargo, otras veces le decía cariñosamente:

—Sabes, querida, Dios nos ha dado un mundo maravilloso y quiere que seamos felices en él. Su día es un día muy especial. En el transcurso de él podemos deleitarnos con muchas cosas. Solo que no hemos de trabajar para otros, para la servidumbre, por ejemplo. De todos modos, divertirnos un poco es algo perfectamente permitido.

Celia quería muchísimo a su madre, pero sus opiniones sobre la materia no lograban convencerla. Prefería atenerse a las de Nannie. Ella sabía.

No obstante, dejó de preocuparse por su madre. Ésta tenía siempre cerca de ella, en la pared de su dormitorio, una pintura que representaba a San Francisco y también un librito llamado La imitación de Cristo en su mesita de noche. Dios mío, se decía Celia, el Señor bien podía perdonar aquello de jugar al croquet los domingos.

Era su padre el que seguía dándole que pensar y hasta la inquietaba sobremanera, porque a menudo hacía bromas sobre temas y personajes sagrados. Una vez, durante la comida, hizo una pesada broma sobre un sacerdote y un obispo. Todos se rieron. Pero a Celia no le resultó graciosa, sino simplemente sacrílega.

Al fin no pudo aguantarse más. Llorando, le dijo a su madre al oído lo que la atormentaba.

—Pero, mi niña, tu padre es un hombre muy bueno y muy religioso. Cada noche se pone de rodillas y dice sus oraciones como si fuese un crío. Es uno de los mejores hombres del mundo.

—Se burla de los sacerdotes y de los obispos —repuso Celia—. Y juega al croquet los domingos. Y también canta canciones profanas. Me aterra pensar que se condene y vaya al infierno.

—¿Y qué puedes saber tú del infierno? —le preguntó su madre, con voz algo airada.

—Es donde van los impíos.

—¿Quién te ha estado atemorizando con estas historias?

—No estoy atemorizada —le dijo Celia un poco sorprendida—. Yo no iré al infierno. Seré siempre buena e iré al cielo. Pero —y aquí sus labios temblaron— quisiera que también papá fuese con nosotras.

Entonces su madre le habló largo rato sobre el amor que Dios nos tiene y sobre su bondad infinita. Le aseguró que Él nunca sería tan despiadado como para enviar a la gente al fuego eterno.

Sin embargo, no pudo convencer a Celia. Había un cielo y había un infierno, como había corderos y había cabras. ¡Si al menos pudiese tener la seguridad de que su padre no era una cabra descarriada!

Había cielo e infierno. Tal era uno de los hechos indiscutibles de la vida. Igual como el pastel de arroz, como lavarse las orejas, como saber decir «sí, gracias» o «no, gracias».

Celia soñaba muy a menudo. Muchos de sus sueños eran simples episodios graciosos o extraños, una mezcla de los sucesos del día. Algunos sueños eran particularmente agradables, como, por ejemplo, los que sucedían en lugares que ella conocía bien, pero que el sueño transformaba.

Sería difícil explicar por qué le resultaban a Celia tan atractivos. Y sin embargo, de alguna manera extraña, lo eran.

Había cerca de la casa un valle que se extendía a los pies de la estación. En la vida real, las vías del ferrocarril corrían por allí, pero en sus sueños era un río el que se precipitaba por donde estaban los rieles, atravesando un terreno siempre lleno de flores silvestres que se extendían hasta el bosque. Y cada vez que le venía aquel delicioso sueño, ella decía:

—¡Qué raro! No sabía que… Yo siempre pensé que por ahí pasaba el ferrocarril.

Y en lugar del ferrocarril veía el valle encantador y verde, atravesado por la corriente.

En otras ocasiones, contemplaba campos de ensueño al fondo del jardín, donde, en realidad, se alzaba la fea caseta de ladrillos rojos. Pero lo más apasionante de todo eran las habitaciones secretas dentro de su propia casa. A veces se llegaba a ellas pasando por la despensa. Otras, de un modo inesperado, desembocaban en el estudio de su padre. Lo cierto era que estaban siempre allí, aunque a veces se le olvidaran por completo durante un tiempo. Cuando volvían, nunca dejaban de suscitar en ella un estremecimiento familiar, aunque siempre resultaban diferentes; y siempre provocaban en ella la misma alegría al reconocerlas…

Luego, eso sí, estaba el único sueño malo: el del hombre con el fusil. Llevaba el pelo ensortijado y polvoriento y vestía un andrajoso uniforme azul y rojo. Lo más aterrador de él era que las manos no le salían: de sus brazos asomaban dos muñones. Cada vez que el hombre del fusil se presentaba en sus sueños, Celia despertaba llorando y gritando. Era lo mejor porque entonces despertaba sana y segura en su propia cama, cerca de la cual estaba la de Nannie. Todo estaba bien.

No existía una razón especial para que el hombre con el fusil le pareciese tan aterrador: no hacía ademán de dispararle con su arma, que era, más que nada, un símbolo, no una amenaza directa. No. Lo malo era que había algo en su rostro. Sus ojos fríos, duros y muy azules miraban con gesto siniestro, capaz de provocar náuseas de espanto.

Y luego estaban esas cosas en las que uno piensa durante el día. Nadie podía adivinar que mientras Celia andaba serenamente por el camino iba en realidad montada en un corcel blanco. (Sus ideas sobre lo que era un corcel resultaban un poco vagas. Se imaginaba algo así como un supercaballo con las dimensiones de un elefante). Cuando recorría la senda al pie del estrecho muro de ladrillos que abrigaba los plantíos de pepinos, se decía que hollaba el borde de un precipicio, en el fondo del cual se abría un abismo insondable. A veces era una duquesa, otras princesa, pastora o doncella menesterosa.

Todo aquello hacía muy interesante la vida de Celia. Todos decían que era «una niña muy buenecita», porque siempre estaba tranquila, era feliz jugando sola y nunca importunaba a los mayores pidiéndoles que la divirtieran.

Las muñecas que le regalaban no eran reales a sus ojos. Sí que jugaba con ellas, pero un poco como quien cumple una tarea necesaria y porque Nannie así se lo pedía. No ponía especial entusiasmo en su juego.

—Es tan buena niña —decía Nannie— que, aunque carezca de imaginación, poco importa. No se puede tener todo. El niño Tommy, hijo del capitán Stretton, no cesaba de acribillarme a preguntas.

Celia preguntaba pocas cosas. La mayor parte de su mundo estaba dentro de su propia cabeza. El mundo exterior no excitaba su curiosidad.

Algo que sucedió cierto día de abril iba a enseñarle a temer el mundo exterior. Celia y Nannie habían salido al campo en busca de flores silvestres. El día era claro y soleado. El intenso azul del cielo apenas estaba surcado por tenues nubéculas. Las dos fueron siguiendo los rieles del ferrocarril (por donde corría un río en los felices sueños de Celia), mientras ascendían por la falda de la pequeña colina en busca de un tramo de terreno donde las flores eran tan abundantes que formaban como una espesa alfombra amarilla. Al llegar se pusieron a cogerlas. El día era radiante y las flores olían deliciosamente a limón fresco, aroma que Celia prefería a todos los otros.

De pronto, parecido al hombre del fusil de sus sueños, surgió un hombre inmenso, con rostro rojizo y vestido de pana. Su voz era áspera y poderosa.

—¿Qué hacéis aquí? —dijo.

Su mirada era colérica y el ceño fruncido acentuaba su fuerza.

—Éste es terreno de propiedad privada. Quienes lo invaden se exponen a la ley.

—Lo siento mucho —dijo Nannie—. Puedo asegurarle que no sabía lo que usted acaba de afirmar.

—Pues largo de aquí. Rápido.

Y mientras ambas se apresuraban a volver sobre sus pasos, el hombre gritó:

—Os meteré en agua hirviendo. Os quemaré vivas. Podéis estar seguras. Os herviré vivas si aún estáis en esta propiedad dentro de tres minutos.

Celia se precipitó en dirección a su casa, tropezando y agarrando con fuerza la falda de Nannie. ¿Por qué no se apresuraba? El hombre vendría enseguida a cogerlas. Las metería en un gran caldero lleno de agua hirviendo. Sentía los mareos del terror mientras trataba de ir más aprisa. Todo el cuerpo le temblaba mientras corría con pasos vacilantes. ¡Ya se acercaba! ¡Ya llegaba a por ellas! Las herviría… Se sentía mal. ¡Rápido, rápido!

No tardaron en llegar de nuevo al camino. Celia dejó escapar un gran suspiro.

—Ya… ya no puede cogernos —murmuró.

Nannie la miró sobresaltada por la extremada palidez de su rostro.

—Pero… pero ¿qué pasa, queridita mía? —preguntó.

De pronto pareció darse cuenta de lo que le estaba sucediendo a Celia.

—¿No te habrá asustado eso que dijo de que nos herviría? No era más que una broma… Ya lo sabes…

Movida por la innata habilidad de los niños para engañar a los mayores, Celia aseguró, muy seria:

—Oh, claro, Nannie. Ya sabía yo que se trataba de una broma.

Pero pasó mucho tiempo antes de que llegara a dominar el terror que sintiera aquel día. Y ya nunca en su vida pudo olvidar aquel episodio.

El pánico fue algo horriblemente real.

Para su cuarto cumpleaños le regalaron un canario, que recibió el poco original nombre de Goldie. Pronto el pajarito se habituó a su ama y a cuanto le rodeaba. Tanto que solía posarse en el dedo de Celia. Ella le adoraba. Es que no solo era su canarito, al que daba alpiste y otras semillas, sino también su compañero de aventuras. Eran la esposa de Dick, una reina, y el príncipe Dicky, su hijo. Los dos iban por el mundo y corrían toda suerte de aventuras. El príncipe Dicky era muy guapo, llevaba vestiduras de terciopelo amarillo y gastaba guantes negros, también de terciopelo.

Un poco más tarde, aquel mismo año, casaron a Goldie. Su esposa recibió el nombre de Dafne. Era una hembrita grande, con muchas plumas marrones. No podía decirse que fuera hermosa. Por el contrario, sus movimientos eran torpes y toda su apariencia inspiraba poco atractivo. Volcaba el pequeño cubo donde se le servía agua y estropeaba los objetos sobre los que se posaba. Aunque salía de la jaula, nunca fue tan mansa y graciosa como Goldie. El padre de Celia la llamaba Susan porque, como la criada, solía moverse con dificultad y poner en peligro las cosas.

Susan solía azuzar a la pareja con una cerilla «para ver lo que hacían», como decía ella. Los pájaros se asustaban nada más verla y en cuanto la veían aproximarse, volaban espantados a prenderse en la reja opuesta de la jaula. Susan hallaba motivos de risa en las cosas más extrañas. Una vez se rió mucho al encontrar una cola de ratón en la trampa que ella había preparado para cazar al roedor.

Susan quería mucho a Celia. Jugaba con ella al escondite y se divertía saliendo bruscamente de detrás de algún cortinaje gritando «¡Bu!». Pero Celia no estimaba particularmente a la doncella. Era tan grandota y torpe… Prefería con mucho a la señora Rouncewell, la cocinera, una mujer enorme, casi monumental, que parecía la serenidad en persona. Nunca llevaba prisa. Se movía ceremoniosamente por la cocina, ejecutando su trabajo como si de un meticuloso ritual se tratara. Aunque nunca corría, la comida siempre estaba lista a la hora exacta: ni un minuto antes ni uno después. Rouncy, cómo Celia la llamaba, no tenía imaginación. Si la madre de Celia le preguntaba:

—Bueno, ¿qué sugiere usted hoy para la cena?

Rouncy respondía siempre con la misma frase:

—Pues, señora, podríamos hacer un buen pollito y pastel de jengibre.

La señora Rouncewell preparaba magníficos soufflés, vau’vents, cremas, salsas y toda clase de pastas. Aunque se tratara de complicados platos franceses, siempre se las arreglaba para que le quedasen bien. Aun así, nunca sugería nada excepto pollo y pastel de jengibre.

A Celia le encantaba ir a la cocina, que, como la propia Rouncy, era amplia, limpia y acogedora. Una atmósfera serena impregnaba los lares de aquella mujer que, en medio de tanta limpieza y amplitud, atendía a su trabajo masticando suavemente. Siempre estaba comiendo, pellizcando de aquí de allá.

—Y bien, señorita, ¿qué le gustaría? —decía a veces al ver Celia penetrar en su reino.

Entonces, con una amplia sonrisa que le ocupaba el rostro, se encaminaba a un armario en cuyo interior guardaba un frasco. Lo abría y con gesto pausado depositaba un puñado de pasas de uva en las dos manitas que Celia mantenía muy juntas y ahuecadas. Otras veces le daba un trozo de queso o de pan untado con miel. También podía ser un trocito de tarta de jamón. De todas maneras, siempre tenía algo para Celia.

Celia llevaba sus delicias al jardín y en un lugar frondoso, junto al muro que limitaba los terrenos de la propiedad, se escondía secretamente entre los arbustos. Era una princesa invisible a los ojos de sus enemigos, a la que sus devotos seguidores le habían llevado exquisitas provisiones en medio del silencio de la noche…

En el cuarto de costura, situado en el piso superior, Nannie cosía. A Celia le encantaba poseer su lugar secreto y seguro en el jardín y sentirse dueña del mismo. En su escondrijo, nada tenía que temer, puesto que allí no existían estanques ni lugares peligrosos o sucios. Nannie envejecía y por eso le gustaba estar sentada con sus labores mientras pasaba revista a sus recuerdos, pensando en los pequeños de la familia Stretton a los que cuidara años atrás y que ahora se habían transformado en hombres y mujeres hechos y derechos. La niña, miss Lilian, estaba ya casada y los chicos, Roderick y Phil, estaban en Winchester. Sus pensamientos recorrían amablemente la senda que llevaba a aquellos años ya pasados…

Cierto día, sucedió algo terrible. Goldie no aparecía por ninguna parte. Como estaba tan acostumbrado a la casa y a sus habitantes, la puerta de su jaula siempre estaba abierta para que pudiese revolotear a su gusto por el cuarto de los juguetes. Solía posarse sobre la cabeza de Nannie y jugar con las cintas de su toca.

—Bueno, bueno, señor Goldie —decía ella con dulzura—, ya sabes que eso no me gusta.

Otras veces detenía el vuelo sobre el hombro de Celia para coger algún grano de alpiste. Desde allí estiraba mucho el cuello para llegar a los labios de la niña, donde ésta colocaba su manjar. Era como un crío echado a perder por el celo de los mayores. Si no se le prestaba toda la atención que reclamaba, solía enfadarse y emitir desagradables graznidos.

Y ahora, día terrible, Goldie no estaba en ninguna parte. La ventana de la habitación permanecía abierta; con seguridad, había escapado por allí.

Celia no cesaba de llorar, aunque su madre y Nannie trataban de calmarla.

—Tal vez vuelva, cariñito.

—Solo ha salido a dar una vueltecita. Pondremos su jaula junto a la ventana.

Pero Celia no se consolaba. Los pájaros silvestres picaban a todo el que consideraban extraño a su entorno hasta matarlo. Ella lo sabía. Alguien se lo había contado alguna vez. Goldie estaría ahora muerto, tirado en algún lugar, bajo los grandes árboles. Ya nunca más su piquito vendría a comer de su boca. Lloró y lloró todo el día. Ya no comería su cena ni merendaría. Su jaula permaneció abierta junto a la ventana muchas horas, pero él no volvía.

Por fin llegó la hora de ir a dormir y Celia no tardó en verse en su pequeña cama blanca. Aún sollozaba como un autómata, mientras su madre le cogía las manitas. En aquellos momentos, prefería la presencia de la madre a la de Nannie. Su niñera le había dicho que sus padres le regalarían otro pajarillo; pero su madre la conocía mejor: sabía que ella no quería otro pajarillo. Al fin y al cabo ya tenía a Dafne. Lo que ella quería era que Goldie volviera. ¡Oh! Goldie, Goldie, Goldie… Se había marchado para siempre. Los otros pájaros le habrían matado a picotazos. Apretó la mano de su madre con mucha fuerza y su madre hizo lo mismo con la suya.

De pronto, en medio del silencio apenas interrumpido por la entrecortada respiración de Celia, se oyó un ligero sonido. Era el piar de un pájaro.

El señor Goldie bajó planeando desde la guía de las cortinas, donde había estado holgazaneando todo el día.

Celia no olvidaría en toda su vida aquel momento de increíble y sublime gozo. Desde entonces, cuando alguien era presa de alguna preocupación, se decía en la familia:

—Vamos, ánimo. ¡Recuerda a Goldie y su escondite en lo alto de las cortinas!

Los sueños protagonizados por el hombre del fusil sufrieron cambios. En cierto modo se fueron haciendo aún más aterradores.

El sueño solía comenzar bien. Podía tratarse de un almuerzo campestre o de una fiesta infantil. Y de pronto, cuando mejor iban las cosas, una extraña sensación se apoderaba de la niña. Algo malo sucedía en alguna parte… ¿Qué era? Naturalmente, el hombre del fusil. Pero no se trataba de él, en realidad. Uno de los invitados era el hombre del fusil…

Lo más pavoroso era que cualquiera podía resultar ser el hombre del fusil. Allí estaban todos alegres, charlando y riendo y de pronto surgía la evidencia de que papá, mamá o Nannie, cualquiera con quien ella estuviese hablando, podía sufrir una horrible metamorfosis. Miraba atentamente los ojos azul acero de su madre y luego sus manos: por allí, ¡horror!, aparecían los repugnantes muñones. No era mamá, ni Nannie, sino el hombre del fusil… Y Celia se despertaba llorando con todas sus fuerzas…

No se lo podía decir a nadie. Ni a Nannie, ni a su madre. Bastaba contarlo para que perdiera su contenido espeluznante. De hacerlo, le responderían:

—Bueno, hijita querida, has tenido un mal sueño, nada más. ¡Cálmate!

Y la acariciarían. Celia seguía llorando sin querer volverse a dormir, porque quizá volviera el mal sueño.

Se decía desesperadamente en medio de la noche oscura:

—Mamá no es el hombre del fusil. No lo es. Sé que no lo es. Es mamá.

Pero durante la noche, en medio de las sombras y con el sueño rondándola, era difícil estar segura de nada. Acaso nada fuese como parecía y Celia lo supiese desde el principio.

—Señora, la niña tuvo anoche otro mal sueño.

—¿De qué trataba, Nannie?

—De un hombre con un fusil, señora.

Pero Celia interrumpía:

—No era cualquier hombre, mamá: era «el hombre del fusil». Mi «hombre del fusil».

—¿Y temías que te disparara, queridita? ¿Era eso lo que temías?

Celia, estremeciéndose, negaba con la cabeza. No podía explicarlo.

Su madre no trataba de que lo hiciera. En cambio, le decía suavemente:

—Cariñito, aquí, con nosotras, estás segura. Nadie te puede hacer daño.

Era reconfortante.

—¿Qué significa aquella palabra de allí, Nannie? La que está en el anuncio, la grande.

—Allí dice «reconfortante», cariño. Dice: «Prepárese una reconfortante taza de té».

Y así día tras día. Celia mostraba una insaciable curiosidad por las palabras escritas. Ya conocía las letras, pero su madre no era partidaria de que los niños aprendieran demasiado pronto a escribir.

—No comenzaremos a enseñarle a leer hasta que cumpla los seis años.

Pero sus teorías sobre educación no siempre resultaban en la actualidad tal como ella las había planeado. Cuando Celia tenía cinco años y medio ya leía todos los libros de cuentos que corrían por el cuarto de los juguetes y los anuncios que veía por las calles. Cierto que a veces se enredaba con las letras. Mirando a Nannie le decía:

—¿La palabra justa es «codicioso» o «egoísta»? No puedo recordarlo.

Como leía por imágenes de palabras y no letra por letra, la ortografía iba a ser siempre para ella algo complicado e inseguro.

Leer la deleitaba. Le abría muchos nuevos mundos de hadas, de brujas, de duendes y de gnomos. Su pasión eran los cuentos de hadas. Los que tenían que ver con la vida real de los niños no le interesaban mucho.

No había muchos niños de su edad para jugar. Su casa se encontraba en una zona poco frecuentada y los automóviles eran por entonces escasos. Por allí vivía una niña, Margaret McCrae, que era un año mayor que ella. Margaret la invitaba de vez en cuando a tomar el té en su casa. Pero Celia suplicaba que no la obligasen a ir.

—¿Por qué, hijita? ¿No eres amiga de Margaret?

—Oh, sí.

—¿Entonces?

Por toda respuesta, Celia movía negativamente la cabeza.

—Es tímida —decía Cyril con desdén.

—Es absurdo eso de negarse a ver a otros niños —sostenía su padre—. No es natural.

—Acaso Margaret la moleste —replicaba su esposa.

—No, no es eso —exclamaba Celia.

Y rompía a llorar.

No podía explicarlo. Simplemente no podía. Sin embargo, los hechos eran claros. Margaret carecía de todos los dientes delanteros y hablaba con rapidez, emitiendo como resultado un conjunto de silbidos y sonidos que Celia no acertaba a descifrar. Lo mejor sucedió cierta vez en que ella y Margaret estaban dando un paseo.

—Te contaré un hermoso cuento, Celia —le había dicho.

Y enseguida empezó a hacerlo entre soplidos confusos. Hablaba de alguna «prishesha y su manssana milagrosha». Celia la escuchaba y sufría. De tanto en tanto, Margaret se interrumpía para preguntarle si le gustaba su cuento y Celia, ocultando cortésmente el hecho de que no tenía ni la menor idea de lo que le narraba, hacía lo posible por contestar algo que la otra consideraba como un comentario inteligente. Entretanto, como era su costumbre en tales casos, rezaba para sí.

«Oh, Dios mío, que llegue pronto la hora de volverme a casa. Que Margaret no se entere de que soy incapaz de entenderla. Que pueda irme pronto. ¡Por favor, Dios mío!».

Dejar que Margaret se enterase de que sus palabras eran incomprensibles le parecía a Celia una tremenda crueldad. Margaret no debía enterarse nunca de aquello.

Sin embargo, la tensión era casi intolerable. Al llegar de vuelta a su casa se la veía pálida y llorosa. Todos pensaban que no quería a Margaret, cuando en verdad sucedía precisamente lo contrarío. Si no quería verla era porque temía que Margaret supiera de su defecto.

Nadie la entendía. Absolutamente nadie. Celia se sentía extravagante, llena de pánico y muy sola.

Los martes tenía clase de danza. La primera vez que asistió a ella se sentía temerosa. La habitación estaba llena de niños. Había niños mayores vestidos con ropas deslumbrantes de raso y seda.

En medio de la estancia, con las manos enfundadas en largos guantes muy blancos, miss Mackintosh dirigía la sesión. Era la mujer más temible y, a la vez, más atractiva que Celia había conocido hasta entonces. Le parecía altísima, la persona más alta del mundo. (Con el tiempo resultó que miss Mackintosh tenía una estatura normal. Si parecía lo contrario, se debía a sus largas y ceñidas faldas, a su porte extraordinariamente erguido y a su dominante personalidad).

—¡Ah! —dijo miss Mackintosh—. Tú eres Celia. ¡Miss Tenderlen!

Miss Tenderlen, una criatura de aspecto ansioso, que danzaba maravillosamente pero que carecía de personalidad, se apresuró a acudir como si fuese un inquieto perrillo.

Celia fue puesta en sus manos y no tardó en verse en fila, con un extraño aparato en sus manos. Era una banda elástica color azul pastel con un asa en cada extremo. Luego llegaron los misterios de la polca y, por fin, todos tomaron asiento para ver el espectáculo ofrecido por un grupo de brillantes niños que realizaban un fantástico baile al compás de pequeños tambores, mientras sus trajes de seda despedían destellos.

Luego se anunciaron los lanceros. Un niño pequeño, con ojos negros y traviesos corrió hacia Celia.

—Oye, ¿quieres ser mi compañera de baile?

—No puedo —repuso ella con pesar—. No sé bailar los lanceros.

—¡Qué lástima!

Pero ya acudía a ellos miss Tenderlen.

—¿Que no sabes? No, claro que no, querida, pero vas a aprender a bailarlos. Ven, aquí tienes a tu compañero.

Su compañero era un niño de pelo rubio ceniciento con el rostro poblado de pecas. Frente a ellos estaba el de ojos negros con la compañera que le habían asignado. Al encontrarse juntos en medio de la danza, dijo a Celia en tono de reproche:

—No has querido bailar conmigo. ¡Lástima!

Un dolor, que con el tiempo llegaría a serle familiar, recorrió el cuerpo de Celia. ¿Cómo explicar las cosas? Cómo decir: «Si es que yo quería bailar contigo. Hubiese preferido estar a tu lado. Todo esto es una equivocación».

Por primera vez, experimentaba la tragedia propia de las niñas de su edad: ¡la del compañero equivocado!

Pero las vueltas de los lanceros les separaron. Una vez más se encontraron en la gran cadena. El niño le dirigió una mirada de profundo enfado, oprimiendo su mano en el breve encuentro. Nunca más volvió a la clase de baile y Celia no llegó siquiera a enterarse de su nombre.

Cuando cumplió siete años, Nannie se marchó de la casa. Tenía una hermana, aún más vieja que ella, que se había puesto gravemente enferma. Nannie tuvo que ir a cuidarla.

Celia lloró inconsolablemente. A diario, le escribía cartas apasionadas, cortas, redactadas sin cuidado y ortográficamente inadmisibles; sin embargo, le costaba muchísimo redactarlas.

Su madre le decía cariñosamente:

—Sabes, hijita, no es preciso que escribas diariamente a Nannie. Ella no espera tanto de ti. Dos cartitas por semana serían suficientes.

Pero Celia negaba enfáticamente con la cabeza.

—Nannie podría pensar que la he olvidado. Y yo nunca la olvidaré. Nunca.

Su madre dijo a su marido:

—La niña es muy tenaz en sus afectos. Es una lástima, realmente.

Y su padre repuso:

—Un buen contraste con Cyril.

Cyril, que estaba en un colegio, nunca escribía a sus padres, a menos que le obligaran a hacerlo o que deseara algo. Pero su encanto era tal que todas sus pequeñas imperfecciones le eran perdonadas.

El obstinado recuerdo que Celia guardaba de Nannie llegó a preocupar a su madre.

—No es natural —decía—. A su edad tendría que olvidar rápidamente.

Nannie no fue reemplazada. Susan recibió el encargo de bañar a Celia todas las noches y de despertarla con el desayuno por las mañanas. Cuando estaba ya vestida, iba al dormitorio de su madre, que siempre desayunaba en la cama. Celia recibía una pequeña tostada con jalea y luego se ponía a jugar con un pequeño y gordo pato de porcelana en el baño preparado para su madre. Su padre estaba normalmente en su propio dormitorio, tras la puerta cerrada. A veces la llamaba para darle un penique, que Celia introducía en una pequeña hucha de madera pintada. Cuando ya estaba llena, se ponía todo en una caja fuerte, y cuando los ahorros sumaban una cierta cantidad, Celia podía comprarse algo que realmente le gustara con su propio dinerillo. El objeto de la compra constituía una verdadera preocupación en la vida de Celia. Los objetos favoritos variaban de una semana a otra. Primero era una peineta de carey con incrustaciones para que su madre se la pusiera en su pelo moreno. Susan se la había enseñado una vez, cuando pasaban ante un escaparate.

—Toda gran señora debiera llevar una peineta como ésa —había dicho con voz reverente.

Luego estaba aquella falda plegada, de seda, adecuada para asistir a las clases de baile. Constituía otro de los sueños de la niña, porque solo años más tarde podría bailar el tipo de danzas que requieren falda plegada. Sin embargo, el día llegaría, después de todo.

Y también estaban aquellos zapatos de raso, que descubriera cierta vez. (Ni siquiera había sospechado que aquello se usara para bailar). Y la caseta que podría tener en el jardín. Y el poni. Cualquiera de aquellas deliciosas posibilidades estarían a su alcance el día que tuviera lo suficiente en la caja fuerte de su padre.

Durante el día jugaba en el jardín, haciendo rodar su aro (que tanto podía ser un coche de caballos como un tren expreso), trepando por los árboles con agilidad, pero también con cautela, o escondiéndose en ciertos lugares que ella conocía bien, protegidos por arbustos espesos. Allí tejía sus interminables fantasías. Si el tiempo estaba lluvioso se quedaba leyendo en el cuarto de los juguetes o pintando sobre viejas ilustraciones del Queen. Entre la merienda y la cena solía jugar con su madre. A veces hacían casas con mantas o toallas que extendían sobre unas sillas. Se guarecían debajo, entraban y salían. Otras veces soplaban pompas de jabón. Nunca sabía de antemano en qué consistiría el juego del día. Solo estaba segura de que iba a ser maravilloso, algo que una nunca hubiera podido imaginar por sí sola, algo que su madre, y nada más que ella, era capaz de poner en práctica.

Por las mañanas tenía clases y éstas la hacían sentirse importante. Su padre le enseñaba aritmética. Le encantaban los números y también oír a su padre cuando éste afirmaba:

—Esta niña tiene un verdadero cerebro matemático. No tendrá que contar con los dedos, como tú, Miriam.

Y su madre empezaba a reírse y decía:

—Las cuentas nunca se me han dado bien, realmente.

Celia comenzó por sumar, pero no tardaría mucho en hacer restas también. Y multiplicaciones. Las divisiones le daban cierta satisfacción personal, porque le parecían operaciones únicamente para personas mayores a causa de las dificultades que planteaban. Su libro teñía también un capítulo titulado «Problemas». A Celia le encantaban los problemas. Tenían que ver con niños, manzanas, corderos y otras cosas que siempre los transformaban en asuntos apasionantes.

Tras la clase de matemáticas venían las copias, sacadas de un libro de ejercicios. O bien su madre escribía una línea en el extremo superior de la página y Celia debía repetirla una y otra vez, hasta llegar al final de ella. A la niña no le, interesaba gran cosa el ejercicio, pero a veces su madre escribía graciosas frases, como «Los gatos tuertos no pueden toser a su gusto», y Celia reía a sus anchas. Seguía un ejercicio de ortografía. Eran simples palabras, pero le resultaban fastidiosas. En su anhelo por no cometer faltas siempre escribía letras de más, con el resultado de que a veces no se entendía el sentido.

Por las noches, después de que Susan la había bañado, su madre entraba en el cuarto de los juguetes para dar a Celia el último beso del día. «Las buenas noches de mamá», llamaba Celia a tal ceremonial y, una vez cumplido, trataba de no moverse en su cama, para que a la mañana siguiente el beso estuviera aún vivo en su mejilla. Sin embargo, por alguna razón, nunca lo estaba.

—¿Quieres que te deje una pequeña luz encendida, cariñito? —preguntaba su madre.

No. Celia nunca quería luz. Le agradaba la oscuridad tranquila e íntima que propiciaba su sueño. Le parecía que la oscuridad era amistosa.

—Bueno, tú no eres de las que tienen miedo de la noche y de las sombras —le decía Susan a menudo—. En cambio mi sobrinita se pone a chillar en cuanto le apagan la luz.

La sobrinita de Susan, pensaba Celia sin decirlo, tenía necesariamente que ser una niña muy desagradable. Y un poco tonta, además. ¿Por qué temer a la oscuridad? Lo único realmente temible eran los sueños porque transformaban los sucesos reales en algo confuso y desordenado. Si despertaba en medio de la noche porque se le aparecía el pavoroso hombre del fusil, ella tenía su recurso: saltaba de su lecho y corría hacia el dormitorio de su madre. Conocía perfectamente el camino, aun en medio de las más espesas sombras. Entonces su madre la cogía en brazos, la llevaba de nuevo a su camita blanca y permanecía a su lado, diciéndole:

—Ese hombre del fusil no existe, hijita. Aquí estás segura.

Y así Celia volvía a dormirse sabiendo que su madre había hecho que la paz volviese a reinar. Poco después ya estaba en el valle cogiendo flores silvestres y diciéndose triunfalmente:

—Ya sabía yo que por aquí no corre ningún ferrocarril. Desde luego, siempre ha habido un río.