UNA NOCHE EN EL ÁRBOL-CASA
Benjy se estuvo muy quieto con la ardillita dormida en sus rodillas. El sol se iba poniendo y el cielo se cubrió de rosa y oro. El tranquilo remanso del río reflejaba el cielo, y Benjy quedó casi deslumbrado al mirarlo. Los últimos rayos del sol iluminaron un campo de margaritas al otro lado del agua… y el enorme disco solar se fue hundiendo en la línea del horizonte.
La luz desapareció de las margaritas, y las nubes cambiaron del rosa al gris. Los rayos dorados permanecieron en el cielo… y en cuanto Benjy vio cómo se tornaban azul pálido, oyó el silbido.
Claro como una flauta, resonaba sobre el agua. Parecía el de un pájaro, y no obstante Benjy estaba seguro de que no era así. Volvió a dejarse oír, flotando sobre el agua, claro y hermoso.
Sacolín contestó al silbido enviando otro tan igual que Benjy tuvo que mirarle para convencerse de que había sido él.
—Ahí viene —le dijo Sacolín señalándole el agua con un movimiento de cabeza.
Benjy miró con ansiedad el agua negra y vio una cabeza oscura y puntiaguda o ras de la superficie, que poco a poco se iba aproximando a ellos. El cuerpo, al que correspondía la cabeza, nadaba debajo. Benjy no supo de qué animal se trataba.
Sin el menor chapoteo que mostrara que alguien nadaba allí, iba avanzando hacia la orilla. Subió o ella… y Benjy vio a un animal castaño oscuro con una cola larga y fuertes patas palmeadas.
—¡Un castor! —exclamó—. ¡Oh, Sacolín!
Sacolín volvió a silbar al castor, que tras sacudirse fue hacia él moviéndose fácilmente por el suelo. Sus pequeños ojos brillantes le miraron primero a él y luego a Benjy.
—Bueno, amigo, estás a salvo con Benjy —dijo Sacolín con su voz especial… la que siempre utilizaba para dirigirse a los animales y pájaros. El castor se acercó más a él y se tumbó apoyando su cabeza sobre la pierna de Sacolín que pasó sus dedos por las redondas orejas del castor.
—¿Has tenido buena caza, amigo? —le dijo—. ¿Has comido pescado hoy? ¿Los cazaste nadando bajo ellos y lanzándote hacia arriba mucho más de prisa de lo que los peces pueden nadar? ¿Volviste las piedras del río para buscar cangrejos que te encantan? ¿Encontraste ranas y las comiste después de quitarles la piel?
El castor hizo un ruidito semejante a una risita y puso su cabeza un poco más arriba en la pierna del «salvaje». Benjy le observaba con envidia, deseando que el castor se acercase también a él.
—Tócale, Benjy —dijo Sacolín—. Fíjate qué pelo más espeso. Tiene dos capas de pelos… una espesa y corta que protege su cuerpo del agua, y la otra una capa de cabellos mucho más largos. Puedes notar cómo sobresalen de la capa de pelos cortos.
Benjy obedeció.
—¿Ni siquiera se moja nadando de ese modo? —preguntó.
—No —respondió Sacolín—. Su cuerpo no se moja jamás. Es un nadador maravilloso, Benjy, y tan gracioso como cualquier pez.
—¿Y qué hace cuando nada debajo del agua? —quiso saber Benjy—. ¿No le entra agua en los oídos?
—No. Entonces los cierra —contestó «el salvaje»—. Mira qué cola más fuerte tiene, Benjy. La utiliza como timón en el agua. Es una hermosa bestia del río, y cuando salta en él por divertirse, es todo un espectáculo.
—Veo que tiene membranas entre los dedos —observó Benjy—. Claro, para ayudarle a nadar con rapidez. ¡Qué hermoso silbido tiene!
—Sí —repuso Sacolín—. Ahora le oigo a menudo por las noches cuando me acerco al río. Los ruidos de la noche son muy agradables… el aullido de una zorra distante… el silbido del castor… el ulular de la lechuza. Este amigo me visita a menudo por las noches, y algunas veces, si está cerca, acude atendiendo a mi silbido.
—¿Cuándo le conoció? —quiso saber Benjy—. ¡Es tan manso!
—Hace tres años su padre y su madre hicieron su nido en un agujero entre las raíces del aliso, un poco más abajo de este remanso —explicó Sacolín—. Era un buen agujero con una entrada bajo el agua y otra en la orilla por la parte de atrás. En este agujero los castores criaron tres cachorros… cubiertos de piel y deseosos de aprender a andar y a pescar.
—¿Deseosos «de aprender»? —preguntó Benjy—. ¿Entonces hay que enseñarles? ¿Es que no saben, si no se les enseña, lo mismo que los pájaros construyen nidos, y los patos nadan?
—No… a los castores jovencitos hay que enseñarles, Benjy —replicó Sacolín—. Yo me escondía entre los arbustos para ver a los padres que llevaban a los tres cachorros al agua para enseñarles a cazar. Al principio no pueden permanecer mucho tiempo bajo el agua sin respirar… pero pronto aprenden ese truco. Luego aprenden a perseguir a los peces y a nadar debajo de ellos. Luego les enseñan a llevar su presa a la orilla y comerla allí…, ¡pero dejando la cola! ¡No es de buena educación en la familia de los castores el comer la cola de un pescado!
Benjy rió y la ardillita se removió acurrucándose de nuevo para seguir durmiendo. El castor miraba a Benjy con ojos brillantes. Sacolín le acarició el cuello y volvió a lanzar su risita.
—Pues bien —prosiguió Sacolín—, un día los perros fueron a cazar a los castores. Los padres huyeron nadando para salvar la vida. Los perros cogieron a dos de los cachorros… y los mataron. Y éste que era el tercero, trató de esconderse al otro lado del río sin ser visto, pero los canes vieron el ligero rastro que dejaba en el agua y dos de ellos le cogieron mordiendo cruelmente sus patas traseras. Luchó con tesón y le dejaron marchar.
—El cachorrito consiguió arrastrarse hasta su antiguo nido —continuó Sacolín—. Y allí le encontré después de que terminara la cacería. Se arrastró hasta mí por la entrada posterior y yo le traje aquí y le cuidé hasta que sus patas estuvieron mejor y pudo volver a nadar. Así es como nos hicimos amigos.
—Pobrecillo —comentó Benjy—. Ojalá los animales no tuvieran que ser tan crueles unos con otros.
—Es una bonita historia —comentó Benjy—. Sé que Penny lloraría al oírla. No puede soportar que hagan daño a nadie.
—Este castor ha viajado hasta muy lejos durante el invierno —explicó Sacolín—. Deambulaba por la tierra durante la noche porque es un buen viajero. Pero ahora vive en el río y lo conoce centímetro a centímetro desde el principio al fin.
Benjy permaneció inmóvil pensando en la historia del castor, y preguntándose dónde estarían los padres. ¡Qué suerte que Sacolín estuviera por allí durante la cacería! ¿Cuántas criaturas había curado y salvado? Benjy estaba orgulloso de tenerle como amigo.
La luna se fue elevando y el río negro se tornó de plata. La fría luz de la luna ponía manchas en el suelo y por todas partes salían conejos. Los búhos ululaban y una vez sonó un grito tan fuerte que Benjy pegó un respingo despertando a la ardilla.
—¿Qué es eso? —preguntó el niño.
—Una lechuza —replicó Sacolín—. Siempre chillan así. Y ahora Benjy…, ¿qué te parece si cenamos… y luego a la cama?
—Me estaría aquí horas y horas —repuso Benjy con un suspiro—. ¿Verdad que el mundo parece extraño e irreal a la luz de la luna? ¡Oh… casi me olvido… le he traído un pedazo de mi pastel de cumpleaños!
El niño puso el pastel en manos de Sacolín que estuvo muy contento y se lo comió allí mismo dando de cuando en cuando alguna migaja al castor que tenía a sus pies. Luego encendió una pequeña hoguera y preparó una extraña, aunque deliciosa cena para el niño. Comieron a la luz de la luna y bebieron una cosa que «el salvaje» llamaba «Coca-Cola» de ortigas. Estaba hecho con hojas de ortigas y tenía un sabor extraño, aunque fresco y dulce.
—¡Y ahora a dormir! —exclamó Sacolín—. Yo me baño por la mañana, Benjy. ¿Te va bien así? Entonces nos daremos un chapuzón en el río. Quítate la chaqueta y los pantalones y te taparé con la manta.
El saco de dormir estaba tendido debajo de la cama de brezo y musgo de Benjy. Cuando estuvo listo, Sacolín le arropó con la manta y el niño se acurrucó en la cama que era mullida, aunque algunas ramitas se le clavaban aquí y allí. Benjy las fue colocando a su comodidad y por fin se dispuso a dormir en su extraña cama que olía muy bien. La ardilla se enroscó sobre su estómago, sin cesar de dormir.
—¿A dónde irá el castor? —preguntó Benjy somnoliento—. ¿Volverá al río?
—Creo que quiere dormir aquí esta noche —replicó Sacolín—. ¿Te importa? Algunas veces le gusta la compañía.
—¡«Importarme»! —exclamó Benjy—. ¡Vaya, si me encanta! ¡Jamás, jamás pensé en dormir con una ardilla encima de mí, cerca de un «salvaje» y con un castor a los pies!
Benjy no quería dormirse, sino permanecer despierto para advertir el extraño encanto de la pequeña casa viviente, la respiración del castor, el calorcillo de la ardilla… quiso permanecer tendido mirando la luna que ahora brillaba ante la entrada de la casa. Deseaba oír el canto de los búhos toda la noche… y el plaf, plaf, plaf del agua cercana, y el susurro de los árboles.
Pero no pudo mantener los ojos abiertos. Al cerrarlos, durmió tan plácidamente como Sacolín, el castor y la diminuta ardilla.