¿Sabe usted lo que se siente cuando se conoce algo perfectamente bien y, sin embargo, por mucho que uno se esfuerce, se ve incapaz de recordarlo?
Esa sensación me embargaba a lo largo del blanco y serpenteante camino a la ciudad. Me perseguía desde que salí de la terraza que dominaba el mar desde los jardines de la villa y se hacía más fuerte a medida que adelantaba. Más fuerte y también más apremiante. Por fin, en el punto en que la avenida bordeada de palmeras bajaba hacia la playa, me detuve. Es que, sabe usted, me decía que era ahora o nunca. Aquella pequeña cosa oscura que anidaba en algún rincón de mi cerebro tendría que ser sacada a la luz, analizada, investigada e inmovilizada para que yo supiese qué era. Tenía que mantenerla fija ante mí ahora… o sería demasiado tarde.
Hice lo que siempre se hace cuando se trata de recordar algo. Pasar revista a los hechos.
La caminata por el camino que subía a la villa. Volaba el polvo arrastrado por el viento y el sol me daba con fuerza en la nuca. No, nada por ese lado.
Los jardines de la villa… sombríos y refrescantes gracias a los grandes cipreses, que oponían sus masas oscuras contra el cielo luminoso; la senda abierta entre el verde del césped y que llevaba a la terraza, donde estaba el asiento desde el cual se dominaba el mar. La sorpresa y el ligero fastidio que sentía al constatar que una mujer lo ocupaba.
Por un momento me había recorrido cierta impresión de embarazo. Había vuelto la cabeza y me miraba. Una inglesa. Tenía que decir algo… alguna frase que sirviese para cubrirme la retirada.
—Hermosa vista.
Eso era lo que yo había dicho: nada más que aquella tontería convencional. Y ella respondió con las palabras exactas y el tono no menos adecuado ante la situación, propio de cualquier mujer bien educada.
—Encantadora —había dicho—. ¡Y qué magnífico día!
—Sí, aunque hay que caminar mucho desde la aldea.
Asintió, afirmando que así era, efectivamente. Y que había mucho polvo.
Y eso había sido todo. Nada más que un cortés intercambio de tópicos entre dos ingleses que se encuentran en el extranjero sin haber sido presentados y que no esperan volverse a ver. Volví sobre mis pasos, recorrí un par de veces los terrenos de la villa, admiré los naranjos de una especie no muy vulgar y emprendí el camino de vuelta.
Eso había sido todo, repito. Y sin embargo, no, no era todo. La impresión de saber algo muy bien sin poder recordarlo estaba en mí.
¿Eran sus maneras? No: todos sus gestos fueron absolutamente normales y agradables. No había hecho ni dejado de hacer lo que el noventa y nueve por ciento de las mujeres habrían hecho en su caso.
Con excepción… no, ciertamente; no había mirado en ningún momento mis manos.
¡Eso! Extraño, lo que acabo de escribir. Me asombra a mí mismo releerlo. Rarísimo. Lo más raro del mundo. Trataré de explicarme.
No había mirado mis manos. Y ocurre que, sabe usted, estoy acostumbrado a que las mujeres miren mis manos. Son tan rápidas, las mujeres; y tienen el corazón tan benevolente… Me conozco muy bien la expresión que sin tardanza les viene al rostro. Benditas sean, o malditas. Piedad, discreción, propósito de no mostrar que lo han advertido. Y el inmediato cambio en sus maneras, que se tornan especialmente gentiles.
Pero aquella mujer no había advertido nada porqué nada había visto.
Me puse a pensar más profundamente en ella. Curioso detalle: no hubiese podido describirla ni cuando acababa de darme la vuelta dejándola a mi espalda. Así, un poco a la ligera, hubiese dicho que era más bien rubia y de unos treinta y tantos. Eso era todo. Pero mientras recorría el camino de vuelta, su imagen había ido creciendo en mí, enriqueciéndose, hasta transformarse en algo parecido a una fotografía que se revela en un laboratorio. (Éste es uno de mis más remotos recuerdos: mi padre, y yo a su lado, revelando negativos en nuestro sótano).
Nunca olvidaré lo apasionante que aquello era. El papel blanco bañado en el líquido revelador y, de pronto, las pequeñas manchas que aparecían, se ampliaban, se iban oscureciendo rápidamente. Era fascinador porque era incierto. La placa se oscurece pronto, pero se sigue sin poder saber a qué corresponde exactamente: solo se ve una alternancia de luz y de sombra. Cuando se reconoce y se comprende a qué corresponde entonces ves la rama de un árbol, un rostro o el respaldo de la silla, y puedes decir si está del revés o del derecho. Puedes mover el negativo y colocarlo como es debido. Entretanto lo fotografiado se hace cada vez más nítido, hasta que comienza a oscurecerse tanto que, de nuevo, se pierde la imagen.
Pues bien, con esta descripción he dado la mejor prueba de mi capacidad para narrar lo que me sucedió. Mientras bajaba de vuelta a la aldea, el rostro de aquella mujer se me iba revelando con mayor precisión y nitidez. Vi sus pequeñas orejas muy pegadas a los lados de su rostro y los largos pendientes de lapislázuli que de ellas colgaban; recordé con todo detalle los grandes rizos rubios que cruzaban caprichosamente parte de su frente y corrían hacia los límites superiores de sus orejas, cubriéndolas; percibí el contorno de su cara y el espacio que había entre sus ojos; volví a ver aquellos ojos, que eran de un azul claro y desvaído; tuve de nuevo ante mí sus pestañas cortas y oscuras, sin duda pintadas, y las cejas delineadas a lápiz que esbozaban aquel gesto de ligera sorpresa al notar mi presencia; vi su rostro pequeño y cuadrado; la línea algo dura de su boca.
Los rasgos se presentaban a mi memoria de manera gradual, confusos y sin sobresaltos. Iban definiéndose igual que la placa fotográfica: poco a poco.
Lo que sucedió después no puedo explicarlo. La superficie de la placa, sabe usted, se borró. Es que había llegado al punto en que, por excesiva permanencia de la placa en el revelador, ésta se oscurece.
Sin embargo, aquello no era una placa fotográfica, sino un ser humano. No importa. El revelado continuó y la imagen se fue detrás… o se metió dentro. No sé cómo explicarlo, pero usted ya me entiende. Y si no es así, no puedo ser más explícito; me cuesta explicarlo.
Supe la verdad desde el principio, supongo. La supe desde el momento en que la vi. El revelado tenía lugar dentro de mí. La imagen llegaba a mi conciencia procedente de mi subconsciencia…
Sabía, pero no era capaz de decir qué era lo que sabía. ¡Hasta que, de pronto, me llegó! ¡Vi cómo surgía de la negra blancura! Una mota de sombra y enseguida la imagen.
Me volví y me puse a correr por la cuesta del largo y polvoriento camino. Estaba en plena forma, pero me parecía que no iba bastante rápido. Pronto llegué a la villa. Cruzando el gran portal, me dirigí presuroso a los cipreses y pronto encontré la pequeña senda que llevaba a la terraza cortando la extensión de césped.
La mujer estaba exactamente en el mismo lugar donde la dejara.
Yo estaba sin aliento. Jadeante me dejé caer en el asiento a su lado.
—Escúcheme —le dije—. No sé nada de usted. Ni siquiera conozco su nombre. Pero he de decirle que no debe hacerlo. ¿Me entiende? No debe hacerlo.