LA LUCHA DE LOS CIERVOS
A últimos de septiembre, los niños comenzaron a estudiar de nuevo. Caminaban campo a través hasta la vicaría disfrutando del apacible paisaje otoñal. Les gustaban sus clases en el tranquilo estudio del viejo vicario, quien, con sus cuatro o cinco discípulos, se alegró de enseñar también a los cuatro niños de la granja.
Ahora no podían ver a Sacolín tan a menudo ya que tenían que hacer sus deberes. Una tarde que iban camino de la granja a merendar, le vieron y le llamaron.
—¡Sacolín! ¡Espérenos! ¡Queremos decirle algo!
Sacolín se detuvo y corrieron hacia él.
—¡Sacolín! ¡Esta semana hemos encontrado multitud de pequeños animalitos muertos en los campos! —exclamó Benjy—. Tienen la nariz muy larga. ¿Qué son?
—¿Os referís a unos animalitos como ese que está en la orilla? —les preguntó «el salvaje». Los niños miraron… y allí, en la orilla, yacía un animalito muerto bastante parecido a un ratón con un hocico largo.
—Sí —contestó Benjy—. ¿Qué es?
—Es uno de nuestros animales más pequeños —dijo el hombre cogiéndolo—. Es un pequeño musgaño. Se le conoce siempre por su largo hocico movible. Ahora estaros quietos un momento. Creo que he visto uno que se movía por ahí.
No se movieron… y un diminuto musgaño salió de su escondite moviendo su hocico flexible. Era muy bonito y al parecer no reparó en los niños y Sacolín.
—Son cortos de vista —dijo el hombre en voz baja—. Mirad cómo éste busca una oruga o un escarabajo. ¡Siempre tienen hambre!
—¿Por qué hay tantos muertos este otoño? —quiso saber Benjy—. No me gusta verlos muertos.
—Sólo viven catorce o quince meses —dijo Sacolín—. Tienen una vida corta feliz y atareada, y luego, antes de que el crudo invierno les visite por segunda vez, se echan al suelo y mueren.
—Sacolín, ayer por la noche vi un lirón —dijo Penny—. ¡Estaba en uno de los campos de tío Tim!
—¡Oh, eso me recuerda… que debéis conocer a un nuevo amigo mío! —exclamó Sacolín meneándose de forma un tanto extraña, hasta que un lirón de ojos brillantes apareció por una de sus mangas. ¡Era un rechoncho lirón!
Los niños estaban emocionados. ¡La verdad es que nunca se sabía lo que «el salvaje» iba a hacer a continuación! Benjy acarició al pequeño lirón.
—¿Verdad que está gordo? —dijo.
—Sí… como la mayoría de los que duermen durante el invierno, al lirón le gusta engordar antes de hacer su siesta —observó Sacolín—. Me figuro que el que viste en la granja de tu tío estaría buscando un lugar cálido para el invierno, Penny.
Sacolín sacó una avellana de su bolsillo y la cascó. No estaba madura del todo, pero el pequeño lirón cogió la parte blanda, comiéndola con delirio. Luego volvió a introducirse en la manga de Sacolín, donde desapareció.
—¿Dónde está? —preguntó Penny palpando el brazo del «salvaje» hasta encontrar el lugar donde se había acurrucado el lirón—. Yo también quisiera tener un lirón durmiendo en mi manga —dijo—. Sacolín, mi pequeño erizo va creciendo. ¡Tiene muchos pinchos y ahora bebe tanta leche!
—Bien —observó Sacolín—. Bueno, tal vez vuelva a veros pronto. No vengáis el sábado porque voy a ir más allá de las colinas a ver al ciervo rojo.
—¡El ciervo rojo! —exclamó Benjy—. Yo también quisiera verlos. Sabía que los hay, porque tío Tim me dijo que una vez le estropearon todo un campo de nabos. Vinieron por la noche y se los comieron.
—Es muy probable —replicó Sacolín—. Bueno, si queréis venir conmigo estad en el pretil a las nueve en punto. Es una buena excursión, de manera que llevaos la comida.
Todos los niños querían ir. Jamás habían visto un ciervo excepto en el zoológico, y decidieron pedir a su tía Bess que les preparara la comida para encontrarse con Sacolín el sábado sin falta.
Hacía un maravilloso día de octubre cuando los niños se sentaron en el pretil para esperar a Sacolín. Desde que le vieron había llovido todos los días, pero ahora había aclarado y el sol brillaba casi con tanta fuerza como en verano. Algunos árboles habían tomado color y resaltaban con brillantez bajo el sol de otoño.
—El sol siempre parece más amarillo en otoño que en verano —comentó Sheila—. ¡Mirad, fijaos qué moras más enormes! Cojamos algunas mientras esperamos.
Estaban tan ocupados comiendo las jugosas moras que no oyeron a Sacolín hasta que estuvo justamente detrás de ellos.
—¡Así que habéis venido! —exclamó—. ¡Bien! ¡Hoy vamos a divertirnos mucho! ¡Los ciervos rojos tienen ya sus maravillosas hasta y tal vez veamos cómo las utilizan como armas! ¡Es la época del año en que los ciervos rojos luchan por la jerarquía!
—¡Caramba! ¡Qué emocionante! —exclamó Rory—. ¡Adelante, hay que apresurarse!
Sacolín les condujo hasta lo alto de la colina y luego atravesaron un gran espacio llano. Luego llegaron a otra cadena de colinas cubiertas de brezos. Penny estaba sin aliento al llegar a la cima, ya que sus piernas no eran tan largas como las de los demás, y se sentaron a descansar. La campiña se extendía a sus pies, verde y dorada, cambiando hasta el azul púrpura en la distancia.
—¿Veis esa hondonada en esos páramos? —dijo «el salvaje» señalando una zona de páramos agreste—. Bien, creo que hoy encontraremos allí a nuestro ciervo.
Tan pronto hubo concluido de hablar llegó hasta ellos un extraño sonido en alas del viento. Era como un fuerte bramido que resonó por todas partes.
—¿Qué es eso? —preguntó Penny sobresaltada.
—Ése es un ciervo que lanza su reto a todos los demás —explicó Sacolín—. Vamos. Sé que hay dos o tres ciervos por aquí, así como muchas ciervas, que como sabéis son las madres de los ciervos. Si nos damos prisa llegaremos a tiempo de ver luchar a dos ciervos.
Otro bramido llegó desde el páramo mientras los niños seguían «al salvaje», y luego otro, y otro.
—¡Mirad! —gritó Benjy—. ¡Ahí va un ciervo!
Todos miraron… y allí, en lo alto de una pequeña colina, se erguía un magnífico ciervo rojo, con sus grandes astas sobre su cabeza orgullosa. Mientras los niños le miraban lanzó su bramido de guerra.
—¡Oh! —exclamó Rory—. ¡Es un animal espléndido!
—¿Nos hará daño? —preguntó Penny bastante preocupada.
—Bueno, desde luego no nos acercaremos demasiado a él —dijo el hombre—. ¡Ah, mirad… ahí viene otro ciervo a desafiarle!
Un segundo ciervo subía lentamente la colina. Echando hacia atrás sus astas lanzó un grito. El primer ciervo pateó la tierra excitado… ¡y luego corrió derecho hacia el enemigo! Los dos bajaron sus cabezas y se oyó un fuerte chasquido cuando sus dos cornamentas se entrecruzaron.
—¡Se han enredado sus astas! —dijo Rory excitado.
Y así era. Los dos ciervos empujaban y tiraban, pateaban y forcejeaban, y al fin las astas se libertaron. Pero no por mucho tiempo… una vez más los ciervos corrieron el uno hacia el otro y sus astas se enlazaron.
—¡Me pregunto si no se romperán! —dijo Sheila—. ¿Por qué luchan, Sacolín?
—Luchan para ver quién de los dos es el más fuerte y quién ha de ser el jefe del rebaño —explicó Sacolín—. Sólo los más fuertes guardan a las hembras. Esos dos ciervos son jóvenes y fuertes y ambos quieren ser el jefe.
—¡Mirad! ¿Ésas de ahí son las hembras? —exclamó Benjy señalando una colina cercana donde un grupo de ciervas contemplaba la fiera batalla. No tenían astas y eran bastante más pequeñas que los ciervos.
—Sí —repuso Sacolín—. ¡Ah, mirad… un ciervo está ganando! ¡Empuja al otro colina abajo! ¡Es el más fuerte de los dos!
Durante un rato los dos ciervos forcejearon jadeantes, pero poco a poco el más débil fue cediendo y cuando tuvo oportunidad, salió huyendo. El ciervo victorioso lanzó un bramido agudo, regresando hacia la manada. ¡Era el rey de aquella temporada!
—Ojalá pudiera ver esas hermosas astas del ciervo desde más cerca —dijo Benjy—. Parece que lleve un árbol en la cabeza. ¿Tardan años y años en hacerse tan grandes, Sacolín?
—No —replicó el hombre—. Por lo general tardan en crecerle unas diez semanas.
—¡Diez semanas! —exclamó el niño sorprendido—. ¡No, Sacolín, usted bromea… esas enormes astas deben haberle tardado diez años en crecer!
—Las astas del ciervo son algo maravilloso —prosiguió Sacolín—. Cada año las tira y le vuelven a crecer… y cada año le salen un poco más grandes para demostrar que es más viejo.
—¿Entonces ese ciervo que ha ganado la batalla tendrá nuevas astas esta primavera? —preguntó Rory.
—Sí —dijo Sacolín—. Si le hubieses visto esta primavera pasada hubieras advertido dos muñones muy salientes. De esos muñones comienzan a crecer las astas… tan de prisa como los brezos crecen en el bosque. Luego las astas echan ramas… y luego más… y cuando han transcurrido diez semanas tienen en su cabeza esas grandes astas que veis ahora. Al principio sus astas están cubiertas de una especie de piel musgosa que se llama «terciopelo»… pero cuando las astas han crecido del todo, el ciervo quita ese terciopelo frotándose contra los troncos de los árboles. Lo he visto a menudo holgando allí durante el verano.
—Bueno, ¡las vacas no tiran sus cuernos cada primavera! —dijo Rory—. Me gustaría que lo hicieran. ¡Tendría una hermosa colección de ellos!
—Yo creo que a los ciervos deben estorbarles mucho las astas cuando corren por el bosque —observó Sheila—. Deben engancharse en las ramas de los árboles.
—Pues no se enganchan —dijo Sacolín—. Los ciervos echan la cabeza hacia atrás para que sus astas queden sobre su espalda… y no se enganchan en los árboles… ¡en realidad, las astas les evitan más de un coscorrón!
—¿Y dónde dejan sus cuernos cuando se los quitan? —preguntó.
—¿Os gustaría ver si encontramos algunos? —les preguntó Sacolín—. Bien, vamos. Los ciervos siempre se sienten enfermos y débiles cuando van a perder sus astas y a menudo van a yacer a una cueva. Conozco una cerca de aquí donde un año encontré un par de astas. Iremos a ver si ahora hay alguna.
De manera que se encaminaron a una colina cercana donde había una cueva estrecha. Al final se ensanchaba formando una amplia cámara que olía a murciélago. Rory llevaba una linterna y la encendió, lanzando en seguida un grito.
—¡Aquí hay una! ¡Mirad! ¡Qué asta más bonita! La sacó al sol para examinarla. Era un asta magnífica y perfecta.
—Es la cornamenta de un ciervo adulto —dijo «el salvaje» al verla—. Contad las puntas… yo diría que hay cerca de cuarenta.
—¿Puedo quedármela? —preguntó Rory, excitado—. ¡Caramba… qué van a decir los niños de Londres cuando vean esto!
—¡Ojalá tuviera una yo también! —dijo Sheila cogiendo la linterna de Rory. Corrió al fondo de la cueva tratando de no aspirar el olor acre de los murciélagos. Fue iluminando los rincones con la linterna… y con gran alegría vio un asta caída en uno de ellos. Cogiéndola salió al exterior.
—¡Aquí está la pareja de tu asta! —exclamó—. ¡Mira!
—¡Oh, dámela a mí… así tendré dos! —gritó Rory arrebatándosela. Sheila lanzó un chillido.
—¡No, Rory! Es mía. ¡La he encontrado yo y la quiero!
—Pero esto es un par. ¡Yo he de quedarme con las dos! —insistía Rory—. ¿No es verdad, Sacolín?
—Desde luego sería bonito tener un par de astas completo —dijo «el salvaje» en un tono de voz algo seco… Pero esto no es un par. Sino dos sueltas.
—¿Cómo lo sabe? —dijo Rory, pero casi en seguida vio lo que Sacolín había querido decir. El asta que Sheila había encontrado no era tan grande ni tenía tantas ramas. Desde luego no podía haber sido usada por el mismo ciervo que llevara el asta de Rory.
—Esta asta es de un ciervo de cuatro años —dijo Sacolín—. No tiene la rama de los cinco años. Bueno, puedes quedártela, Sheila. No es la pareja de la de Rory.
Sheila estaba emocionada y se puso a bailar con el asta bajo el brazo.
—Benjy tiene una ardilla, Penny un erizo y Rory y yo las astas. Ahora todos tenemos alguna cosa.
Pillina, la ardilla, comenzó a chillar y quiso meterse dentro de la bolsa de la comida que llevaba Benjy, que se echó a reír.
—¡Pillina dice que ya es la hora de comer! —dijo—. ¿Dónde comemos?
—Conozco un lugar donde hay muchos pájaros y ratones campestres —dijo Sacolín—. Vayamos allí. Será divertido comer y observarles al mismo tiempo.
—Vamos entonces —exclamó Rory—. ¡Tengo tanta hambre que me comería todo lo que hemos traído!