Pienso que lo más extraño fue el hecho de que ella no pretendiera oponer a mis palabras ninguna línea convencional de defensa. Esto lo creo ahora, después de pensarlo de nuevo. Hubiera podido decir, por ejemplo: «¿Pero qué diablos está diciendo usted?», o también: «No sabe lo que dice». También hubiera podido quedarse callada y contemplarme con aspecto de decir alguna de esas frases u otras parecidas. Hubiera podido paralizarme con una sola mirada glacial.
La verdad era que ella estaba más allá de lo circunstancial. Había alcanzado lo básico. En aquellos momentos nada de cuanto alguien dijera o hiciera le podía resultar sorprendente.
Estaba muy serena y se la veía dispuesta a razonar… eso era precisamente lo que me parecía aterrador. Es posible enfrentar un talante, un estado pasajero de ánimo que, cuanto más violento es, más se presta para aceptar una reacción sensata. En cambio, una determinación calmada y controlada es muy diferente. Ésta se ha impuesto lentamente en el ánimo y no está dispuesta a abandonar el campo así como así.
Me contempló con actitud reflexiva sin decir nada.
—De todos modos —dije yo—, ¿me dirá usted por qué?
La mujer inclinó la cabeza, como si comprendiera que la pregunta era justa.
—Simplemente, porque me parece lo mejor.
—Es ahí donde se equivoca usted —repuse—. Se equivoca por completo.
Permaneció imperturbable a mis palabras, dichas en un tono casi violento. Parecía demasiado tranquila y distante como para reparar en mi vehemencia.
—He pensado el asunto con bastante detenimiento —me dijo—. Y creo que realmente es lo mejor. Simple, fácil… y rápido. No estorbaría a nadie.
Esta frase era reveladora. Mostraba que era una persona «bien educada». La «consideración por los demás» le había sido predicada como algo deseable.
—¿Y después? —pregunté.
—Bueno, es un riesgo que hay que correr.
—¿Cree usted en el más allá?
—Me temo que sí —fue su lenta respuesta—. Sí. Si no hubiese un más allá, todo sería demasiado simple. Ponerse a dormir… pacíficamente y no despertar más. En realidad, sería algo tan encantador…
Sus ojos se entrecerraron ensoñadoramente.
—¿De qué color estaba empapelada su habitación cuando era usted niña? —pregunté de pronto.
—Malva. El motivo que se repetía era una planta de malvas enroscada en torno a una columna. —Se sobresaltó—. ¿Pero cómo pudo pensar en eso ahora mismo?
—Me la imaginé allí, eso es todo. ¿Qué pensaba usted del cielo, siendo niña?
—Llanuras verdes… valles verdes, con ovejas y un pastor. Ya sabe usted: las palabras del cántico. Eso de «Las ovejas pueden pacer…».
—¿Y quién se lo cantaba? ¿Su madre o su nodriza?
—Mi nodriza. —Sonrió débilmente—. El Buen Pastor. ¿Sabe usted que no creo haber visto nunca a un pastor, en realidad? Sin embargo, cerca de nuestra casa había un terreno donde pacían dos corderos. —Hizo una pausa—. En la actualidad, hay un enorme edificio de pisos.
Extraño, pensé. Si aquel terreno no se hubiese empleado para edificar, acaso esta mujer no estaría ahora aquí.
—¿Tuvo una niñez feliz? —proseguí.
—Oh, sí, claro. —No había modo de equivocarse sobre la autenticidad de su asentimiento—. Demasiado feliz.
—¿Es posible ser demasiado feliz?
—Pues creo que sí. Aunque a costa de desconocer lo que se nos podría venir encima. Yo nunca concebí por entonces que algo malo pudiera sucederme.
—Parece haber pasado usted por alguna trágica experiencia —sugerí.
Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No, no lo creo. Lo que me sucedió es, según creo, lo que normalmente ocurre a las personas. Nada extraordinario, sino la estúpida rutina que conforma la vida de infinidad de mujeres. Yo no he sido particularmente desgraciada. Fui… tonta. Y en el mundo no hay lugar para los tontos.
—Amiga mía —dije—, óigame. Sé de lo que estoy hablando porque yo también he estado donde usted está ahora. He sentido lo mismo que usted ahora: que la vida no merece ser vivida. He conocido la cegadora desolación que deja solo un camino a la vista y le digo que es algo que pasa. El pesar no dura siempre. Nada dura. Solo hay un elemento que consuela y cura: el tiempo. Venga, dele al tiempo su oportunidad.
Había hablado fervorosamente. Pero de inmediato advertí que me había equivocado.
—Usted no entiende —repuso—. Comprendo lo que quiere decirme. Yo misma me he visto en esa situación. De hecho, ya hice el intento una vez… sin resultado. Y luego me felicité de que así hubiese sido. Esto es diferente.
—Cuénteme.
—Es algo que se fue imponiendo en mí de manera muy lenta. No sé cómo explicarle… Es que no es fácil exponer el asunto de manera clara. Tengo treinta y nueve años; soy fuerte y saludable. Las perspectivas eran que viviría por lo menos hasta los setenta años… Quizá más… Pero ni siquiera puedo pensar en eso ahora. Eso es todo. Otros treinta y nueve años largos y vacíos…
—Pero no serán vacíos, amiga. En eso se equivoca usted. Sin duda algo volverá a florecer para llenarlos de sentido.
Me miró.
—Eso es precisamente lo que más temo —repuso con voz débil—. Con solo pensar en la posibilidad comprendo que no podría enfrentarla.
—En realidad es cobarde.
—Sí —aceptó enseguida—. Siempre he sido muy cobarde. A menudo me ha parecido extraño que los demás no lo hayan visto tan claramente como yo. Sí. Tengo miedo, miedo…
Sé produjo un silencio.
—Después de todo —dijo— es natural. Si una chispa salta del fuego y va a quemar a un perro, éste la temerá en el futuro. No puede saber cuándo saltará otra y, ante la duda, está sobre aviso. Es su forma de ser inteligente. Solo el tonto de remate piensa que el fuego es únicamente algo grato y cálido, sin pensar que también puede quemar. Y que deja cenizas.
—¿De modo que es la posibilidad de volver a ser feliz lo que usted no quiere encarar?
La frase sonó extraña cuando la emití y, sin embargo, sabía que no lo era tanto como podía haber parecido. Sé algo de nervios y cerebros. Tres de mis mejores amigos fueron alcanzados por la metralla en la guerra. Sé lo que es la mutilación porque yo mismo la he sufrido. Me refiero a la mutilación física; pero también existe la mutilación mental. El mal no se percibe una vez curada la herida, pero allí está. Es el punto débil, la veta donde un golpe seco puede significar el fin. Ya no estás entero.
—Todo pasará con el tiempo —insistí.
Pero fingí tener un aplomo del que carecía. La cura superficial no llega a la raíz y la cicatriz siempre está allí para recordárnoslo.
—Usted se niega a correr un riesgo —continué— y, sin embargo, asume otro que es sencillamente colosal.
—Pero es algo completamente distinto —dijo con menos calma y un toque de ansiedad—. Es cuando uno sabe cómo es una cosa que se niega a correr el riesgo. Un riesgo desconocido implica algo atractivo, algo que se parece a la aventura. Después de todo, la muerte podría no ser nada…
Era la primera vez que se pronunciaba aquella palabra. La muerte…
Y entonces, también por vez primera, una natural curiosidad pareció despertar en ella. Volvió la cabeza.
—¿Cómo lo supo usted?
—No estoy seguro de poder explicárselo —respondí—. He pasado… bueno, he pasado lo mío, yo también. Supongo que reconocí los síntomas.
—Ya veo.
No mostró interés en saber cuál había sido mi propia experiencia, y creo que fue en aquel momento cuando resolví ayudarla. Yo he tenido tanto de la otra parte. Quiero decir, tanta comprensión, tanta piedad, tanta compasión femenina… Sentía la necesidad, aunque de momento no lo supiera, de dar algo de mi parte. Ya había recibido lo suficiente.
No había ternura en Celia, ni compasión. La había gastado toda a cambio de nada. Tal como ella misma decía, se había conducido tontamente. Al final se sintió tan desgraciada que no le quedaba piedad para distribuir entre los demás. Aquel nuevo y duro gesto de su boca era el tributo a los sufrimientos que debió soportar. Era inteligente y, de inmediato, supo que también a mí me habían «sucedido cosas». Estábamos iguales. No se tenía así misma compasión y no se proponía usarla conmigo. Mi desgracia no era para ella otra cosa que la razón por la cual pude averiguar algo que su rostro no enseñaba a cualquiera.
Era, lo advertí en aquel momento, una niña. Su verdadero mundo era el que la rodeaba de cerca. Deliberadamente había vuelto a su universo infantil guiada por el deseo de encontrar refugio contra la crueldad del mundo.
Su actitud era enormemente atractiva para mí, porque era la que yo estaba necesitando. Nada menos, sabe usted, que una llamada a la acción.
Pues bien, decidí actuar. Mi temor era dejarla sola, de modo que no la dejé. Resolví pegarme literalmente a ella, como la lapa proverbial. Volvió paseando conmigo hasta la aldea y se mostró bastante relajada. Sentido común era lo que le sobraba y pude comprender, perfectamente que su propósito inicial quedaba de momento frustrado. No es que lo abandonase sin más, solo lo pospuso. Lo supe sin que ella tuviese necesidad de explicarme nada.
No entraré en detalles porque ésta no es una crónica pormenorizada. Quiero decir que no me pondré ahora a describir la pequeña aldea española donde nos encontrábamos, ni el menú que nos sirvieron en su hotel. Me limitaré a decir que di ordenes de que llevaran allí mis maletas, dejando el hostal donde me hospedaba.
No. Quiero atenerme a lo esencial. Sabía que iba a tener que estar junto a ella hasta que algo sucediera, hasta que, como fuera, abandonara su resistencia y capitulara.
Como he dicho, me quedé con ella, muy cerca. Cuando se dirigió a su cuarto, dije:
—Le daré diez minutos. Si para entonces no baja, subiré.
No me atreví a darle más tiempo. Sabe usted, su habitación estaba en la cuarta planta y acaso dejara a un lado su «consideración por los demás», que era parte de su educación esmerada, y optara por meter en un jaleo al gerente del hotel, saltando por la ventana en lugar de hacerlo por el barranco.
Como el tiempo señalado pasó, resolví ir a su habitación. Me recibió sentada en la cama. Su cabello rubio pálido estaba ahora peinado hacia atrás. No creo que viese nada extraño en el modo de comportarnos ambos. Por mi parte, nada me pareció raro. Si así le resultó a la gente que se alojaba en el hotel, es algo que ignoro, aunque; de saber que yo había subido a su habitación a las diez de aquella noche y salido de ella a las siete de la mañana siguiente, sin duda habrían llegado a inequívocas conclusiones. De todos modos, el punto no me interesaba.
Mi misión —una misión que me había impuesto por propia voluntad— consistía en salvar una vida, de modo que no podía perder tiempo salvando reputaciones.
Bueno, tomé asiento junto a ella, en la cama, y hablamos.
Hablamos toda la noche.
Una noche extraña. Nunca pasé una noche como aquélla.
No le hablé de sus problemas, fueran los que fuesen. En lugar de eso comenzamos desde el principio: las plantas color malva que decoraban las paredes de su habitación de niña, los corderos en el campo y el valle que se extendía ante la estación, donde crecían las flores silvestres.
Al poco tiempo, ella comenzó a monopolizar la conversación. Yo había dejado de existir para transformarme en una especie de aparato registrador, que si estaba allí era para que le hablaran.
Hablaba como dirigiéndose a Dios o a ella misma. Quiero decir, sin pasión ni acaloramiento. Los recuerdos desfilaban por sus palabras sin incidentes que necesariamente los relacionaran. Toda su vida se iba armando, por decirlo así, y sus palabras oficiaban de puente entre episodios de contenido altamente significativo.
Pensándolo bien, es algo extraño considerar el tipo de cosas que recordamos con particular detalle: la selección es extraordinariamente caprichosa. Pruebe usted mismo, tomando como guía algún año particular de su vida. Recordará cinco, acaso seis episodios. Probablemente carecen por completo de importancia, pero son los que le han quedado. ¿Por qué? ¿Por qué son los que su memoria ha preservado de entre la infinidad de hechos ocurridos durante aquellos trescientos sesenta y cinco días? Algunos de ellos ni siquiera tuvieron importancia para usted en el mismo momento en que los vivía. Sin embargo, de alguna manera se las han apañado para sobrevivir, para acompañarle durante el resto de la vida.
Puedo decir que fue en aquella noche cuando obtuve la visión íntima de Celia. Ahora puedo hablar desde una posición privilegiada, parecida a la del mismo Dios. Trataré de ser exactamente fiel.
Me dijo, sabe usted, todo lo que importaba y también lo que no importaba nada, porque en realidad no quería hacer una narración literaria.
En efecto…, pero yo sí que quería obtener una versión coherente del conjunto. De ahí que llegara a percibir fugaces verdades sobre algo que ni ella misma era capaz de ver.
Eran las siete de la mañana cuando la dejé. Había terminado por volverse de costado y quedarse dormida como una niña pequeña. El peligro más inmediato había quedado atrás.
Se hubiese dicho que le había quitado un gran peso de encima para echarlo sobre mis propios hombros. Ahora estaba segura…
Más tarde, aquella misma mañana, la llevé al barco y me despedí.
Y fue entonces cuando sucedió. Quiero decir, eso que parece contener todo el asunto.
Tal vez me equivoque… Acaso no fuera más qué un incidente trivial…
De todos modos, no quiero describirlo ahora.
No hasta que trate de ser como Dios y en la empresa acierte o fracase.
No hasta que la fije en mi tela o, mejor dicho, a través de este medio de comunicación que no me resulta familiar…
Palabras…
Palabras entretejidas…
Sin pinceles, sin tubos de colores. Nada de todo eso tan querido y familiar para mí.
Un retrato en cuatro dimensiones, puesto que en tu arte, Mary, no solo hay espacio, sino también tiempo.