CAPÍTULO XIX

EL MURCIÉLAGO

Los días del verano iban transcurriendo dorados y cálidos. A los niños les parecía haber vivido siempre en la Granja del Cerezo. Londres les parecía un lugar envuelto en niebla, casi irreal.

Sus padres lo estaban pasando en grande en América y era de suponer que regresarían a finales de verano.

Los niños se sentían muy felices cuando llegó septiembre con su fruta madura, su tranquilo cielo azul, y el pesado rocío mañanero. Les permitían coger toda la fruta madura que apetecieran, y por eso disfrutaban de lo lindo.

Pero poco a poco Benjy se fue quedando triste y taciturno. Los otros no lo comprendían. ¿Estaría enfermo?

—Ya no se ríe ni le gustan las bromas —dijo Rory—. Yo creo que «debe» estar enfermo.

Pero Benjy no estaba enfermo… sino que pensaba que pronto, muy pronto, los cuatro tendrían que decir adiós a la granja y regresar a la ciudad. Contaba aquellos días preciosos, preguntándose si en Londres podría tener a Pillina. Contemplaba las vacas solemnes que ta n bien conocía, los patos graznadores y los caballos pardos con sus cascos enlodados, y sentía un dolor intenso en su interior.

Tía Bess estaba realmente preocupada por Benjy… y pensaba que debía añorar su casa de Londres y a sus padres, De manera que siempre le hablaba con animación de Londres y de que no iba a tardar mucho en volver allí, y cosas por el estilo… ¡todo lo cual hacía que Benjy se sintiera cien veces peor, naturalmente!

Y un día, tía Bess recibió una carta de América durante el desayuno, que leyó con aire sorprendido.

—¿Es de papá y mamá? —preguntó Rory.

—Sí —replicó tía Bess—. Y me temo que vais a quedar muy desilusionados por la noticia… ¡no van a regresar hasta Navidad!

—¡Oh! —dijo Penny a punto de llorar—. Oh, yo creía que iban a volver muy pronto.

Rory frunció el ceño.

—Yo creo que ya podían regresar este mes, como dijeron —declaró.

—Hace mucho tiempo que no estamos con ellos —suspiró Sheila.

Benjy no dijo nada y tía Bess se preguntó qué estaría pensando.

—Pobre Benjy —le dijo—. Temo que haya sido una gran desilusión para ti. Ahora no puedes regresar a Londres como sé que deseabas.

Benjy miró a su tía como si no pudiera dar crédito a sus oídos.

—¡No podemos volver a Londres! —exclamó—. ¿Entonces vamos a quedarnos en la Granja del Cerezo?

—Me temo que sí —repuso tía Bess—. A mí me encanta teneros, pero sé que tú…

Lo que iba a decir nadie lo supo jamás, porque Benjy de pronto, se volvió loco. Saltó de un brinco de la mesa derramando la sal y la pimienta, y comenzó a dar vueltas como un piel roja en su danza de guerra. Gritaba y cantaba mientras todos le miraban estupefactos.

—¡De manera que «no querías» regresar! —exclamó tía Bess sorprendida—. ¡Y todo este tiempo he estado pensando que estabas tan quieto y triste porque querías volver a tu casa!

—¡Oh, tía Bess, no, no, no! —gritaba Benjy—. Estás completamente equivocada. Yo nunca, nunca cambiaría la Granja del Cerezo por Londres. ¡Oh, oh, pensar que ahora estaremos aquí hasta Navidad! ¡Estupendo! ¡Qué maravilla! ¡Qué…!

Todos comenzaron a reír, ya que Benjy estaba muy gracioso dando saltos alrededor de la mesa del desayuno. Pillina, la ardilla, estaba asustada y corrió a lo alto de una cortina, donde se quedó chillando y golpeando con su pata.

—Bueno, ahora será mejor que te calmes y termines tu desayuno, Benjy —le dijo tío Tim que estaba tan divertido y satisfecho como tía Bess—. ¿Y qué hay de sus estudios, tía Bess? No pueden perder otro curso.

—Tengo que hablar con el vicario para que les dé clase —dijo tía Bess mirando la carta—. Ya sabes, tiene ya cinco discípulos y nuestros cuatro pueden unirse a ellos. Les gustará caminar por los campos cada día hasta allí… ¿no es cierto, niños?

—¡Oh, sí! —exclamaron todos incapaces de creer las buenas noticias. Clase en la hermosa y antigua vicaría… todo el otoño en la Granja del Cerezo… era demasiado bueno para ser verdad. Lo único malo era que no verían a sus padres en mucho tiempo. ¡No obstante aguardarían con ansia la Navidad!

—Debemos ir a darle la buena noticia a Sacolín en cuanto podamos —dijo Benjy al concluir el desayuno—. Iremos esta noche. Dijo que hoy pasaría el día entero más allá de la colina.

De manera que aquella tarde, cuando el sol enviaba sus amarillentos rayos oblicuos sobre los campos y los árboles proyectaban sombras alargadas, los cuatro niños y Pillina emprendieron la marcha hacia la casa-árbol de Sacolín. Se llevaron la cena consigo… grandes botellas de leche cremosa, y rebanadas de pan recién hecho y queso tierno para comer con él. También llevaron para «el salvaje» a quien le encantaban el queso y la leche.

Sacolín estaba sentado ante su casa contemplando los peces que saltaban en el agua. Sonrió a los niños viendo en seguida que había novedades.

—¡Sacolín… nos quedamos hasta Navidad! ¿Qué le parece? —le dijo Benjy sonriendo—. Iremos a dar clase con el vicario… no nos enviarán a la escuela. ¿No se alegra?

—Mucho —replicó Sacolín—. ¡Así también tendréis tiempo de dar algunas clases más «conmigo»!

—¿Clases con usted? —exclamó Penny sorprendida—. ¿Qué clase de lecciones vamos a dar?

—Las mismas que os he dado hasta ahora —replicó Sacolín—. ¡Enseñándoos a ser amigos de los pequeños animalitos del bosque! Hay muchos que todavía no conoces, Penny.

—¡Pero si no es posible! —exclamó Penny—. Vaya, si conocemos a las ardillas y las serpientes, los topos y los castores, los ratones de agua, el gusano lento y…

—Bueno, aquí viene uno que todavía no conocéis —dijo Sacolín, mientras un pequeño murciélago volaba cerca de Sheila casi rozándola, y la niña gritó:

—¡Oh, ah! ¡Un murciélago! ¡Haga que se vaya en seguida!

El murciélago volvió revoloteando junto a Sheila con sus extrañas alas. Sheila volvió a gritar apartándolo con la mano.

—¡Sacolín! ¡No se quede ahí sentado! ¡Haga que se marche! ¡Se enredará con mis cabellos! Sacolín parecía enfadado, y no se movió.

—Cuando gritas así por nada siento deseos de darte una buena bofetada, Sheila —le dijo—. ¡Cállate!

Sheila se sorprendió mucho y dejó de chillar muy avergonzada. Enrojeció tratando de no mirar a Sacolín.

—Lo siento —dijo.

—¡Eso creo! —replicó Sacolín—. Y ahora, ¿quieres hacer el favor de decirme exactamente por qué te comportas así, gritando y desgañitándote por una diminuta criatura que no es capaz de picar ni de morder?

—Pues… me dan miedo los murciélagos, Sacolín —dijo Sheila.

—¿Por qué? —quiso saber «el salvaje».

—Porque… —comenzó Sheila y luego se detuvo a pensar. En realidad ignoraba por qué les temía—. Pues, verá… —continuó—. He visto a la gente huir de los murciélagos, y he oído decir que se enredan en los cabellos.

—Pues no se enredará en tus cabellos y son completamente inofensivos —dijo Sacolín—. Por favor, no vuelvas a comportarte así, Sheila. No es de extrañar que los animales y los pájaros no hagan migas contigo. Todos los animales advierten cuando alguien les teme… y mira lo que han hecho tus gritos con Pillina. ¡Está realmente asustada!

La ardilla estaba sentada en lo alto de la casa temblando. Benjy se levantó para cogerla y el pobre animalito se acurrucó entre sus brazos escondiendo sus patas dentro de la camisa del niño.

—Demostraremos a Sheila lo extraordinario que es realmente un murciélago —dijo Sacolín poniéndose en pie—. Si ve uno de cerca tal vez no se asuste tanto. ¡Son una maravilla!

—¿Puede hacer que vengan a usted? —preguntó Benjy extrañado.

—Puedo hacer que vuelen cerca de mí, pero no que se posen en mi mano estando vosotros aquí —repuso «el salvaje»—. Voy a buscar mi red… con ella puedo coger uno con facilidad.

Entró en la casa-árbol saliendo con una especie de cazamariposas. De pie ante la puerta lanzó algunos gritos guturales mientras Benjy aguzaba los oídos.

—He oído chillar así a los murciélagos —exclamó. Ninguno de los otros pudo oír cómo le contestaban. Sólo el agudo oído de Benjy los captó. Acudieron revoloteando alrededor de la cabeza de Sacolín. Con un rápido movimiento de su red atrapó uno y se sentó para sacar a la atemorizada criatura de la red.

Siempre que cualquier animal sentía el contacto de las manos fuertes y cariñosas de Sacolín olvidaba todo temor y quedaba tranquilo y a salvo.

El murciélago quedó sobre la mano del «salvaje» y los niños le rodearon para mirarlo.

—Después de todo no es ningún pájaro —observó Penny—. ¡Yo creía que lo era!

—¡Oh, no!! —dijo Sacolín—. En él no hay nada de pájaro, excepto su vida aérea. No tiene plumas.

—Es como un ratón pequeño con alas negras —comentó Benjy.

—La gente del campo le llama «rata pinada» —dijo Sacolín—, y la verdad es que no le va mal el nombre. Mirad su cuerpo cubierto de pelaje.

—¡Y mirad qué alas tan grandes! —exclamó Sheila—. ¿De qué están hechas si no son de plumas, Sacolín?

Sacolín extendió con suavidad las extrañas alas del murciélago.

—Mirad —les dijo—. ¿Veis qué largos tiene los dedos el murciélago? Eso es lo que sujeta el ala, que es sencillamente una amplia membrana de piel que se extiende sobre los huesos de los dedos y se une al cuerpo del murciélago. ¡El murciélago vuela con sus dedos sobre los que ha crecido esta piel!

—¡Qué raro! —dijo Benjy que al igual que los otros jamás habían visto de cerca un murciélago hasta entonces—. ¿Qué es esa cosa pequeña en forma de gancho que tiene en la punta de las alas, Sacolín?

—Ése es el pulgar del murciélago, uno en cada ala —repuso Sacolín—. Ese pequeño gancho, con el cual el murciélago puede colgarse de cualquier superficie, es todo lo que queda de su pulgar… pero le resulta muy útil.

—¡Bueno, jamás pensé que una cosa tan rara pudiera estar hecha con dedos y un pulgar! —exclamó Sheila que no estaba nada asustada ahora que podía ver de cerca al murciélago—. Mirad… hay una pequeña bolsa entre las piernas y la cola, Sacolín. ¿Para qué es?

—Ahí es donde el murciélago pone los escarabajos y las moscas que caza —explicó Sacolín—. ¡Es su bolsillo! Observa a los murciélagos que vuelan sobre nuestras cabezas, Sheila… cuando de pronto descienden es porque cazan un insecto y lo guardan en su bolsillo.

Los cuatro niños observaron.

—Yo creo que casi vuelan mejor que los pájaros —dijo Benjy—. ¡Ese murciélago se ha detenido en mitad del aire… está completamente parado! Jamás he visto hacer eso a un pájaro.

—Cierto que vuelan maravillosamente bien —contestó Sacolín—. ¿Veis qué cerca vuelan de los árboles y sin embargo, jamás los tocan? Tienen un maravilloso sentido de la proximidad de las cosas.

Sacolín libertó al pequeño murciélago que había cogido, y que voló a reunirse con los otros.

—Ése era un murciélago común —comentó Sacolín—. Hay muchísimas especies, pero a menos que las cacemos para examinarlos de cerca, es difícil distinguirlos con esta luz.

—Nunca he visto murciélagos en invierno —observó Benjy—. Entonces duermen, ¿verdad?

—Sí —fue la respuesta de Sacolín—. En otoño se ponen bonitos y gordos y se esconden en alguna cueva, hueco de un árbol o un viejo cobertizo. ¿Conocéis aquel cobertizo destartalado que hay al final del campo largo en la Granja del Cerezo? Bien, cientos de murciélagos duermen allí, no sólo durante el invierno sino también ahora durante el día.

—¡Iré a verlos! —exclamó Benjy satisfecho.

—¡Bueno, no te quedarás mucho tiempo! —le dijo Sacolín sin decirle el porqué.

Cenaron ante la casa-árbol a la luz de aquel crepúsculo de septiembre. A Sacolín le encantó el pan, el queso y la cremosa leche, y les dio a los niños una cesta llena de fresas silvestres. Estaban deliciosas.

—Las he cogido para vosotros —les dijo el hombre—. Esperaba que vinierais esta noche.

Cuando aparecieron las primeras estrellas, Sacolín les dijo que debían marcharse, así que se despidieron y emprendieron el regreso a casa en la creciente oscuridad.

—Al pasar miraré dentro del viejo cobertizo —dijo Benjy. De manera que al llegar allí entraron todos… ¡pero como bien dijo Sacolín, no se quedaron mucho tiempo!

—¡Puaf! ¡Qué olor! —exclamó Benjy tapándose la nariz—. Bien, si los lugares donde duermen los murciélagos huelen así jamás querré pasar un invierno con «ellos».

Los murciélagos volaban alrededor de su cabeza como si se rieran de Benjy… y esta vez ni siquiera Sheila tuvo miedo. Había aprendido su lección y no volvería jamás a hacer la tontería de gritar.